I.
El
frío era empujado por la ventisca a través de todos los rincones y recovecos,
incluso entre los pequeños huecos que quedaban en la abundante ropa, totalmente
necesaria para salir a la intemperie. Límber y Tanco caminaban penosamente por
sobre el terreno endurecido e irregular y los charcos congelados, respirando
con ansia y esfuerzo, para arrebatarle a la fría atmósfera el oxígeno
imprescindible y exhalándolo luego convertido en vapor, más vapor del que ya
cubría el cielo, el horizonte y parte del suelo. Límber se detuvo y le metió
una mascada con sus poderosos incisivos a una dura raíz morada oscura, casi
negra, que llevaba en la mano. Un pelaje café amarillento cubría toda su cabeza
y el dorso de sus manos. Tenía la boca pequeña, insignificante y esos incisivos
eran útiles para cortar trozos del tamaño adecuados. Alto y recto como un
poste, escudriñó los alrededores con sus ojos grandes y sus largas orejas para
orientarse. Llevaba gruesa ropa de abrigo color tierra, vendada con girones de
tela en todos sus extremos para evitar lo más posible que el frío entrara, sus
pies, sin embargo, sólo estaban protegidos por vendas de plástico y tela y
embutidos en sandalias de cuero de fabricación artesanal, el tamaño de su pie hacía
difícil que encontrara un calzado más adecuado. Tanco, dos pasos más atrás, oía
con recelo como la raíz era triturada por los molares de su compañero, largamente
triturada, hasta ser pulverizada, era desesperante verlo y sobre todo oírlo,
masticar y masticar y masticar… Desplazó sus pequeños y separados ojos hacia el
suelo, buscando ocultarlos tras su capucha y parecer distraído. Las raíces no
eran en absoluto de su agrado. Tenía un buen par de botas negras que no habían
cedido ni al uso ni a la rigurosidad del clima y que mantenían sus pequeños
pies secos y calientes; los pies pequeños eran una gran ventaja. El resto de su
ropa era igualmente negra, aunque su piel, ya de por sí era oscura, sin pelo y de
un verde oscuro metálico. Límber le echó un vistazo y sin decir ni media
palabra, señaló una dirección con la mano donde empuñaba la raíz, una dirección
sin nada en particular que la diferenciara de cualquiera otra, sin embargo el
primero caminó convencido y el segundo le siguió en completo silencio. La
dirección era correcta, al cabo de un rato aparecería el barco muerto en la
niebla, como un gigantesco fantasma de metal negro. Casi tan grande como los
mercados flotantes del Zolga, donde se podía encontrar el mejor pescado y unas
ratas despellejadas y cocinadas en aceite hirviendo bastante decentes, pero no
podían explicarse cómo es que esa mole había llegado hasta allí, a un sitio,
que a pesar de que lo llamaban Mar Triste, no tenía aguas navegables en kilómetros
a la redonda. Tampoco podían explicarse dónde estaba su otra mitad, porque estaba
roto como quien toma una rama por ambos extremos y la estrella contra su
rodilla para partirla en dos, sin embargo, la otra mitad, que también de seguro
era muy grande, no se veía por ningún lado, ni siquiera en un día despejado. La
vegetación era pobre y las aves que pasaban por allí, lo hacían sin ninguna intención
de detenerse, la comida también escaseaba, a menos que se fuera un amante de
las raíces. “Oye, ¿Qué es eso?” Tanco señaló un punto junto al barco con el
cañón de su escopeta, un montículo que claramente no era de origen natural, una
pequeña cavidad hecha con ramas y mantas, pegada al casco del barco “¿Un
refugio? Echemos un vistazo, pero sólo un vistazo” dijo Límber, dándose una
vuelta entera sobre sí mismo mientras caminaba, nervioso, sólo para comprobar
que no hubiera nadie en los alrededores. Tanco se agachó junto a las cenizas, estaban
frías, cogió un poco y se las llevó a la lengua. Las escupió, “Las usaron para
cocinar carne durante la noche…” Su compañero se detuvo para mirarlo
preocupado, levantó levemente el cañón de su arma que hasta ese momento sólo
miraba al suelo, era un revólver acondicionado como rifle, con un cañón largo y
culata de madera forrada con hule “¿Carnófagos?” Tanco negó con la cabeza,
apuntó unas varillas de madera ensartadas en el suelo junto al refugio, habían
ratas despellejadas y empaladas allí, “…además, ellos no construyen refugios ni
se molestan en cocinar la carne…” Límber hizo un gesto, como diciendo que ninguna
preocupación estaba de más. En ese momento oyó un ruido, algo muy pequeño,
dentro del refugio, se llevó la culata de su arma al hombro, su compañero lo
tranquilizó levantando su mano sin uñas en los dedos, se colgó la escopeta a la
espalda y sacó su cuchillo, “Hagas lo que hagas, no dispares a menos que sea totalmente
necesario. No sabemos quién está escuchando por ahí. ¿Tienes algo de luz?” Límber
sacó una pequeña linterna cuadrada de su bolsillo y se la pasó, luego volvió a
poner toda su atención en la mira de su arma, mientras Tanco se adentraba en el
refugio, había un cuerpo dentro, “No es un carnófago… es uno de los nuestros,
es más, se parece a Pango, pero más viejo” “¿Tan feo?...” bromeó el otro,
aunque sin ánimos de reírse. Era un viejo rechoncho, de orejas puntiagudas,
frente cuadrada, grandes fosas nasales y poderosos colmillos en la mandíbula.
Estaba muerto, recientemente, aunque no parecía herido. “Hay algo más ahí
dentro, vivo. Lo oí” insistió Límber, escudriñando el interior del refugio con
su arma, “Lo sé…” lo apoyó su compañero, moviendo algunas mantas con la punta
de su cuchillo, “…apunta eso a otro lado” le movió el cañón del rifle con la yema
de los dedos hacia la pared del refugio, al otro, eso no le agradó, “Oye, no
toques mi arma y yo no tocaré la tuya…” En ese momento, surgió algo de entre
las mantas, no supieron bien qué era, Límber se acomodó su fusil con
desesperación para apuntarle. Era una niña de cabello ondulado y grandes ojos
grises que los miraba intranquila, aunque no asustada. Tanco la alumbraba con
su pequeña linterna, “Parece una humana… una humana pura…” Límber le echó un
vistazo rápido sin dejar de apuntar a la niña, sólo para cerciorarse de que era
su compañero quien había dicho tamaña estupidez, “¿Te has vuelto loco! Los
humanos se extinguieron hace cien generaciones, sólo queda de ellos sus
vestigios metálicos regados en este mundo inerte, nosotros y los carnófagos… y
si esa niña no es uno de nosotros, entonces de seguro es uno de ellos” “Lo sé,
pero y si lo fuera. Sabes lo que eso significaría” dijo Tanco, mirándolo con
ilusión en el rostro, “¡Mierda, Tanco! Sé lo que estás pensando y no me gusta
nada” La niña echó la cabeza atrás y se llevó la yema de los dedos a los
labios, “Tiene hambre” “Quiere agua…” lo corrigió Límber, y luego agregó “…dale
de la tuya, si quieres, pero no le quites los ojos de encima, voy a registrar
al viejo” Tanco le alcanzó su cantimplora a la niña, que la recibió, se echó un
buen trago y luego la devolvió con una sonrisa de agradecimiento, “No nos
teme…” dijo éste maravillado, “Los carnófagos tampoco…” insistió su compañero
que en ese momento sacaba de los bolsillos del viejo una bonita brújula rota, que
igualmente guardó por si se podía reparar. Bajo la manta con la se cubría el
viejo, encontró un revólver artesanal que éste apretaba en su puño, sólo tenía
una bala. En una cartuchera, encontró un cuchillo pequeño, tipo navaja, de
buena fabricación, como para preparar alimentos y junto al cuerpo, en el suelo,
otro de mayor tamaño que no era más que una barra de acero aguzada y afilada
con un mango de cuero, pensado para defenderse. “Voy a subir a la antena, procura
que no te mate…” dijo Límber, dirigiéndose al otro extremo del barco para subir
a la parte más alta de éste, y poder otear los alrededores, al regresar, la
niña había encendido el fuego y compartía sus ratas con Tanco, “¡Qué rayos
creen que hacen! Si el humo no nos delata, lo hará ese olor que se siente a
kilómetros” Su compañero ni se movió del lado del fuego donde estaba devorando
una rata asada aún empalada, “¿Viste algo?” “No, todo despejado…” admitió el
otro de mala gana, y agregó “…pero aun así, no podemos confiarnos” La niña lo
miró preocupada, y como si de pronto se le hubiese ocurrido la mejor idea del
mundo, cogió una rata del fuego y se la ofreció a Límber, éste la rechazó con
forzado desagrado, “No niña, eso no es para mí…” y sacó de su bolsillo lo que
le quedaba de su raíz morada y le dio una mordida y otra vez echó a masticar
incansablemente, mirando desconfiado los alrededores, “Hay que desarmar el
refugio y esparcir las cenizas, que no quede nada. Yo me encargaré del muerto”
dijo. Una hora después, ya estaban caminando de nuevo, en fila, la niña en
medio, confiada y hasta un poco contenta, con un pequeño bolso con sus cosas
colgado a la espalda, como si fuera una niña cualquiera dirigiéndose a un
colegio cualquiera, en un día cualquiera, “…Esto no me gusta nada…” gruñó
Límber, y volvió a darle otra mordida a su raíz.
León Faras.
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