III.
Justo
antes del almuerzo, llamaron a la puerta del padre Benigno, Guillermina salió
de la cocina quejándose en voz más alta de lo necesaria, de lo inoportuna que
eran algunas personas para hacer visitas, y que se le iba a recocer la comida
por estar atendiendo la puerta, pero el padre, con gesto de estar harto de sólo
tener que escuchar sus quejas, se puso de pie, a pesar del tirón que sintió en
su herida, para atajarla en el camino y decirle que él mismo atendería la
puerta, al abrir, su eterna expresión severa y apretada en el rostro, se
suavizó hasta convertirse en asombro: era Elena, Elena Ballesteros. Llevaba un
vestido sencillo, muy diferente a los que solía usar y se cubría la cabeza con
un bonito pañuelo bordado a mano, sin embargo, su rostro era el mismo de
siempre, aunque ahora se podía ver más resuelta, ya no tenía ese aire
vulnerable de antes. El cura percibió aquello en el acto, “Bendito sea Dios,
¿Estás bien… hija?” Elena lo miraba a los ojos sin titubear, y sus manos
estaban relajadas, tomadas en frente a la altura del vientre, “Padre Benigno,
espero que su herida ya esté mejor” El cura recuperó su expresión dura y hosca,
“¿Dónde has estado todo este tiempo? Te han estado buscando por todas partes”
Tras él, apareció Guillermina secándose las manos en el delantal, traía los
ojos desmesuradamente abiertos, “¡Niña! Apareciste. Tú acuchillaste al padre…”
El padre Benigno se volteó a mirarla incrédulo. Su herida protestó. Aún se
sorprendía, a pesar de los años, de que la mujer, de una manera u otra, siempre
terminaba enterándose de todo. Guillermina lo miró con los mismos ojos bien
abiertos, pero con una expresión en el rostro como el perrito que sabe que ha
hecho algo malo y ahora teme ser castigado, “¡Deja de hablar burradas, mujer, y
ve a ocuparte de tus cosas!” la reprendió el cura, luego se dirigió a Elena
para invitarla a entrar, pero ella se negó, “No padre, sólo vine para pedirle
un favor. Sé que mi hermano me está buscando, pero yo no quiero verlo ni hablar
con él, no quiero que me lleven a la fuerza a donde no quiero ir. Él va a venir
aquí, le hice llegar una nota, y quiero que usted le diga que me ha visto y que
estoy bien, y que deje de buscarme, ¿Puede hacerlo?” Benigno lucía confundido,
estaba acostumbrado a que le pidieran opinión y consejo, no que le encomendaran
una tarea como al chico de los encargos, “No creo que esa sea la mejor manera
de…” “Bien, padre, esperaba que pudiera ayudarme…” Elena cortó la respuesta del
cura con serena seguridad, “…como sea, ahora me tengo que ir. Deseo que siga
estando bien.” El sacerdote la intentó detener, preguntarle dónde estaba
viviendo, qué hacía, pero Elena sólo se volteó para decirle que tampoco pensaba
regresar al convento, “…soy dueña de mi vida, padre, al menos eso me queda,
¿no?” Luego agregó, “Ah, y dígale a Ignacio que si lo necesito, yo lo buscaré.”
El cura se quedó parado ahí hasta que Elena desapareció de su vista y algunos
segundos más hasta que Guillermina lo habló para decirle que su comida estaba
servida, “Désela al doctor, y coma usted también… yo necesito orar” dijo el
padre y se fue. Guillermina aprovechó el momento para instalarse junto al
doctor a comer y parlotear, sin que éste le preguntara nada, sobre Elena, el
cura y la puñalada y también otro poco sobre el doctor Ballesteros, hasta
dejarlo bien enterado de todo. Aún no terminaban cuando golpearon la puerta por
segunda vez, esta vez era Ignacio Ballesteros.
El
padre Benigno, de rodillas frente al altar de su iglesia, oraba y le pedía a
Dios sabiduría para guiar bien a su rebaño. Qué distinto hubiera sido todo si
él hubiese sido más acogedor y amoroso cuando Elena lo necesitó, en vez de
discutir con ella, levantar la voz y acabar golpeándola. Ella no se merecía
eso, se merecía algo mejor, un mejor sacerdote. Ahora sólo podía esperar que
estuviera bien, que Dios pusiera buena gente en su camino y que algún día él pudiera
resarcir su forma de actuar impropia de un hombre de Dios. Un hombre llegó
hasta allí, y caminó con paso firme hasta pararse a su lado, sin importarle que
el sacerdote aún no terminaba su entrevista con el creador. La presencia a su
lado era imposible de ignorar. Benigno respiró hondo, se persignó y se puso de
pie, de antemano ya sabía que era Ignacio Ballesteros ese hombre, éste, de
estar mirándolo hacia abajo al cura arrodillado, pasó a tener que mirarlo hacia
arriba al sacerdote de pie. Traía la nota de Elena en la mano, “Recibí esta
carta, no tiene nombre pero sé que es de mi hermana, y me decía que la
encontrara en su casa, padre, y fui para allá y su ama de llaves me dice que Elena
estuvo allí y que se fue, luego de hablar con usted. ¿Me puede explicar qué
pasó?” Benigno le echó un vistazo a la carta. El tono del muchacho era
prepotente, tenía parámetros particulares para determinar quien se merecía su
respeto y admiración y quien no, y el cura no era uno de ellos. Benigno volvía
a sentirse el chico de los recados, “No fue mucho lo que hablamos, apenas
estuvo un minuto, dijo que estaba bien…” “¿Dónde estaba bien, con quién, vive
sola? ¿No se lo preguntó?” Ignacio era irritante, y lo sabía, estaba
acostumbrado a ganar sus discusiones así, interrumpiendo, bombardeando,
presionando, “No me dijo nada de eso” respondió el cura molesto, el joven en
cambio, hizo gesto de no poder creer tal cosa, “Bueno, ¿Al menos le dijo algo
más?” Ignacio parecía estar hablando con un niño pequeño, y el cura, que hace
poco estaba pidiendo sabiduría a Dios, comenzaba a sentirse como un imbécil por
tener que soportarlo, “No quiere que la busquen, no quiere que la lleven a la
fuerza…” Ignacio nuevamente lo interrumpía, “¡Que la lleven a la fuerza? ¡A su
casa, con su familia? ¡A la vida de lujos a la que está acostumbrada? ¡Rodeada
de personas que la cuiden y la atiendan? Perdóneme, padre, pero…” “Eso fue lo
que me dijo…” Esta vez lo interrumpió el cura levantando la voz, “…no quiere
verlo ni hablar con usted ni tampoco conmigo, sólo me dijo eso y se fue, y
ahora si me disculpa, tengo cosas que hacer” “Esto es responsabilidad suya,
padre…” Ignacio se jugaba su última carta para retener al sacerdote, “…Si usted
me la hubiese entregado a mí, a su familia, cuando sucedió… lo que sucedió, en
vez de encerrarla en ese agujero lúgubre y seco, no mucho mejor que cualquier
prisión que es ese convento, nada de esto hubiera pasado, ella hubiese sido
bien atendida, cuidada y mimada hasta que estuviese recuperada, pero usted no
pensó en eso, ¿No es cierto, padre?” “Ella necesitaba estar cerca de Dios…” alcanzó
a decir el cura, “¡Ella necesitaba estar cerca de su familia!” replicó Ignacio.
El sacerdote apretó los labios y los dientes tras éstos, se estaba hartando de
ser interrumpido una y otra vez; el joven continuó, “No crea que esto se
termina, padre, mi hermana aún está perdida y mientras siga así, su
responsabilidad en este asunto tampoco ha terminado.”
León Faras.
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