jueves, 11 de julio de 2019

Autopsia. Tercera parte.


III.

Justo antes del almuerzo, llamaron a la puerta del padre Benigno, Guillermina salió de la cocina quejándose en voz más alta de lo necesaria, de lo inoportuna que eran algunas personas para hacer visitas, y que se le iba a recocer la comida por estar atendiendo la puerta, pero el padre, con gesto de estar harto de sólo tener que escuchar sus quejas, se puso de pie, a pesar del tirón que sintió en su herida, para atajarla en el camino y decirle que él mismo atendería la puerta, al abrir, su eterna expresión severa y apretada en el rostro, se suavizó hasta convertirse en asombro: era Elena, Elena Ballesteros. Llevaba un vestido sencillo, muy diferente a los que solía usar y se cubría la cabeza con un bonito pañuelo bordado a mano, sin embargo, su rostro era el mismo de siempre, aunque ahora se podía ver más resuelta, ya no tenía ese aire vulnerable de antes. El cura percibió aquello en el acto, “Bendito sea Dios, ¿Estás bien… hija?” Elena lo miraba a los ojos sin titubear, y sus manos estaban relajadas, tomadas en frente a la altura del vientre, “Padre Benigno, espero que su herida ya esté mejor” El cura recuperó su expresión dura y hosca, “¿Dónde has estado todo este tiempo? Te han estado buscando por todas partes” Tras él, apareció Guillermina secándose las manos en el delantal, traía los ojos desmesuradamente abiertos, “¡Niña! Apareciste. Tú acuchillaste al padre…” El padre Benigno se volteó a mirarla incrédulo. Su herida protestó. Aún se sorprendía, a pesar de los años, de que la mujer, de una manera u otra, siempre terminaba enterándose de todo. Guillermina lo miró con los mismos ojos bien abiertos, pero con una expresión en el rostro como el perrito que sabe que ha hecho algo malo y ahora teme ser castigado, “¡Deja de hablar burradas, mujer, y ve a ocuparte de tus cosas!” la reprendió el cura, luego se dirigió a Elena para invitarla a entrar, pero ella se negó, “No padre, sólo vine para pedirle un favor. Sé que mi hermano me está buscando, pero yo no quiero verlo ni hablar con él, no quiero que me lleven a la fuerza a donde no quiero ir. Él va a venir aquí, le hice llegar una nota, y quiero que usted le diga que me ha visto y que estoy bien, y que deje de buscarme, ¿Puede hacerlo?” Benigno lucía confundido, estaba acostumbrado a que le pidieran opinión y consejo, no que le encomendaran una tarea como al chico de los encargos, “No creo que esa sea la mejor manera de…” “Bien, padre, esperaba que pudiera ayudarme…” Elena cortó la respuesta del cura con serena seguridad, “…como sea, ahora me tengo que ir. Deseo que siga estando bien.” El sacerdote la intentó detener, preguntarle dónde estaba viviendo, qué hacía, pero Elena sólo se volteó para decirle que tampoco pensaba regresar al convento, “…soy dueña de mi vida, padre, al menos eso me queda, ¿no?” Luego agregó, “Ah, y dígale a Ignacio que si lo necesito, yo lo buscaré.” El cura se quedó parado ahí hasta que Elena desapareció de su vista y algunos segundos más hasta que Guillermina lo habló para decirle que su comida estaba servida, “Désela al doctor, y coma usted también… yo necesito orar” dijo el padre y se fue. Guillermina aprovechó el momento para instalarse junto al doctor a comer y parlotear, sin que éste le preguntara nada, sobre Elena, el cura y la puñalada y también otro poco sobre el doctor Ballesteros, hasta dejarlo bien enterado de todo. Aún no terminaban cuando golpearon la puerta por segunda vez, esta vez era Ignacio Ballesteros. 


El padre Benigno, de rodillas frente al altar de su iglesia, oraba y le pedía a Dios sabiduría para guiar bien a su rebaño. Qué distinto hubiera sido todo si él hubiese sido más acogedor y amoroso cuando Elena lo necesitó, en vez de discutir con ella, levantar la voz y acabar golpeándola. Ella no se merecía eso, se merecía algo mejor, un mejor sacerdote. Ahora sólo podía esperar que estuviera bien, que Dios pusiera buena gente en su camino y que algún día él pudiera resarcir su forma de actuar impropia de un hombre de Dios. Un hombre llegó hasta allí, y caminó con paso firme hasta pararse a su lado, sin importarle que el sacerdote aún no terminaba su entrevista con el creador. La presencia a su lado era imposible de ignorar. Benigno respiró hondo, se persignó y se puso de pie, de antemano ya sabía que era Ignacio Ballesteros ese hombre, éste, de estar mirándolo hacia abajo al cura arrodillado, pasó a tener que mirarlo hacia arriba al sacerdote de pie. Traía la nota de Elena en la mano, “Recibí esta carta, no tiene nombre pero sé que es de mi hermana, y me decía que la encontrara en su casa, padre, y fui para allá y su ama de llaves me dice que Elena estuvo allí y que se fue, luego de hablar con usted. ¿Me puede explicar qué pasó?” Benigno le echó un vistazo a la carta. El tono del muchacho era prepotente, tenía parámetros particulares para determinar quien se merecía su respeto y admiración y quien no, y el cura no era uno de ellos. Benigno volvía a sentirse el chico de los recados, “No fue mucho lo que hablamos, apenas estuvo un minuto, dijo que estaba bien…” “¿Dónde estaba bien, con quién, vive sola? ¿No se lo preguntó?” Ignacio era irritante, y lo sabía, estaba acostumbrado a ganar sus discusiones así, interrumpiendo, bombardeando, presionando, “No me dijo nada de eso” respondió el cura molesto, el joven en cambio, hizo gesto de no poder creer tal cosa, “Bueno, ¿Al menos le dijo algo más?” Ignacio parecía estar hablando con un niño pequeño, y el cura, que hace poco estaba pidiendo sabiduría a Dios, comenzaba a sentirse como un imbécil por tener que soportarlo, “No quiere que la busquen, no quiere que la lleven a la fuerza…” Ignacio nuevamente lo interrumpía, “¡Que la lleven a la fuerza? ¡A su casa, con su familia? ¡A la vida de lujos a la que está acostumbrada? ¡Rodeada de personas que la cuiden y la atiendan? Perdóneme, padre, pero…” “Eso fue lo que me dijo…” Esta vez lo interrumpió el cura levantando la voz, “…no quiere verlo ni hablar con usted ni tampoco conmigo, sólo me dijo eso y se fue, y ahora si me disculpa, tengo cosas que hacer” “Esto es responsabilidad suya, padre…” Ignacio se jugaba su última carta para retener al sacerdote, “…Si usted me la hubiese entregado a mí, a su familia, cuando sucedió… lo que sucedió, en vez de encerrarla en ese agujero lúgubre y seco, no mucho mejor que cualquier prisión que es ese convento, nada de esto hubiera pasado, ella hubiese sido bien atendida, cuidada y mimada hasta que estuviese recuperada, pero usted no pensó en eso, ¿No es cierto, padre?” “Ella necesitaba estar cerca de Dios…” alcanzó a decir el cura, “¡Ella necesitaba estar cerca de su familia!” replicó Ignacio. El sacerdote apretó los labios y los dientes tras éstos, se estaba hartando de ser interrumpido una y otra vez; el joven continuó, “No crea que esto se termina, padre, mi hermana aún está perdida y mientras siga así, su responsabilidad en este asunto tampoco ha terminado.”



León Faras.

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