martes, 25 de julio de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LIII.



Yurba se paseó con el caballo de tiro, de un lado al otro entre la tropa, sonriendo y saludando a diestra y siniestra como una estrella de cine entre sus fanáticos, recibiendo comentarios como: “¿Dónde diablos estabas?” o “¿Hacia dónde carajos vas ahora?” pero sin responder nada más que sonrientes superficialidades. Demirel ya no podía verlo gracias a que ambos estaban a nivel del suelo y alguien, en ese momento, hablaba en voz alta sobre tomar posesión de todas sus tierras pero que nadie opusiera resistencia. Yurba se preguntó por qué alguien exigiría algo así. En ese mismo momento, Éscar arreaba gente con provocativa insolencia, dando insultos innecesarios y haciendo burlonas risitas que nadie compartía porque todos sabían lo que estaba buscando y nadie más que él lo deseaba. Tibrón solo lo miraba con el rostro contraído, temiéndose lo peor que no tardaría en llegar, porque pronto un bosgonés, cansado de los comentarios de un anciano tuerto que no duraría ni dos minutos a solas con él, se volteó para apuñalar al caballo de Éscar en el cuello y lanzar a su jinete a tierra. Por unos segundos fue una pelea limpia, en la que el único real afectado fue el animal que montaba el instructor, y en la que ambos contrincantes se golpearon a gusto sin que nadie interviniera, pero pronto uno de los rimorianos fue derribado de una pedrada en la cara y los que antes solo observaban y alentaban, decidieron participar también, partiendo por golpear a Éscar con un garrote en la espalda, lanzarlo al suelo y luego darle de patadas hasta que Tibrón y sus hombres intervinieron de mala gana para rescatarlo de la situación en la que él mismo se había metido. Las piedras comenzaron a ser más frecuentes y sin que Tibrón se diera apenas cuenta, un ciudadano bosgonés caía al suelo agarrándose aparatosamente la garganta con ambas manos, mientras se le escurría la sangre entre los dedos. Intentó restaurar el orden, pero ya era tarde y la gente comenzó a lanzar objetos contundentes contra los invasores, y no solo contundentes. Del grupo que rodeaba a Nina salió volando una bola, semejante a una naranja, dejando una curiosa estela de espeso humo rojizo, la que cayó en medio del ejército cizariano, justo detrás del comandante Demirel. Este empuñó a Gindri, que hasta ese momento solo reposaba sobre su hombro, pero se volteó sorprendido cuando oyó a sus hombres tosiendo y vomitando inconteniblemente hasta rasgarse las tripas, mientras sus caballos, desesperados, se liberaban de sus amos a corcovos y coces que repartían en todas direcciones con tal de salir de en medio de esa nube de veneno. Tres hombres murieron, dos con las vísceras mordidas por la ponzoña y uno por la patada de su caballo que le desencajó las vértebras del cuello, los otros estaban vivos aún, pero algunos se veían muy enfermos como para pelear o… para hacer cualquier otra cosa en realidad. Incluyendo a Givardo, que, sentado en el suelo y con cara de asustado, tomaba el aire a bocanadas y aun así se le hacía insuficiente. Demirel se volteó otra vez. Nina y sus chicas ya no estaban y la hostilidad ya era inevitable. Sabía que Bosgos era famoso por los venenos, pero creía que mientras no comieran ni bebieran nada estarían bien, sin embargo, esto de usar gases tóxicos era totalmente nuevo para él. Entonces Furio bajó su brazo y su Tronador escupió un proyectil que pasó rasante sobre las cabezas de la multitud, para acabar destrozando las paredes de una casa pequeña, atravesando esta de lado a lado. Se hizo el silencio por algunos segundos, todo bosgonés se había agachado sujetándose la cabeza con ambas manos como si temieran perderla e intentando comprender qué demonios acababa de suceder, pero solo serían unos segundos, luego la violencia se desataría con toda su fuerza y de forma irremediable y las bombas de humo tóxico comenzarían a caer por todas partes.



Darlén, como bruja y como madre, tenía un terrible presentimiento por partida doble de que algo malo estaba sucediendo o a punto de suceder en su hogar, y con su hijo. “El ejército de mi hermano, ¿verdad?” Comentó Janzo, consciente, como todos en Bosgos, de que eso sucedería en cualquier momento. Su mujer no sabía con certeza qué era lo que atormentaba su sensible alma, pero una guerra en casa era lo más probable. Emprendieron el regreso aquella tarde, casi junto con el ocaso, no era prudente viajar de noche pero a Darlén en verdad le urgía. Cherman, les planteó la idea de acompañarlos, que podían necesitar su ayuda si las cosas estaban mal, y lo cierto es que el guerrero con la pierna de hierro era de ese raro tipo de hombres en el que se puede confiar muy fácilmente, por lo que la mujer y su esposo aceptaron su oferta. Féctor se ofreció a ir también, pero Cherman lo disuadió rápidamente, recordándole que ahora tenía una novia a la que le había prometido una vida. “¡Pero si soy un inmortal!” Argumentó Féctor, con una sonrisa suficiente. “Uno de los pocos que quedan.” Le recordó su amigo. Y Nut, aunque estaba siempre dispuesto a apoyar a su compañero, era muy grande para viajar con ellos en su carreta, además, y por raro que sonara, el gigante era pretendido por dos damas que se esmeraban en agradarle y que se verían muy desilusionadas si él se iba.



Migas oyó a lo lejos el estruendo del Tronador derribando una casa y supo de inmediato que la batalla por Bosgos había comenzado, su perro también levantó las orejas y ladró como advirtiéndole que debía hacer algo, pero necesitaba ver a qué se enfrentaba esta vez, qué eran esos Tronadores de los que hablaban y qué hacían exactamente, así que debía ir a echar un vistazo; encaramarse sobre un árbol o algo así, pero su problema era el mismo de siempre desde hace ya un buen tiempo, Nimir. Desde luego no podía llevarlo consigo o, de una forma u otra haría que los mataran a los dos y dejarlo en su casa le caía como un baño de Urticario sobre la piel, por cierto, uno de los venenos más comunes y fáciles de hacer en Bosgos, que hasta los niños podían, si eran un poco listos, era el Urticario, un veneno líquido inofensivo, pero que arrojado sobre la piel de alguien, podía provocar una comezón de intensa a insufrible y que podía durar desde unos pocos segundos hasta los mismísimos límites de la locura, todo dependía de la calidad de los ingredientes y de una correcta maceración. Migas se mordía el labio con mueca de fastidio, no tenía más remedio que pedirle al bobo de Nimir que se quedara a cuidar de su padre o de todas manera lo seguiría igual que un perrito al que ya has alimentado una vez. Su padre no estaría nada contento, a él tampoco le agradaba mucho Nimir, pero tendría que resignarse. “¡Vamos, Padre! Alguien tiene que ir a ver qué está sucediendo!” Y luego, dirigiéndose a su torpe amigo, agregó: “Tú quédate aquí vigilando la casa. ¡Y no te bebas el licor!”


León Faras.

domingo, 16 de julio de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LII.



¡No hay nada para ustedes aquí! ¡Así que por qué no cogen sus porquerías y se largan!” Gritó Nina, altanera, con sus brazos en jarra y su escote desvergonzado, secundada por sus chicas y varones, apiñados tras ella en una fingida actitud desafiante, pero pese a todo ello Demirel apenas le prestó atención. “¡Oye, te hablo a ti, niño grande!” Agregó la chica, mirando al comandante cizariano hacia las alturas, este bajó de su caballo, pues Gindri se sentía incómoda sobre él, pero no abrió la boca, solo se paró frente a la chica para ignorarla como si fuera demasiado insignificante para prestarle alguna atención. “Oye, para qué esa espada tan grande, ¿quieres impresionarnos? ¿te gusta aparentar, eh? Apuesto a que…” El tono de la chica era coqueto, dulce y manipulador, como Nina sabía hacerlo, pero se silenció en cuanto Demirel le puso los ojos encima. Eran fríos y duros como su espada y parecían además cortos de paciencia. Entonces, y sin despegar los labios siquiera, hizo una señal y uno de sus subalternos comenzó a leer en voz alta las órdenes que traían. Demirel no era bueno con las palabras, pero además no sabía leer muy bien. Mientras esto sucedía, la gente comenzó a llegar y a agruparse en el lugar en gran número, arreadas como ganado por Tibrón y su grupo, que al oír la detonación de Furio se pusieron en acción. La idea era mantener las masas reunidas en un solo sitio y bajo control para proteger los campos. Y la gente se dejó llevar, pero muchos de ellos llevando machetes, palos y piedras en las manos. Demirel miró a su subalterno, al que leía, era un niño recién salido de la instrucción de Éscar llamado Givardo. Fue el mejor de su clase y con razón, si hasta sabía leer perfectamente y algunos decían que podía cantar muy bien también. Un chiquillo seductor con las chicas, de buen porte, heredero de una larga tradición de soldados cizarianos, todos ellos muertos, su tío el último, en el desafortunado ataque a Velsi, aunque Demirel no lo recordaba. Este miraba la extraña espada que el chico había elegido por ser el mejor de su clase, un arma bonita, aunque con el mango demasiado largo para su tamaño y una hoja difícil de afilar por estar innecesariamente cubierta de espinas, pero elegante y con una desafortunada reputación de ser el arma de un traidor y el arma de un traidor quedaba maldita por la culpa, el resentimiento y el deshonor que acumulaba, porque las espadas tenían su propia alma y su propia forma de sentir, al menos eso era lo que Demirel creía, pero no Givardo al parecer, porque se lo habían dicho, su instructor se lo dijo: que esa no era una buena arma, que no era una espada de fiar, pero el muchacho insistió. Según él, las espadas son solo espadas y los hombres son hombres y no debían mezclarse. También decían que, al igual que Gindri, aquella espada tenía su propio nombre: Malagonía.



Tal como Yurba se lo había dicho, la ciudad de Bosgos continuaba al otro lado de las colinas, porque ella nunca había oído de ese lugar y no entendía dónde exactamente estaban su madre y su hermana, y tal como Yurba se lo aconsejó, se despojó de la armadura parcial que usaba y de las dos espadas mellizas que Sagistán le dio cuando acabó su entrenamiento para ocultarlas en la hojarasca del bosque, porque no le convenía ir a meterse allí vestida de soldado y además armada, si no quería provocar a nadie. La gente podía ser muy voluble a veces y Yurba sabía eso mejor que nadie. Era extraño seguir consejos de alguien como Yurba sin sentirse tonto, pero allí estaba con su mejor aspecto de muchacha inofensiva. Aún no entendía bien por qué tenía que usar ella ese amuleto, tampoco mucho sobre la madeja del destino que mencionó Brelio, pero su madre estaba mucho más aliviada y su hermana más conforme, así que no le importó. Entonces se oyó la detonación. La mayoría de las personas de allí, Brelio incluido, no habían oído nunca un sonido como ese, no en un día despejado al menos, y muchos de ellos ni siquiera sabían que Cízarin los estaba invadiendo. Falena les confirmó lo segundo, pero sobre lo primero no supo bien cómo explicarse, ella había visto y oído a los Tronadores y qué hacían, pero la verdad es que no tenía idea de cómo lo hacían. “Son las armas que destruyeron Velsi, ¿verdad?” Preguntó Brelio, quien había oído boquiabierto las historias fantásticas que se contaban sobre ello, historias que Falena también escuchó alguna vez, aunque nunca de boca de su padre. “No lo sé… Eso no sucederá aquí.” Afirmó la chica, procurando creer ella misma en lo que decía. En ese mismo momento llegaba un niño de no más de diez años de edad, con la cabeza rapada debido a una infección de piojos, montado a pelo sobre un caballo sin duda mayor que él, pregonando a grito limpio que el ejército cizariano estaba tomando Bosgos y amenazando con destruirlo. Falena no podía creer eso, la idea no era destruir, sino evitar que eso sucediera, pero entonces sonó una segunda detonación y esta fue mucho más contundente que la primera, más fuerte, y seguida del murmullo lejano de una gran masa de gente gritando todos cosas distintas al mismo tiempo, pero Bosgos esperaba ese día y estaba preparado con su mejor arma: el veneno.



Migas metió a su cerda con toda su camada de lechones dentro de su casa y la encerró allí junto con su padre que no podía quejarse o protestar. Los seres más queridos para él en ese momento, juntos, parecía la mejor idea, pero Nimir estaba preocupado. “Los cerdos comen carroña… gente muerta o no tan muerta ¿lo sabías?” Migas lo miró ofendido, ese imbécil le estaba llamando carroña a su padre y tratándolo de ignorante a él. Algunos se merecían ser golpeados. Por supuesto que lo sabía, pero su cerda no era salvaje ni estaba hambrienta. “Solo serán algunas horas.” Señaló disgustado, cogiendo un barril pequeño con licor de nísperos que Nimir miró lascivo. “No te atrevas,” le advirtió Migas, “si lo pruebas, tendré que matarte.” Era verdad, aquel licor tenía veneno, aunque no uno capaz de matar a alguien, pero sí de enloquecerlo, hacerle ver y oír cosas que no existen y sus efectos, en su vasta experiencia, podían ser tan variados como impredecibles: terror, angustia o ira incontrolable se podían señalar como los más comunes, todo dependía del sujeto y la cantidad ingerida, aunque en el caso de alguien como Nimir no se podía esperar mucho, tal vez solo llorara y se cagara encima, pero aun así, Migas ya se lo había advertido, y Nimir no era su persona favorita.


León Faras.

jueves, 6 de julio de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LI.



Yurba creía que tendría tiempo, aún era media tarde, el sol no se pondría hasta dentro de algunas horas y el ejército cizariano no llegaría hasta el ocaso, o eso creía él, porque cuando se metió en la ciudad, lo hizo por una calle lateral; un estrecho callejón que cruzó al galope buscando a alguien que le diera indicaciones sobre aquella dichosa bruja Gilda, pero no había nadie y la razón casi se estrella contra él al salir de la callejuela: el enorme Demirel y su no menos imponente espada Gindri estaban ahí, al mando de todo el ejército cizariano y del destacamento de Tronadores, que ahora contaba con siete cañones de los grandes y casi una veintena de los pequeños y que según su comandante, Furio, podían barrer con la mitad de la ciudad en menos de una hora si era necesario. Su puntería, también la de los pequeños, seguía siendo un completo asco, pero eso era lo de menos comparado con la impresión y el pánico que causaban en sus enemigos, una sensación embriagadora. Por cierto, en ese mismo momento, su creador, el viejo Larzo, después de muchos años de vida, vivía sus últimas horas en este mundo, su sangre se había debilitado por la avanzada edad y con ella todo su cuerpo. Se sentía cansado, casi no comía y respiraba con dificultad. Se había vuelto más benevolente su expresión en el rostro y hasta era más amable con quienes le rodeaban, que ya no eran muchos porque hace tiempo que se había alejado de lo que le quedaba de familia, solo una viuda y su hija que lo cuidaban y acompañaban en sus últimos días a cambio de unas monedas que él les daba mes a mes. Se sabía que el viejo había amasado una pequeña fortuna con su invento y que en alguna parte debía de estar oculta pero Larzo lo negaba con la resignación natural de los ancianos, como si la hubiese perdido toda en un mal negocio o en una desastrosa noche de apuestas hace muchos años, pero nadie estaba seguro de nada.



El comandante Demirel tenía fama de ser un hombre duro de temperamento difícil, pero leal y justo con sus hombres. Era sumamente sobrio y templado para todo, incluso para beber o para visitar prostitutas. Jamás reía ni hablaba sin una buena razón y aún conservaba la costumbre de llevar su espada a todas partes, a la que respetaba y veneraba como a una amante, pues estaba convencido de que Gindri lo seguiría protegiendo en la batalla mientras él no la deshonrara. Demirel era el comandante que todos querían tener en una batalla, porque luchaba en primera fila como uno más, con furor, inspirando y exaltando a todos con su ejemplo y no dejando a nadie atrás, pero la verdad es que el resto del tiempo nadie quería tenerlo demasiado rato cerca, porque era un amargado insoportable que podía ser tan introvertido y serio que parecía estar mal de la cabeza, como si algo muy grave estuviera sucediendo en su mente todo el tiempo, o algo muy malo. Como fuera, nadie le decía nada al respecto, por respeto a su considerable tamaño y sobre todo a Gindri, que no le dejaba solo ni a sol ni a sombra, nadie excepto Yurba, cuyo carácter lo impulsaba a tentar al peligro con desparpajo y una sonrisa casi seductora: “¿Quiere contarnos por qué esa cara larga, señor?” O “¿Acaso se le murió el perro otra vez?” Y comentarios por el estilo que a Demirel no le agradaban nada, pero que soportaba porque en el fondo admiraba a ese enano calvo y bocón. El pequeño tenía un coraje exagerado para su altura y no solo para burlarse de su superior, sino también en el combate, cuando había que plantarle cara a tipos más grandes o incluso a grupos de ellos, él no huía, no cerraba la boca ni agachaba las orejas sino que permanecía altanero y burlesco hasta el final. Sí, no lo demostraría en absoluto, nunca, pero en el fondo le caía bien Yurba, sin embargo, ahora Demirel no le prestó ninguna atención a su incómoda irrupción. Había un hombre de mediana edad parado frente a él en la multitud que los recibía en la entrada de Bosgos, cuya cara se le hacía lejana pero intensamente familiar, pero a la que se le estaba dificultando mucho localizar en sus recuerdos, y lo más curioso era que el hombre también lo miraba a él como si lo reconociera de alguna parte. La mente se lo estaba gritando pero él no conseguía escucharla, hasta que en ese momento, Furio, montado en su caballo junto al suyo, soltó una detonación al aire con su Tronador tamaño pequeño, un prototipo especial, efectivo a corta distancia que se podía sostener y disparar con una sola mano, para llamar la atención de esa gente y que guardaran silencio y respeto, pero que al mismo tiempo activó algo en los recuerdos de Demirel y también del hombre que le miraba: Emmer. Ambos recordaron el día que vieron por primera vez esa arma funcionando en las manos del viejo Larzo, en ese momento ninguno de los dos comprendía qué estaba pasando y aun ahora no lo tenían muy claro, pero a pesar de los años, podían verse claramente uno al otro como si nada hubiese cambiado, solo que aquel niño gordo ahora había sustituido su enorme espadón de madera por uno de verdad que cargaba al hombro porque era imposible transportar de otra forma. Emmer jamás había visto una espada tan ridículamente grande y no se explicaba para qué alguien construiría una así, pero ahí estaba y ese niño ahora era todo un hombre.



Falena cogió a su madre por los hombros tan asustada como confundida por verla allí, tal y como Yurba se lo había dicho, un hombre en el que se podía confiar, pero al que no se le podía tomar en serio en nada de lo que decía. Confuso, pero así era Yurba. Rubi le explicó la situación, porque Teté no paraba de gimotear, pero no supo explicar por qué el amuleto mágico estaba en el cuello de su mamá y no en el de ella. “El destino de los hombres es una madeja en la que todo está conectado con todos. Cualquier decisión, no solo nos afecta a nosotros, sino también a quienes nos rodean.” Sentenció Brelio, tratando de justificar lo que acababa de hacer con algo que sonara convincente, pero ante las miradas de duda de las mujeres que le rodeaban, debió admitir: “Bueno, eso dice mamá.” Y según eso, entonces, el amuleto no solo cambiaba el destino de quien lo portaba, sino también de quienes rodeaban a este, porque así era el destino, Darlén podía verlo en algunos de sus sueños, como una gran telaraña cuyas infinitas y frágiles cuerdas corrían en todas direcciones hasta donde alcanzaba la vista, entrelazadas unas con otras hasta el fin. Teté se quitó el amuleto, lo colgó del cuello de su hija menor y suspiró con alivio, al fin parecía que había alejado la vista del Recolector de almas de sus dos hijas y también del joven que las había ayudado. Brelio también respiró aliviado y orgulloso. Tal como decía su madre: la pantomima, el ritual, la actuación, podían ser tanto o más poderosos que cualquier hechizo mágico, porque en realidad, lo que colgaba de su cuello no era más que un remedio para la alergia.


León Faras.