domingo, 16 de julio de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LII.



¡No hay nada para ustedes aquí! ¡Así que por qué no cogen sus porquerías y se largan!” Gritó Nina, altanera, con sus brazos en jarra y su escote desvergonzado, secundada por sus chicas y varones, apiñados tras ella en una fingida actitud desafiante, pero pese a todo ello Demirel apenas le prestó atención. “¡Oye, te hablo a ti, niño grande!” Agregó la chica, mirando al comandante cizariano hacia las alturas, este bajó de su caballo, pues Gindri se sentía incómoda sobre él, pero no abrió la boca, solo se paró frente a la chica para ignorarla como si fuera demasiado insignificante para prestarle alguna atención. “Oye, para qué esa espada tan grande, ¿quieres impresionarnos? ¿te gusta aparentar, eh? Apuesto a que…” El tono de la chica era coqueto, dulce y manipulador, como Nina sabía hacerlo, pero se silenció en cuanto Demirel le puso los ojos encima. Eran fríos y duros como su espada y parecían además cortos de paciencia. Entonces, y sin despegar los labios siquiera, hizo una señal y uno de sus subalternos comenzó a leer en voz alta las órdenes que traían. Demirel no era bueno con las palabras, pero además no sabía leer muy bien. Mientras esto sucedía, la gente comenzó a llegar y a agruparse en el lugar en gran número, arreadas como ganado por Tibrón y su grupo, que al oír la detonación de Furio se pusieron en acción. La idea era mantener las masas reunidas en un solo sitio y bajo control para proteger los campos. Y la gente se dejó llevar, pero muchos de ellos llevando machetes, palos y piedras en las manos. Demirel miró a su subalterno, al que leía, era un niño recién salido de la instrucción de Éscar llamado Givardo. Fue el mejor de su clase y con razón, si hasta sabía leer perfectamente y algunos decían que podía cantar muy bien también. Un chiquillo seductor con las chicas, de buen porte, heredero de una larga tradición de soldados cizarianos, todos ellos muertos, su tío el último, en el desafortunado ataque a Velsi, aunque Demirel no lo recordaba. Este miraba la extraña espada que el chico había elegido por ser el mejor de su clase, un arma bonita, aunque con el mango demasiado largo para su tamaño y una hoja difícil de afilar por estar innecesariamente cubierta de espinas, pero elegante y con una desafortunada reputación de ser el arma de un traidor y el arma de un traidor quedaba maldita por la culpa, el resentimiento y el deshonor que acumulaba, porque las espadas tenían su propia alma y su propia forma de sentir, al menos eso era lo que Demirel creía, pero no Givardo al parecer, porque se lo habían dicho, su instructor se lo dijo: que esa no era una buena arma, que no era una espada de fiar, pero el muchacho insistió. Según él, las espadas son solo espadas y los hombres son hombres y no debían mezclarse. También decían que, al igual que Gindri, aquella espada tenía su propio nombre: Malagonía.



Tal como Yurba se lo había dicho, la ciudad de Bosgos continuaba al otro lado de las colinas, porque ella nunca había oído de ese lugar y no entendía dónde exactamente estaban su madre y su hermana, y tal como Yurba se lo aconsejó, se despojó de la armadura parcial que usaba y de las dos espadas mellizas que Sagistán le dio cuando acabó su entrenamiento para ocultarlas en la hojarasca del bosque, porque no le convenía ir a meterse allí vestida de soldado y además armada, si no quería provocar a nadie. La gente podía ser muy voluble a veces y Yurba sabía eso mejor que nadie. Era extraño seguir consejos de alguien como Yurba sin sentirse tonto, pero allí estaba con su mejor aspecto de muchacha inofensiva. Aún no entendía bien por qué tenía que usar ella ese amuleto, tampoco mucho sobre la madeja del destino que mencionó Brelio, pero su madre estaba mucho más aliviada y su hermana más conforme, así que no le importó. Entonces se oyó la detonación. La mayoría de las personas de allí, Brelio incluido, no habían oído nunca un sonido como ese, no en un día despejado al menos, y muchos de ellos ni siquiera sabían que Cízarin los estaba invadiendo. Falena les confirmó lo segundo, pero sobre lo primero no supo bien cómo explicarse, ella había visto y oído a los Tronadores y qué hacían, pero la verdad es que no tenía idea de cómo lo hacían. “Son las armas que destruyeron Velsi, ¿verdad?” Preguntó Brelio, quien había oído boquiabierto las historias fantásticas que se contaban sobre ello, historias que Falena también escuchó alguna vez, aunque nunca de boca de su padre. “No lo sé… Eso no sucederá aquí.” Afirmó la chica, procurando creer ella misma en lo que decía. En ese mismo momento llegaba un niño de no más de diez años de edad, con la cabeza rapada debido a una infección de piojos, montado a pelo sobre un caballo sin duda mayor que él, pregonando a grito limpio que el ejército cizariano estaba tomando Bosgos y amenazando con destruirlo. Falena no podía creer eso, la idea no era destruir, sino evitar que eso sucediera, pero entonces sonó una segunda detonación y esta fue mucho más contundente que la primera, más fuerte, y seguida del murmullo lejano de una gran masa de gente gritando todos cosas distintas al mismo tiempo, pero Bosgos esperaba ese día y estaba preparado con su mejor arma: el veneno.



Migas metió a su cerda con toda su camada de lechones dentro de su casa y la encerró allí junto con su padre que no podía quejarse o protestar. Los seres más queridos para él en ese momento, juntos, parecía la mejor idea, pero Nimir estaba preocupado. “Los cerdos comen carroña… gente muerta o no tan muerta ¿lo sabías?” Migas lo miró ofendido, ese imbécil le estaba llamando carroña a su padre y tratándolo de ignorante a él. Algunos se merecían ser golpeados. Por supuesto que lo sabía, pero su cerda no era salvaje ni estaba hambrienta. “Solo serán algunas horas.” Señaló disgustado, cogiendo un barril pequeño con licor de nísperos que Nimir miró lascivo. “No te atrevas,” le advirtió Migas, “si lo pruebas, tendré que matarte.” Era verdad, aquel licor tenía veneno, aunque no uno capaz de matar a alguien, pero sí de enloquecerlo, hacerle ver y oír cosas que no existen y sus efectos, en su vasta experiencia, podían ser tan variados como impredecibles: terror, angustia o ira incontrolable se podían señalar como los más comunes, todo dependía del sujeto y la cantidad ingerida, aunque en el caso de alguien como Nimir no se podía esperar mucho, tal vez solo llorara y se cagara encima, pero aun así, Migas ya se lo había advertido, y Nimir no era su persona favorita.


León Faras.

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