sábado, 28 de julio de 2018

Del otro lado.


XXX.


Un nuevo día y Laura volvía a despertar en su cama, se preguntaba hasta cuando seguiría sucediendo eso, o si alguna vez, si su familia se mudaba o su habitación era usada por otra persona, despertaría una mañana viviendo con otra gente o hasta durmiendo al lado de algún desconocido. O más de uno. No es que aquello fuera la cosa más terrible del mundo, pero sin duda resultaría incómodo. Sin embargo, el espejo de su habitación le “actualizaba la realidad” con un simple vistazo, en el que podía ver que sus cosas seguían allí, ordenadas, su cama perfectamente estirada y sin arrugas, y un cuadro con su foto, de pie sobre su cómoda, que no había visto cuando despertó, porque no estaba “actualizado” Se acercó a su cómoda para verlo de cerca, ¡Dios! era el típico retrato de una muerta, ese que en todas las casas hay: grande, con una imagen en blanco y negro de una persona con el aspecto propio de otra época, pero en el que uno nunca espera verse a sí mismo. Reconocía esa foto, era una imagen en la que aparecían las tres, junto a su madre y su hermana en un día de playa, pero su cara había sido recortada del resto, ampliada y enmarcada y el resultado no estaba tan mal, le gustaba como se veía, la luz natural la favorecía y el viento había dejado impreso un bonito efecto con su pelo, supuso que de haber tenido que elegir ella, también hubiese elegido esa foto, sin embargo, nada de eso quitaba que aquella, fuera una foto de muerto.

Escogió algo de ropa y se vistió. Sabía que su ropa permanecía doblada y guardada en el closet de su habitación y que en realidad la ropa que ella se ponía, y el pequeño desorden que dejaba en el proceso, sólo existían para ella, en su mundo, en su “lado” del mundo, por lo que, en la mayoría de los casos, no interfería con la realidad sólida y racional de los vivos, generalmente. Al otro lado del espejo, su cuarto seguía siendo el inmaculado cuarto de una muerta, bastaba sólo echar un vistazo para comprobarlo, pero no lo haría, era mejor, por esta vez, quedarse con su propia versión de la realidad. Además que, del otro lado del espejo también estaba la Sombra. Paseó por la calle y se adentró en la ciudad solitaria, como la última superviviente de la humanidad, aunque sólo era una muerta más. Las tiendas abiertas, los almacenes colmados de abarrotes, los supermercados con sus estacionamientos repletos de vehículos muertos también, las vitrinas iluminadas por el sol, reflejaban la vida ajetreada de los habitantes del escaparate. Laura los miraba desde lejos, desde el medio de la calle, dónde su nuevo y espantoso compañero no la podía asustar. Fue en uno de esos escaparates donde vio el edificio nuevo: una pared inmensa al fondo de la calle toda cubierta de espejos que reflejaban el cielo azul, en ese momento era azul. Laura caminó hacia él, no lo había visto antes, era una novedad y las novedades eran increíblemente apreciadas y valiosas en la rutina de alguien que moría antes de tiempo. La mitad del primer piso era un café y restaurante, moderno y sofisticado pero sin dejar de lado detalles clásicos y atractivos como el menú escrito con tiza sobre una pizarra y las sillas y mesas de madera, con diseño rústico y minimalista pero finamente acabadas, era un sitio bonito, pero la puerta era de vidrio y a esa hora, el sol la había convertido en un espejo de cuerpo completo que detuvo a Laura a varios metros antes de llegar, no veía a la Sombra, pero sabía que sólo era cuestión de esperarla un par de minutos para que apareciera, así que Laura no la esperó: se puso las manos a los costados de la cara, como las anteojeras que les ponen a los caballos, la vista en el suelo, su cabeza en posición de ariete y a paso decidido se lanzó contra la entrada. Una vez adentro, no supo cómo entró. Imagina esto: Una película muda. La chica entra al café, tras ella, un señor gordo que lleva de la correa a un insípido y diminuto perro, salen de la cafetería, las puertas de ésta responden a un sensor de movimiento para abrir y cerrase solas, en la calle, la gente pasea, los vehículos circulan, los vendedores ofrecen sus chucherías. La chica observa el lugar, está completamente vacío, sin embargo, en casi todas las mesas hay tazas de café, vasos de jugo, platos con pasteles a medio comer; un periódico por aquí, unos anteojos por allá. La chica se voltea hacía la calle, justo por detrás de ella, un camarero joven y alto, seguramente un universitario trabajando media jornada, pasa raudo con su bandeja de cafés sin hacer un solo ruido, la mujer detrás del mostrador ríe coqueta, también en completo silencio, mientras habla con un hombre galante que, lo mismo podría ser un cliente que un pretendiente o ambas cosas. En la calle, la chica no ve nada ni a nadie, sólo el vacío y el silencio de siempre. Decide explorar el resto del edificio, se voltea hacía dentro de nuevo, toda la vida y movimiento que sucedía en silencio a sus espaldas, desaparece de su rango de visión, da un par de pasos, pero se detiene de un saltito: en el suelo aparecen los restos de dos tazas de café estrelladas contra éste, con sus restos esparcidos por todas partes y el líquido caliente regado como en una explosión, cuya onda expansiva a movido incluso las mesas y las sillas cercanas. La chica rodea el desastre y sigue su camino, se pregunta si ella habrá sido responsable de ese accidente, a sus espaldas, el camarero recoge los restos de tazas del suelo, una compañera llega con un trapero, al hombre galante le ha saltado café caliente al pantalón pero se pasa la mano una y otra vez sin darle mayor importancia, aunque su sonrisa producida, ahora es forzada. La chica mira atrás, sólo puede ver que los trozos más grandes de tazas rotas, han desaparecido. Sonríe: tal vez sí tuvo ella algo que ver, tal vez, el mundo de los vivos no es del todo capaz de ignorarla.

Laura se adentra hasta encontrar el ascensor, piensa que es una buena idea comenzar por ahí, pero se equivoca. Luego de varios minutos de espera, el ascensor se abre, Laura ve las espaldas de una pareja que sale de él muy amorosa, caminando abrazados y riendo con complicidad, seguramente acaban de tener sexo, aunque no necesariamente dentro del ascensor, luego ve a un señor que entra, muy alto y de cabellos blancos, vestido formalmente y con un maletín en la mano, tiene el aspecto de ser un juez o tal vez un empresario, el cual tiene un buen negocio que heredarle a sus hijos. Laura los ve porque el interior del elevador está cubierto de espejos, una estrategia pensada para claustrofóbicos, pero no para muertos perseguidos por una sombra siniestra; se queda paralizada, el ascensor se cierra antes de que cualquier cosa extraña suceda pero, por si las moscas, Laura prefiere usar las escaleras. Comenzó a subirlas despacio, como quien entra a un sitio nuevo y desconocido, pero pronto la monotonía de las escaleras la obligó a acelerar el paso, llegando al final con un trote ágil y liviano que, por supuesto, no le hace ni una mella a su inexistente condición física. Todo termina en una pequeña puerta cerrada, que avisa con un cartel que no cualquier persona puede pasar. Era de metal y solamente se podía abrir con una llave, el pestillo estaba del otro lado, Laura la tocó, la empujó, intentó forzarla, pero no pudo hacer nada; iba a desistir, pero al cabo de dos pasos, se detuvo y se devolvió: esa era una puerta para detener a los vivos, no para ella, cuyo cuerpo reposaba lejos de allí, encerrado en una caja de madera metida dentro de otra caja sellada de hormigón. No había nada que la pudiera detener, salvo por sus sentidos, que le decían lo que veía y tocaba o creía tocar; y por su mente, que le indicaba que aquella era una puerta segura y resistente y además con el cartel del triángulo amarillo con un signo de exclamación dentro, que mostraba que no se podía pasar. Eso era todo, pura racionalidad. Cerró los ojos, se imaginó la puerta abierta (no sabía muy bien qué había del otro lado, así que solo la imaginó blanca y luminosa, como la salida de un túnel), respiró hondo (tampoco es que necesitara eso, pero, servía para concentrarse), y asegurándose a sí misma que era una muerta, que no podía chocar contra una puerta porque no tenía cuerpo material y que si chocaba, no le podía doler ni hacerle daño, se lanzó con su mente fija en la puerta abierta de su imaginación.

Se encontró en la azotea, un páramo llano de concreto rodeado por un pobre muro que apenas servía para sentarse sobre él. Poco más había que un par de antenas y alguno que otro extractor de aire; botellas de cerveza vacías y algunas colillas de cigarro. Caminó hasta la orilla, la vista de la ciudad era espectacular, aun así, sin nada de vida en ella, seguía siendo muy digna de ver, sin embargo, la vista en vertical hacía abajo no era nada agradable, más bien intimidante. Se paró sobre el pretil, cosa que jamás hubiese hecho de no estar del todo segura de que, literalmente, estaba muerta. Imaginó los vehículos transitando por la calle, la gente que en ese momento pasaba bajo ella, el viento, que seguramente se hacía sentir con fuerza a esa altura. Se paró en la orilla, no llevaba zapatos, no los necesitaba, se acercó al borde como un clavadista a punto de ejecutar un salto para el jurado. Cerró los ojos, ¿Qué pasaría si se dejaba caer?, ¿dolería? al menos no podría romperse ningún hueso porque sus huesos no estaba ahí con ella, aunque pareciera que sí, tampoco podía matarse, otra vez, ¿O sí? Al parecer la gravedad funcionaba también para muertos, o al menos ella, no había despertado flotando por su habitación hasta ahora, lo que significaba que podía caer. Ya no había dolor, ni hambre, ni frío ni calor, pero lo que no desaparecía era el miedo, miedo sí había. Los ojos cerrados, el silencio abrumador, la ausencia del aire, del frío en los pies, de la más mínima comezón, de todo. Laura se lanzó, pero no se dejó caer de cara al piso, eso era demasiado, incluso para una muerta, más bien dio un paso delante y se lanzó erguida. No sintió nada, ni siquiera la velocidad de la caída, ni una brisa de aire que le moviera el cabello, nada. Abrió los ojos lentamente, se sentía un poco como cuando dejaba su cuerpo flotando libremente en el mar, la ciudad ascendía lentamente ante ella, aunque en realidad, era ella la que descendía, lentamente, como con un paracaídas en un mundo sin vientos, como si apenas pesara medio milígramo más que el mismo aire, como si cayera en el espacio. No miró abajo hasta que casi la ciudad ya llegaba a su nivel, se posó como una pluma y se quedó largos segundos digiriendo lo que acababa de hacer, miró la altura desde la que había saltado, había sido genial, sin duda la experiencia más genial de su vida, era irónico que la hubiese vivido estando muerta.



León Faras.

jueves, 19 de julio de 2018

Autopsia. Segunda parte.


XIII.

Cuando llegaron a buscar al doctor Cifuentes desde la prisión, sólo le dijeron que necesitaban sus servicios, pero no para qué, ni por qué. Cogió un maletín con sus cosas y, al ver que el padre Benigno aún conversaba con Berta Cruces, y que Úrsula estaba en buen estado y siendo atendida por Guillermina, le informó a esta última dónde estaría para que en caso de que le necesitaran, supieran donde encontrarlo. La mujer se mostró muy interesada con el comentario, tanto que se perdió algunos segundos en sus pensamientos hasta que el doctor tuvo que hablarle para saber si le había oído. Al final, Guillermina asintió pedante con la cabeza, como si ella nunca necesitara que le repitieran nada y el doctor pudo irse. Cuando llegó a la prisión, lo presentaron frente a un hombre que llenaba papeles sobre una mesa basta que hacía las veces de escritorio, su nombre era Aurelio, y en cierta forma, tenía un aire a centurión romano. Era un hombre maduro, pero robusto, de voz firme y autoritaria. Saludó al doctor y lo llevó personalmente a ver el cadáver de Rogelio, aquello fue una decepción para el médico, esperaba a alguien por quien pudiera hacer algo; miró a Aurelio, con una débil esperanza de que hubiera algo más, además de lo obvio, luego miró al muerto y después nuevamente a Aurelio, “Este hombre está muerto” Aseguró torpemente, como si nadie más pudiera haberse dado cuenta de eso. “Y para esto necesitábamos a un doctor” gruñó uno de los guardias presentes para hacerse el gracioso con sus colegas, con una frase gastada y nada original que, para empeorarla, su jefe ya había oído demasiadas veces antes. De inmediato Aurelio lo fulminó con la furia de su mirada, el poder absoluto de su dedo índice y su voz de dios griego: “¿Quieres rellenar los papeles y firmarlos con tu nombre, idiota? …¡Mmm! ¿No? ¡Pues entonces cierra el pico y busca algo útil que hacer o te juro por Dios que te pondré a ti solo a limpiar toda esta mierda, y con el culo!” El guardia cerró la boca y lo hizo con una expresión de seriedad forzada. No era para nada conveniente poner a prueba la veracidad de las amenazas de un hombre con el aspecto de un centurión romano y la voz de un dios griego. Luego, y después de respirar hondo y secarse con la mano la saliva de los labios y el mentón, Aurelio continuó dirigiéndose al doctor como si nada, como si su altercado con aquel subalterno hubiese sucedido dentro de un paréntesis temporal, fuera del espacio y tiempo presente, “Bueno, doctor, lo que necesitamos de usted, es que, como médico, pueda confirmar que este hombre se quitó la vida él mismo, y que no hay nadie más a quien se le pueda responsabilizar, ¿Me entiende?” El doctor había dejado su maletín en el suelo y se peinaba su ridículo bigotito con un par de dedos, nervioso, “¿Tiene alguna sospecha de que este hombre haya sido asesinado?” Aurelio sólo tiró hacia abajo la comisura de los labios y negó con la cabeza, abúlico. El doctor examinaba el cuerpo como un crítico de arte lo haría con una escultura “Bueno, creo que habrá que hacer algunos exámenes para confirmar que no hayan contusiones, marcas de ataduras o restos de sustancias tóxicas en la sangre o el estómago, para eliminar cualquier posible intervención de terceros” “No necesita exámenes doctor, claramente ese hombre se suicidó…” el doctor Cifuentes se volteó hacia atrás a mirar quien hablaba, la voz no era de Aurelio, sino de un preso: el doctor Horacio Ballesteros, “¿Cómo dice?” preguntó Cifuentes. Ballesteros continuó, “…observe los cortes en el brazo izquierdo: son firmes, rectos y regulares, mientras que los del derecho son torpes, débiles e irregulares. Eso es porque los primeros los hizo con una mano firme y en buen estado, mientras que los segundos fueron hechos por una mano dañada y menos hábil. Eso evidencia que nadie le ayudó. Además, puede observar que todos los cortes están dirigidos desde afuera, hacia dentro, lo que es muy difícil que suceda con la ayuda de una tercera persona” Cifuentes podía notar que Ballesteros tenía razón, y una muy buena vista como para haber visto todo eso desde su celda, pero aun así, le parecía una conclusión demasiado precipitada, “Para que haya suicidio, no sólo debe ser dada la muerte por la propia mano, señor, sino también por la propia voluntad. Yo no consideraría suicidio la muerte de un hombre que es obligado a quitarse la vida” “¿Obligado?” Ballesteros estaba realmente disfrutando de esa charla, “…Uh, eso está difícil de comprobar, doctor…” En ese momento, Aurelio intervino, cabreado, “Bien, doctor, ¿Podría dejar su debate académico para otro momento en el que todos tengamos más tiempo? Me urge sacar este saco de mierda de aquí lo antes posible, ¿sabe? ¡Apesta!” Cifuentes se sintió ofendido, pero fue incapaz de mirar a los ojos al centurión para reprochárselo “Es un hombre, por Dios…” Aurelio ya no diferenciaba bien entre el médico y cualquiera de los hombres a su mando “¡Era, un hombre! No sea remilgado, doctor, todos acabaremos en algún momento tirados apestando en algún charco de mierda, cuando el buen Dios decida que se nos acabaron las fichas para seguir jugando. Ahora no es más que un cadáver que se ha cagado encima, apesta, y apestará aun más conforme pase el tiempo y será más difícil y desagradable de limpiar y luego, en vez de disminuir la peste, crecerá, con el vómito de los pobres desgraciados que les toque comenzar la tarea…” hizo una pequeña pausa para mirar al guardia que regañó antes, y luego continuó, “…Este no es el primer muerto que tenemos por aquí. Ahora, doctor ¿podría usted hacer, lo que sea que tenga que hacer, para terminar con este desagradable trámite lo antes posible?” Cifuentes se sentía un poco avasallado por el guardia, tenía la torpe tendencia a tomarse las cosas que decían los demás, de forma demasiado personal, pero dispuesto a aferrarse a lo que le quedaba de valor y dignidad, “Bien. Sólo me gustaría llevarlo a un lugar donde pueda ser aseado y desnudado el cuerpo para asegurarme de que no hay intervención de terceras personas. Sólo tardaré una hora, o dos a lo sumo” Aurelio aceptó conforme. Antes de irse, Cifuentes oyó a Ballesteros que le decía: “Supe lo de la herida del padre Benigno. Espero que se esté recuperando.”

“¡¡Oh mierda! pero qué pedazo de aparato, el desgraciado!”

Exclamó con repelús en la cara, el joven guardia que había sido enviado para ayudar en su tarea al doctor Cifuentes, cuando éste terminó de quitarle la ropa al muerto con unas tijeras y dejó al descubierto los órganos sexuales del occiso. Los cuales cubrió con una pequeña toalla mientras le dirigía una mirada a su ayudante, como si se tratara de una criatura extremadamente rara, como descubrir a un pájaro usando pantalones y sombrero, “¿Estás seguro de querer quedarte aquí?” pregunto el doctor, más por su propia conveniencia que por la del muchacho, “Sí, sí. Prefiero mil veces estar aquí, que allá afuera limpiando la mierda que dejó el pobre Rogelio” El doctor Cifuentes ya podía deducir que el lenguaje de los guardias de prisión, era más o menos el mismo para todos, desde el más antiguo hasta el más joven, “¿Lo conocías?, ¿Sabes si tenía algún motivo para quitarse la vida?” El muchacho lo miró con una sonrisa idiota, como cuando uno descubre de antemano que lo que buscan es jugarle una broma. Tardó unos segundos en entender que el doctor no bromeaba, “Bueno, lo mismo que todos, o sea, casi nada. Que yo sepa, no tenía amigos aquí. A mí no me dirigió nunca la palabra. Si algo sucedía dentro de su cabeza, sólo él lo sabía…” dijo mirando el rostro del muerto muy de cerca, “¡Oh mierda! mire doctor, es como si hubiese llorado antes de… ya sabe, “Estirar la pata” ¿O es que los muertos también pueden llorar?” Cifuentes escudriñaba el cuerpo concienzudamente, la verdad, no quería que un remordimiento por hacer rápido y mal su trabajo, le arruinara las pocas horas de sueño que solía tener disponible, “Ciertas partes del cuerpo siguen con su trabajo aunque esté muerto. Pueden llorar, y varias cosas más. Aunque creo que es más probable que haya soltado esas lágrimas estando aún vivo” El muchacho se echó hacia atrás y se rascó detrás de la oreja “¿En serio? Para mí, no sé qué es más raro: que un muerto sea capaz de llorar o que el Rogelio Vargas que yo conocí, lo haya hecho”

Menos de una hora tardó al final el doctor en terminar su trabajo, y no encontró nada que sugiriera la intervención de un tercero. No había nada que justificara seguir escarbando en el asunto ni nadie interesado en que lo hiciera, por lo que al final aceptó el suicidio como lo más plausible y la pérdida masiva de sangre como la única causa de muerte. Se lavó las manos, firmó los papeles a Aurelio y se marchó.



León Faras.

domingo, 15 de julio de 2018

Autopsia. Segunda parte.


XII.

Ismael, con el rostro tapado con un pañuelo, al mejor estilo de los asaltantes en las películas de vaqueros, pasaba el dedo una y otra vez por los bordes del muro de la habitación de Úrsula, donde estaba empotrada la cruz de madera, y no lograba entender cómo podía haber sucedido una cosa así. Al retirar el dedo, éste estaba negro, se lo miró con curiosidad, su hijo le señaló el cielo de la habitación, parecía el cielo del túnel, por el que todos los días de los últimos diez años, iba y venía la locomotora, es más, era como si hubiesen encerrado una locomotora dentro del cuarto de Úrsula y le hubiesen encendido las calderas con los fuegos del infierno: estaba completamente cubierto de hollín, “Esto está más tiznado que la sartén de unos cuatreros…” comentó el muchacho mientras cargaba un velador desvencijado. Ismael se tiró la punta del pañuelo para descubrirse el rostro, y poder sobajearse la cara, contrariado. Su hijo tal vez no lo había notado pero, no había rastros de fuego por ningún lado: ni en la ropa, ni en los muebles, ni en el suelo o el cielo que eran de madera, y ahora que lo pensaba, Úrsula tampoco había sufrido ninguna quemadura, sin embargo, había más hollín ahí, que en la chimenea de un buque. Del niño, ni rastros. Pensaron que luego de sacar y limpiar todo, encontrarían algo, con un poco de suerte, tal vez el cuerpo sin vida de aquella terrible criatura, pero nada, ni una luz y la incertidumbre, siempre es de lo peor. Sin embargo, algo positivo sucedió: los perros volvieron a entrar a la casa, incluso a la habitación de Úrsula, con la nariz pegada al suelo, interesadísimos en captar los desagradables olores que impregnaban las tablas del piso y parte de las paredes. Interesados, pero ya no asustados, eso, dentro de todo, era alentador.

Un grupo de hombres montados a caballo, pagados y acompañados por Ignacio Ballesteros, llegaron hasta la vieja y destartalada casucha en medio del huerto de olivos, allí, el joven Ignacio se emocionó, había rastros seguros de que alguien habitaba ese lugar: una vasija con algo de agua, un par de platos lavados y apilados, unas flores puestas en un vaso roto. Incluso el lecho, que parecía más el lecho de unos animales, evidenciaba que había sido acomodado por una persona para pernoctar allí. Los hombres, por otro lado, no le dieron mayor importancia: “…este lugar es usado por una chiquilla huérfana y un poco mal de la cabeza que, por lo general, habita por estos alrededores. Clara, creo que la llaman. Algunas personas le dan algo de ropa o alguna cosa para comer, pero ella prefiere vivir sola y salvaje como los animalitos. Como ya le dije, está un poco mal de la cabeza.” Ignacio miró al viejo que había hablado y se secó la frente con el pañuelo, “Hay que encontrar a esa niña, tal vez sabe algo, tal vez haya visto pasar a mi hermana o sabe hacia dónde se dirigía…” Uno de los hombres le echó un vistazo a sus compañeros y luego sonrió con complicidad, bajando la mirada y acariciando el cuello de su caballo. A Ignacio le pareció que se burlaba de él, “Si tiene algo que decirme, dígalo” el hombre mordía una astilla de madera. Se la quitó de la boca y escupió a un costado antes de hablar, “Escuche jefe, no se disguste, pero todos aquí sabemos que hablar con esa chiquilla, es como preguntarle por su señorita hermana, a los pájaros…” se dio varios golpecitos en la sien con la punta de su dedo medio, y continuó “…no está bien de la cabeza: habla con su perro y con los demás bichos y asegura que tiene una hermana que nadie más ve, ¿Entiende? No importa si la encontramos o no, ni tampoco lo que ella le diga. Le puede decir cualquier cosa y tenernos buscando fantasmas todo el día. Por mí, no hay problema, pero es su dinero, y seguro que quiere sacarle mejor provecho” Ignacio sorbió por la nariz sonoramente y carraspeó. Tomaba una decisión, “¿Tú qué propones?””Perros…” respondió el hombre y volvió a escupir en el suelo, luego agregó, “…puedo conseguir un par de buenos perros que sigan un rastro” “Eso nos retrasaría todavía más” alegó Ignacio impulsivamente. El hombre levantó las cejas y miró a otro lado tomando una bocanada de aire, en un gesto de tener paciencia con el testarudo, como cuando debes convencer a un borracho de que ha bebido más de lo que quiere pagar, “Mire, ¿Alguna vez ha intentado botar un árbol con una sierra mala o un hacha sin filo?” El hombre esperó dos segundos, pero no esperaba respuesta, era obvio que el doctor jamás había intentado hacer nada parecido a eso, luego continuó “…pues, puede romperse los brazos y trabajar todo un día, completo, pero para nada. Es lo que estamos haciendo, jefe. Sin un rastro, necesitará un ejército y varios días para cubrir todos los lugares posibles donde buscar. Puede estar en cualquier parte” Ignacio estaba acostumbrado a tener siempre la voz más autorizada para opinar y la razón más documentada para imponer su voluntad, pero en este caso, estaba claro que debía escuchar a los hombres que había contratado, “Bien, me parece bien, pero… los perros con los que he salido a cazar, conocen la presa que deben perseguir, como los perros de los guardias, recuerdan muy bien el olor de cada uno de los prisioneros que custodian ¿Cómo harán para que sus perros sepan a quién deben buscar?” El hombre sonrió ampliamente sin soltar la astilla de entre los dientes, estaba realmente orgulloso de sus perros, “Son perros muy inteligentes, jefe, sólo necesitan conocer el olor y no se detendrán hasta encontrar lo que buscan. Hable con las monjas, seguro que ellas guardan alguna prenda de vestir de su señorita hermana… y si es una prenda íntima, mejor…” Ignacio le echó la mano al revólver que cargaba al cinto, indignado, el hombre, en cambio, mostró las palmas de sus manos con inocencia y tranquilidad, y agregó “…no se ofenda, jefe, pero la ropa de afuera siempre está pasada a otros olores: al humo de las cocinas, a la grasa de las comidas, incluso a las plantas, flores o a otros animales. Yo sólo le digo que la ropa de adentro, es mejor para esto. Allá usted, si quiere o no” Ignacio se tragó la explicación, de mala gana, pero se la tragó, “Nos reuniremos en el convento” gritó, y azotó su caballo para que éste lo sacara de allí lo más rápido posible, luego de eso, el hombre miró a sus compañeros con una sonrisa maliciosa que pronto se convirtió en carcajadas generalizadas de burla.

Rogelio Vargas, era un guardia en la prisión con el que nadie se metía, más que todo, porque era un hombre extraño. Le faltaban dos dedos de su mano derecha, lo que lo hacía un poco inhábil con el uso de ciertas armas, pero que compensaba con una masa muscular difícil de desafiar y una brutalidad de carácter casi primitiva; hosco y silencioso, rara vez intercambiaba más de dos palabras con alguien, cualidad que se remarcaba cuando se emborrachaba: aunque la taberna estuviera abarrotada de gente, él bebía solo, huraño, como el perro que, rabioso, cuida su plato de comida aunque esté ya vacío y nadie esté interesado en quitárselo. Aquella mañana Rogelio amaneció muerto. Sentado en el suelo sobre un charco de su propia sangre ya reseca, exhibía ambos antebrazos cubiertos de profundos cortes, especialmente en las muñecas. El arma utilizada, era un bonito puñal que conservaba desde su juventud; yacía éste tirado en el piso junto a él, sobre la sangre, desprendido de sus dedos ya sin fuerzas, luego de perder demasiado fluido vital y de rebanarse varios tendones. Su rostro, de facciones toscas y severas, había quedado congelado en una expresión de inocencia animal, surcado por suaves marcas que bajaban de sus ojos y que, por extraño que pareciera, inequívocamente habían sido dejadas por lágrimas. Sus ojos permanecían abiertos, fijos en el último objetivo que tenían en frente antes de apagarse: la celda del doctor Horacio Ballesteros. Éste había dado la alarma a gritos al despertarse por la mañana. Él, al igual que el otro preso que estaba en una celda cercana, aseguró que había pasado la noche, como era natural, durmiendo, y que nada había visto ni oído hasta despertarse por la mañana, “…lamentablemente, ya era tarde para hacer algo por ese hombre” concluyó el doctor, su testimonio. Por otro lado, ya habían enviado a alguien en busca del médico del pueblo para que confirmara lo obvio: la muerte del sujeto y la causa. 


León Faras.

martes, 3 de julio de 2018

Autopsia. Segunda parte.


XI.

Fue una noche larga y en vela en la casa del doctor Cifuentes, sólo el hijo de Ismael se devolvió a su casa, para acompañar y darle noticias a su madre, mientras el propio Ismael pasó toda la noche sentado en una silla a un lado de la cama de la habitación de servicio, donde habían cambiado a su hija para que reposara. El doctor, por su parte, se fue a su cuarto bien entrada la noche a dormir un par de horas tendido sobre su cama, vestido y atento para cualquier cosa que necesitara Ismael o su hija. El padre Benigno ya no se movió de su cama, pero más por prescripción médica que porque pudiera dormir: la discusión con Ignacio lo había dejado sumamente alterado y la idea de que Elena aún no aparecía, lo preocupaba demasiado, temía que le hubiese sucedido algo malo, y sería todo por su culpa, por su maldito temperamento que lo dominaba como a un animal rabioso. Cómo podía exigirles a sus feligreses que dominaran sus impulsos, si él mismo era incapaz de hacerlo. Las consecuencias con las que le amenazaba Ignacio, francamente no le importaban, hasta le encontraba toda la razón, pero sí le preocupaba el bienestar de la muchacha, si no había regresado al convento, entonces, dónde y con quién estaría. Y por otro lado estaba el niño, ese bebé que Úrsula había encontrado, y que desprendía un poder y una maldad que nunca antes había sentido, un poder que no era de este mundo. Lo hacía dudar de su cercanía con Dios, y eso era muy malo, si tenía que enfrentarlo. Con todas esas cosas en la cabeza, era difícil que alguien pudiera dormir a gusto. Por la mañana, todos lucían como si hubiesen pasado la noche a la intemperie y sobre un lecho de piedras de cantera: desaliñados, cansados y adoloridos. Ismael debía volver a su casa, debían, junto con su familia, limpiar el cuarto de Úrsula, poner a hervir la ropa de ésta y todo lo que había recomendado el doctor para evitar enfermedades e infecciones, por la tarde volvería para llevarse a su hija, si es que no sucedía nada extraordinario, el doctor se encargaría de mantenerla en observaciones durante el día, para asegurarse de que la muchacha pudiera volver a su casa sin problemas. Apenas Ismael salió por la puerta, llegó Guillermina con un canasto con el desayuno para el padre Benigno y para el médico, y de paso, enterarse de cualquier novedad que pudiera sonsacar en el acto, y debía admitirse que la mujer tenía un olfato refinado para las novedades: inmediatamente detectó la estantería fuera de lugar y con los vidrios de las puertas rotos; el instrumental amontonado en un sitio provisional y los trozos de cristal regados por todas partes. El sacerdote no le diría nada, ya se conocían hace bastante tiempo y siempre tenía que enterarse de las cosas por terceras personas o simplemente escuchando conversaciones ajenas, pero el doctor, seguramente que estaría más dispuesto a cooperar. Le llevó el desayuno al cura con un escueto y sobrio “buenos días, padre” lo cual, ya de por sí era sospechoso, pero el padre Benigno no estaba con ánimos de sospechar nada. Luego se lo llevó al doctor, quien por enésima vez revisaba los signos vitales de Úrsula, ésta había dormido ininterrumpidamente toda la noche y sin necesidad de volver a sedarla, lo que era muy positivo. Cuando el médico salió del dormitorio de su paciente, tenía su desayuno servido sobre la mesa y Guillermina barría la casa, en especial los vidrios regados por el suelo, y se quejaba en voz alta de las manchas que habían aparecido en el piso debido a los líquidos extraños derramados sobre éste, “…fue un accidente…” se justificó el doctor restregándose los ojos, cansado, por debajo de sus anteojos, “…no sé exactamente qué sucedió pero, fue como si el mueble hubiese chocado contra algo…” Guillermina detuvo la escoba, interesada, “¿Contra algo?, ¿Algo como qué?...” El doctor se quedó un rato mirando el infinito de su universo interior y luego meneó la cabeza, “No lo sé, de hecho, ninguno de nosotros estaba lo suficientemente cerca como para haber intervenido en algo”. Guillermina le echó un vistazo cargado de desconfianza al impasible mueble y luego al médico “¿Quiere decir que se movió solo?” preguntó acercándose mucho y hablando bajito, en tono confidencial, temerosa de no ser oída y reprendida por el cura. El médico se encogió de hombros, “No lo sé” y se quedó abstraído, buscando los secretos de la vida en su taza de café. En ese momento golpearon a la puerta, el doctor hizo el amague de levantarse, pero Guillermina no se lo permitió y se apresuró a abrir ella, como una madre que no quiere que su hijo salga a jugar con sus amigos hasta no terminar toda su comida. Pasaron varios minutos sin que la mujer diera noticias sobre quien había llegado, hasta al padre Benigno, quien se había levantado luego de desayunar provisto de un albornoz y un bastón, le pareció intrigante la intensa y prolongada charla que la mujer mantenía en la puerta con alguien que, claramente, no venía a visitarla a ella. Cuando por fin Guillermina entró, lo hizo seguida de una mujer mayor, aunque tal vez un poco más joven que ella, traía un bolso rústico, un chal sobre la cabeza y los hombros, un moño tanto o más apretado que el de la propia Guillermina, en el pelo y una vieja carta en la mano. Su nombre era Berta Cruces, y era la hermana de María, la mujer que durante años trabajó como ama de llaves del doctor Ballesteros. Guillermina, con una habilidad única, que bien le valdría a un detective cualquiera en un interrogatorio cualquiera, ya le había extraído toda la información que traía, y a cambio, y sin que Berta se lo pidiera, le había proporcionado los datos sobre los acontecimientos relevantes sucedidos en el pueblo en los últimos meses, aquello fue más evidente cuando Berta vio al sacerdote, y con toda humildad y buenas intenciones, le deseó una pronta recuperación de su herida en el costado, el padre Benigno sólo se contuvo porque Guillermina lo interrumpió diligentemente, “María se fue hace meses de aquí, pero nunca llegó a casa de su hermana, y ahora ella está preocupada. Somos media parientas, ¿sabe? uno de los tíos de la María estuvo casado con una sobrina de mi tía abuela”, el padre Benigno obvió aquello último, “¿Cómo que nunca llegó? pero si han pasado meses desde que se fue de aquí” Berta sólo negó con la cabeza, algo asustada, como si la estuviesen acusando de algo, a Guillermina eso la desesperaba un poco: la gente sosa que adormecía las situaciones interesantes. Le arrebató la carta de las manos y la enseñó con la autoridad de un abogado que presenta una prueba concluyente ante un tribunal, “Esta es la carta anunciando su viaje. La envió desde aquí mismito” y remató su intervención con una despectiva bofetada de revés sobre el papel, luego lo devolvió con la misma brusquedad con que lo tomó, Berta recibió la carta y se aferró a ella como si fuera el último madero flotando en medio del océano. Benigno estaba preocupado, pero su forma de ser, de por sí, era intimidante, “Y… ¿no has vuelto a recibir noticias de ella en todo este tiempo?; ¿Tienen algún otro pariente donde pueda haber ido?” Guillermina esperaba rígida, de brazos cruzados y mirando de soslayo. Aquello no se lo había preguntado. Berta sintió frío repentinamente, “Sólo mi hermano Santiago, pero él vive junto a mi casa, en los terrenos que nos dejaron nuestros padres. Pensé que estaría aquí, que tal vez estuviese trabajando en otra casa. A ella nunca le gustaron mucho las labores del campo” De pronto se escuchó una voz débil y lejana que dijo: “Está muerta…” el padre Benigno, sintió el tirón en la costura de su herida al voltearse tan bruscamente. La postura rígida y confiada de Guillermina, fue derribada por tal comentario inesperado y devastador; era imprescindible saber quién y por qué había dicho tal cosa. El doctor era el que estaba más cerca, “¿Qué has dicho muchacha?” preguntó con el rostro contraído e inmóvil. Úrsula estaba parada en la puerta de su cuarto, con un sencillo camisón blanco, sin mangas, que le colgaba fantasmal hasta las rodillas, y que le daba un innegable aspecto infantil; lucía inocente y desorientada, “Hambre… estoy muerta de hambre. ¿Dónde estoy?” Benigno no dijo nada, ya no estaba tan seguro de lo que había oído en primer lugar. Guillermina, en cambio, tenía sus dudas: cuándo hueles a quemado, es porque indefectiblemente algo se está quemando, y si había algo que en vez de desgastar, había agudizado con los años, eso era su oído. Era como la habilidad adquirida de los hombres que quedan ciegos y deben centrarse en el oído forzosamente, ella había entrenado su oído toda su vida para capturar en el acto cualquier sonido vocalizado, humano y juzgar instantáneamente su valor estratégico. Ella sabía lo que había oído, y no dudaba de aquello. El doctor Cifuentes tomó a Úrsula con todas las precauciones del mundo,  como si estuviera hecha de algún material muy delicado, “Soy el doctor Cifuentes, estás en mi casa. Vuelve a tu cama, te llevaremos el desayuno para allá” Guillermina, al oír eso, en el acto se ofreció, “¡Yo voy! le llevo el desayuno, ahora mismo”.

León Faras.