XXX.
Un
nuevo día y Laura volvía a despertar en su cama, se preguntaba hasta cuando
seguiría sucediendo eso, o si alguna vez, si su familia se mudaba o su
habitación era usada por otra persona, despertaría una mañana viviendo con otra
gente o hasta durmiendo al lado de algún desconocido. O más de uno. No es que
aquello fuera la cosa más terrible del mundo, pero sin duda resultaría
incómodo. Sin embargo, el espejo de su habitación le “actualizaba la realidad”
con un simple vistazo, en el que podía ver que sus cosas seguían allí, ordenadas,
su cama perfectamente estirada y sin arrugas, y un cuadro con su foto, de pie
sobre su cómoda, que no había visto cuando despertó, porque no estaba
“actualizado” Se acercó a su cómoda para verlo de cerca, ¡Dios! era el típico
retrato de una muerta, ese que en todas las casas hay: grande, con una imagen
en blanco y negro de una persona con el aspecto propio de otra época, pero en
el que uno nunca espera verse a sí mismo. Reconocía esa foto, era una imagen en
la que aparecían las tres, junto a su madre y su hermana en un día de playa,
pero su cara había sido recortada del resto, ampliada y enmarcada y el
resultado no estaba tan mal, le gustaba como se veía, la luz natural la
favorecía y el viento había dejado impreso un bonito efecto con su pelo, supuso
que de haber tenido que elegir ella, también hubiese elegido esa foto, sin
embargo, nada de eso quitaba que aquella, fuera una foto de muerto.
Escogió
algo de ropa y se vistió. Sabía que su ropa permanecía doblada y guardada en el
closet de su habitación y que en realidad la ropa que ella se ponía, y el
pequeño desorden que dejaba en el proceso, sólo existían para ella, en su
mundo, en su “lado” del mundo, por lo que, en la mayoría de los casos, no
interfería con la realidad sólida y racional de los vivos, generalmente. Al
otro lado del espejo, su cuarto seguía siendo el inmaculado cuarto de una
muerta, bastaba sólo echar un vistazo para comprobarlo, pero no lo haría, era
mejor, por esta vez, quedarse con su propia versión de la realidad. Además que,
del otro lado del espejo también estaba la Sombra. Paseó por la calle y se
adentró en la ciudad solitaria, como la última superviviente de la humanidad,
aunque sólo era una muerta más. Las tiendas abiertas, los almacenes colmados de
abarrotes, los supermercados con sus estacionamientos repletos de vehículos
muertos también, las vitrinas iluminadas por el sol, reflejaban la vida
ajetreada de los habitantes del escaparate. Laura los miraba desde lejos, desde
el medio de la calle, dónde su nuevo y espantoso compañero no la podía asustar.
Fue en uno de esos escaparates donde vio el edificio nuevo: una pared inmensa
al fondo de la calle toda cubierta de espejos que reflejaban el cielo azul, en
ese momento era azul. Laura caminó hacia él, no lo había visto antes, era una
novedad y las novedades eran increíblemente apreciadas y valiosas en la rutina
de alguien que moría antes de tiempo. La mitad del primer piso era un café y
restaurante, moderno y sofisticado pero sin dejar de lado detalles clásicos y
atractivos como el menú escrito con tiza sobre una pizarra y las sillas y mesas
de madera, con diseño rústico y minimalista pero finamente acabadas, era un
sitio bonito, pero la puerta era de vidrio y a esa hora, el sol la había
convertido en un espejo de cuerpo completo que detuvo a Laura a varios metros
antes de llegar, no veía a la Sombra, pero sabía que sólo era cuestión de
esperarla un par de minutos para que apareciera, así que Laura no la esperó: se
puso las manos a los costados de la cara, como las anteojeras que les ponen a los
caballos, la vista en el suelo, su cabeza en posición de ariete y a paso
decidido se lanzó contra la entrada. Una vez adentro, no supo cómo entró.
Imagina esto: Una película muda. La chica entra al café, tras ella, un señor
gordo que lleva de la correa a un insípido y diminuto perro, salen de la
cafetería, las puertas de ésta responden a un sensor de movimiento para abrir y
cerrase solas, en la calle, la gente pasea, los vehículos circulan, los
vendedores ofrecen sus chucherías. La chica observa el lugar, está
completamente vacío, sin embargo, en casi todas las mesas hay tazas de café,
vasos de jugo, platos con pasteles a medio comer; un periódico por aquí, unos
anteojos por allá. La chica se voltea hacía la calle, justo por detrás de ella,
un camarero joven y alto, seguramente un universitario trabajando media
jornada, pasa raudo con su bandeja de cafés sin hacer un solo ruido, la mujer
detrás del mostrador ríe coqueta, también en completo silencio, mientras habla
con un hombre galante que, lo mismo podría ser un cliente que un pretendiente o
ambas cosas. En la calle, la chica no ve nada ni a nadie, sólo el vacío y el
silencio de siempre. Decide explorar el resto del edificio, se voltea hacía
dentro de nuevo, toda la vida y movimiento que sucedía en silencio a sus
espaldas, desaparece de su rango de visión, da un par de pasos, pero se detiene
de un saltito: en el suelo aparecen los restos de dos tazas de café estrelladas
contra éste, con sus restos esparcidos por todas partes y el líquido caliente
regado como en una explosión, cuya onda expansiva a movido incluso las mesas y
las sillas cercanas. La chica rodea el desastre y sigue su camino, se pregunta
si ella habrá sido responsable de ese accidente, a sus espaldas, el camarero
recoge los restos de tazas del suelo, una compañera llega con un trapero, al
hombre galante le ha saltado café caliente al pantalón pero se pasa la mano una
y otra vez sin darle mayor importancia, aunque su sonrisa producida, ahora es
forzada. La chica mira atrás, sólo puede ver que los trozos más grandes de
tazas rotas, han desaparecido. Sonríe: tal vez sí tuvo ella algo que ver, tal
vez, el mundo de los vivos no es del todo capaz de ignorarla.
Laura
se adentra hasta encontrar el ascensor, piensa que es una buena idea comenzar
por ahí, pero se equivoca. Luego de varios minutos de espera, el ascensor se
abre, Laura ve las espaldas de una pareja que sale de él muy amorosa, caminando
abrazados y riendo con complicidad, seguramente acaban de tener sexo, aunque no
necesariamente dentro del ascensor, luego ve a un señor que entra, muy alto y
de cabellos blancos, vestido formalmente y con un maletín en la mano, tiene el
aspecto de ser un juez o tal vez un empresario, el cual tiene un buen negocio
que heredarle a sus hijos. Laura los ve porque el interior del elevador está
cubierto de espejos, una estrategia pensada para claustrofóbicos, pero no para
muertos perseguidos por una sombra siniestra; se queda paralizada, el ascensor
se cierra antes de que cualquier cosa extraña suceda pero, por si las moscas,
Laura prefiere usar las escaleras. Comenzó a subirlas despacio, como quien
entra a un sitio nuevo y desconocido, pero pronto la monotonía de las escaleras
la obligó a acelerar el paso, llegando al final con un trote ágil y liviano
que, por supuesto, no le hace ni una mella a su inexistente condición física.
Todo termina en una pequeña puerta cerrada, que avisa con un cartel que no
cualquier persona puede pasar. Era de metal y solamente se podía abrir con una
llave, el pestillo estaba del otro lado, Laura la tocó, la empujó, intentó
forzarla, pero no pudo hacer nada; iba a desistir, pero al cabo de dos pasos,
se detuvo y se devolvió: esa era una puerta para detener a los vivos, no para
ella, cuyo cuerpo reposaba lejos de allí, encerrado en una caja de madera
metida dentro de otra caja sellada de hormigón. No había nada que la pudiera
detener, salvo por sus sentidos, que le decían lo que veía y tocaba o creía tocar;
y por su mente, que le indicaba que aquella era una puerta segura y resistente
y además con el cartel del triángulo amarillo con un signo de exclamación
dentro, que mostraba que no se podía pasar. Eso era todo, pura racionalidad.
Cerró los ojos, se imaginó la puerta abierta (no sabía muy bien qué había del
otro lado, así que solo la imaginó blanca y luminosa, como la salida de un
túnel), respiró hondo (tampoco es que necesitara eso, pero, servía para
concentrarse), y asegurándose a sí misma que era una muerta, que no podía
chocar contra una puerta porque no tenía cuerpo material y que si chocaba, no
le podía doler ni hacerle daño, se lanzó con su mente fija en la puerta abierta
de su imaginación.
Se
encontró en la azotea, un páramo llano de concreto rodeado por un pobre muro
que apenas servía para sentarse sobre él. Poco más había que un par de antenas
y alguno que otro extractor de aire; botellas de cerveza vacías y algunas
colillas de cigarro. Caminó hasta la orilla, la vista de la ciudad era
espectacular, aun así, sin nada de vida en ella, seguía siendo muy digna de
ver, sin embargo, la vista en vertical hacía abajo no era nada agradable, más
bien intimidante. Se paró sobre el pretil, cosa que jamás hubiese hecho de no
estar del todo segura de que, literalmente, estaba muerta. Imaginó los
vehículos transitando por la calle, la gente que en ese momento pasaba bajo
ella, el viento, que seguramente se hacía sentir con fuerza a esa altura. Se
paró en la orilla, no llevaba zapatos, no los necesitaba, se acercó al borde
como un clavadista a punto de ejecutar un salto para el jurado. Cerró los ojos,
¿Qué pasaría si se dejaba caer?, ¿dolería? al menos no podría romperse ningún
hueso porque sus huesos no estaba ahí con ella, aunque pareciera que sí, tampoco
podía matarse, otra vez, ¿O sí? Al parecer la gravedad funcionaba también para
muertos, o al menos ella, no había despertado flotando por su habitación hasta
ahora, lo que significaba que podía caer. Ya no había dolor, ni hambre, ni frío
ni calor, pero lo que no desaparecía era el miedo, miedo sí había. Los ojos
cerrados, el silencio abrumador, la ausencia del aire, del frío en los pies, de
la más mínima comezón, de todo. Laura se lanzó, pero no se dejó caer de cara al
piso, eso era demasiado, incluso para una muerta, más bien dio un paso delante y
se lanzó erguida. No sintió nada, ni siquiera la velocidad de la caída, ni una brisa
de aire que le moviera el cabello, nada. Abrió los ojos lentamente, se sentía un
poco como cuando dejaba su cuerpo flotando libremente en el mar, la ciudad ascendía
lentamente ante ella, aunque en realidad, era ella la que descendía, lentamente,
como con un paracaídas en un mundo sin vientos, como si apenas pesara medio milígramo
más que el mismo aire, como si cayera en el espacio. No miró abajo hasta que casi
la ciudad ya llegaba a su nivel, se posó como una pluma y se quedó largos segundos
digiriendo lo que acababa de hacer, miró la altura desde la que había saltado, había
sido genial, sin duda la experiencia más genial de su vida, era irónico que la hubiese
vivido estando muerta.
León Faras.