jueves, 19 de julio de 2018

Autopsia. Segunda parte.


XIII.

Cuando llegaron a buscar al doctor Cifuentes desde la prisión, sólo le dijeron que necesitaban sus servicios, pero no para qué, ni por qué. Cogió un maletín con sus cosas y, al ver que el padre Benigno aún conversaba con Berta Cruces, y que Úrsula estaba en buen estado y siendo atendida por Guillermina, le informó a esta última dónde estaría para que en caso de que le necesitaran, supieran donde encontrarlo. La mujer se mostró muy interesada con el comentario, tanto que se perdió algunos segundos en sus pensamientos hasta que el doctor tuvo que hablarle para saber si le había oído. Al final, Guillermina asintió pedante con la cabeza, como si ella nunca necesitara que le repitieran nada y el doctor pudo irse. Cuando llegó a la prisión, lo presentaron frente a un hombre que llenaba papeles sobre una mesa basta que hacía las veces de escritorio, su nombre era Aurelio, y en cierta forma, tenía un aire a centurión romano. Era un hombre maduro, pero robusto, de voz firme y autoritaria. Saludó al doctor y lo llevó personalmente a ver el cadáver de Rogelio, aquello fue una decepción para el médico, esperaba a alguien por quien pudiera hacer algo; miró a Aurelio, con una débil esperanza de que hubiera algo más, además de lo obvio, luego miró al muerto y después nuevamente a Aurelio, “Este hombre está muerto” Aseguró torpemente, como si nadie más pudiera haberse dado cuenta de eso. “Y para esto necesitábamos a un doctor” gruñó uno de los guardias presentes para hacerse el gracioso con sus colegas, con una frase gastada y nada original que, para empeorarla, su jefe ya había oído demasiadas veces antes. De inmediato Aurelio lo fulminó con la furia de su mirada, el poder absoluto de su dedo índice y su voz de dios griego: “¿Quieres rellenar los papeles y firmarlos con tu nombre, idiota? …¡Mmm! ¿No? ¡Pues entonces cierra el pico y busca algo útil que hacer o te juro por Dios que te pondré a ti solo a limpiar toda esta mierda, y con el culo!” El guardia cerró la boca y lo hizo con una expresión de seriedad forzada. No era para nada conveniente poner a prueba la veracidad de las amenazas de un hombre con el aspecto de un centurión romano y la voz de un dios griego. Luego, y después de respirar hondo y secarse con la mano la saliva de los labios y el mentón, Aurelio continuó dirigiéndose al doctor como si nada, como si su altercado con aquel subalterno hubiese sucedido dentro de un paréntesis temporal, fuera del espacio y tiempo presente, “Bueno, doctor, lo que necesitamos de usted, es que, como médico, pueda confirmar que este hombre se quitó la vida él mismo, y que no hay nadie más a quien se le pueda responsabilizar, ¿Me entiende?” El doctor había dejado su maletín en el suelo y se peinaba su ridículo bigotito con un par de dedos, nervioso, “¿Tiene alguna sospecha de que este hombre haya sido asesinado?” Aurelio sólo tiró hacia abajo la comisura de los labios y negó con la cabeza, abúlico. El doctor examinaba el cuerpo como un crítico de arte lo haría con una escultura “Bueno, creo que habrá que hacer algunos exámenes para confirmar que no hayan contusiones, marcas de ataduras o restos de sustancias tóxicas en la sangre o el estómago, para eliminar cualquier posible intervención de terceros” “No necesita exámenes doctor, claramente ese hombre se suicidó…” el doctor Cifuentes se volteó hacia atrás a mirar quien hablaba, la voz no era de Aurelio, sino de un preso: el doctor Horacio Ballesteros, “¿Cómo dice?” preguntó Cifuentes. Ballesteros continuó, “…observe los cortes en el brazo izquierdo: son firmes, rectos y regulares, mientras que los del derecho son torpes, débiles e irregulares. Eso es porque los primeros los hizo con una mano firme y en buen estado, mientras que los segundos fueron hechos por una mano dañada y menos hábil. Eso evidencia que nadie le ayudó. Además, puede observar que todos los cortes están dirigidos desde afuera, hacia dentro, lo que es muy difícil que suceda con la ayuda de una tercera persona” Cifuentes podía notar que Ballesteros tenía razón, y una muy buena vista como para haber visto todo eso desde su celda, pero aun así, le parecía una conclusión demasiado precipitada, “Para que haya suicidio, no sólo debe ser dada la muerte por la propia mano, señor, sino también por la propia voluntad. Yo no consideraría suicidio la muerte de un hombre que es obligado a quitarse la vida” “¿Obligado?” Ballesteros estaba realmente disfrutando de esa charla, “…Uh, eso está difícil de comprobar, doctor…” En ese momento, Aurelio intervino, cabreado, “Bien, doctor, ¿Podría dejar su debate académico para otro momento en el que todos tengamos más tiempo? Me urge sacar este saco de mierda de aquí lo antes posible, ¿sabe? ¡Apesta!” Cifuentes se sintió ofendido, pero fue incapaz de mirar a los ojos al centurión para reprochárselo “Es un hombre, por Dios…” Aurelio ya no diferenciaba bien entre el médico y cualquiera de los hombres a su mando “¡Era, un hombre! No sea remilgado, doctor, todos acabaremos en algún momento tirados apestando en algún charco de mierda, cuando el buen Dios decida que se nos acabaron las fichas para seguir jugando. Ahora no es más que un cadáver que se ha cagado encima, apesta, y apestará aun más conforme pase el tiempo y será más difícil y desagradable de limpiar y luego, en vez de disminuir la peste, crecerá, con el vómito de los pobres desgraciados que les toque comenzar la tarea…” hizo una pequeña pausa para mirar al guardia que regañó antes, y luego continuó, “…Este no es el primer muerto que tenemos por aquí. Ahora, doctor ¿podría usted hacer, lo que sea que tenga que hacer, para terminar con este desagradable trámite lo antes posible?” Cifuentes se sentía un poco avasallado por el guardia, tenía la torpe tendencia a tomarse las cosas que decían los demás, de forma demasiado personal, pero dispuesto a aferrarse a lo que le quedaba de valor y dignidad, “Bien. Sólo me gustaría llevarlo a un lugar donde pueda ser aseado y desnudado el cuerpo para asegurarme de que no hay intervención de terceras personas. Sólo tardaré una hora, o dos a lo sumo” Aurelio aceptó conforme. Antes de irse, Cifuentes oyó a Ballesteros que le decía: “Supe lo de la herida del padre Benigno. Espero que se esté recuperando.”

“¡¡Oh mierda! pero qué pedazo de aparato, el desgraciado!”

Exclamó con repelús en la cara, el joven guardia que había sido enviado para ayudar en su tarea al doctor Cifuentes, cuando éste terminó de quitarle la ropa al muerto con unas tijeras y dejó al descubierto los órganos sexuales del occiso. Los cuales cubrió con una pequeña toalla mientras le dirigía una mirada a su ayudante, como si se tratara de una criatura extremadamente rara, como descubrir a un pájaro usando pantalones y sombrero, “¿Estás seguro de querer quedarte aquí?” pregunto el doctor, más por su propia conveniencia que por la del muchacho, “Sí, sí. Prefiero mil veces estar aquí, que allá afuera limpiando la mierda que dejó el pobre Rogelio” El doctor Cifuentes ya podía deducir que el lenguaje de los guardias de prisión, era más o menos el mismo para todos, desde el más antiguo hasta el más joven, “¿Lo conocías?, ¿Sabes si tenía algún motivo para quitarse la vida?” El muchacho lo miró con una sonrisa idiota, como cuando uno descubre de antemano que lo que buscan es jugarle una broma. Tardó unos segundos en entender que el doctor no bromeaba, “Bueno, lo mismo que todos, o sea, casi nada. Que yo sepa, no tenía amigos aquí. A mí no me dirigió nunca la palabra. Si algo sucedía dentro de su cabeza, sólo él lo sabía…” dijo mirando el rostro del muerto muy de cerca, “¡Oh mierda! mire doctor, es como si hubiese llorado antes de… ya sabe, “Estirar la pata” ¿O es que los muertos también pueden llorar?” Cifuentes escudriñaba el cuerpo concienzudamente, la verdad, no quería que un remordimiento por hacer rápido y mal su trabajo, le arruinara las pocas horas de sueño que solía tener disponible, “Ciertas partes del cuerpo siguen con su trabajo aunque esté muerto. Pueden llorar, y varias cosas más. Aunque creo que es más probable que haya soltado esas lágrimas estando aún vivo” El muchacho se echó hacia atrás y se rascó detrás de la oreja “¿En serio? Para mí, no sé qué es más raro: que un muerto sea capaz de llorar o que el Rogelio Vargas que yo conocí, lo haya hecho”

Menos de una hora tardó al final el doctor en terminar su trabajo, y no encontró nada que sugiriera la intervención de un tercero. No había nada que justificara seguir escarbando en el asunto ni nadie interesado en que lo hiciera, por lo que al final aceptó el suicidio como lo más plausible y la pérdida masiva de sangre como la única causa de muerte. Se lavó las manos, firmó los papeles a Aurelio y se marchó.



León Faras.

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