XIII.
Cuando
llegaron a buscar al doctor Cifuentes desde la prisión, sólo le dijeron que
necesitaban sus servicios, pero no para qué, ni por qué. Cogió un maletín con
sus cosas y, al ver que el padre Benigno aún conversaba con Berta Cruces, y que
Úrsula estaba en buen estado y siendo atendida por Guillermina, le informó a
esta última dónde estaría para que en caso de que le necesitaran, supieran
donde encontrarlo. La mujer se mostró muy interesada con el comentario, tanto
que se perdió algunos segundos en sus pensamientos hasta que el doctor tuvo que
hablarle para saber si le había oído. Al final, Guillermina asintió pedante con
la cabeza, como si ella nunca necesitara que le repitieran nada y el doctor
pudo irse. Cuando llegó a la prisión, lo presentaron frente a un hombre que
llenaba papeles sobre una mesa basta que hacía las veces de escritorio, su
nombre era Aurelio, y en cierta forma, tenía un aire a centurión romano. Era un
hombre maduro, pero robusto, de voz firme y autoritaria. Saludó al doctor y lo
llevó personalmente a ver el cadáver de Rogelio, aquello fue una decepción para
el médico, esperaba a alguien por quien pudiera hacer algo; miró a Aurelio, con
una débil esperanza de que hubiera algo más, además de lo obvio, luego miró al
muerto y después nuevamente a Aurelio, “Este hombre está muerto” Aseguró torpemente,
como si nadie más pudiera haberse dado cuenta de eso. “Y para esto
necesitábamos a un doctor” gruñó uno de los guardias presentes para hacerse el
gracioso con sus colegas, con una frase gastada y nada original que, para
empeorarla, su jefe ya había oído demasiadas veces antes. De inmediato Aurelio
lo fulminó con la furia de su mirada, el poder absoluto de su dedo índice y su
voz de dios griego: “¿Quieres rellenar los papeles y firmarlos con tu nombre,
idiota? …¡Mmm! ¿No? ¡Pues entonces cierra el pico y busca algo útil que hacer o
te juro por Dios que te pondré a ti solo a limpiar toda esta mierda, y con el
culo!” El guardia cerró la boca y lo hizo con una expresión de seriedad
forzada. No era para nada conveniente poner a prueba la veracidad de las
amenazas de un hombre con el aspecto de un centurión romano y la voz de un dios
griego. Luego, y después de respirar hondo y secarse con la mano la saliva de los labios y el mentón, Aurelio
continuó dirigiéndose al doctor como si nada, como si su altercado con aquel subalterno
hubiese sucedido dentro de un paréntesis temporal, fuera del espacio y tiempo
presente, “Bueno, doctor, lo que necesitamos de usted, es que, como médico,
pueda confirmar que este hombre se quitó la vida él mismo, y que no hay nadie
más a quien se le pueda responsabilizar, ¿Me entiende?” El doctor había dejado
su maletín en el suelo y se peinaba su ridículo bigotito con un par de dedos,
nervioso, “¿Tiene alguna sospecha de que este hombre haya sido asesinado?”
Aurelio sólo tiró hacia abajo la comisura de los labios y negó con la cabeza,
abúlico. El doctor examinaba el cuerpo como un crítico de arte lo haría con una
escultura “Bueno, creo que habrá que hacer algunos exámenes para confirmar que
no hayan contusiones, marcas de ataduras o restos de sustancias tóxicas en la
sangre o el estómago, para eliminar cualquier posible intervención de terceros”
“No necesita exámenes doctor, claramente ese hombre se suicidó…” el doctor
Cifuentes se volteó hacia atrás a mirar quien hablaba, la voz no era de
Aurelio, sino de un preso: el doctor Horacio Ballesteros, “¿Cómo dice?”
preguntó Cifuentes. Ballesteros continuó, “…observe los cortes en el brazo
izquierdo: son firmes, rectos y regulares, mientras que los del derecho son
torpes, débiles e irregulares. Eso es porque los primeros los hizo con una mano
firme y en buen estado, mientras que los segundos fueron hechos por una mano
dañada y menos hábil. Eso evidencia que nadie le ayudó. Además, puede observar
que todos los cortes están dirigidos desde afuera, hacia dentro, lo que es muy
difícil que suceda con la ayuda de una tercera persona” Cifuentes podía notar
que Ballesteros tenía razón, y una muy buena vista como para haber visto todo
eso desde su celda, pero aun así, le parecía una conclusión demasiado
precipitada, “Para que haya suicidio, no sólo debe ser dada la muerte por la
propia mano, señor, sino también por la propia voluntad. Yo no consideraría
suicidio la muerte de un hombre que es obligado a quitarse la vida”
“¿Obligado?” Ballesteros estaba realmente disfrutando de esa charla, “…Uh, eso está
difícil de comprobar, doctor…” En ese momento, Aurelio intervino, cabreado,
“Bien, doctor, ¿Podría dejar su debate académico para otro momento en el que
todos tengamos más tiempo? Me urge sacar este saco de mierda de aquí lo antes
posible, ¿sabe? ¡Apesta!” Cifuentes se sintió ofendido, pero fue incapaz de
mirar a los ojos al centurión para reprochárselo “Es un hombre, por Dios…”
Aurelio ya no diferenciaba bien entre el médico y cualquiera de los hombres a
su mando “¡Era, un hombre! No sea remilgado, doctor, todos acabaremos en algún momento
tirados apestando en algún charco de mierda, cuando el buen Dios decida que se
nos acabaron las fichas para seguir jugando. Ahora no es más que un cadáver que
se ha cagado encima, apesta, y apestará aun más conforme pase el tiempo y será
más difícil y desagradable de limpiar y luego, en vez de disminuir la peste,
crecerá, con el vómito de los pobres desgraciados que les toque comenzar la
tarea…” hizo una pequeña pausa para mirar al guardia que regañó antes, y luego
continuó, “…Este no es el primer muerto que tenemos por aquí. Ahora, doctor
¿podría usted hacer, lo que sea que tenga que hacer, para terminar con este
desagradable trámite lo antes posible?” Cifuentes se sentía un poco avasallado
por el guardia, tenía la torpe tendencia a tomarse las cosas que decían los
demás, de forma demasiado personal, pero dispuesto a aferrarse a lo que le
quedaba de valor y dignidad, “Bien. Sólo me gustaría llevarlo a un lugar donde
pueda ser aseado y desnudado el cuerpo para asegurarme de que no hay
intervención de terceras personas. Sólo tardaré una hora, o dos a lo sumo”
Aurelio aceptó conforme. Antes de irse, Cifuentes oyó a Ballesteros que le
decía: “Supe lo de la herida del padre Benigno. Espero que se esté
recuperando.”
“¡¡Oh
mierda! pero qué pedazo de aparato, el desgraciado!”
Exclamó
con repelús en la cara, el joven guardia que había sido enviado para ayudar en
su tarea al doctor Cifuentes, cuando éste terminó de quitarle la ropa al muerto
con unas tijeras y dejó al descubierto los órganos sexuales del occiso. Los
cuales cubrió con una pequeña toalla mientras le dirigía una mirada a su
ayudante, como si se tratara de una criatura extremadamente rara, como
descubrir a un pájaro usando pantalones y sombrero, “¿Estás seguro de querer
quedarte aquí?” pregunto el doctor, más por su propia conveniencia que por la
del muchacho, “Sí, sí. Prefiero mil veces estar aquí, que allá afuera limpiando
la mierda que dejó el pobre Rogelio” El doctor Cifuentes ya podía deducir que
el lenguaje de los guardias de prisión, era más o menos el mismo para todos,
desde el más antiguo hasta el más joven, “¿Lo conocías?, ¿Sabes si tenía algún
motivo para quitarse la vida?” El muchacho lo miró con una sonrisa idiota, como
cuando uno descubre de antemano que lo que buscan es jugarle una broma. Tardó
unos segundos en entender que el doctor no bromeaba, “Bueno, lo mismo que
todos, o sea, casi nada. Que yo sepa, no tenía amigos aquí. A mí no me dirigió
nunca la palabra. Si algo sucedía dentro de su cabeza, sólo él lo sabía…” dijo
mirando el rostro del muerto muy de cerca, “¡Oh mierda! mire doctor, es como si
hubiese llorado antes de… ya sabe, “Estirar la pata” ¿O es que los muertos también
pueden llorar?” Cifuentes escudriñaba el cuerpo concienzudamente, la verdad, no
quería que un remordimiento por hacer rápido y mal su trabajo, le arruinara las
pocas horas de sueño que solía tener disponible, “Ciertas partes del cuerpo
siguen con su trabajo aunque esté muerto. Pueden llorar, y varias cosas más.
Aunque creo que es más probable que haya soltado esas lágrimas estando aún
vivo” El muchacho se echó hacia atrás y se rascó detrás de la oreja “¿En serio?
Para mí, no sé qué es más raro: que un muerto sea capaz de llorar o que el
Rogelio Vargas que yo conocí, lo haya hecho”
Menos
de una hora tardó al final el doctor en terminar su trabajo, y no encontró nada
que sugiriera la intervención de un tercero. No había nada que justificara seguir
escarbando en el asunto ni nadie interesado en que lo hiciera, por lo que al final
aceptó el suicidio como lo más plausible y la pérdida masiva de sangre como
la única causa de muerte. Se lavó las manos, firmó los papeles a Aurelio y se marchó.
León Faras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario