XI.
Fue
una noche larga y en vela en la casa del doctor Cifuentes, sólo el hijo de
Ismael se devolvió a su casa, para acompañar y darle noticias a su madre,
mientras el propio Ismael pasó toda la noche sentado en una silla a un lado de
la cama de la habitación de servicio, donde habían cambiado a su hija para que
reposara. El doctor, por su parte, se fue a su cuarto bien entrada la noche a
dormir un par de horas tendido sobre su cama, vestido y atento para cualquier
cosa que necesitara Ismael o su hija. El padre Benigno ya no se movió de su
cama, pero más por prescripción médica que porque pudiera dormir: la discusión
con Ignacio lo había dejado sumamente alterado y la idea de que Elena aún no
aparecía, lo preocupaba demasiado, temía que le hubiese sucedido algo malo, y
sería todo por su culpa, por su maldito temperamento que lo dominaba como a un
animal rabioso. Cómo podía exigirles a sus feligreses que dominaran sus
impulsos, si él mismo era incapaz de hacerlo. Las consecuencias con las que le
amenazaba Ignacio, francamente no le importaban, hasta le encontraba toda la
razón, pero sí le preocupaba el bienestar de la muchacha, si no había regresado
al convento, entonces, dónde y con quién estaría. Y por otro lado estaba el
niño, ese bebé que Úrsula había encontrado, y que desprendía un poder y una
maldad que nunca antes había sentido, un poder que no era de este mundo. Lo
hacía dudar de su cercanía con Dios, y eso era muy malo, si tenía que
enfrentarlo. Con todas esas cosas en la cabeza, era difícil que alguien pudiera
dormir a gusto. Por la mañana, todos lucían como si hubiesen pasado la noche a
la intemperie y sobre un lecho de piedras de cantera: desaliñados, cansados y
adoloridos. Ismael debía volver a su casa, debían, junto con su familia,
limpiar el cuarto de Úrsula, poner a hervir la ropa de ésta y todo lo que había
recomendado el doctor para evitar enfermedades e infecciones, por la tarde
volvería para llevarse a su hija, si es que no sucedía nada extraordinario, el
doctor se encargaría de mantenerla en observaciones durante el día, para
asegurarse de que la muchacha pudiera volver a su casa sin problemas. Apenas
Ismael salió por la puerta, llegó Guillermina con un canasto con el desayuno
para el padre Benigno y para el médico, y de paso, enterarse de cualquier
novedad que pudiera sonsacar en el acto, y debía admitirse que la mujer tenía
un olfato refinado para las novedades: inmediatamente detectó la estantería
fuera de lugar y con los vidrios de las puertas rotos; el instrumental
amontonado en un sitio provisional y los trozos de cristal regados por todas
partes. El sacerdote no le diría nada, ya se conocían hace bastante tiempo y
siempre tenía que enterarse de las cosas por terceras personas o simplemente
escuchando conversaciones ajenas, pero el doctor, seguramente que estaría más dispuesto
a cooperar. Le llevó el desayuno al cura con un escueto y sobrio “buenos días,
padre” lo cual, ya de por sí era sospechoso, pero el padre Benigno no estaba
con ánimos de sospechar nada. Luego se lo llevó al doctor, quien por enésima
vez revisaba los signos vitales de Úrsula, ésta había dormido
ininterrumpidamente toda la noche y sin necesidad de volver a sedarla, lo que
era muy positivo. Cuando el médico salió del dormitorio de su paciente, tenía
su desayuno servido sobre la mesa y Guillermina barría la casa, en especial los
vidrios regados por el suelo, y se quejaba en voz alta de las manchas que
habían aparecido en el piso debido a los líquidos extraños derramados sobre
éste, “…fue un accidente…” se justificó el doctor restregándose los ojos,
cansado, por debajo de sus anteojos, “…no sé exactamente qué sucedió pero, fue
como si el mueble hubiese chocado contra algo…” Guillermina detuvo la escoba,
interesada, “¿Contra algo?, ¿Algo como qué?...” El doctor se quedó un rato
mirando el infinito de su universo interior y luego meneó la cabeza, “No lo sé,
de hecho, ninguno de nosotros estaba lo suficientemente cerca como para haber
intervenido en algo”. Guillermina le echó un vistazo cargado de desconfianza al
impasible mueble y luego al médico “¿Quiere decir que se movió solo?” preguntó
acercándose mucho y hablando bajito, en tono confidencial, temerosa de no ser
oída y reprendida por el cura. El médico se encogió de hombros, “No lo sé” y se
quedó abstraído, buscando los secretos de la vida en su taza de café. En ese
momento golpearon a la puerta, el doctor hizo el amague de levantarse, pero
Guillermina no se lo permitió y se apresuró a abrir ella, como una madre que no
quiere que su hijo salga a jugar con sus amigos hasta no terminar toda su
comida. Pasaron varios minutos sin que la mujer diera noticias sobre quien
había llegado, hasta al padre Benigno, quien se había levantado luego de
desayunar provisto de un albornoz y un bastón, le pareció intrigante la intensa
y prolongada charla que la mujer mantenía en la puerta con alguien que,
claramente, no venía a visitarla a ella. Cuando por fin Guillermina entró, lo
hizo seguida de una mujer mayor, aunque tal vez un poco más joven que ella, traía
un bolso rústico, un chal sobre la cabeza y los hombros, un moño tanto o más
apretado que el de la propia Guillermina, en el pelo y una vieja carta en la
mano. Su nombre era Berta Cruces, y era la hermana de María, la mujer que
durante años trabajó como ama de llaves del doctor Ballesteros. Guillermina,
con una habilidad única, que bien le valdría a un detective cualquiera en un
interrogatorio cualquiera, ya le había extraído toda la información que traía,
y a cambio, y sin que Berta se lo pidiera, le había proporcionado los datos
sobre los acontecimientos relevantes sucedidos en el pueblo en los últimos
meses, aquello fue más evidente cuando Berta vio al sacerdote, y con toda
humildad y buenas intenciones, le deseó una pronta recuperación de su herida en
el costado, el padre Benigno sólo se contuvo porque Guillermina lo interrumpió
diligentemente, “María se fue hace meses de aquí, pero nunca llegó a casa de su
hermana, y ahora ella está preocupada. Somos media parientas, ¿sabe? uno de los
tíos de la María estuvo casado con una sobrina de mi tía abuela”, el padre
Benigno obvió aquello último, “¿Cómo que nunca llegó? pero si han pasado meses
desde que se fue de aquí” Berta sólo negó con la cabeza, algo asustada, como si
la estuviesen acusando de algo, a Guillermina eso la desesperaba un poco: la gente
sosa que adormecía las situaciones interesantes. Le arrebató la carta de las
manos y la enseñó con la autoridad de un abogado que presenta una prueba
concluyente ante un tribunal, “Esta es la carta anunciando su viaje. La envió
desde aquí mismito” y remató su intervención con una despectiva bofetada de
revés sobre el papel, luego lo devolvió con la misma brusquedad con que lo
tomó, Berta recibió la carta y se aferró a ella como si fuera el último madero
flotando en medio del océano. Benigno estaba preocupado, pero su forma de ser,
de por sí, era intimidante, “Y… ¿no has vuelto a recibir noticias de ella en
todo este tiempo?; ¿Tienen algún otro pariente donde pueda haber ido?” Guillermina
esperaba rígida, de brazos cruzados y mirando de soslayo. Aquello no se lo
había preguntado. Berta sintió frío repentinamente, “Sólo mi hermano Santiago,
pero él vive junto a mi casa, en los terrenos que nos dejaron nuestros padres.
Pensé que estaría aquí, que tal vez estuviese trabajando en otra casa. A ella
nunca le gustaron mucho las labores del campo” De pronto se escuchó una voz
débil y lejana que dijo: “Está muerta…” el padre Benigno, sintió el tirón en la
costura de su herida al voltearse tan bruscamente. La postura rígida y confiada
de Guillermina, fue derribada por tal comentario inesperado y devastador; era
imprescindible saber quién y por qué había dicho tal cosa. El doctor era el que
estaba más cerca, “¿Qué has dicho muchacha?” preguntó con el rostro contraído e
inmóvil. Úrsula estaba parada en la puerta de su cuarto, con un sencillo
camisón blanco, sin mangas, que le colgaba fantasmal hasta las rodillas, y que
le daba un innegable aspecto infantil; lucía inocente y desorientada, “Hambre…
estoy muerta de hambre. ¿Dónde estoy?” Benigno no dijo nada, ya no estaba tan
seguro de lo que había oído en primer lugar. Guillermina, en cambio, tenía sus
dudas: cuándo hueles a quemado, es porque indefectiblemente algo se está
quemando, y si había algo que en vez de desgastar, había agudizado con los años,
eso era su oído. Era como la habilidad adquirida de los hombres que quedan ciegos
y deben centrarse en el oído forzosamente, ella había entrenado su oído toda su
vida para capturar en el acto cualquier sonido vocalizado, humano y juzgar instantáneamente
su valor estratégico. Ella sabía lo que había oído, y no dudaba de aquello. El doctor
Cifuentes tomó a Úrsula con todas las precauciones del mundo, como si estuviera hecha de algún material
muy delicado, “Soy el doctor Cifuentes, estás en mi casa. Vuelve a tu cama, te llevaremos
el desayuno para allá” Guillermina, al oír eso, en el acto se ofreció, “¡Yo voy! le llevo
el desayuno, ahora mismo”.
León Faras.
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