martes, 3 de julio de 2018

Autopsia. Segunda parte.


XI.

Fue una noche larga y en vela en la casa del doctor Cifuentes, sólo el hijo de Ismael se devolvió a su casa, para acompañar y darle noticias a su madre, mientras el propio Ismael pasó toda la noche sentado en una silla a un lado de la cama de la habitación de servicio, donde habían cambiado a su hija para que reposara. El doctor, por su parte, se fue a su cuarto bien entrada la noche a dormir un par de horas tendido sobre su cama, vestido y atento para cualquier cosa que necesitara Ismael o su hija. El padre Benigno ya no se movió de su cama, pero más por prescripción médica que porque pudiera dormir: la discusión con Ignacio lo había dejado sumamente alterado y la idea de que Elena aún no aparecía, lo preocupaba demasiado, temía que le hubiese sucedido algo malo, y sería todo por su culpa, por su maldito temperamento que lo dominaba como a un animal rabioso. Cómo podía exigirles a sus feligreses que dominaran sus impulsos, si él mismo era incapaz de hacerlo. Las consecuencias con las que le amenazaba Ignacio, francamente no le importaban, hasta le encontraba toda la razón, pero sí le preocupaba el bienestar de la muchacha, si no había regresado al convento, entonces, dónde y con quién estaría. Y por otro lado estaba el niño, ese bebé que Úrsula había encontrado, y que desprendía un poder y una maldad que nunca antes había sentido, un poder que no era de este mundo. Lo hacía dudar de su cercanía con Dios, y eso era muy malo, si tenía que enfrentarlo. Con todas esas cosas en la cabeza, era difícil que alguien pudiera dormir a gusto. Por la mañana, todos lucían como si hubiesen pasado la noche a la intemperie y sobre un lecho de piedras de cantera: desaliñados, cansados y adoloridos. Ismael debía volver a su casa, debían, junto con su familia, limpiar el cuarto de Úrsula, poner a hervir la ropa de ésta y todo lo que había recomendado el doctor para evitar enfermedades e infecciones, por la tarde volvería para llevarse a su hija, si es que no sucedía nada extraordinario, el doctor se encargaría de mantenerla en observaciones durante el día, para asegurarse de que la muchacha pudiera volver a su casa sin problemas. Apenas Ismael salió por la puerta, llegó Guillermina con un canasto con el desayuno para el padre Benigno y para el médico, y de paso, enterarse de cualquier novedad que pudiera sonsacar en el acto, y debía admitirse que la mujer tenía un olfato refinado para las novedades: inmediatamente detectó la estantería fuera de lugar y con los vidrios de las puertas rotos; el instrumental amontonado en un sitio provisional y los trozos de cristal regados por todas partes. El sacerdote no le diría nada, ya se conocían hace bastante tiempo y siempre tenía que enterarse de las cosas por terceras personas o simplemente escuchando conversaciones ajenas, pero el doctor, seguramente que estaría más dispuesto a cooperar. Le llevó el desayuno al cura con un escueto y sobrio “buenos días, padre” lo cual, ya de por sí era sospechoso, pero el padre Benigno no estaba con ánimos de sospechar nada. Luego se lo llevó al doctor, quien por enésima vez revisaba los signos vitales de Úrsula, ésta había dormido ininterrumpidamente toda la noche y sin necesidad de volver a sedarla, lo que era muy positivo. Cuando el médico salió del dormitorio de su paciente, tenía su desayuno servido sobre la mesa y Guillermina barría la casa, en especial los vidrios regados por el suelo, y se quejaba en voz alta de las manchas que habían aparecido en el piso debido a los líquidos extraños derramados sobre éste, “…fue un accidente…” se justificó el doctor restregándose los ojos, cansado, por debajo de sus anteojos, “…no sé exactamente qué sucedió pero, fue como si el mueble hubiese chocado contra algo…” Guillermina detuvo la escoba, interesada, “¿Contra algo?, ¿Algo como qué?...” El doctor se quedó un rato mirando el infinito de su universo interior y luego meneó la cabeza, “No lo sé, de hecho, ninguno de nosotros estaba lo suficientemente cerca como para haber intervenido en algo”. Guillermina le echó un vistazo cargado de desconfianza al impasible mueble y luego al médico “¿Quiere decir que se movió solo?” preguntó acercándose mucho y hablando bajito, en tono confidencial, temerosa de no ser oída y reprendida por el cura. El médico se encogió de hombros, “No lo sé” y se quedó abstraído, buscando los secretos de la vida en su taza de café. En ese momento golpearon a la puerta, el doctor hizo el amague de levantarse, pero Guillermina no se lo permitió y se apresuró a abrir ella, como una madre que no quiere que su hijo salga a jugar con sus amigos hasta no terminar toda su comida. Pasaron varios minutos sin que la mujer diera noticias sobre quien había llegado, hasta al padre Benigno, quien se había levantado luego de desayunar provisto de un albornoz y un bastón, le pareció intrigante la intensa y prolongada charla que la mujer mantenía en la puerta con alguien que, claramente, no venía a visitarla a ella. Cuando por fin Guillermina entró, lo hizo seguida de una mujer mayor, aunque tal vez un poco más joven que ella, traía un bolso rústico, un chal sobre la cabeza y los hombros, un moño tanto o más apretado que el de la propia Guillermina, en el pelo y una vieja carta en la mano. Su nombre era Berta Cruces, y era la hermana de María, la mujer que durante años trabajó como ama de llaves del doctor Ballesteros. Guillermina, con una habilidad única, que bien le valdría a un detective cualquiera en un interrogatorio cualquiera, ya le había extraído toda la información que traía, y a cambio, y sin que Berta se lo pidiera, le había proporcionado los datos sobre los acontecimientos relevantes sucedidos en el pueblo en los últimos meses, aquello fue más evidente cuando Berta vio al sacerdote, y con toda humildad y buenas intenciones, le deseó una pronta recuperación de su herida en el costado, el padre Benigno sólo se contuvo porque Guillermina lo interrumpió diligentemente, “María se fue hace meses de aquí, pero nunca llegó a casa de su hermana, y ahora ella está preocupada. Somos media parientas, ¿sabe? uno de los tíos de la María estuvo casado con una sobrina de mi tía abuela”, el padre Benigno obvió aquello último, “¿Cómo que nunca llegó? pero si han pasado meses desde que se fue de aquí” Berta sólo negó con la cabeza, algo asustada, como si la estuviesen acusando de algo, a Guillermina eso la desesperaba un poco: la gente sosa que adormecía las situaciones interesantes. Le arrebató la carta de las manos y la enseñó con la autoridad de un abogado que presenta una prueba concluyente ante un tribunal, “Esta es la carta anunciando su viaje. La envió desde aquí mismito” y remató su intervención con una despectiva bofetada de revés sobre el papel, luego lo devolvió con la misma brusquedad con que lo tomó, Berta recibió la carta y se aferró a ella como si fuera el último madero flotando en medio del océano. Benigno estaba preocupado, pero su forma de ser, de por sí, era intimidante, “Y… ¿no has vuelto a recibir noticias de ella en todo este tiempo?; ¿Tienen algún otro pariente donde pueda haber ido?” Guillermina esperaba rígida, de brazos cruzados y mirando de soslayo. Aquello no se lo había preguntado. Berta sintió frío repentinamente, “Sólo mi hermano Santiago, pero él vive junto a mi casa, en los terrenos que nos dejaron nuestros padres. Pensé que estaría aquí, que tal vez estuviese trabajando en otra casa. A ella nunca le gustaron mucho las labores del campo” De pronto se escuchó una voz débil y lejana que dijo: “Está muerta…” el padre Benigno, sintió el tirón en la costura de su herida al voltearse tan bruscamente. La postura rígida y confiada de Guillermina, fue derribada por tal comentario inesperado y devastador; era imprescindible saber quién y por qué había dicho tal cosa. El doctor era el que estaba más cerca, “¿Qué has dicho muchacha?” preguntó con el rostro contraído e inmóvil. Úrsula estaba parada en la puerta de su cuarto, con un sencillo camisón blanco, sin mangas, que le colgaba fantasmal hasta las rodillas, y que le daba un innegable aspecto infantil; lucía inocente y desorientada, “Hambre… estoy muerta de hambre. ¿Dónde estoy?” Benigno no dijo nada, ya no estaba tan seguro de lo que había oído en primer lugar. Guillermina, en cambio, tenía sus dudas: cuándo hueles a quemado, es porque indefectiblemente algo se está quemando, y si había algo que en vez de desgastar, había agudizado con los años, eso era su oído. Era como la habilidad adquirida de los hombres que quedan ciegos y deben centrarse en el oído forzosamente, ella había entrenado su oído toda su vida para capturar en el acto cualquier sonido vocalizado, humano y juzgar instantáneamente su valor estratégico. Ella sabía lo que había oído, y no dudaba de aquello. El doctor Cifuentes tomó a Úrsula con todas las precauciones del mundo,  como si estuviera hecha de algún material muy delicado, “Soy el doctor Cifuentes, estás en mi casa. Vuelve a tu cama, te llevaremos el desayuno para allá” Guillermina, al oír eso, en el acto se ofreció, “¡Yo voy! le llevo el desayuno, ahora mismo”.

León Faras.

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