domingo, 5 de mayo de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXXII.



Allí estaba, la bodega junto al corral donde todo comenzó. Era fascinante, para un alma curiosa e investigadora como la de Migas, poder palpar y oler los remanentes creativos de un invento extraordinario como el Tronador. No era mucho lo que había, si se era alguien simple como esas mujeres que le acompañaban, agarradas unas a otras de los brazos como si temieran perderse en su propia casa, pero era todo un universo para él; las herramientas marcadas por su trabajo, los restos de material esparcidos por el mesón y el piso, el olor impregnado en guantes y delantales y lo más impresionante de todo, los manuscritos, que para esas gallinas viejas no eran más que garabatos vomitados por una mente perturbada, para él eran el lenguaje de un intelecto brillante, porque ese viejo Larzo, al que nunca le enseñaron a leer ni a escribir, se las había arreglado para inventar su propio sistema de escritura basado en líneas y puntos, y así dejar impresas sus ideas en papel, Migas podía verlo a simple vista, aunque descifrarlo le tomaría más tiempo. Luego llamó su atención la pared de un rincón, donde un mismo nombre estaba escrito muchas veces, con distintos materiales y una caligrafía casi infantil, como si aquello fuese lo único que supiese escribir el que allí yacía, también podía verse, mezclado con el entorno, una vieja cadena y un grillete. “¿Quién rayos es Mirna?” Preguntó Migas, intrigado por saber si habría alguien de quien debía preocuparse, pero las mujeres reaccionaron con congoja y lamento, llevándose las manos a la boca y a las mejillas con dolor, como si hubiesen sido abofeteadas por seres celestiales. Mirna era una muchacha rimoriana. “Dicen que Larzo la compró a su padre por unas cuantas monedas para hacerla su mujer siendo ella apenas una chiquilla, pero la niña no le salió tan dócil como esperaba y decidió domarla atándola con esa cadena y manteniéndola así durante años… comiendo, cagando y durmiendo en el mismo sitio.” Contó una. “Hay quienes se niegan a aceptar su destino.” Se lamentó otra con resignación. “Finalmente pasó lo que tenía que pasar y Mirna, ya toda una mujer, se quedó preñada.” Señalaron las viejas, hablando todas a la vez e interrumpiéndose mutuamente para completar el discurso, Migas captó lo que pudo. “¿Y dónde está ella ahora?” Preguntó. Las viejas miraron al cielo y se encogieron de hombros, como si les estuvieran pidieran una tarea imposible. “Cuando el nacimiento se acercó, Larzo se vio obligado a liberarla, pues la chica no podía parir ahí mismo, así que la llevamos hasta la casa y la ayudamos a dar a luz… La criatura nació y todo estuvo bien hasta la noche del ataque de Rimos.” “Esa noche Mirna se fue con Romeo. Escapó.” Señaló una de las viejas, la que parecía más tocada por el alcohol, con los ojos bien abiertos y una sonrisa de lo más inapropiada. “¿Quién?” Quiso saber Migas, y las mujeres le aclararon que Romeo era el caballo de Larzo, un animal hermoso al que éste nunca pudo montar porque la bestia nunca se lo permitió. “Solo podía montar su borrico.” Señaló la misma vieja de antes, con la misma sonrisa inapropiada. “Pero sí se lo permitió a Mirna y ella escapó con su hija. Los animales sienten cosas que uno no…” Explicó la más alta, presumiendo sabiduría. Todas asintieron. “Nunca más supimos de ellas, y el pobre de Larzo murió de pena, añorando ver a su hija una vez más.” Dijo la que de seguro era la más vieja de todas, pero las demás no parecieron estar de acuerdo con ella. El viejo Larzo tenía sus cosas buenas y sus cosas malas, como todo el mundo, pero el amor, el cariño y el afecto por sus más cercanos, no era una de sus fuertes, más bien una de sus débiles, a él le gustaba quejarse por todo; siempre gruñendo y buscando excusas para andar enojado todo el tiempo, había que conocerlo bien para tolerarlo y todas sabían que, a sus años, eso de ser un padre amoroso y preocupado no era algo que fuese con su estilo, tal vez si hubiese nacido un varón, hubiese hecho un esfuerzo, pero no con una niña, no después de ver cómo trató a la madre, y eso Mirna lo sabía muy bien. “Si sobrevivieron y lograron huir, deben de estar muy lejos de aquí en este momento… y la niña ya debe ser toda una señorita.” Sentenció la señora de las mejillas abultadas, la que lo recibió cuando apenas llegó.



¡Es mía, yo la encontré!” Protestó Emma, protegiendo su hallazgo tras ella como si se tratase de un ser indefenso, Lina, correspondiendo a su lealtad fraterna, se ponía de su lado. “Es cierto, ella la encontró.” Emmer no tenía problemas con que la chica conservara una espada, mientras no anduviera repartiendo espadazos por ahí a la gente que le rodea y mientras su madre no se enterase que tenía una, él había tenido una siendo aun más joven, solo que aquella no era cualquier espada, y… ¿por qué Vanter la había llamado “la espada de un traidor”? Vanter estaba a punto de soltar una de sus sentencias sobre el precio de llevar culpas ajenas, cuando apareció Cherman con otra pequeña sorpresa para ellos. “Tuve que regatear un poco, pero al final conseguí un buen precio…” Dijo, cargando una enorme espada en las manos. “Una de las chicas la encontró tirada en medio del campo ¿Pueden creerlo?” Vanter, ciertamente, no podía creelo. Esa era Gloria, la espada de Motas, inconfundible, no solo por sus dimensiones exageradas, sino también porque uno de sus gavilanes era más corto que el otro, una asimetría inexplicable, y allí estaba, en el mismo momento y lugar que Malagonía. “¿Qué clase de truco es este?” Murmuró. Emmer la admiró maravillado, acababan de encontrarse de narices con la espada de Féctor, y ahora también aparecía la de Motas. “Solo falta el martillo de Abaragar para completar la Trinidad de Hierro de Rimos.” Comentó. Emma se mostró interesada por aquel título tan atractivo. “Estas son las armas que pertenecieron a los mejores guerreros rimorianos: al más fuerte, al más hábil y al más bravo…” Iba a comentar algo más, pero entonces se oyó a Nila protestando porque estaba hasta las pestañas de trabajo, que los necesitados no paraban de llegar, que aún había heridos que atender y que ningún miembro de su familia le estaba ayudando, ni siquiera a mantener el fuego encendido. Ambas espadas quedaron juntas, guardadas en el mismo sitio, como si no existiesen rencillas pasadas entre ellas y la gente debió escabullirse como ratas sorprendidas por el dueño de casa, para regresar y pretender estar haciendo algo útil. Para ese momento, Vanter ya se había ido.


León Faras.