jueves, 18 de abril de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXXI.



Cegarra. no era un rey de verdad, él era un solo pescador hijo de otro pescador, que siendo muy joven y buen nadador, junto con su padre y dos hombres más, construyeron el primer muelle sobre el río Jazza que hasta ese momento no era más que ribera desnuda. Era el único hijo vivo de todos los que había parido su madre en su vida y eso la había dejado a ella un poco dañada, física y mentalmente. Ella a veces llamaba a sus hijos muertos, lloraba por ellos en las noches y conversaba con ellos durante el día mientras cocinaba o limpiaba su huerto, lo que era motivo de burlas para algunos que la llamaban “la descabezada,” lo que era motivo, a su vez, de constantes riñas para el joven Cego, como le llamaban en ese entonces, y esas riñas a la larga se convertirían en su forma de vida cuando descubrieran, él y quienes le conocían, lo bueno que podía ser peleando con sus puños y aguantando los puñetazos de los demás con su cuerpo. Se hizo de cierta fama y tanto Jazzabar como la Rueda nacieron de ella. La gente se reunía para ver las peleas y pronto esa gente se empezó a arraigar ahí, para qué irse si, de una manera u otra, todos se ganaban la vida gracias al río. Para cuando Jazzabar comenzó a tomar forma como tal, Cego ya tenía una musculatura prominente, el rostro ya medio machacado por tanto golpe, y una reputación prometedora en la Rueda, pero había alguien más en ese entonces, un luchador extranjero de gran tamaño y pocas palabras coherentes que se hacía llamar el Tigar, lo que significaba el primero o el único, con la habilidad de noquear a sus rivales con una enorme eficiencia y la resistencia para aguantar palizas formidables, sus adversarios podían huir de él manteniéndose en constante movimiento para evitar sus golpes demoledores, porque la agilidad no era uno de sus puntos fuertes, pero si esa estrategia se alargaba demasiado, la audiencia pronto perdía la paciencia y con ella, el respeto por el que estaba evitando la lucha. Cego fue listo en ese sentido, se negó a enfrentarlo hasta no hacerse una idea de qué hacer ante tamaño rival, pues había visto a tipos más grandes y tan duros como él desplomarse sin control de su cuerpo tras uno de sus golpes buenos a la mandíbula. La respuesta vino de un viejo pescador de aspecto triste y andar doloroso, que le aconsejó, sin reales intenciones de hacerlo, que debía cuidarse las rodillas porque sin ellas un hombre no valía nada, y esa fue su estrategia, destrozarle las rodillas al Tigar, una rodilla, restarle movilidad, sumarle dolor a sus movimientos, convertirlo en un viejo de aspecto triste y andar doloroso. Hasta ese momento, en las peleas en la Rueda, no se permitía ningún tipo de arma, ni cortante ni contundente, pero los golpes podían darse con cualquier parte del cuerpo y dirigirlos a cualquier parte del cuerpo y la audiencia siempre apreciaba la creatividad, pero debía ser rápido y certero con sus piernas para atacar y retroceder, y al mismo tiempo firme y resistente con sus brazos para protegerse la cabeza, o el Tigar desmoronaría su brillante estrategia de un solo golpe, pues solo uno le bastaba encajar para tomar la ventaja definitiva.



La pelea fue todo un acontecimiento, todo el trabajo en Jazzabar se detuvo ese día, la gente apareció a montones, al igual que los puestos con comida y de bebida que nacieron solo para ese día. Gorman estuvo allí, vendiendo sus fritangas de camarón, pescado o cualquier cosa que saliera del río, embadurnada en su salsa especial de aspecto a lo menos dudoso, pero que podía dejar casi cualquier cosa sabrosa y crujiente. Grisélida, como fiel y orgullosa ciudadana de Jazzabar desde sus inicios, también estaba allí, aún no tenía su negocio pero ya tenía su clientela, a los que les servía sus bebidas favoritas que cargaba en una carreta tirada por un burdégano casi ciego luego de dos años trabajando en la oscuridad de las minas de Rimos. Las apuestas, tímidas de común, ese día se desataron pues lo de ese día sería un acontecimiento nunca antes visto, una pelea única, Prato, el organizador de éstas, y quién había nacido para seguir y servir a un líder con toda la lealtad que tenía para dar, ya había decidido desde hace tiempo quién debía ser éste y esperaba con ilusión que el resultado de esa pelea se lo confirmara. La Rueda se llenó como nunca, la gente de más atrás tuvo que buscar en qué encaramarse para poder ver el espectáculo y hubo quienes se beneficiaron de eso cobrando por el uso de un simple taburete o de una carreta desvencijada, pero todo valió la pena. El Tigar comprendió bien desde un principio que ante ese marco de público y ante un rival tan esperado por todos, se debía dar un buen espectáculo y no salir a acabarlo lo antes posible como lo hacía con los demás, la gente debía gozarlo, solo así vaciarían sus bolsillos con gusto y él ganaba más. Al principio el campeón se mostró tímido, lanzando golpes sin mayor intención y dejándose recibir algunos buenos bofetones que celebraba con el público alardeando de que no le hacían ningún daño, pero cuando quiso abusar de su fanfarronería animando a la gente a que le alabara e ignorando a su oponente, Cego le metió una patada directa a la rodilla izquierda que hizo tambalear al Tigar y que cambió el curso de la pelea, porque ese golpe sí lo sintió de verdad y comprendió que el espectáculo había terminado y que debía imponer su superioridad o podía llevarse, él y los que apostaron por él, una muy desagradable sorpresa. El campeón no se esperaba un golpe así y le pareció hasta una jugada sucia, porque lo honesto eran los golpes de frente y de la cintura para arriba, él, al menos, así lo hacía, pero nadie allí estaba dispuesto a escuchar quejas ni a discutir sobre honorabilidad en el combate, por lo que solo se centró de ahí en adelante en arrojar al suelo al arrogante insolente que pretendía quitarle su puesto y no le faltó demasiado cuando conectó un zurdazo ascendente que sacudió toda la cabeza de Cego y lo dejó a un solo golpe de caer, golpe que logró evitar a duras penas y trastabillando pero lo suficiente para mantenerse en pie y recuperarse para continuar. Más adelante Cego lograría esquivar un nuevo golpe de su rival y aprovecharlo para meter otra patada en el mismo sitio de antes. Esa era la mejor forma de entrarle, sino la única, pero también la más arriesgada. Luego de algunos minutos, había logrado que el Tigar cojeara a cada paso y que estuviera más furioso también, pero fuera de eso, al campeón se le veía perfectamente, él, en cambio, había recibido varios golpes y los afilados nudillos del Tigar le habían partido la cara en distintas partes, estaba bañado en sangre y sudor, sentía hinchado su ojo izquierdo, y los brazos le pesaban como nunca antes le habían pesado, solo le faltaba recibir el golpe definitivo y no podía evitarlo para siempre, entonces llegó, dejó que llegara y aunque lo contuvo como pudo cubriéndose con sus brazos, el puñetazo en el pómulo izquierdo lo hizo caer al suelo, exhausto, sin fuerzas para seguir peleando, pero aún no estaba fuera de combate, y no podía darse como ganador al Tigar si su rival estaba consciente y despierto, por lo que éste se le acercó victorioso, lo cogió por el pelo y lo hizo ponerse de rodillas para darle el golpe de gracia mientras el público celebraba completamente satisfecho con el espectáculo recibido y esperando el mejor final. Estando sobre sus rodillas y viendo el puño en alto de su rival, y como éste se hacía vitorear por sus seguidores, Cego empuñó su mano como un hombre libre y un peleador orgulloso que era y descargó su golpe de gracia también, con todas las fuerzas que le quedaban y directo a la rodilla del Tigar, la derecha esta vez, la que estaba más próxima y la que hizo que el Tigar diera un grito y le soltara el pelo en el acto; que los vítores se acabaran y que su rival lo mirara como si le hubiese traicionado, como si hubiese develado el más profundo de sus secretos, su debilidad, como si hubiese despertado en él el dolor de una antigua lesión ya olvidada pero no desaparecida y ahora lo usaba en su contra. Cego se puso de pie penosamente, mientras el Tigar apenas podía mantenerse así sin sentir dolor, a su alrededor, la mitad de la gente estaba atónita al ver cómo la situación se había invertido en un segundo y la otra mitad gritaba de felicidad por la misma razón. Cego levantó los puños otra vez, dispuesto a continuar, el otro quería destrozarlo, pero el dolor era tan intenso como cuando el tronco de un árbol le aplastó las piernas y lo tuvo sin poder caminar por meses, solo se recuperó gracias a su volumen y extraordinaria fuerza física, pero su rodilla aún le recordaba ese día de vez en cuando, y ahora más que nunca. El Tigar lo intentó pero no pudo y apoyando su rodilla lesionada en el suelo, le cedió la victoria a su rival por esa vez, prometiendo que tendría su revancha dentro de un año, pero nunca la tendría, porque luego de tres meses, un enorme Crestadorada de casi un metro de largo, probablemente el único de ese tamaño en todo el río Jazza, en uno de esos días en lo que todo sale mal y en una desafortunada maniobra de pesca, le rajara la cara a Cego con la uña de su aleta pectoral, llevándose su ojo derecho por delante, y luego huyera para nunca más ser visto. Ese día su carrera deportiva profesional terminó, un tuerto en la arena de la Rueda no era rival para cualquier luchador medianamente experimentado, el título volvió a su antiguo dueño cuando éste se recuperó y Cego comenzó, sin casi darse cuenta, una carrera política que lo llevaría a convertirse en rey, un rey sin trono ni corona, ni ninguna de esas tonterías pretenciosas, solo un hombre al mando de un pueblo que lo seguiría a donde fuera.


León Faras.

miércoles, 27 de marzo de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXX.



Recogiendo los cadáveres y limpiando los escombros, habían acumulado una importante cantidad de espadas amontonadas en un cúmulo en medio de la ciudad, casi todas eran de las llamadas Pétalo de Laira de Cízarin, pero había algunas muy particulares, y una en especial era totalmente fuera de serie. Su mango era muy largo para una espada que de normal podría manejarse con una sola mano, su pomo, era un sencillo pero elegante huevo de gallina blanco, sin embargo, lo curioso era que su hoja estaba cubierta de pinchos, como si una enredadera espinosa de hierro lo cubriera. Rara y hermosa como una Laira amarilla, la flor, ya que todas son blancas, pero a veces podía aparecer alguna que transgrede esa norma con su pigmentación, y encontrarse con una, sin duda era sinónimo de tener muy buena suerte. Eso mismo fue lo que Emma sintió al recoger del suelo esa espada, la que se mantenía impoluta, sin una sola gota de sangre encima, como si hubiese viajado hasta allí, no para pelear una batalla, sino para buscarla a ella. Era sencillamente la cosa más hermosa que había visto en toda su vida y la chica estaba embobada, sin embargo, lo que estaba cerca no era algo bello a la vista. La espada estaba junto al cuerpo de el que fuera su último dueño, un muchacho apenas mayor, aunque era difícil precisarlo, pues el chico estaba desfigurado por el veneno, tenía los ojos amarillos, las venas muy marcadas, sobre todo en el cuello y la frente, la boca abierta, la mandíbula ligeramente desencajada y manchada de baba negra y una expresión muy inquietante en el rostro con la que parecía estar mirando a su espada, como reprochándole su culpa por su terrible final. Morir de esa manera en una batalla infame sin siquiera haber podido pelear.



Emma no había soñado nunca con ser una guerrera y menos después de ver todos esos cadáveres de soldados muertos sin gloria, no, sus fantasías iban más por el lado de ser una vengadora, una justiciera, alguien valiente y de temer, que se planta entre los abusadores y los que no pueden defenderse y enfrenta a los primeros, protegiendo a los segundos con su arma sin igual, una espada, pensaba Emma, que de seguro debía de tener un nombre espectacular, como “Rayo de Justicia” o “Castigadora del Mal…” o “Implacable Venganza.” Todos muy apropiados en el mundo de sus fantasías, porque solo eran eso para ella, fantasías, y esa espada era muy real. Aun así, cogió el arma, la envolvió en la tela de un saco y se la llevó para esconderla como un tesoro, aunque todavía no estaba segura de dónde. Mientras la llevaba, una pareja de viejos con pinta de soldados veteranos con los que era mejor no meterse, se le quedaron mirando con cara de mucha curiosidad y poca paciencia, con lo que la chica solo sonrió estirando los labios, como cuando le preguntaban de algo sobre lo que prefería no hablar y aceleró el paso dando saltitos entre los escombros como un gazapo. Aquella pareja eran Gúnur y Vanter, y lo que les había llamado la atención no era esa muchacha de sonrisa sospechosa, sino lo que se asomaba del bulto que llevaba en brazos, una empuñadura acabada en un sencillo pero elegante huevo de gallina. A Vanter eso se le hizo muy familiar pero fue incapaz de recordar el porqué en ese momento. Después de todo, cómo podría llegar a imaginar, con todos los años que habían pasado, que Malagonía estaba allí, y que acababa de pasar justo frente a sus narices.



Emma recordó cuando, de niña, escondía los juguetes de Brelio atándolos con un cordel y lanzándolos dentro de un pozo, podían pasar semanas sin que nadie los encontrara, era el escondite perfecto, pero demasiado húmedo para una espada… o algo así le había enseñado su padre una vez sobre la humedad en los metales, que podía hacerlos sangrar o algo parecido… no estaba muy segura, no siempre le ponía toda la atención necesaria a su padre, o a su madre… o a la gente que le rodeaba en general y no porque no quisiera, sino porque se distraía fácilmente por culpa de su tonta concentración espontánea, sonaba a una contradicción pero no lo era, el asunto era que se perdía en su mente con cualquier cosa que llamara su atención, una nube peculiar, un insecto raro o una carreta que cojea, y se olvidaba del resto del mundo y de sus aburridos habitantes, hasta que uno de ellos la traía de vuelta y ella solo ensanchaba los labios con su sonrisa exculpadora, la que usaba para salir del paso en casi cualquier situación, y luego solo asentía convincente. Pensó en llevarla a su casa, pero de seguro que ésta estaría llena de sobrevivientes sin refugio, sobre todo niños, y su hallazgo llamaría la atención de más de alguno de ellos y luego todos querrían verla y tocarla y jugar con ella, y mamá acabaría quitándosela escandalizada, porque las espadas eran peligrosas y que no eran juguetes para niños, porque uno podía hacerse daño o sacarle un ojo a alguien más y blablablá, hasta que pensó en el cobertizo donde papá apilaba la leña cortada, era un lugar oscuro y seco, la leña jamás se agotaba y su hermana Lina, nunca iba a husmear ahí, porque, según ella, se había encontrado con la araña más grande del mundo viviendo entre los leños y a ella no le gustaban nada esos bichos, sin embargo, cuando Emma llegó, precisamente su hermana estaba allí, separando leños con sumo cuidado, como si se tratara de objetos extremadamente peligrosos y delicados. Y es que todo el mundo estaba demasiado ocupado ese día y a ella le había tocado la tarea de mantener el fuego encendido. “Deja eso, yo me encargo.” Le ordenó Emma con su autoridad de hermana mayor. Lina la miró seria, y luego al bulto que dejaba en el suelo. “¿Dónde estabas?” Le preguntó, sin soltar el leño que acababa de seleccionar, entonces, Emma puso cara de espanto, como si una bestia aterradora surgiera de las profundidades del trozo de leña que sostenía en sus manos, tanto que su dedo señalador temblaba, también su mandíbula, al tiempo que su voz se quebraba por intentar salir, pero pronto la máscara se le caía y Emma se echaba a reír de lo fácil que era asustar a su hermanita. “¿Es una espada?” Preguntó Lina, retomando su postura luego de lanzar el leño al suelo. Emma podía ser independiente y audaz, pero siempre compartía todo con su hermana, no solo su ingenio burlesco y su irritante sentido del humor, también sus secretos, aunque aquella no se lo pidiera. “No solo es una espada…” Le dijo, descubriéndola. “Mírala, es el arma de un héroe, de un paladín defensor de los afligidos, de un…” Una voz rasposa le respondió desde el exterior. “De un traidor.” Vanter la había seguido tras recordar de pronto lo que el huevo de gallina significaba. Emma lo miró disgustada de ser espiada, pero su padre también estaba allí, incrédulo. “No puede ser… es Malagonía.” Dijo, sin entender bien qué era eso de llamarlo traidor.


León Faras.

martes, 5 de marzo de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXIX.



Una numerosa cantidad de aldeas y caseríos aledaños, sobrevivían gracias a la voracidad con la que Rimos consumía el carbón que producían, devorando a su vez toda la vegetación a su alrededor que sirviera, pero a nadie en su sano juicio se le hubiese pasado por la mente jamás utilizar ni una sola vara de leña del Bosque Muerto, hogar de los Invisibles, porque eso era jugar con fuego, y no cualquier fuego, pero para Gan era distinto, porque él desde pequeño había sentido una conexión con el mundo espiritual, y podía decir cuándo era mejor retroceder, porque han ofendido a alguien, y cuándo todo está bien; y para sus amigos pieleros, aquello no era más que un graaan bosque, seco desde hace muuucho tiempo, al que, sacarle un poco de su leña, no dañaría a nadie, incluido los llamados Invisibles.



Si los pieleros, debido a su aspecto incivilizado y a su constante mal olor, casi como Cromañones, eran las personas más despreciadas e ignoradas del mundo, más aun que los que vivían hurgando en los desperdicios, los carboneros, en Rimos, estaban apenas medio peldaño más arriba, Gan lo supo en su primera entrega de carbón, donde los forjadores lo trataban como a un niño idiota de su pertenencia, cuyo trabajo no tenía arte ni ciencia, ni ningún punto de comparación con el suyo y al que podían vilipendiar a su antojo y pagarle lo que quisieran, pues su negocio entero y hasta sus vidas y las vidas de sus familias dependían del sudor de los herreros, sin embargo, ya poco quedaba del astuto e inescrupuloso Gánula, guerrero del ejército de inmortales de Rimos, ahora, a Gan se le había contagiado la humildad y sensatez del viejo Barros y su hijo, con los que había compartido los últimos años y se comportaba como uno de ellos, regateando con reverencias como si pidiera limosnas, pero ese día un niño lo estaba esperando, el hijo menor de una mujer llamada Yelena, una de las no muchas, aunque en franco aumento, mujeres herreras de Rimos, trabajaba en la forja junto con su hija Yara desde que su esposo muriera horriblemente asfixiado bajo el peso de una carreta cargada de hierro cuyo eje no resistió y desde que su hijo mayor fuera enviado al ejército de Cízarin para nunca volver. Ella le compró un par de bolsas a Gan de su carbón, y con ello hizo un interesante descubrimiento que al parecer, nadie más había notado. Lo primero que quiso saber en cuanto Gan llegó ante ella, fue de dónde sacaba ese carbón, pero de inmediato se arrepintió de la pregunta. “No, ¿sabes qué? Prefiero no saberlo...” y solo le dijo que lo quería todo y al precio justo, sin regateos ni rebajas. Gan aceptó encantado pero ella quería asegurarse de que le entendiera correctamente: “No solo el que traes ahora, te voy a comprar todo el que produzcas…” Gan asintió con la mandíbula suelta y su único ojo bien abierto, y Yelena añadió estirándole la mano como para cerrar un trato: “Me lo venderás solo a mí. ¿Hecho?” Gan estaba de acuerdo, pero esa mujer no tenía ni idea de cuánto carbón podían producir ellos y prometía comprarlo todo. Ellos tenían más carbón listo y Petro estaba trabajando en ese mismo momento en hacer más, por lo que pronto verían qué tan en serio hablaba esa mujer.



Con el aspecto que tenía el viejo Migas, era normal que la gente le cerrara la puerta en las narices nomás verlo aparecer, pero con el aspecto que traía en ese momento, era prácticamente imposible fiarse de él ni un poco, pero para eso era que le precedía una botella de vino de ciruela negra hecho por él mismo. “Soy un viejo amigo de Larzo. Pasaba por aquí y me preguntaba si podría verlo y conversar un rato…” Preguntó el viejo, con esa sonrisa fruncida que usaba para hacer negocios, a una señora mayor cuyo mayor atributo era el tamaño de sus cachetes que parecían haber sido exagerados a propósito para molestarla. “Por verlo, puede verlo, señor, pero lo de conversar va a estar medio difícil.” Respondió la mujer con una parsimonia digna de elogios. A pesar de lo lindo que estaba el día, el interior de la casa era una cueva oscura y sin ventilación, con olor a encierro, a sebo y a algún orinal olvidado. Un grupito de señoras de distintas edades apiñadas en un rincón, cada una con su respectiva taza en la mano con quién sabe qué bebida, lo miraron con desconfianza y lo saludaron de mala gana, a pesar de ello, Migas mantuvo estoico su sonrisa estreñida hasta pararse frente al dueño de casa. Había planeado iniciar la conversación diciendo que el tiempo pasaba muy rápido y que los roces del pasado debían olvidarse, pero… “Ah, a eso se refería con eso de que la conversación sería difícil.” Murmuró rascándose la mollera. El viejo Larzo yacía tirado en su lecho bien peinado, aseado y pálido como una lombriz, pero lo que más llamaba la atención era lo enjuto que se veía, como si le hubiesen chupado las mejillas desde adentro, todo lo contrario de la buena señora que le abrió la puerta, que parecía que le acababan de inflar la cara. El difunto, sostenía con firmeza un tronador con la mano derecha y apoyado sobre su hombro, como si pensara llevárselo a algún lado con él. “En sus últimas horas no quiso deshacerse de él, y aun ni muerto se atreve a soltarlo.” Comentó la mujer, mientras le arrebataba la botella de las manos a Migas, este, con el viejo muerto y tieso frente a él, ya no estaba tan convencido de querer cederla, pero debió resignarse gracias a la habilidad y delicadeza de la vieja para quitársela, en el acto las señoras que la acompañaban, entre susurros y risitas, vaciaron al suelo el contenido de sus tazas para recibir un poco de ese vino, y Migas pensó que tal vez su visita, no fuese una pérdida total de tiempo y buen licor.



Afuera, donde Migas estacionó su carreta, el único que se veía normal era el perro, y eso llamaba demasiado la atención de la gente que pasaba por ahí. Nimir se veía ausente y asustadizo, abrazado a sí mismo repitiendo en voz baja la misma perorata una y otra vez como un idiota, en el sentido literal de la palabra idiota. Luego estaba la cerda, que echada descaradamente patas arriba, liberaba pedos cada uno más intenso que el anterior, y ni hablar del viejo Buba, cuyo aspecto era cada vez menos el de un ser humano y más el de un espantapájaros hecho de cuero. Cuando Migas salió, los debió espantar a los curiosos como a moscas de su comida, y de paso regañar a Nimir por no hacerse cargo de la situación, él aún debía hacer una cosa, había convencido a las señoras, entre halagos y sorbos de vino, de llevarlo al granero donde el viejo Larzo había fabricado su invento, necesitaba saber cómo funcionaba y sobre todo, qué más se podía hacer con él.


León Faras.

martes, 20 de febrero de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXVIII.



Todo el mundo se mostró muy preocupado y confundido con la aparición de Costia en la ciudad, no solo porque vestía como un maldito soldado rimoriano y porque estaba cubierto de sangre como si lo hubiesen baldeado con ella, sino que también porque era un hombre adulto y fornido remolcado por dos mujeres, que entre las dos no hacían ni la mitad de su peso, asustado y gimoteando como un niño, como si estuviera en medio de una pesadilla de la que no se puede despertar. “No sabemos si es víctima o culpable, así que…” Hablaba Nina, cuando fue ligeramente interrumpida por la voz tenue de un muchacho insignificante. “Ese hombre no es la bestia que yo vi. Este no llega ni a la mitad de su tamaño.” Aquel era Fibo, el chico que había vuelto de la carnicería como único sobreviviente, sentado en un rincón, con la sangre ya seca en su cara y en su ropa, y con los síntomas de euforia de los polvos de ninfas ya disipados en su mente. Ahora ya podía sentir todo el peso de la realidad sobre sus debiluchos hombros. “¡Fue horrible…!” Maulló Costia, quejumbroso, queriendo decir más pero sin poder hacerlo, atormentado por la sed agobiante que sentía desde que despertó y por la luz del sol que aún le arañaba los ojos. “¡Pónganlo en algún lugar oscuro, sus ojos están dañados…” Ordenó Nina, siendo compasiva, aunque de mala gana, y agregó: “¡Y denle un poco de polvos para que deje de lamentarse o nos volverá locos a todos!” Luego se acercó a Fibo que ahora estaba más calmado y se acuclilló frente a él. “Dime, ¿es cierto lo que él dice? Que toda esa gente fue atacada por un monstruo…” Fibo, no solo estaba calmado, el chico había madurado veinte años de golpe, se estudiaba las uñas concienzudo, como si se tratara de una labor muy importante, entonces levantó la vista. “No sé qué clase de criatura era, porque creo que cambiaba de forma, que saltaba de un lado a otro como si nada… tal vez volaba; que rugía como un animal y reía como un demente y que al final se mostró ante mí como un hombre, un gigante… un monstruo terrible.” El chico no mentía, eso era lo que sus sentidos interpretaron estando tan drogado como estaba, eran muchas piezas de información distorsionada e inconexa que el cerebro debía explicar de alguna forma, y lo hacía de la mejor forma que sabía: con superstición.



Cherman escuchaba las historias de las personas sobre la ciudad en ruinas incrédulo. “¿Cómo se puede alcanzar tal nivel de destrucción en una sola noche?” Qrima, que reposaba cerca mordisqueando de mala gana unas porquerías amargas que su hermana le dio, según ella, para recuperarse más rápido, lo miró como al pobre tipo que siempre le toca hacer la pregunta tonta por llegar tarde al embrollo, y luego de llamar su atención con un chiflido suave, le mostró la bola de hierro que sacó del cuerpo de Emmer y que aún guardaba entre sus cosas, la primera, porque la segunda no se había preocupado de guardarla en medio de la batahola a su alrededor. “Estas son pequeñas, como para matar personas, pero hay otras más grandes, como para atravesar casas enteras de lado a lado… ya vieras el estruendo que hacen, ¡como si la tierra se fuera a partir en dos!” Cherman miró al viejo y sencillamente no le creyó, y es que su aspecto, entre medio borracho y medio senil, no le daban confianza del todo, pero entonces llegaría Emmer, no solo para saludarlo como camarada, sino también para confirmarle la historia del viejo. “Es cierto, amigo. La primera vez que las vi, tampoco yo podía entender qué carajo estaba sucediendo.” Afirmó, enseñándole su más reciente cicatriz en el pecho, curiosa, como un sol negro con sus rayos expandiéndose y enterrándose como raíces en su carne, pero aun con eso era imposible para Cherman imaginar el cómo hasta no verlo con sus propios ojos. Y como la prueba viviente de que la casualidad no existe, pero las coincidencias sí, en ese mismo momento retumbó un disparo que atravesó el valle con su terrible sonido, feroz y fugaz al mismo tiempo; atractivo pero espantoso por igual. Cuando llegaron allá, Cherman pudo ver lo que antes no pudo imaginar, el estado de una ciudad devastada por una fuerza desconocida para él. Todos oyeron la detonación en la ciudad, incluso, muchos corrieron a esconderse, pero nadie sabía aún de dónde había salido, y pasaría un buen rato hasta que encontraran a los chicos que, saqueando cadáveres de amigos y enemigos, encontraron un Tronador de los pequeños que, para su sorpresa, no solo aún funcionaba, sino que además estaba cargado. Nadie resultó herido con el disparo, pero la felicidad de esos muchachos era completa en ese momento. Quien también oyó la detonación fue Váspoli, el último de los derrotados soldados cizarianos en partir de vuelta a casa, con el cuerpo del pobre Furio atravesado sobre su yegua Saeta, al menos él y el instructor serían sepultados en su tierra. Se preguntó si ese disparo no sería el último recurso de algún soldado cizariano que aún intentaba seguir luchando, pero prefirió apresurar su montura antes que responderse.



Allí, en medio de la destrucción, Cherman se encontraría con una mujer con pinta de prostituta, un muchacho agotado y cubierto de sangre seca y un espadón bastante llamativo, que la mujer apenas podía levantar. El guerrero de la pata de hierro reconoció el arma de inmediato. “Esa es Gloria… me pregunto cómo habrá llegado hasta aquí.” Nina se lo quedó mirando como si hubiese dicho algo inapropiado sobre sus partes privadas. No solo era un tipo cero atractivo para ella, que no había visto en toda su vida, además, ¿la estaba confundiendo acaso con alguien más? Cípora y Lorina se pararon a su lado con los brazos cruzados y el mentón en alto, como matones malhumoradas. Cherman notó su hostilidad, había que ser ciego para no hacerlo, y se explicó en el acto. “Hablo de la espada que sostienes, la conozco, pertenecía a un bravo guerrero llamado Motas.” Cípora puso cara de disgusto, como si hubiese oído nada más que un embuste. “¿¿Motas?? ¿Qué clase de nombre es ese para un guerrero?” Y Lorina asintió con toda firmeza. “¡Ese es nombre de perro!” Afirmó. Cherman rio, y su risa era amable. “Lo sé, se lo decíamos todo el tiempo, pero él estaba orgulloso de ese ridículo nombre. Él decía que el nombre no debe darte grandeza, tú debes darle grandeza al nombre…” Cípora seguía con cara de disgusto. “¡Bah! ¡Esa es una tontería!” Escupió.


León Faras.



martes, 30 de enero de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXVII.



Migas entró a la ciudad usando un sombrero de paja y una manta que le tapaba hasta las orejas, además de haberse tiznado media cara durante la noche para no ser reconocido, no quería problemas con la ley por algunos vagos extranjeros desaparecidos y aprovechados para el consumo humano hace años. Siempre había algunos que no olvidaban nunca. Nimir, a su lado, no había evolucionado nada en toda la noche, continuaba disminuido como un perro apaleado por su amo sin entender el porqué, murmurando cosas ininteligibles que desesperaban y hacían enojar a Migas al no poder entender ni media palabra de lo que decía, y eso le hacía gritarle y ofrecerle golpes, pero sin lograr nada más que hacer que Nimir se encogiera y se cerrara otra vez en su frágil caparazón de ensimismamiento, más adelante, en una esquina, estuvo a punto de chocar con otra carreta por ir ocupando su atención en exigir un cambio de actitud a su compañero de viaje, por suerte el otro se detuvo a tiempo y él logró esquivar el choque. La otra carreta iba conducida por una niña. Qué clase de gente irresponsable mandaba a una niña a manejar un vehículo, se preguntó Migas con evidente desprecio en el gesto, sin embargo, lo que le llamó la atención, era que junto a la niña viajaban dos mujeres más, una joven y una mayor que podía ser la madre de ambas, esta última le echó una mirada larga e incómoda que no se le despegó hasta que comenzó a alejarse; una mirada de angustia o de espanto. “¿Acaso viste un fantasma, mujer?” Preguntó el viejo, retóricamente. En la otra carreta, Rubi también había notado que su madre se había quedado con la boca abierta, los ojos grandes y las cejas arqueadas, mirando a ese extraño sujeto que pasó frente a ellas, extraño, pero no mucho más que cualquier otro. “¿Lo conoces?” Preguntó Falena. Teté negó con la cabeza tratando de pensar, como si hubiese olvidado las palabras más elementales para expresarse. “¿Qué te ocurre, mamá?” Preguntó Rubi, con su tono más persuasivo. Teté estaba en blanco, como si tuviera muchas cosas sucediendo en su cabeza al mismo tiempo sin poder organizarlas, hasta que una idea se volvió más clara y evidente que las demás: “La gente tiene una luz, una luz que crece cuando la muerte se acerca… ese hombre… no tiene luz.” Dijo.



Garma se había vuelto una celebridad en Jazzabar, para su pueblo y para su rey, no solo por su habilidad en la lucha o por su sobrenatural capacidad para recuperarse de las heridas, sino también por su amabilidad inherente, su dulzura en el trato y su inalterable respeto por todos los demás, fueran quienes fueran, y si su pueblo lo amaba, Cegarra también lo amaba. Visitaba la Descorazonada con regularidad, donde recibía más de un trago gratis por parte de sus numerosos admiradores, que él recibía con la moderación y la gratitud de un monje. Conversaba con Nazli durante horas, saludaba a Grisélida en su rincón con el cariño de un sacerdote que visita a uno de sus fieles ancianos, y desde hace un tiempo, les llevaba pequeños obsequios y golosinas a los hijos de Gina, los que vivían junto a su madre en la Descorazonada, y es que Nazli no había tenido opción, si hasta Grisélida le rogó que la dejara quedarse y cantar en el negocio; su timbre celestial, su voz de soprano y su oído absoluto la hacían formidable, solo le exigió una condición: no más hijos, porque cuatro eran más que suficientes, si solo su habilidad para el canto era superior a su habilidad para parir, pero Gina le respondió con un poco de angustia y total inocencia: “Pero si yo nada he tenido que ver en eso…” Porque para ella, los hijos eran un regalo o a veces también una imposición de los dioses, así se lo habían enseñado, eran ellos quienes decidían a quien preñar y a quien no, y a las mujeres no les quedaba de otra que aceptarlo o aceptar el castigo, “…porque, ¿de qué otra manera podía aparecer un bebé dentro de la barriga de alguien?” Argumentó. Todos podían tener sus teorías, todos habían oído alguna historia al respecto, pero nadie tenía una respuesta clara y concreta, por lo que Gina quedó libre de continuar con sus creencias.



Aquel día en la Descorazonada hubo rumores, alguien que conocía a alguien que era amigo de un pariente de Elsa, la mujer de Váspoli, decía que supo de muy buena fuente que el ataque a Bosgos había sido un completo desastre, mucho peor que el de Velsi y que el rey Siandro iba a rearmar su ejército reclutando a todos los hombres de Jazzabar, los que eran el ochenta por ciento de la población total del puerto. “¡Cegarra jamás permitiría eso!” Exclamó Pidras, desde la cocina, sacando medio cuerpo por la ventanilla, pero el otro no tenía la misma fe en un autoproclamado rey de un puerto fluvial. “¿Y qué crees que hará? ¿enfrentarse al rey de Cízarin? ¡Él no es un rey de verdad, ceporro!” “¡Cierra esa puta boca o te haré comer mierda la próxima vez que vengas!” Replicó el cocinero, furioso. “¡Tu comida ya es una mierda, guadarro!” Terció otro. La cosa subía de tono rápidamente hasta que intervino Garma y su respetada presencia, llamando a la paz enseñando sus palmas, como un santo en medio de un tumulto. “Rumores son rumores, amigos, y discutir por ellos es tan tonto como discutir por el clima que habrá mañana o la semana que viene… ¿Acaso alguien puede apostar la comida de su familia a que habrá sol dentro de tres días? Y sí, Cegarra no es un rey de verdad, pero él fundó este lugar, él paró el primer poste en el lecho del río, él comenzó a construir todo esto y animó a los demás a que lo siguieran, por lo que, para muchos de nosotros aquí, Cegarra sí es nuestro rey, y llegado el momento, actuaremos en consecuencia.” Era difícil de creer para Nazli, pero Garma era todo un patriota jazzabariano ahora.



Si el discurso de Garma era apaciguador, el canto de Gina que le siguió fue arrullador, la discusión se apagó sin dejar ascuas siquiera, los rostros se suavizaron y los contendientes olvidaron sus rencillas con una sonrisa de dulce satisfacción en el rostro, ya no había guerras ni reyes, solo el canto de Gina, y su canto hablaba sobre una mujer cuyo amor ha muerto y ahora solo desea dormir para estar con él en sus sueños.


León Faras.

domingo, 14 de enero de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXVI.



Vanter cosía algunas heridas, cauterizaba otras y reparaba huesos con maestría, rapidez y frialdad, como el ejército lo exigía. No le gustaba quejarse y no le gustaba oír quejas tampoco, así que hacía lo que debía hacer con las manos de un hábil curandero, pero la cara de un guardia carcelario mosqueado contigo al que le importa un nabo lo que sientas. “No hables o te dolerá más.” Parecían decir sus ojos. “Por poco, y creí que no lo lograrías.” Dijo una voz familiar detrás de él, Vanter lo miró con la expresión entre aturdida e incrédula, de un boxeador que acaba de ser derribado de un golpe. “¡Por los huesos del primer hombre! Tampoco creí volver a verte de nuevo.” Aquel era Cherman, el bueno y siempre confiable Cherman. Se abrazaron como camaradas. Vanter se cubría la cicatriz del cuello con un pañuelo, por lo que le pareció curioso el comentario de su amigo: “¿Cómo sabes que casi no lo logro?” Preguntó enojado, aunque no era que lo estuviera en realidad, su rostro era duro y sus gestos toscos, luego se suavizaron cuando supo que aquel lo había encontrado en el campo de batalla con la mitad del cuello rebanado y la cabeza desprendida casi por completo de su cuerpo y lo había dejado en un lugar seguro. “Nos quedamos atascados en el puerto flotante de Jazzabar, Damir acabó muerto allí y yo terminé en el río. Para cuando volví, ya todo había terminado…” Luego de una pausa, agregó como rememorando. “Había un perro hurgando en los cadáveres aquella noche, uno feo como una blasfemia, pero ese perro me guio hasta ti y se quedó a tu lado cuando yo me fui.” Vanter pareció esbozar una sonrisa. “¡Oh, ese condenado animal! No sé qué diantres comió esa noche, pero te aseguro que no es para nada un perro normal, es como si llevara el alma de un hombre dentro. ¡Al maldito solo le falta hablar!” Esos comentarios supersticiosos no eran nada comunes en Vanter, pero si los hacía, era por algo. “Siempre me sigue a todos lados aunque yo no quiera, pero cuando lo llamé para que nos acompañara a venir aquí, se me quedó mirando como si le hubiese sugerido una absoluta estupidez, luego solo me ignoró, se volteó y se fue a echar a su rincón. ¡Y además, ¿cuántos años se supone que debe vivir un perro?!” “Dicen que el hombre vive la vida de tres perros, supongo que depende de cuánto viva un hombre.” Respondió Cherman, rascándose la barba rala que le crecía en el mentón para dar veracidad a algo que no lo convencía demasiado a él mismo, pero para Vanter sonó razonable.



¿Qué piensas hacer con él?” Preguntó Yurba, mientras se hurgaba la nariz con desparpajo mirando el cuerpo del viejo Éscar siendo arrastrado tras ellos, pero Demirel estaba ensimismado por el desastre y la matanza ocurrida bajo su mando y no le respondió. O tal vez solo lo estaba ignorando como siempre lo hacía. “¿Dónde están los demás?” Insistió Yurba. Siempre hacía lo mismo, pensaba Demirel, pregunta algo solo por preguntar, y como no obtiene respuesta, se olvida de ello y pregunta otra cosa, como si lo anterior no le importara en absoluto y lo siguiente seguramente que tampoco. A él no le interesaban las respuestas, solo hacer notar su presencia, como un niño molesto. Era mejor seguir ignorándolo. “¿Y ahora cuál es el plan, jefe?” Continuó Yurba, buscando la pregunta adecuada que abriera el canal de comunicación que le urgía abrir porque Yurba era un tipo con baja tolerancia a los silencios prolongados, incluso cuando dormía, lo hacía más a gusto en medio de la zalagarda de una cantina que en el silencio de un campo abierto. Demirel miró hacia el cielo, Yurba lo imitó. Sería mediodía o algo así y no había ni luces de Váspoli y los refuerzos, aunque tampoco era que fueran a servir de mucho a esas alturas. Demirel respiró hondo, se secó el sudor de los ojos y siguió caminando. Yurba estaba discurriendo su siguiente pregunta, cuando sonó un silbido desde un árbol en el bosquecillo cercano, Váspoli salió a recibirlos, su cara de decepción lo decía todo: ni refuerzos, ni nada, solo él y un par de caballos extras que pensó que servirían. “Traté de explicarle al general Fagnar lo de los venenos, pero dijo que había que ser idiotas para dejarse envenenar así.” Tibrón estaba allí, sentado sobre una roca, tan desilusionado que apenas podía levantar la vista del suelo. No había más que un puñado de cizarianos sobrevivientes, los rimorianos se habían ido todos por su cuenta y al pobre Furio se le había escapado tanta sangre de las venas que yacía tirado contra un árbol, lívido y frío como una piedra de cuarzo. El ruido de cascos y jadeos de caballos que se acercaban entre los árboles los alertó, solo podían ser más enemigos, eso era seguro. Todos cogieron sus armas y se prepararon para continuar con una lucha que hace rato los tenía agotados más que solo físicamente, pero entonces Aregel y Cal Desci aparecieron allí, tirando de las bridas a un par de animales cada uno. Ellos no se habían ido, solo habían ido en busca de algunos caballos para que el grupo pudiera moverse con mayor facilidad. “¡Miren! Encontré a Caca de Pájaro.” Dijo Cal, con una risa tonta que nadie compartió. Este era un joven potro que le pertenecía al instructor. Castaño de los pies a la cabeza excepto por una pequeña mancha blanca en medio de la frente, de ahí su curioso nombre, el otro era su propio caballo, Pantano, un bonito ejemplar de color arena con las patas negras hasta las rodillas como si se hubiese metido en un lodazal. Aregel no había tenido la misma suerte, sus caballos eran tan genéricos que podían llamarse de cualquier forma imaginada y estaría bien. Nueve caballos. Todo el ejército cizariano cabalgaría de vuelta a casa sobre nueve caballos.



Para Costia, la luz entraba en sus ojos como pequeñas agujas de hierro incandescente disparadas desde el cielo, pero ya estaba viendo un poco mejor, era llevado con técnica y paciencia por Lorina y Cípora, cogido de un brazo por cada una como cuando sacaban del local a algún cliente con una borrachera poco atractiva para los demás. Caminaban de vuelta a la ciudad dejando tras ellos una hoguera de cadáveres que ardían con determinación gracias al aceite y las ramas secas que le habían puesto entremedio y encima. Nina arrastraba tras ella una enorme espada que había encontrado cubierta de sangre y tierra entre los cuerpos. No sabía nada sobre espadas o cómo se usaban, apenas sí podía levantarla, pero sí sabía una cosa, que esa espada no era una espada cualquiera como las otras tiradas en la ciudad, esta podía ser valiosa.


León Faras. 

jueves, 28 de diciembre de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXV.



Ahí estaba Cípora, sentada sobre una roca, con una de sus particularmente grandes manos sujetándose la frente y con la otra apretándose la cintura, con cara de fatiga y con Lorina a su lado, obligada a mantener una corriente de aire continua dirigida a su cara con un abanico improvisado para que no desmayara. Era insólito que ella, cuyo aliento en ese momento podía hacer sentir enfermo a un lagarto, se sintiera tan afectada por el olor de la sangre desparramada y el de las vísceras expuestas, ¡increíble! Si hasta parecía que ponía excusas para no trabajar, o eso le pareció a Nina, porque se quitó el pañuelo del pelo y se lo lanzó a la cara sin ocultar su enfado. “¡Ponte esto y párate de ahí! ¡Hay cosas que hacer!” Le ordenó. Pronto se darían cuenta de que no había cadáveres enemigos tirados allí, ni uno solo, solo un rastro infinito marcado en el suelo que podía ser el de un cuerpo siendo arrastrado, o cualquier otro bulto similar. Cipo, con el pañuelo amarrado en la cara para engañar su delicado olfato, y el brazo mutilado de alguien sujeto en su mano con la punta de los dedos, con la prestancia de quien sostiene una rata muerta atascada en algún recoveco de su cocina, se quedó mirando aquel rastro hasta que Nina la espabiló de una palmada en la nuca. “Creo que vi algo…” Rezongó la otra, sobándose ofendida. Lorina, luego de hacer su mueca favorita para detectar objetos a larga distancia con la vista, lo corroboró, diciendo que había algo tirado por allí, y que ese algo podía ser otro cuerpo. Tanto su gesto como su tono fueron convincentes, porque Nina, que era curiosa por naturaleza, la envió a ver. “Yo no puedo, me duele la cadera por tanto caminar. ¡Qué vaya Cipo!” Pero Cípora estaba absorta, y sin oír las órdenes de nadie, echó a caminar, olvidándose incluso de que llevaba un miembro amputado en la mano, momentos después volvía corriendo con las manos vacías y gritando como si el alma corrupta de Garragar el Sanguinario en persona la persiguiera: Aquello era un monstruo, una criatura horrible con sangre en las manos, en las uñas, en los dientes y con los ojos de un muerto que aún respira. “Lori, te lo juro por tu madre, ¡esa cosa se los comió a todos!” Aseguró Cípora como si lo hubiese visto, y Lorina, que era propensa a creer, la miró con los ojos grandes y plenos de angustia. “¡Es un monstruo rimoriano!” Exclamó. A Lorina le encantaban de niña los cuentos de miedo, lo mismo que le asustaban, pero aun así no podía resistirse. Le encantaban las historias sobre las almas de los pobres desgraciados que se perdían en las noches eternas del Bosque Muerto, sobre las criaturas que moraban en la oscuridad y que confundían los sentidos de los incautos para llevarlos a agujeros de los que no saldrían nunca, sobre los espíritus corruptos capaces de poseer los cuerpos de los recién difuntos para cometer innombrables atrocidades en ellos, pero por encima de todo, le gustaban las historias sobre los monstruos rimorianos que atacaron Cízarin, porque esas sí eran reales como la luz del día. Había oído sobre cómo a esos hombres les cortaban un brazo y les crecían dos más en su lugar, cómo eran capaces de pelear encendidos en llamas como una antorcha o cómo devoraban a sus víctimas como bestias salvajes para hacerse más fuertes y violentos, y ahora, uno de esos monstruos estaba allí, y Lorina sentía lo mismo que sentía de niña con las historias, que el miedo y el deseo se mezclaban en un cóctel poderoso que la volvía absolutamente incompetente para tomar decisiones racionales. “¡Quiero ir a verlo!” Escupió sin pensarlo siquiera, con una sonrisa infantil y nerviosa, y ese suave bamboleo en el cuerpo de quien se ve invadido por la ansiedad. Mientras Cípora le gritaba que aquello era una completa locura, y Nina le recordaba con enfado que hace apenas unos minutos se quejaba de que le dolía el trasero por tanto caminar, Lorina solo podía imaginar a esa criatura despedazando a todas esas personas incapaces de defenderse, transformado, quizá, en alguna bestia perruna de ojos brillantes, grandes colmillos y garras, como solía oír de niña sobre seres que no eran completamente humanos ni animales y que eran marginados y perseguidos por los hombres, seres a los que el hambre enloquecía lo mismo que les daba una fuerza y una fiereza inusual. Lorina recogió un afilado machete del suelo y echó a andar sin escuchar razones y las otras tuvieron que acompañarla, un poco por la innata costumbre de cuidarse entre todas y otro poco por la inevitable curiosidad humana, porque si toda esa carnicería había sido esparramada por un solo hombre, ese hombre era algo digno de ser visto. “¡Hay que quemarlo vivo!” Anunció Cípora con firmeza y un dedo en alto, como la voz de la razón, pero Lorina le replicó con voz serena y sin voltear a mirarla, como la voz de la experiencia, que aquello era una tontería, porque seres así no podían ser quemados, se decapitaban y se sepultaban en lodo negro separados el cuerpo de la cabeza por siete zancadas y dos lunas, solo así sus espíritus atormentados no volverían en busca de venganza. Nina le miraba entre intrigada e incrédula, ella no tenía idea de nada de eso, a ella siempre le gustaron desde niña las historias reales sobre personas reales, los chismes de barrio, el cotilleo picante, las habladurías indiscretas entre vecinos, todo lo demás la ponía a bostezar en segundos, pero las cosas que estaban sucediendo en ese momento eran bastante serias y seguramente debía escuchar a los expertos. “¿Dices que vamos a decapitar a alguien?” Preguntó Nina, alzando levemente la voz porque estaba un poco rezagada, pero no recibió respuesta. Cuando ya estaban lo suficientemente cerca como para ver al hombre, Lorina empezó a sentir un poco de decepción, aquello no era lo que ella esperaba ver, se veía más como cualquier borracho que se ha dormido tirado en el suelo, que como un monstruo de los que le habían descrito en sus historias, solo que este, en vez de estar cubierto con sus propias porquerías, estaba cubierto de sangre que seguramente pertenecía a alguien más, aun así, no se veía demasiado impresionante. Lorina, suspiró. Cípora había exagerado, como siempre. Pero superando su desencanto inicial y con aire resignado, Lorina levantó su machete en el aire con la intención de dejarlo caer sobre el cuello del sujeto, pero entonces este abrió un poco los ojos, despegó los labios y con una voz ronca, como si se la hubiese dañado por tanto gritar, rogó por un poco de agua para aplacar la terrible sed que sentía. Ninguna tenía agua, pero Cípora había cargado un pellejo lleno hasta la mitad de delicioso vino de nísperos que partió a buscar al trote. “¿Qué le pasó a mis ojos? ¿Por qué no puedo ver?” Se quejó el hombre, pero nadie estaba allí para darle respuesta, sino para pedirlas. “¿Qué demonios fue lo que le sucedió, amigo?” Preguntó Nina con las manos en jarra, asomándose desde las alturas como si estuviera parada sobre un balcón. El hombre se mostró confundido. “¿Por qué está cubierto de sangre, señor?” Preguntó Lorina, alzando la voz, como si el tipo estuviera sordo además de ciego. “¿Lo estoy?” Respondió aquel, sorprendido. “Es un rimoriano, tal vez deberíamos dejarlo aquí.” Dijo Cípora, abrazada al pellejo de vino como si se hubiese arrepentido de compartirlo, sin embargo, se lo dio, y apenas el hombre lo probó, debió escupirlo de inmediato y alejarlo de él, porque ese olor y ese sabor le trajeron terribles visiones a la cabeza. “¡Un monstruo, una bestia devoró a mis amigos! ¡Los mató a todos!” Exclamó Costia, horrorizado.


León Faras.

martes, 12 de diciembre de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXIV.



Todos dieron un respingo tras entrar en la cabaña y encontrarse con la silueta del viejo Buba en un rincón, era arduo no impresionarse con su rígido y reseco aspecto, tan poco saludable, pero Barís los alentó a no prestarle demasiada atención. Es un gran tipo, pero, no es muy conversador que digamos…” Les dijo. Tenía una sonrisa natural y seductora, de esas que dan gusto de ver; como buen asesino, debía ser seductor también, porque él no era de los que corren tras sus víctimas, sino de los que las atraen. Los hombres comenzaron de inmediato a pelearse el vino de nísperos, no pudo evitarlo, el barril estaba sobre la mesa y aunque la luz no era buena, él no notó ninguna marca. Migas le había enseñado hace años que cuando envenenaba los licores les dejaba una marca en el envase, generalmente una mella; una era aturdimiento, que era el que más solían usar, dos significaba daño temporal, como sentirse muy enfermo por un par de días, y tres marcas era la muerte, rápida o lenta, pero inevitable como el amanecer. Al principio, le pareció que todo sugería que el licor estaba limpio, que solo embriagaba como cualquier otro, pero poniendo más atención bajo la luz y la perspectiva correcta, vio una pequeña marca disimulada en la parte baja del barril que parecía más el rasguño de un gato salvaje, pero esas eran cuatro mellas y Barís no tenía idea de qué podía ser peor que la muerte. Tuvo un mal presentimiento, pero entonces el tonto de Costia, siempre queriendo estar un paso por delante de los demás, se llenó un vaso y lo apuró hasta el fondo de un trago, con la indigerible excusa de querer probarlo para saber su estado. Barís se apresuró a apropiarse del barril para que no se lo acabaran antes de comer, aunque la verdad era que necesitaba saber los efectos del brebaje antes de que todos cayeran muertos ante sus impotentes ojos. Él era un asesino serial, sí, pero el envenenamiento era tan insípido como los camarones hervidos con avena de su tía Gazú, no había ningún gozo en ver caer a alguien muerto sin haberle puesto ni siquiera un dedo encima, eso era como estar hambriento y solo poder mirar la comida. A los otros hombres no les pareció justo que no les permitieran beber un trago también, si estaban igual de sedientos, y protestaron, pero estuvieron de acuerdo cuando Costia, que se veía divertido con la situación, se le acabó la risa como si se le hubiese agotado de repente, el color de la cara se le fue a las nubes, la fuerza de sus músculos se esfumó como un pedo en el aire y Costia se desplomó igual que un caballo reventado. Los hombres, asustados por el veneno después de lo que habían visto en la ciudad, acusaron al pobre Barís de asesinato, ¡a él! que había sido un prolífico pero discreto asesino desde que mató a su tía Dora mientras dormía a los trece años de edad y nunca había sido inculpado ni señalado con el dedo, ahora estaba siendo acusado por una panda de tontos, por culpa de ese estúpido vino de nísperos que ni siquiera era suyo, y que tampoco había forzado a nadie a beber. Se defendió, pero las cosas se estaban poniendo feas, sobre todo con ese muchachote cara de niño, que se sentía muy valiente profiriendo insultos y amenazas sosteniendo la empuñadura de su inmaculada espada como si pretendiera usarla, eso hasta que un gruñido, que no era el de un cerdo, los paralizó a todos, y a sus lenguas. “Tal vez, solo fue un gas…” Sugirió el gordo, estirándose para ver el cuerpo de Costia sin perder su puesto, el viejo del pelo largo y apelotonado, en cambio, sí se acercó a examinarlo de cerca, y ante la duda, decidió descargarle un puntapié en el muslo. Se veía tan muerto como cualquiera, pero cuando iba a golpearlo por segunda vez, solo para asegurarse, Costía empezó a sacudirse suavemente con espasmos que subían por su cuerpo hasta desembocar en un largo y sonoro eructo. El viejo no pudo evitar dar un respingo, pero tuvo que reírse luego de su propia reacción junto con los demás, entonces, el supuesto muerto abrió los ojos y ya no eran los de Costia, algo más estaba allí dentro. El viejo del pelo rasta ya no reía, ya nadie reía. Mientras Costia se ponía de pie, Barís vio en su cara, en sus ojos, aquello que se preguntaba hace un rato sobre qué podía ser peor que la muerte, pues eso era convertirse en un muerto no muerto, la pregunta ahora era: qué diablos es eso. Al principio, no parecía peligroso, solo estúpido, incapaz de entender o de hacerse entender, pero entonces abrió su boca a toda su capacidad, como si se tratara de un formidable bostezo que en realidad era el grito mudo de alguien a quien las cuerdas vocales se le han agarrotado por completo, y en ese mismo momento atacó al viejo del pelo rasta, directo al cuello, arrancándole un trozo chorreante y jugoso como un emparedado de criadillas, el muchachote quiso intervenir para ayudar al viejo, pero recibió un manotazo de Costia que por poco le desencaja la mandíbula, arrebatándole de un plumazo todas sus buenas intenciones. Mientras Barís, abrazado al barril de vino, se mantenía a distancia tras la mesa, el gordo planeaba la mejor estrategia de escape, mirando con horror cómo el viejo Costia arrancaba bocados de carne como un buitre devorando los restos de un perro muerto, a un hombre que ya no luchaba porque había perdido casi la mitad de su sangre. El muchachote, creyéndose el más propicio para ser el héroe, volvió al ataque golpeando a Costia con un banquillo en la cabeza. En condiciones normales, un golpe como ese hubiese sido de mucha ayuda, pero en tales condiciones, solo empeoró las cosas, de hecho, Barís intentó evitarlo. “Si la bestia está comiendo, y no eres tú la comida, entonces aléjate y no la molestes…” Le decía su tío Bedo, con ese acento ondulante y ese aire de sabiduría ficticia que hacía sentir como imbécil a los demás, pero en ese momento, era justo lo que estaba pensando, y el gordo también, pero no, el estúpido muchacho tenía que llamar la atención del monstruo y ahora debían salvarle el pellejo sujetando entre ambos al corpulento Costia por los hombros, pero sin poder evitar que este le arrancara una oreja al cara de niño de una mordida. El pobre viejo de los rastas se arrastraba hacia afuera con la fuerza de su último aliento en un vano intento por salir de ese lugar, cuando el gordo le pasó por encima mientras huía del monstruo que había decidido perseguirlo a él, gritando por auxilio a Barís, cuyos planes no estaban saliendo como él esperaba. Barís se armó con un garrote y los persiguió, pero al llegar, guiado por los gritos del pobre gordo, no pudo hacer nada más que mirar, no sin algo de embeleso en los ojos, al pobre tipo le faltaba la mitad de la cara e intentar salvarle la vida así era inútil, en cambio, recordó las sabias palabras de su tío Bedo y volvió a la cabaña. Pensó en ocultarse en el sótano junto con Nimir hasta que todo pasara, pero entonces vio al muchachote sentado en el suelo bajo una ventana, tan ausente como un muerto pero respirando, porque no reaccionó a ninguno de los gestos, ademanes ni susurros desesperados que Barís hizo para llamar su atención, tampoco hizo nada cuando Costia apareció tras él, tras Barís, jadeando, con un tufo a sangre y a vino imposible de olvidar o de describir. Se defendió, pero Costia era mucho más corpulento que él, ambos cayeron rodando escaleras abajo hasta donde Nimir se ocultaba, tal vez si este lo hubiese ayudado se hubiese salvado, pero el chico estaba congelado de miedo y Barís fue devorado frente a sus ojos sin que él intentara siquiera gritar, o huir. Así fue como Nimir se salvó y el muchachote, y cómo el viejo Buba resultó ileso, porque el monstruo no le prestaba interés a los muertos, ni a los que parecían muertos, no atacaba a los que se quedaban quietos e inertes frente a él, aunque tal vez, también sea que lo ayudó un poco el olor a caca que lo envolvía.


León Faras.

martes, 21 de noviembre de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXIII.



Yurba se justificó atropelladamente, diciendo que la nube tóxica que arrojaron le había descompuesto el cuerpo haciéndolo sentir terriblemente enfermo; que fue atacado en la oscuridad y que de milagro no lo habían matado y que encima de todo eso, unos pequeños rateros habían intentado robarle mientras estaba aturdido en el suelo, “…luego de eso, me fue imposible regresar, estaba mareado, desorientado y a ciegas, lo único que pude hacer fue meterme en un agujero y esperar el amanecer.” Concluyó Yurba con seriedad forzada, contando siempre la verdad parcial, como acostumbraba, aun así, Demirel podía creer en él, porque aquel era muchas cosas menos un cobarde que huyera de una batalla, al contrario, solía precipitarlas con su desparpajo altanero y su lengua desinhibida. “No te vi en la salida, y tú no eres alguien que pase desapercibido. ¿Por qué?” Le reprochó Demirel, mientras se alejaban de Bosgos arrastrando el cuerpo de Éscar tras ellos. Yurba no tardó ni medio segundo en replicar: “Llegué tarde… un asunto con mi novia… su madre.” Demirel, que casi le doblaba la altura a su pequeño camarada, lo miró hacia abajo apretando el entrecejo, luego echó un vistazo hacia el cadáver que, atado por los pies, iba dejando un rastro tras ellos que podía ser seguido por un niño de cuatro años, y luego hacia delante otra vez, negando con la cabeza suavemente pero esforzándose en esbozar una sonrisa. Yurba era famoso por sus cortejos muy largos y sus relaciones muy cortas, fugaces incluso, por lo que, cada vez que hablaba de una novia, casi siempre se trataba de una chica que aún estaba siendo cortejada o de una que ya lo había despachado por algún comportamiento indebido. “¿Quién es esta vez?” Preguntó Demirel, solo por el placer de tirarle la lengua a su compañero, pero no obtendría una respuesta directa, solo una mirada de idiota y algunos balbuceos ininteligibles.



Migas estaba furioso con Nimir y seguiría estándolo por mucho tiempo, no solo por el desastre que causó en su casa, sino también, porque gracias a él había perdido toda su camada de lechones, ahora solo tenía a su cerda con sus tetas llenas de leche y sin sus crías para que la mamaran. “¿Te los comiste, verdad? ¡Te los comiste sin empachos!” Le recriminó Migas, y seguido a ello ladró su perro, como apoyando el argumento de su amo. Nimir, culpable o inocente, seguía hermético como una ostra, ajeno, demasiado ocupado en su mundo interno, en el que de pronto estaban despiertos todos sus demonios para atormentarlo, robarle la paz y el privilegio del justo descanso, sin el cual, la locura estaba garantizada. Pero las cosas no habían sucedido como Migas creía. Costia era uno de los numerosos soldados rimorianos alistado a la fuerza. Había vivido sus casi cincuenta años pasándose de listo, rodeándose de rateros y malvivientes y tratando de estar siempre por encima de los demás, lo que le daba una reputación de delincuente, y lo era, hasta cierto punto. Se lo había dicho a todos los que le escucharan, que él no iba a pelear por Cízarin, que él no estaba ahí para morir por los caprichos de ningún rey sino para sobrevivir y sacar provecho; y en cuanto vio a los hombres caer envenenados, con espanto en los ojos y escupiendo sus entrañas ensangrentadas entre tosidos incontenibles, muriendo sin siquiera desenvainar la espada, decidió considerarse un genio a sí mismo por pensar así y largarse lo antes posible, anunciando su plan en voz alta, como hacen los genios, y cuestionando la inteligencia de quienes se quedaran. Cuatro lo siguieron, un muchachote imberbe con cara de niño grande, poseedor de la risa más tonta y contagiosa de todos los tiempos, un viejo flaco y silencioso, el que por una razón imposible de explicar había decidido abandonarse el pelo a su suerte dejándolo crecer salvaje y agrumado como el de las cabras lanudas de la montaña, un gordo pequeño falto de agilidad en las articulaciones que desertaba porque sabía que no duraría vivo ni media hora en una batalla y Barís, un asesino serial que estaba allí porque le encantaba matar, le daba placer hacerlo, pero no le gustaba poner su vida en riesgo en el proceso, por lo que enfrentarse a un gran grupo de personas con intenciones serias de hacerle mucho daño, no era algo que lo excitara. Él fue quien recordó de inmediato la ubicación de la cabaña de Migas y pensó en buscarla. Así como una buena persona puede reconocer a otra si la ve, de la misma manera, uno que tiene el interior oscuro y siniestro puede identificar a otros de su misma condición con solo observarlos un rato, y ambos lo hicieron en cuanto se conocieron. Él y el viejo Duma tenían historia, negocios juntos de años atrás, además de un extraño parecido físico, como si fueran hermanos de una vida pasada. Su plan era simple, llevar a esos cuatro donde Migas, este siempre tenía alguna botella de algún licor “mágico” para sus invitados que los pondría fuera de combate, luego podrían atarlos y amordazarlos y entonces comenzaría la verdadera celebración con el verdadero licor, como en los viejos tiempos, cuando ambos asesinaban prostitutas en las callejuelas de Bosgos, Cízarin, Rimos o donde fuera que hubieran callejuelas y prostitutas, y las hacían desaparecer hasta los huesos, regocijándose de la total impunidad con la que algunas personas podían ser matadas, pese a la sociedad civilizada en la que vivían. Pero cuando entró, pues la puerta estaba sin tranca, a quien encontró dentro fue a Nimir, intentando meter algo de pulpa de fruta en la boca del viejo Buba, que no parecía interesado en comer desde hace tiempo, y la reacción de ambos fue tan ridícula como inverosímil, porque ambos pudieron ver algo del viejo Migas en el otro, como un parentesco indefinido pero innegable, y se reconocieron como familiares al momento sin siquiera saber el nombre del otro. Barís, que había dejado a sus compinches esperando afuera, le ordenó a Nimir que se escondiera de inmediato, pues aquel tenía que ser pariente de Migas de alguna manera y la familia era algo que él siempre había respetado; y Nimir obedeció sin chistar, pues también tenía la misma impresión, si Migas tenía un hermano o algún otro pariente cercano en alguna parte, debía ser ese, y de seguro que tenía más autoridad que él, y sapiencia, por lo que de inmediato abrió las puertas del hipogeo para ocultarse ahí junto con el viejo al que debía cuidar, pero Barís lo tiró dentro solo, casi a los empujones, pues los otros no tardarían en entrar, además, el viejo Buba no corría más peligro que el de algún despistado con tiempo libre y buena disposición que quisiera sepultarlo definitivamente creyendo que estaba completamente muerto. De los años que lo conocía jamás lo había visto ni siquiera pestañear, una vez lo oyó soltar un pedo, pero eso hasta los muertos lo podían hacer, y él lo sabía mejor que nadie, por lo que, y según su experiencia como asesino por gusto, si no era el blanco y no interfería, lo más probable era que se mantuviera a salvo. Barís alimentaba el fuego cuando Costia entró seguido de los otros, sonreía, había encontrado a los cerdos, algo de licor, y un pequeño barril de vino de nísperos para acompañar la cena.


León Faras.