martes, 5 de marzo de 2024

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXIX.



Una numerosa cantidad de aldeas y caseríos aledaños, sobrevivían gracias a la voracidad con la que Rimos consumía el carbón que producían, devorando a su vez toda la vegetación a su alrededor que sirviera, pero a nadie en su sano juicio se le hubiese pasado por la mente jamás utilizar ni una sola vara de leña del Bosque Muerto, hogar de los Invisibles, porque eso era jugar con fuego, y no cualquier fuego, pero para Gan era distinto, porque él desde pequeño había sentido una conexión con el mundo espiritual, y podía decir cuándo era mejor retroceder, porque han ofendido a alguien, y cuándo todo está bien; y para sus amigos pieleros, aquello no era más que un graaan bosque, seco desde hace muuucho tiempo, al que, sacarle un poco de su leña, no dañaría a nadie, incluido los llamados Invisibles.



Si los pieleros, debido a su aspecto incivilizado y a su constante mal olor, casi como Cromañones, eran las personas más despreciadas e ignoradas del mundo, más aun que los que vivían hurgando en los desperdicios, los carboneros, en Rimos, estaban apenas medio peldaño más arriba, Gan lo supo en su primera entrega de carbón, donde los forjadores lo trataban como a un niño idiota de su pertenencia, cuyo trabajo no tenía arte ni ciencia, ni ningún punto de comparación con el suyo y al que podían vilipendiar a su antojo y pagarle lo que quisieran, pues su negocio entero y hasta sus vidas y las vidas de sus familias dependían del sudor de los herreros, sin embargo, ya poco quedaba del astuto e inescrupuloso Gánula, guerrero del ejército de inmortales de Rimos, ahora, a Gan se le había contagiado la humildad y sensatez del viejo Barros y su hijo, con los que había compartido los últimos años y se comportaba como uno de ellos, regateando con reverencias como si pidiera limosnas, pero ese día un niño lo estaba esperando, el hijo menor de una mujer llamada Yelena, una de las no muchas, aunque en franco aumento, mujeres herreras de Rimos, trabajaba en la forja junto con su hija Yara desde que su esposo muriera horriblemente asfixiado bajo el peso de una carreta cargada de hierro cuyo eje no resistió y desde que su hijo mayor fuera enviado al ejército de Cízarin para nunca volver. Ella le compró un par de bolsas a Gan de su carbón, y con ello hizo un interesante descubrimiento que al parecer, nadie más había notado. Lo primero que quiso saber en cuanto Gan llegó ante ella, fue de dónde sacaba ese carbón, pero de inmediato se arrepintió de la pregunta. “No, ¿sabes qué? Prefiero no saberlo...” y solo le dijo que lo quería todo y al precio justo, sin regateos ni rebajas. Gan aceptó encantado pero ella quería asegurarse de que le entendiera correctamente: “No solo el que traes ahora, te voy a comprar todo el que produzcas…” Gan asintió con la mandíbula suelta y su único ojo bien abierto, y Yelena añadió estirándole la mano como para cerrar un trato: “Me lo venderás solo a mí. ¿Hecho?” Gan estaba de acuerdo, pero esa mujer no tenía ni idea de cuánto carbón podían producir ellos y prometía comprarlo todo. Ellos tenían más carbón listo y Petro estaba trabajando en ese mismo momento en hacer más, por lo que pronto verían qué tan en serio hablaba esa mujer.



Con el aspecto que tenía el viejo Migas, era normal que la gente le cerrara la puerta en las narices nomás verlo aparecer, pero con el aspecto que traía en ese momento, era prácticamente imposible fiarse de él ni un poco, pero para eso era que le precedía una botella de vino de ciruela negra hecho por él mismo. “Soy un viejo amigo de Larzo. Pasaba por aquí y me preguntaba si podría verlo y conversar un rato…” Preguntó el viejo, con esa sonrisa fruncida que usaba para hacer negocios, a una señora mayor cuyo mayor atributo era el tamaño de sus cachetes que parecían haber sido exagerados a propósito para molestarla. “Por verlo, puede verlo, señor, pero lo de conversar va a estar medio difícil.” Respondió la mujer con una parsimonia digna de elogios. A pesar de lo lindo que estaba el día, el interior de la casa era una cueva oscura y sin ventilación, con olor a encierro, a sebo y a algún orinal olvidado. Un grupito de señoras de distintas edades apiñadas en un rincón, cada una con su respectiva taza en la mano con quién sabe qué bebida, lo miraron con desconfianza y lo saludaron de mala gana, a pesar de ello, Migas mantuvo estoico su sonrisa estreñida hasta pararse frente al dueño de casa. Había planeado iniciar la conversación diciendo que el tiempo pasaba muy rápido y que los roces del pasado debían olvidarse, pero… “Ah, a eso se refería con eso de que la conversación sería difícil.” Murmuró rascándose la mollera. El viejo Larzo yacía tirado en su lecho bien peinado, aseado y pálido como una lombriz, pero lo que más llamaba la atención era lo enjuto que se veía, como si le hubiesen chupado las mejillas desde adentro, todo lo contrario de la buena señora que le abrió la puerta, que parecía que le acababan de inflar la cara. El difunto, sostenía con firmeza un tronador con la mano derecha y apoyado sobre su hombro, como si pensara llevárselo a algún lado con él. “En sus últimas horas no quiso deshacerse de él, y aun ni muerto se atreve a soltarlo.” Comentó la mujer, mientras le arrebataba la botella de las manos a Migas, este, con el viejo muerto y tieso frente a él, ya no estaba tan convencido de querer cederla, pero debió resignarse gracias a la habilidad y delicadeza de la vieja para quitársela, en el acto las señoras que la acompañaban, entre susurros y risitas, vaciaron al suelo el contenido de sus tazas para recibir un poco de ese vino, y Migas pensó que tal vez su visita, no fuese una pérdida total de tiempo y buen licor.



Afuera, donde Migas estacionó su carreta, el único que se veía normal era el perro, y eso llamaba demasiado la atención de la gente que pasaba por ahí. Nimir se veía ausente y asustadizo, abrazado a sí mismo repitiendo en voz baja la misma perorata una y otra vez como un idiota, en el sentido literal de la palabra idiota. Luego estaba la cerda, que echada descaradamente patas arriba, liberaba pedos cada uno más intenso que el anterior, y ni hablar del viejo Buba, cuyo aspecto era cada vez menos el de un ser humano y más el de un espantapájaros hecho de cuero. Cuando Migas salió, los debió espantar a los curiosos como a moscas de su comida, y de paso regañar a Nimir por no hacerse cargo de la situación, él aún debía hacer una cosa, había convencido a las señoras, entre halagos y sorbos de vino, de llevarlo al granero donde el viejo Larzo había fabricado su invento, necesitaba saber cómo funcionaba y sobre todo, qué más se podía hacer con él.


León Faras.

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