miércoles, 28 de noviembre de 2018

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.


XXXIV.                             

El capitán Dagar, el mismo que debió ir en busca del príncipe Ovardo al bosque muerto para llevarlo de vuelta a Rimos, había sido enviado con un buen número de hombres por órdenes de Serna, para que custodiaran las inmediaciones, ciertos puntos claves cerca uno del otro, para prestar apoyo y protección a su rey, en caso de que éste se viera obligado a huir o, en el mejor de los casos, evitar a punta de espada la huida de enemigos o desertores. La lluvia que en algún momento pareció apaciguar, retomaba fuerzas y volvía a azotar al suelo y a todo lo que estaba sobre él con una violencia que parecía simple y llano desprecio por el mundo y sus habitantes. Aquel punto era el Cruce, Dagar y sus hombres estaban cubiertos con gruesas capas engrasadas que les protegían del agua y unos curiosos sombreros de metal en forma de plato bajo las capuchas, lo que mantenía el rostro despejado y al mismo tiempo protegido de la lluvia, pero les daba un aspecto espectral o como de sacerdotes de algún culto hereje. La oscuridad allí sería absoluta de no ser por algunas antorchas que ardían protegidas bajo alerones construidos mucho antes para ese propósito. El clima presagiaba una guardia tranquila, y los hombres compartían una bota de licor para abrigarse y para animar una noche poco apta para estar a la intemperie, sin embargo, poco tardó en aparecer un coche en el camino, era un buen carro, cerrado completo, de muy buena fabricación y tirado por dos caballos especialmente bellos y vigorosos, un coche que no le podía pertenecer a algún granjero o comerciante, tal vez a alguien importante o a la familia de alguien importante, Dagar y sus hombres lo detuvieron.

Poco a poco Gabos se fue sintiendo más y más recuperado hasta que pronto ya no necesitó de la ayuda de Nazli para caminar. Pasaron por un callejón donde algunos nobles cadáveres ofrecían sus espadas, arcos, algunas flechas y hasta un par de buenas capas, aunque empapadas, de agua y de sangre, para protegerse del aguacero que no parecía querer acabar. Los cadáveres eran abundantes y estaban por todos lados tiñendo de rojo y espesando los charcos que formaba la lluvia, “Tú no morirás esta noche, chiquilla ¿Me has oído?” Dijo el viejo de pronto, sin ninguna razón aparente, mientras ojeaba una espada recogida del barro, como si estuviera decidiendo una buena compra, Nazli lo miró con una suave sonrisa mientras se cubría la cabeza con la capucha de su capa, “Claro que no. Ninguno de nosotros va a morir, no podemos morir, somos inmortales, ¿recuerdas?” Gabos se miró el muñón grotescamente cicatrizado de su mano amputada, “No te engañes, chiquilla, si logran separar la cabeza de tu cuerpo, no te valdrá de nada la inmortalidad y ellos lo saben perfectamente bien. Es lo que tendrán que hacer con todos nosotros. Yo he peleado demasiadas batallas ya, y en cierto modo, desde hace un buen tiempo estoy buscando mi fin…” “¿Tu fin?...” lo interrumpió la chiquilla con una sonrisa incrédula. El viejo continuó, “…los hombres como yo no sabemos hacer otra cosa, y cuando ya no puedes luchar, te quedas sin nada. He conocido a muchos buenos soldados que han acabado tirados en la calle, buscando permanecer borrachos, sin una familia ni un hogar. No quiero eso para mí. No tendré muchas oportunidades más, tuve que rogarle al rey para que me dejara estar aquí… pero tú, tú tienes mucho camino por delante. Tú no morirás esta noche. Promételo” Nazli no aceptó, “No voy a huir si a eso te refieres…” dijo la muchacha con el ceño apretado y negando con la cabeza. La lluvia los golpeaba con fuerza, parecía que nada más había en el mundo en ese momento que el aguacero, ellos dos y un montón de cadáveres, “No me interesa si huyes o no, a veces la huida es más inteligencia que cobardía. He visto a muchos hombres huir y eso no los ha hecho ni mejores ni peores, sólo les ha alargado la vida un tiempo, y he visto a muchos más que por no huir han muerto inútilmente y sin que nadie siquiera recuerde sus nombres o su coraje. Lo que yo quiero es que me prometas que tú no vas a morir esta noche” la chica lo meditó un rato pero al final asintió, “Está bien…” Gabos insistió “Promételo, ¡Dilo!”, “Prometo no morir esta noche” respondió Nazli, sin mucha convicción, como suena una promesa cuando es obligada, “Bien” dijo el abuelo, conforme. Entonces los gritos se oyeron, el chico de los incisivos enormes había regresado y esta vez acompañado de un pequeño grupo de soldados Cizarianos de verdad, aquellos  jinetes que habían liberado a Nazli antes. “¡Allí están! ¡Esos son, son los enemigo que buscan, ambos!” vociferó el muchacho. Nazli lo miró con desprecio “Ese maldito muchacho, si me lo vuelvo a encontrar te juro que le pondré una flecha justo en medio de sus atributos…” luego miró al viejo, éste había ensartado la espada recién encontrada en el suelo, pegado su espalda a la pared y con las piernas un poco dobladas, se sujetaba firmemente con su mano derecha el muñón de su mano izquierda, ofreciéndola así para que la chica la usara de pisadera para saltar al tejado “… ¿Qué haces?” preguntó la chiquilla con el arco y un par de flechas en la mano “¡Vamos!...” dijo el viejo, “…no hay tiempo que perder. Hay que salir de aquí” Los Cizarianos bajaron de sus caballos y se acercaban con espada en mano. Era un sitio estrecho para maniobrar sobre caballos. Nazli miró a Gabos a los ojos y se decidió, de dos zancadas, una en los brazos y otra en el hombro del viejo, la chica llegó al tejado, se recostó sobre él y le estiró el brazo a su amigo para que éste subiera, pero el viejo en ese momento cogía la espada de nuevo y se preparaba para enfrentarse a aquellos hombres, “Será un buen final, puedes estar segura de eso. Pero no es para ti. ¡Tú vete, y cumple tu promesa!”

“¿Y todos ustedes bebieron de esa fuente endemoniada que ahora no los deja morir? Mierda, sí que están locos…” exclamó Qrima meneando la cabeza, luego se restregó los ojos para quitarse un poco de agua y ver mejor, “…es realmente desagradable de ver y he visto muchas cosas asquerosas en mi vida” agregó, refiriéndose a la cicatrización, “Sí…” admitió Emmer “…y huele peor de lo que se ve” concluyó. Luego algo curioso llamó su atención, “Mira, luces en el Cruce… hay guardias” Era demasiado tarde para desviarse, además, seguramente, ya había sido visto el farolito de aceite que portaba el cochero sobre su cabeza, “Tal vez sea mejor que te bajes del carruaje y te escabullas por fuera hasta el otro lado del puesto de guardia, pueden acusarte de deserción. Yo lo haría” propuso Qrima deteniendo el coche. Emmer lo pensó un rato, luego negó con la cabeza, estaba confiado, conocía a aquellos soldados y seguramente la mayoría eran amigos suyos, además, los guardias podían ser personas muy desagradables cuando estaban cabreados, y en noches así, uno se cabreaba fácilmente, era mejor que se quedara y así asegurarse de que el coche pasara. Qrima se encogió de hombros y se restregó la nariz con la manga “Yo sólo soy un viejo poniendo a resguardo de la guerra a un par de mujeres y niños”

“Es un bonito carruaje el que conduces, abuelo, ¿Es tuyo?” preguntó Dagar mientras sus hombres detenían el coche que conducía Qrima. Éste negó con la cabeza de la forma más amable que pudo, “No… es prestado” Para el capitán Dagar, nadie prestaría un coche así si no era para algo o alguien importante, de otra manera, claramente era robado, “¿Quién viaja ahí dentro?” preguntó, “Sólo mujeres y niños, Señor” respondió el viejo, humilde y complaciente “¡Ábrelo! quiero verlo…” ordenó el capitán. Qrima le echó un decidor vistazo a su compañero de: “no te muevas, pero estate alerta” y bajó del coche, Emmer permanecía con la cabeza gacha, cubierto con la manta y amparado bajo la profunda oscuridad de la noche y el aguacero. El abuelo abrió la puerta del carruaje, el interior era suavemente iluminado por un farolito de aceite, dos mujeres, un niño pequeño y un bebé estaban dentro, una de las mujeres era perfectamente conocida por Dagar: Nila. Qrima, siempre cordial, presenta a ambas mujeres como sobrinas suyas. Dagar era un buen hombre y un buen soldado; un buen amigo para beber y un buen compañero para tener al lado en la batalla, pero ese fervor patriota que lo caracterizaba, ese amor por Rimos sólo por el hecho de haber nacido allí, sumado a ese problema con su rodilla que había acabado definitivamente con cualquier posibilidad de participar de cualquier combate, que no fuera uno de carácter personal, lo había vuelto un hombre quisquilloso. Sacó un puñal de debajo de su capa y sus hombres lo imitaron con sus espadas, “¡Es mejor para todos que me digas qué está sucediendo aquí, viejo!” El carruaje era demasiado fino para un hombre como Qrima y sus supuestas sobrinas, huían tarde en la noche, con un clima engendrado en las pesadillas de un demonio y con apenas lo puesto y además “…la princesa Delia muere y su criada personal, de la que nadie sabía nada, aparece en el Cruce, escapando sospechosamente hacia quién sabe dónde, ¿eh?…” Para Nila y Emmer, ese fue un chaparrón de agua fría más violento que el aguacero que caía en ese momento en toda la faz de la tierra: la princesa Delia, muerta. “Y apostaría a que ese que va ahí, es el sobrino tarado incapaz de luchar, ¿no?…” añadió el capitán, refiriéndose a Emmer. Éste se descubrió la cabeza y bajó del coche, el capitán lo miró con una infinita decepción, “¿Tú?... abandonas a tu rey, huyendo de la batalla y deshonrándonos a todos… por una mujer que probablemente traicionó la confianza de la princesa a quien debía cuidar” Emmer se quiso justificar, que no tenían ni idea de lo de la princesa Delia, que él no pensaba huir, que sólo quería poner a su mujer a salvo, que incluso pensaba regresar, y era verdad, pero el oficial lo silenció con una violenta bofetada de revés, que sorprendió a todos, incluso a sus hombres, entonces, Dagar habló a un soldado a su lado de nombre Cuci, un muchacho flacuchento, calado hasta los huesos y que no podía parar de tiritar de frío, “¿Todavía se castiga la deserción con la muerte, o soy yo que me he quedado anticuado?” Cuci se quedó mirando abrazado a sí mismo, no se le daban nada bien las preguntas capciosas y menos las que provenían de un capitán, “Eh… ¿Sí…? señor” Dagar lo miró como si fuera un perro que le acaba de mear las botas, cada año los soldados nuevos eran más pusilánimes. Cuci retrocedió un paso, temeroso de ser abofeteado igualmente. El capitán volteó la vista hacia Emmer “Y no sólo la deserción, ¿Verdad? También la traición” agregó. Entonces, con un rápido pero elocuente vistazo, Qrima comprendió lo que tenía que hacer, corrió a su puesto en el coche mientras Emmer lanzaba al suelo al capitán Dagar de un codazo en la nariz, luego, de una patada en la entrepierna, dejó tirado en el barro a Cuci retorciéndose de dolor, que era el que estaba más próximo; cerró las puertas del carruaje y animó al viejo para que atizara los caballos, Qrima dudó, esperando que Emmer lograra subir, pero pronto desistió, azotó los caballos con furia y estos emprendieron la carrera enloquecidos. Jamás lograrían huir, si Emmer no se quedaba para contener a Dagar y sus soldados.



León Faras.

jueves, 8 de noviembre de 2018

La Prisionera y la Reina. Capítulo cinco.


IV.

Rancober y Hanela oían con suma atención, aunque en completo silencio y a una más que prudente distancia, la reunión que estaban llevando a cabo los mayores en una de las cuevas más amplias de las paredes del abismo y una de las más cercanas a la superficie. Rocas labradas burdamente y puestas una sobre otra hacían de pilares, un fuego generoso ardía dentro, aunque se podía encender una hoguera en el interior de la cueva y aún así no sería demasiado. Todos, o la gran mayoría de los Salvajes estaban allí para escuchar lo que los mayores tenían que decir: el día había llegado por fin, la reina que montaría al Débolum para gobernar y esparcir la paz y la equidad por la tierra había aparecido, y debían prepararse para la gran batalla, pues sólo los que lucharan a su lado prevalecerían. El Débolum, por primera vez, de que se tenía memoria, saldría del abismo para limpiar la tierra del mal. Para los muchachos esa era una noticia estupenda, oficialmente, los sacrificios se habían terminado, pero por otro lado, no había nada que celebrar, una gran guerra estaba pronta a desatarse, y los Salvajes llevaban generaciones sin probar su valor en el combate.

El asunto estaba claro, el socavón era sólo un oasis para descansar y recuperarse, pero no un lugar para quedarse demasiado tiempo, sin embargo, Idalia no entendía bien como había llegado hasta allí, y ahora menos sabría cómo salir de ahí o hacia dónde. Lázar no tenía dudas, ella era la reina y debía retomar su lugar, pero Madra, con la expresión conspirativa que siempre parecía mostrar, señalaba que ella no pertenecía a ese lugar, que había venido desde el otro lado y que era allá donde debía cumplir con su destino, fuese éste cual fuese, Driana estaba de acuerdo con él, Idalia había sobrevivido al Débolum y eso significaba, según los Salvajes, que debía cabalgar sobre él fuera del abismo. Idalia insistía en que, que algo como aquello sucediera, era imposible, jamás ella se atrevería a siquiera subirse sobre un monstruo tan enorme y aterrador, Madra no estaba de acuerdo en eso, la gente constantemente terminaba haciendo cosas que, poco tiempo antes, se creía incapaz de hacer, en algunos casos, abominaciones, en otros, auténticos prodigios. Entonces, se dieron cuenta de que Cían, no estaba, el muchacho había subido hasta la parte alta, hasta la entrada al socavón y parecía muy interesado oyendo algo, recién en ese momento los otros también escucharon el sonido que venía desde la ciudad, era como una especie de “Mmm” muy profundo, que llevaba una melodía simple repetida una y otra vez, un sonido que nadie había oído antes, pero que ahora parecía envolverlos. Según Madra, significaba que los habitantes de Antigua habían despertado, pero era incapaz de determinar el porqué, y si aquello era bueno o malo, el mago propuso que tal vez sería mejor quedarse un tiempo más para no interferir en los asuntos de los habitantes de la ciudad, pero a Driana todo aquello le daba muy mala espina y pensaba decididamente, que era mejor largarse de allí lo antes posible, porque podía ponerse más difícil si se quedaban. Idalia decidió seguirla y Lázar, siguió a Idalia, Madra en cambio, se quedó allí, les deseó paz y suerte, pero les recordó que no habían llegado juntos, que no eran un grupo y que no tenían por qué serlo. Lázar le rogó a Idalia que subiera a lomos de Ascaldari junto con el joven Cían, y entonces, se adentraron en las cloacas, el caballero cogió una antorcha y avanzaron por el mismo camino por donde las mujeres habían llegado, de pronto, un sonido muy fuerte, como una detonación los congeló, dentro de esos agujeros estrechos, sólidos y ramificados, era imposible determinar de dónde había venido, pero lo siguió una batahola de rugidos, golpe de metal, chillidos estridentes y gritos y otro par de violentas detonaciones más. Lázar le entregó la antorcha a Idalia y de las alforjas de Ascaldari cogió un respetable puñal, como una espada corta y se la pasó a Driana, luego él sacó su espada del cinto y la puso en frente de sí, no estaba seguro de qué estaba pasando, pero más valía estar preparados.

Las cloacas eran lugares particularmente oscuros, pero aquellas parecían capaces de tragarse la luz del foco de Gálbatar, que intentaba penetrarla, con inusitada voracidad. Bolo continuaba expectante, tratando de detectar algo con su olfato o con su vista, algo que le indique qué hay ahí oculto en la oscuridad. Licandro decide avanzar, con precaución, pero moverse, pues la espera sólo le tensa más los nervios, Bolo se adelanta, dos o tres pasitos rápidos y se vuelve a detener, agazapado contra la pared, no se ve ni se oye nada y no se puede confiar en el instinto de un Nobora narcotizado. Entonces, el alquimista nota junto a él, en la pared, preocupantes marcas como zarpazos capaces de hender la roca, sus compañeros también las ven, pero cualquier comentario estaría de más. En ese momento, parece verse algo, pequeñas lucecitas estáticas en la oscuridad, como ojos que brillan al reflejar la luz. Gíbrida sacó su catalejo y trató de ver algo en la distancia y la oscuridad, pero aparte de esos ojos que brillan como inocentes y puras esferas de cristal, no logra distinguir gran cosa, sólo una tenue silueta, como de un cuerpo que se asoma tímido, desde una cavidad, dibujada cuando la luz no le da de lleno y vuelve a desaparecer cuando la oscuridad la absorbe. Hay algo ahí y no está solo. Gíbrida avanza un par de pasos para ver mejor y es como si hubiese traspasado un límite que no se debía cruzar; algo inicia una carrera desde la profundidad negra del túnel y pegado al cielo de éste, se mueve rápido y sobre cuatro patas, pero son muy difíciles de ver, la potente luz del foco de Gálbatar, inexplicablemente, los hace desaparecer, los oculta a la vista y sólo en la penumbra se distingue una silueta borrosa en vertiginoso movimiento por las paredes o el cielo de igual manera. Gíbrida disparó en dirección al sonido de las garras hiriendo las paredes, pero sólo consiguió dañar más las piedras del muro, retrocedió para ganar espacio y apuntar para su segundo tiro, pero Bolo pasó por enfrente de ella, corriendo de la pared al cielo, lanzándose contra aquella criatura y capturándola en el aire, rodando con ella por la pared como si se tratara del piso y llegando hasta los pies de Licandro, enzarzados en una riña de puños y garras endiabladas que terminó cuando, el Manco, al verse atrapado, soltó un aullido agudo y estridente capaz de hacer arrugar la nariz y esconder las orejas a cualquiera y Licandro, poniéndole el pie sobre la cabeza de aquella… cosa que los atacaba, y descerrajándole un disparo en la frente que dejó a Bolo golpeando con sus puños un cuerpo silente y exangüe. No importa de qué criatura se tratase, el disparo en la cabeza era universalmente efectivo. Del agujero en la cabeza del Manco escurrió un líquido similar al metal derretido, como si de sangre se tratara. Aquel era un ser del tamaño de un hombre pequeño y de contextura delgada, hecho de metal, pero cubierto de alguna clase de goma transparente que le daba una flexibilidad asombrosa y además esa capacidad de mimetizarse en su entorno. Estaba armado con garras y en su espalda cargaba un sable que al menos éste, no había tenido tiempo de usar. Sus piernas estaban perfectamente capacitadas y debidamente articuladas para facilitar el desplazamiento sobre dos o cuatro patas por igual. Su rostro era una máscara con simplemente tres agujeros, sus dos ojos redondos y expresivos, hechos del más puro cristal y un agujero como una “o” en el lugar de la boca y que le daba el aspecto de inocencia de una muñeca infantil. Muchos más ojos en la oscuridad volvieron a aparecer y cuando comenzaban a pensar que estar allí era una mala idea, y de que sería mucho más difícil contener a los Mancos si atacaban en grupo, Bolo se lanzó contra aquellos enemigos con un grito de furia, como un animal poseído por todos los demonios del caos, la ira y la destrucción.


León Faras.