IV.
Rancober
y Hanela oían con suma atención, aunque en completo silencio y a una más que
prudente distancia, la reunión que estaban llevando a cabo los mayores en una
de las cuevas más amplias de las paredes del abismo y una de las más cercanas a
la superficie. Rocas labradas burdamente y puestas una sobre otra hacían de
pilares, un fuego generoso ardía dentro, aunque se podía encender una hoguera
en el interior de la cueva y aún así no sería demasiado. Todos, o la gran
mayoría de los Salvajes estaban allí para escuchar lo que los mayores tenían
que decir: el día había llegado por fin, la reina que montaría al Débolum para
gobernar y esparcir la paz y la equidad por la tierra había aparecido, y debían
prepararse para la gran batalla, pues sólo los que lucharan a su lado
prevalecerían. El Débolum, por primera vez, de que se tenía memoria, saldría del
abismo para limpiar la tierra del mal. Para los muchachos esa era una noticia
estupenda, oficialmente, los sacrificios se habían terminado, pero por otro
lado, no había nada que celebrar, una gran guerra estaba pronta a desatarse, y
los Salvajes llevaban generaciones sin probar su valor en el combate.
El
asunto estaba claro, el socavón era sólo un oasis para descansar y recuperarse,
pero no un lugar para quedarse demasiado
tiempo, sin embargo, Idalia no entendía bien como había llegado hasta allí, y
ahora menos sabría cómo salir de ahí o hacia dónde. Lázar no tenía dudas, ella
era la reina y debía retomar su lugar, pero Madra, con la expresión
conspirativa que siempre parecía mostrar, señalaba que ella no pertenecía a ese
lugar, que había venido desde el otro lado y que era allá donde debía cumplir
con su destino, fuese éste cual fuese, Driana estaba de acuerdo con él, Idalia
había sobrevivido al Débolum y eso significaba, según los Salvajes, que debía
cabalgar sobre él fuera del abismo. Idalia insistía en que, que algo como
aquello sucediera, era imposible, jamás ella se atrevería a siquiera subirse
sobre un monstruo tan enorme y aterrador, Madra no estaba de acuerdo en eso, la
gente constantemente terminaba haciendo cosas que, poco tiempo antes, se creía
incapaz de hacer, en algunos casos, abominaciones, en otros, auténticos
prodigios. Entonces, se dieron cuenta de que Cían, no estaba, el muchacho había
subido hasta la parte alta, hasta la entrada al socavón y parecía muy
interesado oyendo algo, recién en ese momento los otros también escucharon el
sonido que venía desde la ciudad, era como una especie de “Mmm” muy profundo,
que llevaba una melodía simple repetida una y otra vez, un sonido que nadie
había oído antes, pero que ahora parecía envolverlos. Según Madra, significaba
que los habitantes de Antigua habían despertado, pero era incapaz de determinar
el porqué, y si aquello era bueno o malo, el mago propuso que tal vez sería
mejor quedarse un tiempo más para no interferir en los asuntos de los
habitantes de la ciudad, pero a Driana todo aquello le daba muy mala espina y
pensaba decididamente, que era mejor largarse de allí lo antes posible, porque
podía ponerse más difícil si se quedaban. Idalia decidió seguirla y Lázar,
siguió a Idalia, Madra en cambio, se quedó allí, les deseó paz y suerte, pero
les recordó que no habían llegado juntos, que no eran un grupo y que no tenían
por qué serlo. Lázar le rogó a Idalia que subiera a lomos de Ascaldari junto
con el joven Cían, y entonces, se adentraron en las cloacas, el caballero cogió
una antorcha y avanzaron por el mismo camino por donde las mujeres habían
llegado, de pronto, un sonido muy fuerte, como una detonación los congeló,
dentro de esos agujeros estrechos, sólidos y ramificados, era imposible
determinar de dónde había venido, pero lo siguió una batahola de rugidos, golpe
de metal, chillidos estridentes y gritos y otro par de violentas detonaciones
más. Lázar le entregó la antorcha a Idalia y de las alforjas de Ascaldari cogió
un respetable puñal, como una espada corta y se la pasó a Driana, luego él sacó
su espada del cinto y la puso en frente de sí, no estaba seguro de qué estaba
pasando, pero más valía estar preparados.
Las
cloacas eran lugares particularmente oscuros, pero aquellas parecían capaces de
tragarse la luz del foco de Gálbatar, que intentaba penetrarla, con inusitada
voracidad. Bolo continuaba expectante, tratando de detectar algo con su olfato
o con su vista, algo que le indique qué hay ahí oculto en la oscuridad.
Licandro decide avanzar, con precaución, pero moverse, pues la espera sólo le
tensa más los nervios, Bolo se adelanta, dos o tres pasitos rápidos y se vuelve
a detener, agazapado contra la pared, no se ve ni se oye nada y no se puede
confiar en el instinto de un Nobora narcotizado. Entonces, el alquimista nota
junto a él, en la pared, preocupantes marcas como zarpazos capaces de hender la
roca, sus compañeros también las ven, pero cualquier comentario estaría de más.
En ese momento, parece verse algo, pequeñas lucecitas estáticas en la
oscuridad, como ojos que brillan al reflejar la luz. Gíbrida sacó su catalejo y
trató de ver algo en la distancia y la oscuridad, pero aparte de esos ojos que
brillan como inocentes y puras esferas de cristal, no logra distinguir gran
cosa, sólo una tenue silueta, como de un cuerpo que se asoma tímido, desde una
cavidad, dibujada cuando la luz no le da de lleno y vuelve a desaparecer cuando
la oscuridad la absorbe. Hay algo ahí y no está solo. Gíbrida avanza un par de
pasos para ver mejor y es como si hubiese traspasado un límite que no se debía
cruzar; algo inicia una carrera desde la profundidad negra del túnel y pegado
al cielo de éste, se mueve rápido y sobre cuatro patas, pero son muy difíciles
de ver, la potente luz del foco de Gálbatar, inexplicablemente, los hace
desaparecer, los oculta a la vista y sólo en la penumbra se distingue una
silueta borrosa en vertiginoso movimiento por las paredes o el cielo de igual
manera. Gíbrida disparó en dirección al sonido de las garras hiriendo las
paredes, pero sólo consiguió dañar más las piedras del muro, retrocedió para
ganar espacio y apuntar para su segundo tiro, pero Bolo pasó por enfrente de
ella, corriendo de la pared al cielo, lanzándose contra aquella criatura y
capturándola en el aire, rodando con ella por la pared como si se tratara del
piso y llegando hasta los pies de Licandro, enzarzados en una riña de puños y
garras endiabladas que terminó cuando, el Manco, al verse atrapado, soltó un
aullido agudo y estridente capaz de hacer arrugar la nariz y esconder las
orejas a cualquiera y Licandro, poniéndole el pie sobre la cabeza de aquella…
cosa que los atacaba, y descerrajándole un disparo en la frente que dejó a Bolo
golpeando con sus puños un cuerpo silente y exangüe. No importa de qué criatura
se tratase, el disparo en la cabeza era universalmente efectivo. Del agujero en
la cabeza del Manco escurrió un líquido similar al metal derretido, como si de
sangre se tratara. Aquel era un ser del tamaño de un hombre pequeño y de
contextura delgada, hecho de metal, pero cubierto de alguna clase de goma
transparente que le daba una flexibilidad asombrosa y además esa capacidad de
mimetizarse en su entorno. Estaba armado con garras y en su espalda cargaba un
sable que al menos éste, no había tenido tiempo de usar. Sus piernas estaban
perfectamente capacitadas y debidamente articuladas para facilitar el
desplazamiento sobre dos o cuatro patas por igual. Su rostro era una máscara
con simplemente tres agujeros, sus dos ojos redondos y expresivos, hechos del
más puro cristal y un agujero como una “o” en el lugar de la boca y que le daba
el aspecto de inocencia de una muñeca infantil. Muchos más ojos en la oscuridad
volvieron a aparecer y cuando comenzaban a pensar que estar allí era una mala
idea, y de que sería mucho más difícil contener a los Mancos si atacaban en
grupo, Bolo se lanzó contra aquellos enemigos con un grito de furia, como un
animal poseído por todos los demonios del caos, la ira y la destrucción.
León Faras.
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