jueves, 8 de noviembre de 2018

La Prisionera y la Reina. Capítulo cinco.


IV.

Rancober y Hanela oían con suma atención, aunque en completo silencio y a una más que prudente distancia, la reunión que estaban llevando a cabo los mayores en una de las cuevas más amplias de las paredes del abismo y una de las más cercanas a la superficie. Rocas labradas burdamente y puestas una sobre otra hacían de pilares, un fuego generoso ardía dentro, aunque se podía encender una hoguera en el interior de la cueva y aún así no sería demasiado. Todos, o la gran mayoría de los Salvajes estaban allí para escuchar lo que los mayores tenían que decir: el día había llegado por fin, la reina que montaría al Débolum para gobernar y esparcir la paz y la equidad por la tierra había aparecido, y debían prepararse para la gran batalla, pues sólo los que lucharan a su lado prevalecerían. El Débolum, por primera vez, de que se tenía memoria, saldría del abismo para limpiar la tierra del mal. Para los muchachos esa era una noticia estupenda, oficialmente, los sacrificios se habían terminado, pero por otro lado, no había nada que celebrar, una gran guerra estaba pronta a desatarse, y los Salvajes llevaban generaciones sin probar su valor en el combate.

El asunto estaba claro, el socavón era sólo un oasis para descansar y recuperarse, pero no un lugar para quedarse demasiado tiempo, sin embargo, Idalia no entendía bien como había llegado hasta allí, y ahora menos sabría cómo salir de ahí o hacia dónde. Lázar no tenía dudas, ella era la reina y debía retomar su lugar, pero Madra, con la expresión conspirativa que siempre parecía mostrar, señalaba que ella no pertenecía a ese lugar, que había venido desde el otro lado y que era allá donde debía cumplir con su destino, fuese éste cual fuese, Driana estaba de acuerdo con él, Idalia había sobrevivido al Débolum y eso significaba, según los Salvajes, que debía cabalgar sobre él fuera del abismo. Idalia insistía en que, que algo como aquello sucediera, era imposible, jamás ella se atrevería a siquiera subirse sobre un monstruo tan enorme y aterrador, Madra no estaba de acuerdo en eso, la gente constantemente terminaba haciendo cosas que, poco tiempo antes, se creía incapaz de hacer, en algunos casos, abominaciones, en otros, auténticos prodigios. Entonces, se dieron cuenta de que Cían, no estaba, el muchacho había subido hasta la parte alta, hasta la entrada al socavón y parecía muy interesado oyendo algo, recién en ese momento los otros también escucharon el sonido que venía desde la ciudad, era como una especie de “Mmm” muy profundo, que llevaba una melodía simple repetida una y otra vez, un sonido que nadie había oído antes, pero que ahora parecía envolverlos. Según Madra, significaba que los habitantes de Antigua habían despertado, pero era incapaz de determinar el porqué, y si aquello era bueno o malo, el mago propuso que tal vez sería mejor quedarse un tiempo más para no interferir en los asuntos de los habitantes de la ciudad, pero a Driana todo aquello le daba muy mala espina y pensaba decididamente, que era mejor largarse de allí lo antes posible, porque podía ponerse más difícil si se quedaban. Idalia decidió seguirla y Lázar, siguió a Idalia, Madra en cambio, se quedó allí, les deseó paz y suerte, pero les recordó que no habían llegado juntos, que no eran un grupo y que no tenían por qué serlo. Lázar le rogó a Idalia que subiera a lomos de Ascaldari junto con el joven Cían, y entonces, se adentraron en las cloacas, el caballero cogió una antorcha y avanzaron por el mismo camino por donde las mujeres habían llegado, de pronto, un sonido muy fuerte, como una detonación los congeló, dentro de esos agujeros estrechos, sólidos y ramificados, era imposible determinar de dónde había venido, pero lo siguió una batahola de rugidos, golpe de metal, chillidos estridentes y gritos y otro par de violentas detonaciones más. Lázar le entregó la antorcha a Idalia y de las alforjas de Ascaldari cogió un respetable puñal, como una espada corta y se la pasó a Driana, luego él sacó su espada del cinto y la puso en frente de sí, no estaba seguro de qué estaba pasando, pero más valía estar preparados.

Las cloacas eran lugares particularmente oscuros, pero aquellas parecían capaces de tragarse la luz del foco de Gálbatar, que intentaba penetrarla, con inusitada voracidad. Bolo continuaba expectante, tratando de detectar algo con su olfato o con su vista, algo que le indique qué hay ahí oculto en la oscuridad. Licandro decide avanzar, con precaución, pero moverse, pues la espera sólo le tensa más los nervios, Bolo se adelanta, dos o tres pasitos rápidos y se vuelve a detener, agazapado contra la pared, no se ve ni se oye nada y no se puede confiar en el instinto de un Nobora narcotizado. Entonces, el alquimista nota junto a él, en la pared, preocupantes marcas como zarpazos capaces de hender la roca, sus compañeros también las ven, pero cualquier comentario estaría de más. En ese momento, parece verse algo, pequeñas lucecitas estáticas en la oscuridad, como ojos que brillan al reflejar la luz. Gíbrida sacó su catalejo y trató de ver algo en la distancia y la oscuridad, pero aparte de esos ojos que brillan como inocentes y puras esferas de cristal, no logra distinguir gran cosa, sólo una tenue silueta, como de un cuerpo que se asoma tímido, desde una cavidad, dibujada cuando la luz no le da de lleno y vuelve a desaparecer cuando la oscuridad la absorbe. Hay algo ahí y no está solo. Gíbrida avanza un par de pasos para ver mejor y es como si hubiese traspasado un límite que no se debía cruzar; algo inicia una carrera desde la profundidad negra del túnel y pegado al cielo de éste, se mueve rápido y sobre cuatro patas, pero son muy difíciles de ver, la potente luz del foco de Gálbatar, inexplicablemente, los hace desaparecer, los oculta a la vista y sólo en la penumbra se distingue una silueta borrosa en vertiginoso movimiento por las paredes o el cielo de igual manera. Gíbrida disparó en dirección al sonido de las garras hiriendo las paredes, pero sólo consiguió dañar más las piedras del muro, retrocedió para ganar espacio y apuntar para su segundo tiro, pero Bolo pasó por enfrente de ella, corriendo de la pared al cielo, lanzándose contra aquella criatura y capturándola en el aire, rodando con ella por la pared como si se tratara del piso y llegando hasta los pies de Licandro, enzarzados en una riña de puños y garras endiabladas que terminó cuando, el Manco, al verse atrapado, soltó un aullido agudo y estridente capaz de hacer arrugar la nariz y esconder las orejas a cualquiera y Licandro, poniéndole el pie sobre la cabeza de aquella… cosa que los atacaba, y descerrajándole un disparo en la frente que dejó a Bolo golpeando con sus puños un cuerpo silente y exangüe. No importa de qué criatura se tratase, el disparo en la cabeza era universalmente efectivo. Del agujero en la cabeza del Manco escurrió un líquido similar al metal derretido, como si de sangre se tratara. Aquel era un ser del tamaño de un hombre pequeño y de contextura delgada, hecho de metal, pero cubierto de alguna clase de goma transparente que le daba una flexibilidad asombrosa y además esa capacidad de mimetizarse en su entorno. Estaba armado con garras y en su espalda cargaba un sable que al menos éste, no había tenido tiempo de usar. Sus piernas estaban perfectamente capacitadas y debidamente articuladas para facilitar el desplazamiento sobre dos o cuatro patas por igual. Su rostro era una máscara con simplemente tres agujeros, sus dos ojos redondos y expresivos, hechos del más puro cristal y un agujero como una “o” en el lugar de la boca y que le daba el aspecto de inocencia de una muñeca infantil. Muchos más ojos en la oscuridad volvieron a aparecer y cuando comenzaban a pensar que estar allí era una mala idea, y de que sería mucho más difícil contener a los Mancos si atacaban en grupo, Bolo se lanzó contra aquellos enemigos con un grito de furia, como un animal poseído por todos los demonios del caos, la ira y la destrucción.


León Faras.

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