IV.
Abel
Rupano era un hombre solitario desde que dejó el hogar de su padre hace
incontables años. Nunca se supo por qué tenía esa extraña aversión al
matrimonio o compromisos similares, pero rechazaba la idea como si se tratara
de perder un ojo. Tal vez la libertad era demasiado valiosa para él como para
sacrificarla o quizás había sufrido una dolorosa decepción, un rechazo o algo
que le había quitado las ganas de formar familia de una vez y para siempre,
aunque también puede haber sido una idea que le inculcaron de muy joven; los
adultos pueden ser más penetrantes e influyentes de lo que piensan en la
maleable mente de un niño, quién sabe, probablemente sea una mezcla de todo
eso, lo cierto es que Abel, desde hace nueve años visitaba semanalmente, casi
sin ninguna falta en todo ese tiempo, a una mujer que ya pisaba los cincuenta años
llamada Justina, que pagaba su alquiler y su comida, alquilando su propio
cuerpo. Ya no tenía tanto trabajo como antes, pero Rupano no le fallaba nunca,
pudiendo gastar su dinero en cualquier otra parte, ella a veces le permitía
quedarse toda la noche durmiendo a su lado, él le llevaba cajas con verduras o
liebres desolladas cuando se le presentaba la oportunidad y de esa manera se
pasaban el tiempo. Tenían un vínculo, un compromiso tácitamente inaceptable
pero sólido como el mango de un hacha, aun así, ambos seguían siendo libres,
pero sólo de los dientes para afuera, manteniendo una relación más basada en el
lenguaje corporal y en los gestos que en el habla, más parecida a una pequeña
manada que a una familia. Aquella mañana Rupano dejó el olor embriagador a humo,
sebo y cilantro y el calor asfixiante del lecho de Justina para llevar a Úrsula
y su hijo hasta el convento de las Hermanas de la Resignación para hablar con
Elena, donde ésta recibió encantada la noticia de que sería la madrina de
David. Se sentaron en la banca de los Rosales, donde el sol de la mañana
vaciaba todo su generoso calor desde las primeras horas del día y hasta el
mediodía. Hablaron de los preparativos, y de que ella, Elena, no tendría que
preocuparse de nada, por supuesto, sólo debía estar en la iglesia el día de la
ceremonia. Para padrino, Hugo había pensado en el propio cura, con el que había
formado una sólida relación de amistad y respeto mutuo, no se lo habían
preguntado aún, pero suponían que el padre Benigno no tendría objeción. Cerca
de una hora después, el pequeño David comenzó a molestarse con la pasividad de
su madre, a aburrirse de su charla o a incomodarse con los persistentes rayos
solares, pero empezó un amago de llanto con tintes de amenaza para que lo
sacaran de allí lo antes posible, los que su madre conocía muy bien y sabía
interpretar. Las mujeres se despidieron y tuvieron que despertar a Rupano,
quien había comenzado a roncar bajo la apacible sombra de su sombrero, para que
llevara a Úrsula y su hijo de vuelta a casa. Elena regresó a la banca para
recoger sus cosas, cuando vio que los hermosos rosales estaban descuidados,
comenzando a secarse, pero pronto se dio cuenta de que sólo estaban secos
parcialmente, en particular, sólo las ramas más próximas a la banca, y sobre
todo, las del lado de Úrsula, como cuando hay un gran incendio y algunos
arbustos son consumidos en parte sólo por el calor, pero no sólo las hojas, las
ramas también estaban secas en sus extremos, e incluso las flores, rosas secas
sin alcanzar siquiera a deshojarse. Debería podarlo. No se había dado cuenta de
ello y no podía asegurarlo, pero juraría que estaban bien hace un rato.
Luego
de algunos días en el convento, Elena regresó junto a Tata y Lina, éstos la
recibieron sin comprender bien qué había pasado pero recordándole que ese era
su hogar, Clarita se había mantenido tranquila durante esos días, sabía por
Gracia que ella estaba bien, pero no le había dicho nada a los viejos porque
comenzaba a entender lo extraña que se veía para los demás la relación con su
hermana. El bautizo de David se realizó en los próximos días, luego de acabada
la restauración de la iglesia, fue una ceremonia sencilla y hermosa, pero lejos
de estar libre de incidentes extraños. Todos los que estuvieron allí ese día lo
vieron y lo hablarían durante días. Algunos, como una anécdota curiosa que
sería difícil de olvidar, otros, como una inequívoca señal del cielo que no
estaban seguros de interpretar como buena o como mala, esto último, en especial
para el cura y el doctor Cifuentes, que sabían algo más que los demás no. En el
momento exacto en que el cura vertía el agua bendita sobre la cabeza del niño,
borrándole el pecado original y haciéndolo miembro de su rebaño, la tierra
tembló. No tanto como para dejar consecuencias graves, pero sí suficientes como
para que todo el mundo lo sintiera y se pusiera de pie viendo con espanto los
candelabros colgantes balancearse sobre sus cabezas. Duró sólo algunos segundos
y desapareció permitiendo que el sacerdote acabara con su trabajo. Cuando el
padre Benigno regresó a su puesto detrás del altar, sintió un tímido tironcito
en su manga, era Mateo que le señalaba preocupado la pared tras él: una gruesa
línea negra había aparecido bajo los pies del Cristo descendiendo hasta el
suelo y continuaba por éste hasta desaparecer bajo el altar, en la parte baja
del muro, otra línea cortaba a la primera a la mitad formando una cruz, una
enorme cruz hecha con el color y la textura de la madera chamuscada, allí donde
la cruz de Úrsula estaba enterrada y ella estaba presente. Varios vieron la
cruz aparecer pintada en la pared, Lucila e Ismael fueron unos de ellos,
asociándolo instintivamente con la marca aparecida en la habitación de su hija
pero sin llegar a explicarse cómo. El cura reaccionó con la mente fría, dando
por terminada la ceremonia, pero como precaución ante el seísmo que habían
tenido, eso fue lo que dijo y la mayoría de la gente estuvo de acuerdo, más
valía no tentar a la suerte con una nueva sacudida dentro de la iglesia.
Mientras todo el mundo se retiraba comentando la extraña aparición en la pared,
que podía ser lo mismo un milagro, que una advertencia apocalíptica. El doctor
Cifuentes se acercó al cura con fingidos aires amistosos, “¿Es eso lo que
sospecho que es, padre?” dijo, indicando la marca en la pared, el cura asintió
en silencio, “Creo que fue un error enterrar la cruz allí” admitió, el doctor
ahora asentía en silencio. Caminaron hacia la salida con sonrisas fingidas
despidiendo a la gente que se retiraba, “Vamos a tener que hablar con Úrsula,
ella tiene que saberlo” dijo el doctor al momento de estrechar la mano del cura
para despedirse, “Tiene usted razón” concluyó el sacerdote.
Fue
curioso, pero de los que no estuvieron presentes en la iglesia, ninguno sintió
temblor alguno ni nada similar, aunque también es cierto que los seísmos de moderada
intensidad o baja, son menos perceptibles en terrenos abiertos que en lugares cerrados.
.León Faras.