lunes, 29 de junio de 2020

Autopsia. Sexta parte.


IV.

Abel Rupano era un hombre solitario desde que dejó el hogar de su padre hace incontables años. Nunca se supo por qué tenía esa extraña aversión al matrimonio o compromisos similares, pero rechazaba la idea como si se tratara de perder un ojo. Tal vez la libertad era demasiado valiosa para él como para sacrificarla o quizás había sufrido una dolorosa decepción, un rechazo o algo que le había quitado las ganas de formar familia de una vez y para siempre, aunque también puede haber sido una idea que le inculcaron de muy joven; los adultos pueden ser más penetrantes e influyentes de lo que piensan en la maleable mente de un niño, quién sabe, probablemente sea una mezcla de todo eso, lo cierto es que Abel, desde hace nueve años visitaba semanalmente, casi sin ninguna falta en todo ese tiempo, a una mujer que ya pisaba los cincuenta años llamada Justina, que pagaba su alquiler y su comida, alquilando su propio cuerpo. Ya no tenía tanto trabajo como antes, pero Rupano no le fallaba nunca, pudiendo gastar su dinero en cualquier otra parte, ella a veces le permitía quedarse toda la noche durmiendo a su lado, él le llevaba cajas con verduras o liebres desolladas cuando se le presentaba la oportunidad y de esa manera se pasaban el tiempo. Tenían un vínculo, un compromiso tácitamente inaceptable pero sólido como el mango de un hacha, aun así, ambos seguían siendo libres, pero sólo de los dientes para afuera, manteniendo una relación más basada en el lenguaje corporal y en los gestos que en el habla, más parecida a una pequeña manada que a una familia. Aquella mañana Rupano dejó el olor embriagador a humo, sebo y cilantro y el calor asfixiante del lecho de Justina para llevar a Úrsula y su hijo hasta el convento de las Hermanas de la Resignación para hablar con Elena, donde ésta recibió encantada la noticia de que sería la madrina de David. Se sentaron en la banca de los Rosales, donde el sol de la mañana vaciaba todo su generoso calor desde las primeras horas del día y hasta el mediodía. Hablaron de los preparativos, y de que ella, Elena, no tendría que preocuparse de nada, por supuesto, sólo debía estar en la iglesia el día de la ceremonia. Para padrino, Hugo había pensado en el propio cura, con el que había formado una sólida relación de amistad y respeto mutuo, no se lo habían preguntado aún, pero suponían que el padre Benigno no tendría objeción. Cerca de una hora después, el pequeño David comenzó a molestarse con la pasividad de su madre, a aburrirse de su charla o a incomodarse con los persistentes rayos solares, pero empezó un amago de llanto con tintes de amenaza para que lo sacaran de allí lo antes posible, los que su madre conocía muy bien y sabía interpretar. Las mujeres se despidieron y tuvieron que despertar a Rupano, quien había comenzado a roncar bajo la apacible sombra de su sombrero, para que llevara a Úrsula y su hijo de vuelta a casa. Elena regresó a la banca para recoger sus cosas, cuando vio que los hermosos rosales estaban descuidados, comenzando a secarse, pero pronto se dio cuenta de que sólo estaban secos parcialmente, en particular, sólo las ramas más próximas a la banca, y sobre todo, las del lado de Úrsula, como cuando hay un gran incendio y algunos arbustos son consumidos en parte sólo por el calor, pero no sólo las hojas, las ramas también estaban secas en sus extremos, e incluso las flores, rosas secas sin alcanzar siquiera a deshojarse. Debería podarlo. No se había dado cuenta de ello y no podía asegurarlo, pero juraría que estaban bien hace un rato.

Luego de algunos días en el convento, Elena regresó junto a Tata y Lina, éstos la recibieron sin comprender bien qué había pasado pero recordándole que ese era su hogar, Clarita se había mantenido tranquila durante esos días, sabía por Gracia que ella estaba bien, pero no le había dicho nada a los viejos porque comenzaba a entender lo extraña que se veía para los demás la relación con su hermana. El bautizo de David se realizó en los próximos días, luego de acabada la restauración de la iglesia, fue una ceremonia sencilla y hermosa, pero lejos de estar libre de incidentes extraños. Todos los que estuvieron allí ese día lo vieron y lo hablarían durante días. Algunos, como una anécdota curiosa que sería difícil de olvidar, otros, como una inequívoca señal del cielo que no estaban seguros de interpretar como buena o como mala, esto último, en especial para el cura y el doctor Cifuentes, que sabían algo más que los demás no. En el momento exacto en que el cura vertía el agua bendita sobre la cabeza del niño, borrándole el pecado original y haciéndolo miembro de su rebaño, la tierra tembló. No tanto como para dejar consecuencias graves, pero sí suficientes como para que todo el mundo lo sintiera y se pusiera de pie viendo con espanto los candelabros colgantes balancearse sobre sus cabezas. Duró sólo algunos segundos y desapareció permitiendo que el sacerdote acabara con su trabajo. Cuando el padre Benigno regresó a su puesto detrás del altar, sintió un tímido tironcito en su manga, era Mateo que le señalaba preocupado la pared tras él: una gruesa línea negra había aparecido bajo los pies del Cristo descendiendo hasta el suelo y continuaba por éste hasta desaparecer bajo el altar, en la parte baja del muro, otra línea cortaba a la primera a la mitad formando una cruz, una enorme cruz hecha con el color y la textura de la madera chamuscada, allí donde la cruz de Úrsula estaba enterrada y ella estaba presente. Varios vieron la cruz aparecer pintada en la pared, Lucila e Ismael fueron unos de ellos, asociándolo instintivamente con la marca aparecida en la habitación de su hija pero sin llegar a explicarse cómo. El cura reaccionó con la mente fría, dando por terminada la ceremonia, pero como precaución ante el seísmo que habían tenido, eso fue lo que dijo y la mayoría de la gente estuvo de acuerdo, más valía no tentar a la suerte con una nueva sacudida dentro de la iglesia. Mientras todo el mundo se retiraba comentando la extraña aparición en la pared, que podía ser lo mismo un milagro, que una advertencia apocalíptica. El doctor Cifuentes se acercó al cura con fingidos aires amistosos, “¿Es eso lo que sospecho que es, padre?” dijo, indicando la marca en la pared, el cura asintió en silencio, “Creo que fue un error enterrar la cruz allí” admitió, el doctor ahora asentía en silencio. Caminaron hacia la salida con sonrisas fingidas despidiendo a la gente que se retiraba, “Vamos a tener que hablar con Úrsula, ella tiene que saberlo” dijo el doctor al momento de estrechar la mano del cura para despedirse, “Tiene usted razón” concluyó el sacerdote.

Fue curioso, pero de los que no estuvieron presentes en la iglesia, ninguno sintió temblor alguno ni nada similar, aunque también es cierto que los seísmos de moderada intensidad o baja, son menos perceptibles en terrenos abiertos que en lugares cerrados.



.León Faras.

jueves, 25 de junio de 2020

Autopsia. Sexta parte.


III.

Cuando pasó la noche en la casa del cura, lo pensó bien y no se equivocó, la hermana Bernardita Marcos era la persona indicada para ese momento en que se sentía tan confundida y asqueada de sí misma, con tantos recuerdos que no le pertenecían. En cuanto las primeras monjas salieron a barrer el patio con los primeros rayos del sol, la vieron parada afuera de la reja y la invitaron a pasar de inmediato, para llevarla donde la hermana Marcos, quien la abrazó cariñosamente en cuanto la vio. Elena se lo contó todo, todo lo que se había removido en su mente durante la hipnosis, sin guardarse nada, como no lo había hecho con nadie desde hace mucho tiempo, y la monja lo escuchó todo en silencio y sin interrumpir, luego le dijo, “Podemos hablar de lo que quieras cuando tú quieras, pero ahora eres como una limonada recién hecha…” De todas las analogías, esa era la más rara que Elena había oído nunca. La monja continuó “…todo está dando vueltas y chocando entre sí. Si lo dejas en paz por un tiempo, verás como todo se calma, decanta y se vuelve más claro” “¿Entonces puedo quedarme unos días?” Preguntó Elena, “Claro que sí” respondió la monja.

“Alguna vez, yo también pensé en ser monja” confesó Elena de repente, mientras restregaba sábanas dentro de una fuente con las mangas hasta más arriba de los codos “¿De verdad?” respondió la hermana Marcos, quien, como cualquier otra monja, en ese momento tendía las sábanas sobre los cordeles con prolijidad religiosa, “Sí…” continuó Elena, “…Creía que lo máximo que uno podía hacer con su vida, era volcarla entera hacia los demás, que esa era la única manera de agradar a Dios” La hermana Marcos la miró con media sonrisa, admirada, “Pero no es necesario ser monja para hacer eso y créeme, tampoco es que sea necesario semejante sacrificio para agradar a Dios” Elena se quedó pensando por algunos segundos, “¿Semejante sacrificio, hermana?” La hermana Marcos continuó, “¿Sería diferente si en vez de enfocar toda tu vida en cubrir las infinitas necesidades de los demás, la volcaras en una sola persona…?” Elena no estaba segura “…si te preocuparas por completo de amar a esa persona, de que no le falte nada, de que se sienta protegida, de que sea feliz. Si dedicaras toda tu vida y tus esfuerzos para hacer feliz a una sola persona en todo el mundo… ¿Sería menos valioso que intentar hacer lo mismo, pero con todos los demás?” Elena finalmente negó con la cabeza, no podía ser diferente ni menos valioso, “¡Exacto!” Celebró la monja, y luego agregó “Pues esa persona debes ser tú. Cuando tú estás colmada de amor y felicidad, sólo quieres compartirlo con todo el que te rodea, igual como una persona miserable siente que todos deberían ser miserables, así es como funciona: Amas al prójimo como te amas a ti mismo. Preocúpate de ti, de la persona que eres tú y entonces sabrás si eso le agrada a Dios o no. Lo verás por todas partes” Elena no estaba muy convencida pero le agradaba la idea, “¿Te importa si le avisamos al padre Benigno que estás aquí? De seguro está preocupado y no será el único” Sugirió la hermana Marcos cuando ya terminaban con su tarea, Elena asintió, la hermana tenía razón, además, ella se sentía mucho más tranquila que antes. Ya caminaban hacia el interior del convento, cuando algo llamó su atención en el suelo, robustos pétalos amarillos rodaban con la brisa por sobre las piedras del piso, Elena miró alrededor, pero no vio ninguna flor similar, “Me encontraste” dijo sonriendo, como si se tratara de un juego, la hermana Marcos llegó a su lado y vio los pétalos, extrañada cogió uno del suelo para observarlo de cerca, “Que raro, no hay Dedales de Oro por aquí cerca” dijo mirando curiosa la sonrisilla de Elena, “Eso pensé” respondió ella. Luego de unos segundos caminando en silencio hacia el interior del convento, la hermana Marcos pensó que era un buen momento para soltar una duda que hace rato rumeaba en su mente, “Por lo que me contaste, el niño que abortaste debería estar enterrado en algún punto del cementerio, ¿verdad? Ese es un gran alivio para las hermanas que les tocaba jardinear, pero ¿recuerdas exactamente dónde?” Los recuerdos, se presentan en la mente como imágenes, y en el caso de Elena, faltaban muchas imágenes de cuando el aturdimiento, el dolor o incluso el sudor, la hacían cerrar los ojos o perder la consciencia, además estaba oscuro y el candil encendido a su lado, lejos de iluminarle, la cegaba aún más. Elena negó con la cabeza, no estaba segura de nada, aunque en una primera instancia, tuvo la sensación de que era la tumba de su nana, María Cruces.

“Así es que, Elena por fin apareció, padre, esa es una muy buena noticia” El cura se acomodaba en una silla en casa del doctor Cifuentes, “Así es, doctor, recibí una nota del convento, las hermanas me dijeron que Elena había estado con ellas todos estos días, no sabe el alivio que me dio saberlo. Pensé en decírselos, por lo que hablamos sobre el bautizo del pequeño David” “Mañana mismo iré a pedirle que sea nuestra madrina. Creo que le hará bien después de todo” replicó Úrsula, ilusionada, dejando a su hijo en el suelo, el que ya comenzaba a gatear por todas partes. Dos segundos después, David había desaparecido, en un abrir y cerrar de ojos, el pequeño ya no estaba por ninguna parte. Úrsula de inmediato notó que la puerta que daba al patio estaba abierta, “Ay, por Dios, ¡Otra vez! Te juro que no me hago la idea de cómo la abre” Allí estaba el niño, rascando el suelo y llevándose pequeños puñados de tierra a la boca, lo mismo que si fuera un pastel de chocolate. Era una imagen encantadora dentro de todo, si no fuera porque el niño disfrutaba de la tierra en el lugar exacto donde estaban enterrados los frascos con los fetos, aunque eso sólo el doctor lo sabía. Úrsula tomó a su hijo en brazos para ir a asearlo de inmediato, como una madre diligente, momento que el cura aprovechó para hacerle una pregunta al doctor Cifuentes, “Doctor, cuando exhumamos la tumba anónima, la de María Cruces, ¿No recuerda usted haber encontrado algún resquicio, algún resto óseo, quiero decir, de un recién nacido entre la tierra y el cadáver?” Cifuentes se quedó largos segundos pensativo, le había costado una enormidad al sacerdote formular esa pregunta, como si hubiese tenido que elegir cuidadosamente palabra por palabra y en el mismo momento en que las pronunciaba, “Usted sabe muy bien que no. Usted estuvo al tanto de todo lo que encontramos y además, todo quedó registrado por escrito, ¿Por qué me pregunta algo así?” “No es nada” respondió el cura con una sonrisa poco convincente, el doctor iba a insistir pero en ese momento volvió Úrsula, y el cura aprovechó para escabullirse, “Será mejor que me vaya, la iglesia aún no está terminada y esos hombres tienen preguntas nuevas todos los días” Era cierto, no había ningún cuerpo de un niño en la tumba de María Cruces, entonces ¿dónde podía estar enterrado el hijo de Elena? Y además, no podía dejar de  pensar en las palabras de Clodomiro a Elena refiriéndose a David, “…ese niño, es el vivo retrato de Diana, tu madre”



León Faras.

miércoles, 17 de junio de 2020

Autopsia. Sexta parte.


II.

“Hubo una época, en la que yo estuve involucrada en el mundo de la prostitución. Apenas tenía quince años cuando empecé, no había mucho más que una chiquilla como yo pudiera hacer para ganarse la vida. Conocía a una mujer que me ayudaba tanto como podía, me dijo que no era la mejor forma de ganarse la vida pero que tampoco estaba tan mal. También me dijo que mientras antes empezara, era mejor. Esa era la verdad. Yo estaba sola, mi padre fue partisano, murió en la guerra, mi madre decía que fue amor de una sola noche, pero que realmente le amó, yo siempre le creí. Ella murió de cólera, en un tiempo en el que enfermaba y moría todo el que no alcanzaba a escapar, yo no escapé, y sin embargo la enfermedad no me tocó, esa fue mi primera señal, aunque para mí en ese momento, sólo fue suerte, buena o mala pero sólo suerte. Fue entonces cuando la mujer que te dije me llevó con ella a su trabajo, era un negocio de puras mujeres, la regenta, una mujer grande llamada Mercedes, dirigía el local con mano de hierro, se había ganado el respeto y la admiración de todos y todas. Era el típico burdel de pueblo, a medio camino entre una cantina y una casa de citas. De inmediato me aceptó y me puso a trabajar a su lado para que aprendiera las mañas del oficio y me acostumbrara al ambiente, ya sabes, la vida de noche, de fiesta y borrachos con los que hay saber lidiar. Podía uno acostumbrarse a ese mundo y su gente, eran casi siempre más o menos los mismos, todos tenían su historia, su carácter y sus gustos y Mercedes los conocía todos. Nadie se metió conmigo mientras estuve a su lado. Cuando decidió que ya había pasado un tiempo y que ya estaba bien aconsejada por todas, me dijo que era la hora de que me encamara con mi primer hombre, yo me angustié pensando en cuál de todos esos señores mayores que día tras día le ofrecían dinero a Mercedes por ser los primeros ganaría al final, y por qué estaban dispuestos a pagar el doble, si yo no sabía más que lo que me habían dicho y lo que había logrado ver por la rendija cuando me mandaban a mirar “Cómo se hacía.” Pero Mercedes me dijo que no sería ninguno de esos, que con las niñas me elegirían uno ni muy viejo ni muy borracho para empezar. Su nombre fue Eusebio, un muchacho de dieciocho años, muy serio y formal que estaba de paso porque, según él, me dijo que trabajaba en un circo. Las chicas le preguntaron si tenía experiencia, como si estuvieran buscando a alguien para un trabajo, él les dijo que sí, y el trabajo era yo. Lo cierto era que sabía más o menos lo mismo que yo: que cómo era que se hacía y por dónde. Nos pusimos a conversar, sin saber cuál de los dos comenzaba, a preguntarnos cosas que a ninguno de los dos nos importaba, yo me moría de la vergüenza, pero no por él, sino porque sabía que en ese momento nos observaban por la rendija y yo no estaba haciendo nada de lo que me habían enseñado. Al final medio nos desnudamos y lo hicimos, me quedé quieta, como esperando a que pasara algo, pero al final no pasó nada. Se me hizo que estuvimos en esa pieza mucho tiempo, mucho más del que debíamos, pero Mercedes dijo que nos habíamos demorado más bien poco y que eso era lo que nos debíamos demorar, supongo que no consideró el tiempo en que sólo hablamos. Después de eso empecé a trabajar regularmente, aunque siempre eran las chicas las que me decían “Con este sí y con ese no…” Estuve tres años, hasta el día del parto de la Nuria. Esa mujer se embarazó y siguió desarrollando su oficio como si nada, todas le advirtieron que eso no se hacía, que podían golpear al niño en la cabeza y dejarlo tonto de por vida, incluso la Mercedes se lo advirtió, que ella conocía innumerables casos, pero Nuria insistió en que al niño no le pasaba nada. Ella era gitana, ¿sabes? Ellos tienen otras creencias. El asunto, es que por más que le advertimos, al final algo malo tenía que pasar, el niño venía con el cordón enrollado al cuello, y encima, esta mujer estaba convencida de que las mujeres debían parir de pie, ¡Cómo los animales! Esa noche no se atendió a nadie, el Pedro, el acordeonista y esposo de Mercedes, se quedó en la puerta despachando rápidamente a todo el que llegaba. Entre cinco mujeres trajimos a ese niño al mundo, aunque yo sólo le apretaba la mano a Nuria y le rogaba a Dios y a la Virgen para que todo terminara pronto y saliera bien, pero cuando celebrábamos que el niño por fin había nacido y que por fin podíamos tumbar a la Nuria, nos dimos cuenta de que el bebé no respiraba, Mercedes ya había hecho todo para animarlo y no sabía qué más hacer, entonces yo lo tomé, no sé por qué, y le dije a Dios que yo hacía lo que fuera con tal de que él dejara vivir a ese niño, y de un palmazo, el niño empezó a llorar, esa fue mi segunda señal, creo yo, porque mientras más lo pienso, más creo que fue un auténtico milagro. Fue entonces que la Nuria me dijo que yo tenía el don, y yo le pregunté que qué don, y ella me dijo que era el don de ser escuchada por Dios. Yo le dije que Dios escuchaba a todos, pero ella me dijo que no, que todos le pedíamos a Dios pero que Él no los escuchaba a todos, que eso era imposible, hasta para Dios. Después de eso, la Mercedes me dijo que debía irme, pero que no me estaba corriendo, sólo que debía irme, que ese lugar no era para mí, que se le notaba a una de lejos cuando no pertenece a un sitio y que ese no era mi sitio, que mi vida me estaba esperando en otra parte, así me lo dijo, no hubo ninguna que no le diera toda la razón en eso. Días después, y por pura casualidad, conocí a la hermana Marta, la misma que ahora está postrada en cama, esa fue la tercera señal, porque fue como cuando el destino te pone a la persona indicada justo delante. Ella me indicó el camino. Yo nunca había pensado en ser monja, pero lo supe en cuanto la vi. Y ella también lo supo, creo”

Lo cierto era que Elena había pasado varias horas acompañando a la hermana Marta, antes, cuando fue enviada por el cura al convento y ahora que llevaba algunos días por su propia voluntad, y la monja anciana siempre hablaba con notable orgullo de su relación con la hermana Marcos, diciendo que aquella era una santa, que su relación con Dios se podía palpar y que era del tipo de personas que la humanidad necesita, pero no mencionó nunca nada de esto, sería que no sabía nada. “Y dígame hermana, ¿Cree usted que Dios nos escucha a todos o sólo a algunos?” Preguntó Elena, sentada en el patio del convento de las Hermanas de la Resignación donde había pasado los últimos días, “Sin duda nos oye a todos…” respondió la hermana Marcos, poniéndose de pie, “…lo realmente complicado es oírlo a Él”



León Faras.

domingo, 14 de junio de 2020

Autopsia. Sexta parte.


Sexta parte.

I.

Efectivamente, tal y como Ignacio lo había dicho, no pasó más de una noche en la prisión antes de ser trasladado a la ciudad, el doctor Villalobos era sumamente hábil, y además estaba el hecho de que Clodomiro no se había aparecido para dar ningún tipo de explicaciones a las autoridades por los cadáveres que conservaba en su casa, los cuales eran completamente ilegales, pues no existía ningún tipo de documento que los justificara, de hecho, ya estaban siendo trasladados a la morgue para darles un destino final en alguna fosa común o algo parecido. Habría un juicio, pero del que Ignacio saldría, con toda seguridad, muy bien parado, por la sencilla razón de que un muerto no tenía ni la oportunidad ni el interés de defenderse y las influencias estaban muy bien valoradas en el sistema judicial. Aquella noche, el doctor Cifuentes finalmente sí fue invitado a la sesión de hipnosis, aunque con un propósito diferente e ingrato, confirmar de manera oficial, el obvio deceso de Clodomiro Almeida, cuando llegó, Elena ya se había ido a casa del cura, aunque Ignacio todavía estaba ahí, sin muestras de nerviosismo ni arrepentimiento. Su arma estaba sobre la mesita de noche. El padre Benigno pensó en que Elena debía ser evaluada por el doctor Cifuentes, para comprobar su estado de salud, pero la chica se negó de redondo, pues tenía el recuerdo vivo en su mente de haberse metido en la cama del doctor y haberlo seducido tal como lo había hecho antes con su padre. No podía ver al doctor a la cara, al menos no tan pronto, aunque no tuviera la certeza de nada, y tampoco deseaba regresar a casa de Tata y Lina, por lo que le rogó al cura que la alojara en su casa sólo por una noche, a lo que el padre Benigno terminó accediendo, dándole su cama mientras él se acomodaba en el sofá de su despacho. Guillermina organizó todo en completo silencio, mirando a Elena con condescendencia y lástima, como si se tratara de un huérfano desvalido recogido del frío y la lluvia, le dio algo de sopa caliente y cuando la chica ya se iba a la cama, Mateo le llevó un curioso regalo en su puño apretado. Elena lo recibió sin comprender, pero luego de recibirlo entendió el mensaje, era un puñado de pétalos de flores, “Dile que estoy bien y que luego regresaré” le dijo al muchacho en un susurro cerca del oído, sabiendo que éste era sordo, pero comprendiendo que Gracia estaba allí y ella podía oírlo para dárselo a su hermana. Se fue muy temprano por la mañana en una casa llena de madrugadores para evitar las despedidas, había tenido una larga noche en vela para pensar en lo que haría. El cuerpo de Clodomiro con la cabeza destrozada, le parecía poco más que una anécdota, una imagen vacía de sentimientos en medio de un océano de ellos, con respecto a su hermano, le preocupaba más lo que había llegado a ser capaz de hacer, que las consecuencias de ello. Conocía a su hermano, y sobre todo, conocía a su familia. El cura dejó pasar todo ese día y su noche, pero al mediodía siguiente, le pidió a Rupano que lo llevara a casa de Tata y Lina para enterarse de cómo estaba la muchacha, pero allí recibió las mismas preguntas, Elena no se había aparecido por allí en dos noches y estaban comenzando a preocuparse, incluso Clarita, pues ni siquiera Gracia sabía dónde había ido Elena luego de salir de casa del cura. Habían comenzado las obras de reparación en la iglesia con ayuda de los propios pobladores y aunque estuvo todo el día allí, no recibió ninguna noticia de la muchacha, pero como si todo eso fuera poco, tenía una cosa más de la que debía ocuparse y eso era la enigmática cruz de madera: no sabía qué hacer con ella para evitar que volviera a generar otro incendio, se le habría ocurrido enterrarla o arrojarla al mar, pero incluso eso le daba poca confianza después de lo que Guillermina le había contado sobre Mateo y el origen del incendio en la iglesia. Ya, a últimas horas de la tarde, Cifuentes fue a verlo a la iglesia, sólo para saber cómo estaba y cómo avanzaba la reconstrucción de la iglesia, no lo había visto desde la muerte de Clodomiro, el cura lo miró espantado, pero al ver que el doctor no sabía nada ni quería saber nada sobre la sesión de hipnosis a Elena, se tranquilizó y lo trató con la afabilidad de siempre, justificando su cara larga con el incendio y el cansancio “Ya no soy joven como antes” “Nadie lo es…” respondió el doctor, combatiendo la retórica, con la lógica. Traía una botella de sidra. Encima de su escritorio permanecía la cruz de madera chamuscada, sobre una bandeja de plata, confesó que le daba miedo volver a guardarla y olvidarse de ella, “¿De verdad cree que esta cosa es capaz de crear incendios?” dijo el doctor, aferrándose al sentido común, “Me gustaría estar seguro de que no…” respondió el padre, “…pero usted ya la vio aquel día en mi escritorio. Y además, está el hecho de que al parecer, el fuego no la daña más de lo que ya está” El doctor bebió un sorbo de su vaso de sidra, “Creo que debería enterrarla, padre, aproveche las obras y déjela enterrada bajo el piso de la iglesia…” el cura lo miró dejándose convencer, el doctor continuó, “…si algo sale de ahí, al menos ya sabremos que no hay nada más que podamos hacer” El cura asintió pensativo, si lo hacía, debía hacerlo ahora, pues para el día siguiente seguramente pondrían el piso nuevo y ya sería tarde, además podía aprovechar que aún quedaban algunos hombres para cavar un hoyo, entre ellos Rupano. Finalmente se decidió, y al ponerse de pie el doctor lo sorprendió con la pregunta que ya se temía, “¿Qué sabe de Elena?” El sacerdote ya había decidido que, al menos él, no hablaría ni con el doctor ni con nadie lo que sabía del hijo de Elena, “¿A qué se refiere, doctor?” Preguntó el cura, Cifuentes no quería saber nada sobre eso, “Lo que ocurre, es que Úrsula ha insistido en que Elena sea la madrina de David y quiere pedírselo personalmente” El cura puso cara de justificación “Lamentablemente, no la he visto en los últimos días…” Aunque tampoco especificó que nadie sabía nada de ella.

A Rupano le encargaron el hoyo, ancho y profundo como para enterrar un poste, éste lo hizo rápido y con poco esfuerzo, como hombre acostumbrado al manejo de la pala, al doctor le sorprendió lo fácil que parecía al verlo. Lo hicieron justo detrás del Cristo, Abel se preguntó qué querrían poner allí donde se suponía que no había nada más que suelo llano, pero como hombre reservado que era, no preguntó nada, acabó el hoyo y se quedó parado esperando instrucciones como un animal amaestrado. El hombre olía a perro viejo y a vino. El cura iba a meter la cruz envuelta en un paño, pero el doctor le aconsejó que la enterrara sola. Rupano se les quedó mirando sin saber si eran un par de idiotas que le habían pedido hacer un hoyo enorme para un objeto ridículamente pequeño, o el idiota era él, que no entendía nada, como la vez anterior, en que vio al doctor que enterraba frascos con fetos en el patio de su casa “¿Ya?” dijo, como quien espera la señal de un experto, el cura le dijo que ya podía devolver la tierra a su lugar, pero el doctor le dijo que esperase. Corrió éste cinco pasos, como si alguien lo estuviera apurando, y volvió con una roca enorme en los brazos, que apenas cabía en el hoyo. La dejó caer dentro, sobre la cruz, triunfal, “¿Ya?” repitió Rupano y ahora sí la aprobación fue unánime.



León Faras.

miércoles, 10 de junio de 2020

Autopsia. Quinta parte.


XIX.

Dos días después, el doctor Werner llegaba hasta la hostal, La Coronación, donde Clodomiro lo había citado esta vez para hacerle la segunda sesión de hipnosis a Elena, quien también estaba allí en compañía del padre Benigno. Esta vez el doctor Cifuentes no estaba invitado ni tampoco estaría presente Ignacio, aunque la opinión generalizada en estos casos era que mientras menos personas intervinieran, mejor. El doctor Werner habló con la muchacha en primer lugar, para saber qué era exactamente lo que ella quería saber mediante la hipnosis, y ésta le confirmó que necesitaba saber cuándo había sido la última vez que había actuado sin tener consciencia ni recuerdos de ello, y por supuesto, dónde había enterrado al niño que abortó, con esto Elena se recostó en la cama con el sacerdote a su lado, armado con pluma y papel para registrar todo lo que ella dijera. De esta manera Elena volvió a dormirse, “Elena, estás en un sitio completamente seguro, en el que nada ni nadie puede hacerte daño. Quiero que recuerdes la última vez que actuaste sin ser dueña de tus actos, que lo hiciste dominada por otro ser ¿lo recuerdas?” Elena respiraba pacíficamente, “Sí…” susurró, y luego agregó “…pero ella no aparece desde hace mucho tiempo…” “¿Quién es ella?” preguntó Clodomiro impulsivamente, pero el doctor Werner lo regañó con la mirada, “Desde cuando Elena, ¿Recuerdas cuándo fue la última vez que “Ella” apareció en tu mente?” “Sí…” repitió la muchacha, “…había una fiesta, todo el pueblo estaba allí, menos yo, yo me escondía en casa de Tata y Lina. Me había dormido, luego de darme un baño, era tarde y ella quería ir al pueblo…” “¿Pero quién es ella?” insistió Clodomiro con un susurro, Werner accedió a preguntar, pero obtuvo la misma respuesta que la vez anterior, “Dice que es mi madre, pero no lo es…” “¿Entonces fue al pueblo?” la chica respondió afirmativamente, “¿A qué parte del pueblo, a la fiesta?” insistió el doctor, Elena negó, “No, a la fiesta no, a casa del doctor Cifuentes… a su cama” El cura le echó una mirada a Clodomiro, incrédulo, pero aquel sólo se acariciaba el bigote una y otra vez, absorto en sus pensamientos. Werner continuó, “¿Por qué lo hizo?” “No lo sé…” y ante la insistencia del médico, la muchacha repitió su respuesta, “Te haré otra pregunta Elena, quiero que me digas si recuerdas tu aborto…” La muchacha respondió que sí y el doctor le pidió que le hablara de él, siempre recordándole que se encontraba en un lugar muy seguro, en el que nadie podía hacerle daño, “Sólo supe que iba a nacer, y yo no lo quería” “¿Qué hiciste?” preguntó el doctor, “Pensé en morir comiendo semillas venenosas…” respondió la muchacha con calma, hasta ahora, casi como una observadora, “¿Y qué pasó?” dijo Werner, jugueteando con su barba ermitaña, “Me sentí profundamente enferma, como nunca lo había estado en toda mi vida, muy mareada y con el corazón a punto de salírseme del pecho…” El doctor asintió como si reconociera los síntomas, “Mmm, intoxicación por Estramonio, tal vez Tártago…” mencionó en voz muy baja mirando al cura, éste lo apuntó, luego se dirigió a Elena, “¿Qué pasó después?” “Apareció ella…” dijo la muchacha, poniéndose repentinamente grave, como si la tuviera en frente, Clodomiro se soltó los brazos que mantenía cruzados hasta ese momento, como poniéndose en guardia, Elena continuó, “…todo es muy confuso, sólo recuperaba la consciencia para vomitar una y otra vez, pero ella era la que movía mis piernas y me hablaba con mi boca” Werner le agarró la muñeca, sus pulsaciones se habían acelerado, le recordó que no tenía nada que temer, que ella sólo observaba desde un lugar seguro, “¿Dónde estás?” preguntó, Elena negó con la cabeza, moviendo los ojos frenéticamente bajo los párpados, como en un sueño, “Está muy oscuro, ni siquiera veo dónde piso, mi vista está borrosa, me arden los ojos. Tengo frío y calor al mismo tiempo…” Aquello era una fuerte dosis de fiebre, sin duda, propuso el doctor, ilustrando a sus acompañantes, “Adelántate un poco, ¿Ves algo?” “Sí…” responde ella, “…un candil, un hombre sin voz ni rostro lo sostiene… está parado junto a una cruz de madera. Es un cementerio” Clodomiro y el cura intercambian una mirada, la primera es de triunfo, la segunda de preocupación. “¡Ustedes no tienen derecho a estar aquí!” Grita Elena de pronto y sin venir a cuento, está alterada, empieza a devorar oxígeno, el doctor Werner intenta tranquilizarla, recordándole que donde está no puede ser dañada, y por momentos lo logra, “…excavo con mis manos en la tierra, igual que un perro…” dice la muchacha sumamente afectada, “Ya hemos escuchado suficiente…” sugiere el cura, “¡El parto! ¡Falta el parto!” exige Clodomiro, “¡Tú, estúpido inconsciente! ¡Sal de aquí ahora, o morirás!” Le responde Elena. Ella lucha, se aferra a la voz del doctor Werner quien sólo intenta calmarla para poder despertarla. Elena sigue allí, siente asco de lo que está viendo, “En cuclillas, boto la cría dentro del hoyo, como un animal y se hunde, junto con toda la porquería que sale de mi interior. La tierra se lo traga…” “Escúchame Elena, quiero que salgas de ahí, vuelve al principio, vuelve al presente…” Dice el doctor Werner poniéndole una mano en la frente a la chica, está tibia y húmeda de sudor, “Estarás conmigo esta noche” dice Elena, con contracciones involuntarias de su mandíbula, como si tuviera mucho frío, luego repite, “Por fin estarás conmigo esta noche…” El doctor Werner insiste, Clodomiro se aleja un paso, preocupado, algo le dice que no es Elena quien habla. En ese momento, la puerta de su cuarto se abre. Es Heraldo, el dueño de la hostal, visiblemente angustiado por tener que interrumpir de esa manera, pero tras él está Ignacio Ballesteros, con todo su poder de persuasión, “¡Te lo advertí, maldito hijo de puta!” dice, levantando su pistola, poniéndola a veinte centímetros de la enorme frente de Clodomiro y tirando del gatillo sin ningún dejo de duda, como algo planeado y decidido hace mucho, matando al investigador en el acto y salpicando de sangre el traje del doctor Werner. Aún retumbaba el sonido de la detonación en el interior de los oídos de los presentes, cuando el padre Benigno notó que Elena estaba sentada en la cama, con los ojos abiertos, sin comprender bien que había pasado, pero muy angustiada, pues al ser despertada de golpe por la detonación, se había traído todos los recuerdos con ella, imágenes y sensaciones, como si acabara de soñarlos, o de vivirlos.

Ignacio aceptó sin prestar resistencia y como un caballero a ser llevado a la prisión por el cura y el doctor Werner, a la espera de que las autoridades se hicieran cargo de él, diciendo que el doctor Villalobos, y el resto de sus abogados, estaban al tanto de todos los detalles y lo liberarían rápidamente. En aquel lugar, Aurelio lo encerró en la misma celda en la que antes estuvo Horacio, su padre “No estaré mucho tiempo” Le dijo el joven, “Espero que no…” respondió Aurelio cerrando la puerta, y agregó, “…tu padre todavía anda por aquí”



Fin de la Quina parte.


León Faras.

domingo, 7 de junio de 2020

Autopsia. Quinta parte.


XVIII.

“¡Por todos los santos, padre, espero que todos estén bien!” Exclamó Clodomiro llegando hasta la oficina del cura sin siquiera una mancha de tizne en su traje color crema, ni una mota de polvo en sus zapatos negros, pero sí con la frente y el cuello muy sudados, debido al calor imperante, principalmente, “He estado a punto de intervenir, pero lo cierto es que soy un inútil en estas cosas y de seguro hubiese sido más un estorbo que una ayuda para las personas que estaban trabajando… pero, ¿Qué ha pasado?” Cifuentes tuvo el impulso de pararse en ese momento e irse pero lo consideró demasiado evidentemente descortés y se quedó un rato más. El cura respondió que el origen del fuego era un misterio aún, que todo era demasiado reciente para aventurar conjeturas, y Clodomiro asintió con total gravedad, como quien oye la explicación más sensata del mundo. Luego reparó en la cruz de madera chamuscada sobre el escritorio del cura, “¡Vaya, un sobreviviente!” Exclamó, examinándola de cerca y luego volviéndola a su sitio con una sonrisilla diminuta, “Habrá que ver qué hacemos con ella…” comentó el cura, por decir algo, pero echándole una mirada cómplice al doctor, Clodomiro se abanicaba con el sombrero, “Pues no quedará más que desecharla, no creo que la iglesia esté tan mal económicamente como para no poder costearse una insignificante cruz de madera…” y luego, como teniendo una idea repentina, agregó inquisidor, “¿O es que se trata de alguna reliquia religiosa, padre?” “Sólo es una vieja cruz” concluyó el cura. Luego de eso hubo un silencio incómodo que fue roto repentinamente por el doctor Cifuentes que se puso de pie anunciando que se retiraba, pues tenía que atender a su mujer y su hijo. Clodomiro se le acercó al cura, para hablarle más de cerca, “Entiendo que Elena tuvo su primera sesión de hipnosis” Le dijo con cierta malicia, el cura lo miró como si de pronto Clodomiro oliera muy mal, “¿Y usted cómo sabe eso?” Almeida lo miró fingiendo sorpresa, “El doctor Werner es mi amigo, yo le sugerí a Elena que se dejara atender por él, pero es un hombre muy serio y profesional y de ninguna manera le pediría detalles a él” “¿Y me los pide a mí? Escuche Clodomiro, pierde su tiempo y me hace perder el mío. Tengo media iglesia quemada, en estos momentos hay asuntos mucho más importantes que atender que saciar su insana curiosidad” El cura se puso de pie, Almeida era un maestro del cinismo, “Yo tenía razón, ¿verdad? Lo que estaba escrito en el diario, era cierto, ¿no?” El cura le pidió que se fuera, parado en la puerta, Almeida insistió, “¡Pero el niño está vivo, ¿verdad? el que Elena abortó, nació vivo! ¿Lo mencionó, ella lo mencionó?” El cura sintió una mezcla de miedo y asco, “¿Por qué me pregunta algo así?” dijo el cura, como aturdido, Clodomiro parecía muy serio, “Es muy importante, padre, ¿Lo está? ¿Está vivo?” “Pues al parecer, sí nació vivo” Clodomiro recibió la respuesta que deseaba oír, pero no salió de la boca del cura, sino de la boca de la propia Elena que, luego de despedir a su hermano en el cementerio, oyó las insistentes campanadas de alerta en el pueblo y vio la columna de humo, con lo que decidió enviar a Clarita de vuelta a casa mientras ella corría al pueblo. Luego de responder con un dejo de indignación, como cuando alguien descubre que están hablando de él a sus espaldas, se dirigió al cura, preocupada por lo que le había sucedido a la iglesia “¿Padre, está usted bien?” El cura le respondió con un cálido apretón de sus manos sobre una de la muchacha y una suave mueca de sonrisa, a Clodomiro, sin embargo, le urgía más información, “Pero muchacha, si ese niño está vivo, ¿Dónde está? ¿Quién lo tiene?” Elena negó con la cabeza, “Está muerto, al parecer nació vivo pero ahora está muerto…” “¿Estás segura?” remató Clodomiro, como si se tratara de algo fundamental, y luego agregó, “¿Viste el cuerpo?” No, la verdad era que Elena no estaba segura de nada y lo único que sabía, era lo que había dicho durante una sesión de hipnosis de la que tampoco recordaba nada, pues sólo le pareció haber tenido un breve y agradable sueño, sin embargo, era casi seguro que ese niño había muerto, y además de una forma horrible que ella no quería saber, que le daba miedo recordar, “Pero, hombre por Dios, ¿Quiere dejar de insistir con eso? ¿No se da cuenta de lo impúdica que es su curiosidad?” Clodomiro cerró la puerta con cautela, “No padre, usted no se da cuenta de lo que ocurre…” “¿Y qué es lo que ocurre?” preguntó Elena, armándose de valor, Clodomiro parecía en ese momento el hombre más confiado y confiable del mundo, “Creo que el hijo de Úrsula, en realidad es tu hijo” Elena buscó apoyo en la mirada del cura, pero éste estaba vacío y asustado, “De hecho, estoy casi seguro, a menos que tú puedas decirnos dónde está tu hijo, el niño que nació de ti” Concluyó Clodomiro.

“Eso es imposible…” soltó el cura en un intento desesperado por decir algo en un momento en el que se sentía aterido por dentro, Elena en cambio sólo podía negarlo, incapaz de encontrarle sentido a lo que oía, “¡Es una locura, una completa locura! Úrsula tuvo su propio embarazo, no se encontró un niño por ahí tirado…” “¡Ya lo sé, pero míralo! Ese niño es el retrato de tu madre, ¿Cómo es posible…?” Clodomiro se detuvo repentinamente, el sacerdote se veía pálido y a un paso del desmayo, “Por Dios, es que eso es imposible” murmuró, buscando su silla para sentarse. Se quedó largos segundos en silencio, Clodomiro le ofreció un poco de vino dulce que encontró en un mueble, vino de comunión, “¿Quiere que vaya por el doctor?” preguntó luego, visiblemente preocupado, el sacerdote se negó, parecía estar reuniendo fuerzas para decir algo “Úrsula sí encontró un niño abandonado” soltó al fin. Eso ni Elena ni Clodomiro lo sabían. Y luego de decirlo, el cura se vio obligado a contar parte de lo que sabía, pero con una cautela brutal, digna de quien camina descalzo sobre vidrios rotos, omitiendo los hechos inexplicables que, fueran reales o no, sólo confundirían más a Elena, “¿Dónde lo encontró, al niño? ¿Lo sabe?” preguntó ésta, “En el cementerio de Casas Viejas” respondió el cura, lo más escueto posible. “Creo que una nueva sesión con el doctor Werner aclararía muchas dudas” propuso Clodomiro, Elena asintió, confirmando que pensaba en lo mismo, “Exijo estar presente esta vez” Agregó el investigador, pero no obtuvo respuesta.



León Faras.

miércoles, 3 de junio de 2020

Autopsia. Quinta parte.


XVII.

La estridente campana del incipiente cuerpo de bomberos del pueblo, más pequeña y de paredes más angostas que la de la iglesia, pero de sonido más alarmante y catatónico, hizo salir a Guillermina a la calle secándose las manos en el delantal para ver la espantosa columna de humo negro que salía de la iglesia a apenas algunas cuadras de distancia. Salió corriendo con tanto apuro que a los diez pasos debió volver para cerrar la puerta de su casa y luego emprender una carrera envidiable para su edad. Al encontrar el acceso libre, llegó a arrojarse a los pies del Cristo para rogarle que hiciera llover o algo para evitar que la iglesia se quemara, pero fue sacada rápidamente en andas por dos hombres que la mandaron a que fuera a ayudar con las tareas de apagado en vez de estar estorbando. La pobre mujer acabó con manchas de tizne por todas partes y el moño despaturrado, quejándose de que ya no tenía edad para cosas como aquella. Cuando vio a Mateo hurgando en los restos del incendio, se iba a acercar espontáneamente, llamándole de un grito, por costumbre aun sabiendo que el chico era sordo, pero se detuvo en seco cuando vio lo que el muchacho recogía de entre los escombros: la cruz esa que se prendía fuego sola y luego no se quemaba ni arrojándola al fuego. La mujer la reconoció enseguida, como si no hubiera otra igual en el mundo, se persignó con lentitud y luego siguió al muchacho hasta donde estaba el padre Benigno y el doctor Cifuentes recobrando el aliento, “Gracias a Diosito que no dejó esa cosa en la casa” le dijo al cura medio en reproche, pero éste aún pensaba que primero había que descubrir el origen del incendio antes de adelantar conclusiones. Cifuentes también opinaba lo mismo, pero no podía quitarse de la cabeza la vez anterior que vio esa cruz. Era una cruz común y corriente con apenas una particularidad que fácilmente podía pasar desapercibida: que estaba hecha de una sola pieza y no de dos, que era lo más lógico. Luego de asearse un poco y de que Úrsula se fuera junto con Guillermina, regresó junto al cura a la oficina de éste, esta vez sin Úrsula ni el niño, el doctor quiso saber si es que aquella cruz tenía una buena historia que contar, y el cura le respondió que sí, aunque era una historia más bien corta, y le explicó que se la habían traído los padres de Úrsula con la insólita historia de que era imposible consumirla en el fuego a pesar de estar hecha de madera y que él la había guardado en su escritorio hasta el incidente en su despacho que ya conocía, pero que nada tenía que ver con el incendio de la iglesia, esto último lo dijo con evidentes ganas de creérselo él mismo, pues, aunque no lo mencionó, recordaba perfectamente haber dejado esa cruz sumergida en un frasco con agua en el que no podía encenderse ni con ayuda del mismísimo diablo.

Guillermina volvió a su casa junto con Úrsula, David y Mateo, alegando que aún tenía el corazón en la mano luego del susto al ver las gigantescas lenguas de fuego que amenazaban con devorar la iglesia, y se persignaba al revivir en su memoria dichas llamas; la muchacha por su parte asentía a todo, confirmando el cien por ciento de la versión de la vieja además de justificar plenamente todas sus reacciones. Mateo, como sordo que era, no participaba de la conversación, pero caminaba compungido, como quien ha visto algo que no debía ver. Guillermina preparó té para seguir discutiendo los pormenores del suceso, los cuales parecían inagotables en ese momento, hasta que Mateo llegó de improviso estirándole un trozo de papel en el que no había más que una tosca cruz dibujada con carbón, la vieja la admiró sin ganas y la devolvió con la intención de seguir con su plática, pero el muchacho insistía en que la mirara, sin embargo no había nada más mirar que dos líneas remarcadas y cruzadas entre sí en forma de cruz, Úrsula tampoco entendía gran cosa, y sólo observaba con un ojo a Mateo y con el otro a su hijo que dormía en sus brazos. Entonces el muchacho se fue rumbo a la cocina y volvió con un frasco de vidrio, le arrebató el papel de las manos a la vieja, lo metió dentro del frasco y se lo ofreció a la vieja con tal grado de urgente insistencia, que esta se bloqueó por varios segundos hasta que por fin se encendió en su mente, como una inspiración, “¡La cruz!… ¿Tú la viste? ¿Qué… fuego? …Pero… los dedos, ¡Te quemó los dedos! …explotó… el frasco explotó… ¿fuego? ¡Fuego!… mucho fuego… ¡Pero eso es imposible, muchacho!” Entre gestos y sonidos raros, la vieja y el muchacho tuvieron una conversación que Úrsula, por más que lo intentó, no entendió más que la mitad, “¿De qué cruz habla?” se atrevió a preguntar con inocencia, y Guillermina le echó una mirada de angustia que hasta le dio un poco de susto.

En lo que a Úrsula le respectaba, la cruz de madera de su cuarto en casa de sus padres, debía permanecer en el mismo sitio, pues no había razón que ella conociera para que no estuviera allí, a menos que sus padres la hubiesen retirado por algún motivo el día en que restauraron su dormitorio y del que ella no se había enterado, “¡Pero muchacha…” le dijo la vieja, preocupada, como si la chica estuviera negando lo evidente, “…si tú misma la viste aquel día en que se le estaba quemando el cajón al padre! Si hasta se te descompuso el cuerpo con la impresión, ¿Te acuerdas?” Úrsula vio en su mente la escena con sorpresa, como si la estuviera viendo por primera vez, recordando la extraña sensación de agobio repentino de ese día, como si aquellos días oscuros, de vivir esclavizada por el niño, de pronto la amenazaran con volver, pero, aunque vio la cruz ennegrecida por el fuego, no pensó siquiera que se tratara de la vieja cruz de madera que colgaba sobre su cabecera, sin embargo ahora, se le hacía inexplicablemente claro, aunque no lograba entender cómo había llegado allí, ni por qué, y ni mucho menos, qué tenía que ver con el incendio de la iglesia. La vieja le dijo lo que ella sabía, que sus padres se la habían dado al cura porque la cruz había quemado una imagen de la virgen y luego cuando la quisieron destruir, no pudieron, “…Incluso yo misma intenté quemarla en el fuego de la cocina, niña, ¡Y al día siguiente salió igualita!” y que luego de eso la cruz había quedado metida dentro de un frasco con agua bendita que el cura se llevó a la iglesia. Eso era todo lo que Guillermina sabía, más lo que Mateo le acababa de contar, suficiente para dejar a Úrsula con más dudas que certezas, pero había una que ella podía responder, a medias, el resto había que preguntárselo a su padre, Ismael y era el origen de esa cruz, la cual colgaba de la pared de su cuarto desde que ella tenía memoria, pues, según había ella oído alguna vez en su casa, la cruz se la había comprado su padre a un hombre que cargaba con un curioso tendedero a la espalda del que pendían sólo cruces, muchas, de diferentes tamaños, todas de madera, y que se dedicaba a venderlas por la calle, Ismael no tenía intención de comprarle nada, pero el vendedor le había insistido mucho, quejándose de haber tenido un muy mal día, eso no era de extrañar, vendiendo sólo cruces de madera sin más, pero cada uno se busca la vida como puede, sin embargo lo que lo convenció de comprar finalmente, fue que el vendedor le pronosticó que el hijo que esperaba su mujer sería una niña, “Lleve una para su hija…” le dijo, Ismael le preguntó que cómo diablos sabía del embarazo de su mujer, y el vendedor sólo le sonrió, diciéndole que había sido suerte, que la adivinación era un arte que se le desarrollaba por sí solo a los vendedores de cruces, entonces descolgó una cruz, “…Hecha de una madera muy especial…” y se la dio a cambio de una limosna de dos monedas que el vendedor recibió como si se tratara del primer dinero que veía en años. Lo de la “madera muy especial” Ismael lo tomó como el típico discurso de vendedor interesado en meter su producto a punta de embustes si es necesario, sin embargo, ahora eso de “Muy Especial” tenía otro significado. Ni ella ni la vieja Guillermina habían visto jamás en la vida y en ninguna parte, a ningún hombre que se dedicara a vender sólo cruces de madera.



León Faras.