miércoles, 30 de noviembre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXVII.



Sí, una honda, una piedra plana como una cucaracha, una gran dosis de mala suerte y ¡Pum, Me pulverizó el ojo! Éramos solo unos críos jugando… Fue asqueroso.” Concluyó Gan, con una sonrisa incómoda ante el gesto de asco y dolor de los pieleros que le escuchaban mientras preparaban sus cosas para partir, “Suerte que solo fue un ojo” Comentó Barros, siempre intentando decir algo amable. Avanzaron juntos por el camino durante un trecho, pero pronto los pieleros debieron desviarse, pues su trabajo consistía en recorrer los montes buscando piezas de caza cuyas pieles fuesen valiosas o sus carnes comestibles y de esa manera ganarse la vida, pero luego de las despedidas, resultó que les fue imposible separar a Cantinero de la burra de Gan sin un escándalo de proporciones, con aullidos, rebuznos y patadas al aire y al suelo que daban la impresión de que los pobres animales estaban siendo atormentados por ánimas del infierno, “¡Pero qué carajos!” Aulló Petro, tirando del animal como nunca antes había tenido la necesidad de hacerlo, “Déjalo hijo…” Le dijo su padre, en tono de resignación, “No conseguirás que vaya a ninguna parte sin la burra del señor Gan” Este los miró ceñudo, como si le hubiesen dicho algo extremadamente complicado de comprender. Luego de unos segundos reaccionó, “¿Dice usted que estos dos se han enamorado? ¡Pero si son burros!” Alegó Gan, genuinamente incrédulo ante tal disparate, pero el viejo Barros le asentía sabio y condescendiente, “Los asnos son animales complejos, señor Gan, no debería sorprenderse de que sean capaces de demostrar emociones profundas de afecto y lealtad, tanto hacia los hombres como entre ellos” Gan lo miraba con esa sonrisa persistente y torcida de quien escucha algo que es tan difícil de creer, que sostiene la esperanza de que al final se trate todo de una broma, pero el viejo Barros hablaba muy en serio, “No sé cual sea su experiencia, señor Gan, pero nosotros hemos compartido nuestra vida entera con borricos y sabemos muy bien de lo que hablamos: estos dos no irán a ninguna parte sin el otro” Sentenció el viejo, y luego de eso, intervino por primera vez su hijo Petro, cuyo tono de voz era menos suave, “Estamos en una disyuntiva, señor Gan, y nosotros somos la mayoría” Afirmó. Gan mantenía su gesto de incredulidad que a estas alturas ya parecía más el de un idiota, pero podía comenzar a asimilar que no había ninguna broma de por medio, entonces tomando aire, volvió a sonreír, pero esta vez con su sonrisa habitual, “Bueno, lo cierto es que ninguna dirección es mejor que cualquier otra para mí, así que, si están de acuerdo, puedo unirme a ustedes y así no separar los destinos de estos dos nobles animales. Soy bueno cazando, ¿saben? mi padre me enseñó a usar el arco desde muy pequeño. En una ocasión…” Gan comenzaba una nueva historia, inventada u oída de alguien más, daba igual, solo eran historias para amenizar las caminatas y entretener a los amigos, y él era bueno en eso, cuando no estaba en medio de una batalla.



Si Teté se había quedado maravillada con la habitación que le habían dado al llegar a Cízarin, Rubi estaba encantada, ¡Si hasta tenía una ventana que daba hacia el exterior! Era como una casita pequeña, pero eso no importaba porque ella también era pequeña; los muebles se podían usar y no estaban allí solo para restarle espacio a los vivos y el cielo raso era inalcanzable… el único problema era ese bebé, al que la pequeña Rubi no paraba de encontrarle defectos: su olor, sus chillidos, su inutilidad. Todo en él era exasperante, “¿Cuánto tiempo tenemos que cuidarla, mamá?” Preguntó, apenas comprendió que su estadía en ese estupendo lugar dependía de ello, Teté le respondió que suponía que deberían hacerlo hasta que la pequeña princesa creciera y Rubi soltó tal bufido de fastidio, que la muchacha no pudo menos que mirarla con los ojos abiertos como platos, pero es que eso a la niña le sabía a toda una eternidad, y aunque a Teté le pareció algo similarmente agobiante al principio, las palabras de la vieja Zaida le hacían eco en su cabeza cobrando fuerza y relevancia, “Ahora, tú eres su madre, Teté,” haciendo que empezara a ver a esa bebé, ya no como una pesada obligación, sino como una hija, una que ella nunca había pedido, algo así como le gustaba ver a veces a Rubi, la que siempre le llamó mamá, siguiéndola a todas partes a pesar de sus protestas y que ahora seguía haciéndolo. “Pues eso es lo que hacen las familias, cuidarse unos a otros” respondió Teté, procurando sonar con la sabiduría innata de las madres más experimentadas que ella. Rubi la miró ceñuda durante varios segundos, como juzgando sus palabras, para luego empezar a asentir con ruda convicción, “Bueno, supongo que podremos encargarnos de ella hasta que se haga grande…” Aceptó la niña, soltando un suspiro de resignación, porque aunque todavía le parecía un fastidio la tarea y aún consideraba a esa bebé una intrusa en sus vidas, tal vez, solo tal vez, esa bebé terminara convirtiéndose en parte de su familia.



Darlén estaba nerviosa, algo en sus entrañas le decía que estar allí, era una muy mala idea, sobre todo para ella, porque la vieja Gilda se veía de lo más relajada y jovial, “¿Quién vive en esta casa?” Preguntó la joven, mientras la vieja llamaba a la puerta con suaves golpecitos, “Una bruja llamada Circe, ¿has oído hablar de ella?” Respondió Gilda, sin rodeos ni miramientos, ante el repentino espanto de la joven Darlén, pero antes de que esta pensara siquiera en responder a la pregunta, la puerta se entreabrió sin que nadie apareciera del otro lado, entonces la vieja entró, pero llevándose por delante a la joven con un calculado empujón que la dejó plantada dentro de la casa. En contraste con el luminoso día, el interior de la casa era una cueva, a cuya oscuridad costaba varios segundos acostumbrarse. El interior se veía pequeño, pero más que pequeño se sentía como saturado de cosas por todas partes, donde todo era robusto, grueso, tosco, incluso los muebles y las repisas, las ventanas eran pequeñas y por ellas apenas entraba claridad y el techo era tan bajo que se podía tocar estirando un poco la mano, “Ya me preguntaba qué había sido de ti” Dijo una voz de mujer, una voz muy bonita en verdad, Darlén se giró y vio el bulto de alguien trabajando sobre una mesa iluminada con un cacho de vela, por primera vez en su vida percibió el olor del que siempre le habían hablado que emanaba de ella, porque no era el de ella. La bruja se puso de pie, en la penumbra se podía ver que no era una mujer joven, pero tampoco se trataba de una anciana, sin embargo su rostro, aun con la pobre iluminación del lugar, era impresionante. Darlén contuvo el aliento. Se decía que las mujeres nacidas bajo la luna de sangre, no solo estaban dotadas para las artes ocultas y caracterizadas por un agradable aroma, sino que también eran hermosas por naturaleza, pero aquella mujer, Circe, tenía el rostro de una cabra.


León Faras.

domingo, 20 de noviembre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

El desquite de Migas.



Tobi salió temprano en la mañana como cualquier cabrero lo haría, aunque a esa hora su padre ya estaba trabajando en la elaboración del queso que vendería su madre aquella misma tarde y esta ya estaba desmalezando su pequeño huerto de tomates y calabazas, esto, a pesar de que toda la familia, (a excepción de las hermanas más jóvenes de Tobi, dos niñas de nueve y diez años,) se había acostado bastante tarde esa noche porque habían llevado a cabo un acto de justicia y de limpieza cívica, lo primero, porque su hijo había sido golpeado, atado y secuestrado por un viejo demente y eso no podía quedarse impune, y lo segundo, porque eliminar a ese viejo cochino era librar a toda la comunidad del peligro y la mala influencia de un hombre acusado justamente de comercializar con carne humana y expulsado por esta razón de la ciudad, a la que no deb de regresar nunca. El muchacho iba contento, era un lindo día y la vida le sonreía, tenían acordado reunirse con Nina ese día, a eso del mediodía, en uno de sus lugares secretos, y tanto ella como él, jamás faltaban a esas citas. Llevó su rebaño, uno particularmente grande porque incluía cabras de tres propietarios distintos, a uno de sus sitios de pastoreo preferidos y se sentó sobre una piedra para devorar su desayuno, pero al abrir la boca para dar la primera mordida, un pinchazo en el cuello lo hizo dar un respingo, cuando se tanteó con la mano, encontró una cosa de lo más rara, como una gran espina con plumas atadas en la cola clavada a su cuello, pero más raro aun era que su vista se volviera repentinamente borrosa, que su boca se secara espantosamente y que sus músculos se relajaran hasta el punto de que no pudiera sostener su comida en las manos ni el equilibrio de su cuerpo sentado sobre esa piedra. Entonces, una figura alta y delgada se le paró delante, “Oh, mierda…” fue todo lo que Tobi alcanzó a murmurar antes de perder el conocimiento y caer de narices al suelo, tras reconocer al viejo Migas parado frente a él, sonriéndole complacido. Vivo, y no muerto en el incendio de su cabaña como el chico y su padre se imaginaron.



El dardo fue lanzado con una cerbatana, una caña larga y hueca por la que se soplaba con fuerza para disparar, el truco era que el interior del canuto estuviera perfectamente pulido y que el dardo cupiera lo más ajustado posible, pero sin llegar a quedarse atascado dentro, de esa manera se lograba un tiro perfecto. También era menester envenenar la punta del dardo para adormecer a la víctima porque de otra manera no causaba más daño que un simple pinchazo. Migas le quitó la ropa al cabrero antes de tirarlo como un bulto encima de su caballo, y la dejó estirada sobre un arbusto seco, de esa manera, las estúpidas cabras no se irían tras él, sino que se quedarían allí pastando tranquilamente mientras sintieran el olor de su amo. Luego se lo llevaría a un sitio preparado dentro de la espesura del monte donde lo colgaría de un árbol como a una pieza de caza y lo desangraría como a un chivo, de modo que el cabrero nunca más despertaría de su letargo.



Migas había aprendido hace mucho tiempo, que para destazar seres humanos se debía ser rápido y eficiente, básicamente porque casi siempre esto podía ser considerado como un delito, a pesar de lo mucho que el destazado se lo mereciera, también a tomar precauciones sobre la hora y el lugar para hacerlo, o como en este caso, hacerlo con su cerbatana a mano y lista para usarse en caso de oír a alguien acercándose y, quizá lo más importante, a deshacerse de los restos de manera correcta: abandonándolos en el monte, trozados y cubiertos de hojarasca para facilitarle el trabajo a las alimañas que no tardaban en aparecer a alimentarse, excepto por la cabeza, que era lo único que se debía sepultar a una prudente profundidad bajo tierra, y la razón no podía ser más simple, porque, que la gente se encontrara con algunos huesos en su camino, aunque estos fuesen humanos, eran solo huesos y no causaba ningún revuelo a nadie, pero un cráneo humano tirado por ahí causaba tal conmoción, que todo el mundo hablaba de eso durante días, haciendo especulaciones infundamentadas sobre el parecido con tal fulano que llevaba un par de días desaparecido o con tal mengano perdido hace más de cinco años, y la probable causa de la muerte y hasta podían caer algunos culpables solo por ver una calavera ¡Como si esta les pudiera hablar! En cambio, el resto de los huesos daba lo mismo si pertenecían a un perro, un humano o a un unicornio, eran solo huesos. Así era como el negocio de Migas se había mantenido en el anonimato durante largo tiempo: enterrando bien las cabezas que cortaba.



Ya por la tarde, la madre de Tobi, una mujer madura pero aún atractiva, se ponía en su pequeño puesto en la calle, junto con la menor de sus hijas, a vender el queso que había fabricado su marido ese día, no había mucha gente a esa hora porque todo el mundo estaba ocupado en sus menesteres, pero siempre tenía la esperanza de acabar temprano y regresarse a casa a continuar con sus múltiples tareas. Mientras anunciaba su producto, sintió el tirón en su falda que le dio su hija para llamar su atención, pero una nube de polvo rojizo que olía como a algo podrido, la golpeo en la cara cuando se volteó y la hizo cubrirse el rostro con la manga. Había alcanzado a ver la figura de un hombre viejo y flaco soplándose la palma de la mano en dirección hacia ella y aunque no alcanzó a reconocerle, quería borrarle la cara de una bofetada y aclararle algunos puntos sobre andar soltando sus porquerías encima de la gente, pero en cuanto lo vio, su ira se esfumó y se dio cuenta de que se trataba de alguien extremadamente interesante, un hombre maduro con un atractivo indescifrable, cuya voz, mirada o sonrisa podían cautivar a cualquier mujer, incluso su hija pequeña le miraba fascinada, como si se tratara de un príncipe montado sobre un corcel alado o algo así. Aquel señor, cuya voz era la de un ser celestial, por lo menos, le dijo con toda galantería que cargaba con una buena porción de carne fresca, carne de cerdo, le dijo, y que se preguntaba si ella estaría dispuesta a intercambiarla por uno de sus famosos quesos, la mujer, aunque no lo necesitaba para convencerse, le echó un vistazo al saco del viejo y comprobó que en verdad aquella carne tenía la mejor pinta y el aroma de la frescura, en eso no había engaño, aquella carne era tan fresca que el resto del cuerpo aún no había sido tocado ni siquiera por las moscas. La mujer aceptó el trueque sintiéndose afortunada y el hombre se retiró dejándoles a ambas una sensación de narcotizado bienestar, viendo cómo ese día era más brillante, más luminoso, el aire olía mejor, los pájaros cantaban más alegres y hasta ellas sentían deseos de cantar también, sin ninguna razón, solo por cantar.



Por la tarde, a punto del ocaso, Mozi comprobó con molestia que sus cabras no habían regresado aún, que ese cabrero irresponsable no había bajado de las colimas todavía y se preguntaba a qué diablos estaba esperando. Su hija Nina sabía que algo raro sucedía porque el muchacho había faltado a su cita ese día, pero no le diría nada de eso a su padre porque este le había prohibido ver al cabrero y ella era una chica obediente. Antes de que oscureciera por completo, el tabernero y otro de los propietarios de las cabras fueron a casa de los padres de Tobi para que le dieran explicaciones sobre la irresponsabilidad de su hijo, pero no encontraron más que frío silencio en esa casa, por la ventana de enfrente se podía ver una mesa servida, un banquete con una gran fuente llena de carne aún humeante al centro, algunas velas encendidas y a todos los miembros de la familia muertos sobre sus asientos, caídos sobre la mesa o sobre sus respaldos, todos envenenados y con una horrible y torcida mueca de felicidad en el rostro. Migas se había preocupado de que el veneno fuese agradable y así ninguno lo rechazara, ni siquiera las niñas.


León Faras.

sábado, 12 de noviembre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXVI.



Qrima, luego de haber pasado la noche enrollado en una manta sobre su carreta, abrió los ojos y vio como la negra noche se estaba comenzando a teñir de azul, lo que significaba que el sol ya estaba muy cerca. Se incorporó para preparar sus caballos, los cuales se desayunaban con los hierbajos a la orilla del camino, para cuando las primeras luces del alba se asomaron, él ya estaba listo para regresar. A esa hora ya habían empezado a moverse los primeros carros y carretas con cadáveres cizarianos rumbo a las fosas donde estaban siendo sepultados por sus familiares y amigos, lo que se consideraba mucho más civilizado que solo quemarlos, como era la costumbre rimoriana, a los que, por cierto, no les sobraba la tierra, precisamente. Pudo averiguar, por los soldados apostados a lo largo del camino, que hasta esa hora, aún no había noticias del príncipe Rianzo lo que eran malas noticias para Darlén, aunque para Nila no tenía nada mejor que ofrecer tampoco, su última esperanza era encontrar el cadáver de Emmer abandonado en el Cruce, como dijo el capitán Dagar “entregado a las alimañas,” al menos así lo abría encontrado, pero sabía que eso era poco probable. Pasó junto al gran círculo de ceniza donde los rimorianos fueron incinerados y se preguntó cómo diablos habían hecho para quemar así a tal número de personas, todos amontonados y sin la cantidad de leña mínimamente necesaria, aunque la pregunta principal era cómo diantres habían hecho para derrotarlos en primer lugar, él vio a Emmer ponerse de pie luego de ser atravesado por una espada y si todos tenían la misma condición, era difícil de creer, “Tan inmortales no eran a fin de cuentas…” Pensó el viejo, cubriéndose la boca para respirar, porque la ceniza se levantaba como niebla en ese lugar con la más mínima brisa. Cuando ya salía de los campos de Cízarin, oyó un estrépito, fuerte y breve como un trueno, que reverberó en los cerros e hizo que los pájaros salieran volando asustados y los campesinos se voltearan hacia el horizonte o hacia el cielo buscando el origen del estampido. Se había oído a poca distancia, pero estaba convencido de que aquello no podía haber sido un ruido hecho por el hombre. Como fuese, continuó su camino sin volver a oírlo de nuevo. Encontró los restos del campamento hecho por los soldados en el Cruce durante el aguacero, no había gran cosa, pero junto a un árbol y a unas ataduras cortadas, encontró el chaleco de lana y cuero de Emmer, lo reconoció rápidamente por el hoyo esférico que tenía en medio del estómago y lo comprobó sacando la bola de hierro de su bolsillo y haciéndola pasar a través del agujero, por el que cabía a la perfección. En ese momento dos ideas se le cruzaron por la mente casi al mismo tiempo: el estruendo “fuerte como un trueno” que Emmer dijo oír cuando esa bola que le lanzó ese viejo estrafalario de Larzo se le metió en las tripas sin que él siquiera pudiera verla y el estampido que acababa de escuchar él al salir de Cízarin, “¿No serían dos plumas del mismo pájaro?” Se preguntó Qrima, jugueteando con la bola de hierro entre los dedos. Lo siguió meditando mientras registraba el lugar, pero igual que al principio, no encontró gran cosa, solo unas huellas, entre las muchas que habían gracias al lodazal formado por la lluvia esa noche, se fijó en unas que salían del campamento y se perdían en el camino hacia Bosgos, y según la experiencia del viejo, lo hacían con bastante prisa. No había forma de estar seguro, pero sin duda, esas huellas podían ser las de Emmer.



Esa mañana muy temprano, Gilda, luego de desayunar, cogió su carreta y le pidió a Darlén que la acompañara, con la excusa de que debía traer productos para su negocio desde su gruta y si la ayudaba acabarían más rápido, en parte tenía razón, pero lo que realmente quería era hablar con ella sobre su curiosa condición. Los niños aún dormían y Nila se encargaría de ellos, por lo que la muchacha aceptó encantada, pues también ella quería retribuir la hospitalidad de la anciana que las había recibido en su casa. Lo primero que hizo Gilda, una vez en camino, fue preguntarle por ese misterioso olor que desprendía, y la chica, incómoda por supuesto, como a quien le reprochan que huele muy mal, respondió que ella no desprendía ningún olor, “No muchacha, no me refiero a ese tipo de olores, me refiero a ese aroma tuyo, seguro que te lo han dicho muchas veces” Era cierto, su madre, desde que ella era muy niña, siempre sabía cuando andaba cerca porque decía que la podía oler y su padre la llamaba “Florecita” por la misma razón; Rianzo también se lo señaló muchas veces y ella siempre respondía que solo eran las flores y las hierbas aromáticas de su huerto, pues ella no tenía más explicaciones que esa para algo que ella no podía percibir, “No son las flores ni las hierbas, niña, eres tú, tú que viniste al mundo durante una noche con la luna ensangrentada” Darlén se asustó, parecía estar siendo acusada de algo muy grave, y ella ni siquiera sabía a qué se refería con luna ensangrentada, “Cuando la luna llena se tiñe de rojo…” Explicó la vieja, “…engendra a alguien especial, quien viene caracterizado con ese aroma y dotado del beneplácito de los dioses para las artes ocultas… ¿entiendes?” Darlén negó con la cabeza, preocupada, nadie le había dicho nada sobre lunas rojas ni nada parecido, nunca, además, qué era eso de las artes ocultas, ¿brujería acaso? Su madre decía que los brujos verdaderos ya no existían, que los que quedaban eran solo embusteros y charlatanes, “Eso suena a que conoció uno que no le dijo lo que deseaba oír…” Apuntó la vieja, con el aire pedante del que presume de saber más de lo que demuestra, “¿Entonces es cierto? ¿lo de la brujería?” La vieja sonrió porque Cicuta, su cabra, en ese momento olía a la muchacha con obstinada insistencia, tanto que esta luchaba por quitarse la nariz del animal de encima, “Lo es niña, y cualquiera puede aprender, pero no todos tienen el don… como te dije antes: la aprobación de los dioses, y tú la tienes.” “¿Usted es bruja?” Preguntó la chica con tono y gesto infantil, la vieja rió, porque eso era lo que creía la mitad de la ciudad, y la otra mitad estaba convencida, “No, niña, yo solo puedo oler a polvo de alhucema, no tengo el don, solo sé lo que está al alcance de mi mano, pero lo que hay en las estanterías de arriba está destinado para otro tipo de personas… como tú” Mientras hablaban, la carreta se detuvo frente a una pequeña cabaña aislada en medio de la nada, una chabola de lo más pintoresca, gracias al nutrido huerto que la rodeaba, repleto de plantas y hortalizas que crecían sanas y vigorosas, rebosantes bajo la luz del sol de la mañana, pero que a pesar de ello, no llamarían en lo más mínimo la atención de Cicuta.¿Qué hacemos aquí? ¿es aquí donde tiene sus hongos?” Preguntó la muchacha, con la inocente sensación de haber sido llevada como cerdo al matadero, la vieja negó mientras bajaba de su carreta, “Quiero que conozcas a alguien, no te asustes, es una buena persona… te lo aseguro” Darlén confiaba, o al menos eso quería, pero no podía evitar tener un mal presentimiento, “Solo quiero que la conozcas, y luego nos iremos…” Añadió la vieja con su sonrisa más seductora, “…pero de una cosa debes estar avisada: su aspecto puede impresionar a algunas personas. Ella es… diferenteConcluyó la vieja.


León Faras.



miércoles, 2 de noviembre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXV.



Para cualquier cizariano que se preciase, las tontas historias rimorianas sobre espíritus errantes y muertos que regresan eran solo eso: tonterías, llegando estos incluso al extremo de afirmar que su feo bosque seco estaba habitado por ánimas malditas, y en Bosgos, la tendencia de pensamiento era más cercana al lado cizariano, por lo que aquí, hablar sobre estos temas pretendiendo pasarlos como reales era considerado charlatanería, y si la cosa se ponía seria, pasaba directamente a considerarse locura, pero esto no contaba para los rimorianos, pues estos ya estaban todos locos y no había nada que hacer. Janzo se acomodó en un rincón sobre la paja, se enrolló en su manta y en dos minutos ya dormía, mientras Emmer prestaba atención a todo sonido en la oscuridad del granero, aunque sabía que no eran más que ratas, porque todo el mundo sabe que los fantasmas no hacen ruido y no es que les tuviera miedo, el asunto era que en Rimos, encontrarse con un espíritu errante era considerado de muy mala suerte, pues estos eran los portadores del infortunio, salpicándolo y esparciéndolo por todas partes como no podía ser de otra manera, y él jamás había visto uno en toda su vida, lo que sin duda era algo muy bueno para su suerte, por lo que tentar la fortuna de esa manera yendo a meterse a un lugar en el que las ánimas estaban atascadas y encima de noche, era lo suficientemente insensato como para poner intranquilo a cualquiera. “Los muertos están muertos y los fantasmas no existen” Le aseguró Janzo antes de dormirse, “Desearía creer que eso es cierto” Le respondió Emmer, cerrando los ojos y procurando dormir también. Despertó de pronto, con la misma presteza que el soldado que sabe que le toca su turno de guardia y abre los ojos al mínimo toque, pero a él nadie lo había tocado, tal vez en su sueño. Aún estaba oscuro cuando comenzó a ver una pequeña y débil lumbre que se acercaba flotando a baja altura desde la entrada del granero pero sin llegar a iluminar demasiado, Emmer quiso hablar, preguntar por quién venía pero estaba paralizado, aunque no sentía miedo, no todavía, solo era que su cerebro no le obedecía. La luz se detuvo en medio del lugar y a algunos metros de él, y tras elevarse unos pocos centímetros se iluminaron los pies desnudos de alguien que pendía del cielo, por sus piernas corrían gruesos hilos de sangre que se descolgaban en espesos goterones, de pronto la imagen se vio mejor, como si hubiese clareado o como cuando por fin los ojos se acostumbraban a la oscuridad, el farolillo era sostenido por una niña pequeña, tal vez un niño, era difícil de precisar, que miraba hacia el cielo donde una mujer joven y flacucha, con el pelo sobre el rostro, colgaba desnuda de una viga mientras la pequeña a su lado solo la miraba, más curiosa que asustada. Emmer era solo un espectador, hasta que el infante se volteó hacia él haciéndolo partícipe de la escena. Aún no podía definir si era un niño o una niña cuando el farol se puso enfrente del pequeño y le ocultó la cara, pero antes pudo notar unos rasgos que le daban un aspecto muy raro al rostro del niño-niña, tenía los ojos más separados que jamás hubiese visto, junto con una fina mandíbula desencajada y desplazada hacia un lado y… Emmer había logrado verle durante solo un segundo, pero juraría que si lo que le colgaba a los lados no era pelo, sino orejas, aquello era un niño con cabeza de cabra. El niño, con el farol por delante, comenzó a caminar hacia él, en ese momento Emmer sí sintió miedo, miedo porque su cuerpo no le obedecía, porque no podía hablar ni ponerse de pie, porque no podía ni siquiera mirar a otra parte que no fuera el farol y porque se sintió tan vulnerable como nunca antes, entonces sintió el toque y abrió los ojos con el ímpetu de un portazo, ya había amanecido, Janzo estaba a su lado y lo miraba preocupado, como si su aspecto fuese lamentable, “Tu mandíbula… estaba temblando” Le dijo, con el mismo tono que usaría un médico para decirle a su paciente que su mal es incurable. Emmer se restregó la cara y se puso de pie, ya podía moverse, “No tenía una pesadilla desde hace siglos. Vámonos ya, este sitio no me gusta” Respondió, echándole una tímida ojeada a la viga de la que antes pendía un cuerpo, “Pues yo dormí como nunca” Afirmó el otro muy campante.



Migas contempló con ira y amargura cómo las llamas consumían su cabaña, tirado en el suelo de rodillas sin poder, ni intentar hacer nada para evitarlo. Sentía tanta rabia que podía matar al responsable con sus propios puños, pero ese no era su estilo, él era más efectivo mientras menos alardeara de ello. Una vez saciada el hambre del incendio, un pequeño trozo de su casa se mantuvo en pie, intacto, era donde estaba el fogón de su cocina, era como si, poéticamente, el fuego respetase al fuego o solo fue obra del viento que sopló en la dirección contraria, sin embargo, su padre ahora yacía bajo una pila de escombros humeantes y ennegrecidos, pero al menos estaba a salvo de esos necios arrogantes que se sentían con derecho a destruir la propiedad ajena a escondidas durante la noche y sentirse satisfechos y orgullosos por eso, “Oh, padre, tú lo previste, me dijiste que las advertencias no funcionarían con esta clase de gente, pero ahora no nos dejan más opciones, ahora sabrán quienes somos y de lo que somos capaces de hacer… nos las pagarán, padre, antes huimos para no pelear, pero ahora nos quedaremos”



En Cízarin aún se estaban cavando fosas para sepultar a los numerosos soldados cizarianos caídos durante la batalla y a los muchos ciudadanos que también habían luchado y muerto defendiendo sus casas o tal vez solo huyendo del peligro en la dirección equivocada o escondiéndose en un pésimo lugar. Entre los cadáveres apilados esperando sepultura, uno llamó la atención de unos soldados, uno recién traído a lomos de un burro por un pequeño viejo raquítico de aspecto malhumorado quien alegó, sin que nadie se lo preguntara, que él mismo lo había matado tras sorprenderlo tratando de robarle las pocas pertenencias rescatadas del incendio. El cuerpo, que pertenecía a un hombre joven, tenía una curiosa perforación perfectamente redonda en medio de la frente y era la única herida que tenía y la causante de su muerte. Cuando le preguntaron al abuelo, cuyo nombre era Larzo, con qué lo había golpeado, este sacó de una bolsa, una bola de hierro del tamaño de una cereza y como no le creyeron de buenas a primeras, los animó a que hurgaran en los sesos del difunto donde encontrarían otra de sus bolas incrustada, los soldados dudaron y el viejo los despreció como lo haría un experto frente a un grupo de novatos, “Lo haré yo mismo…” Gruñó con tono agrio, sacando su cuchillo y abriendo el cráneo del muerto con fría destreza, como si solo se tratase de la cabeza de un cerdo, hasta recuperar su bola de hierro y enseñarla orgulloso, como un minero que ha extraído una gran pepita de oro de la dura roca. Los soldados quisieron saber cómo lo había hecho para meterla allí y el abuelo les enseñó un extraño artilugio: un tubo de hierro de un metro y veinte centímetros de largo, sellado por uno de sus extremos en el que tenía una especie de recamara con una palanca, todo diseñado y construido por él mismo, además, el aparato contaba con unas protecciones de madera atadas con correas de cuero, como para facilitar su agarre y manejo, aunque para los soldados, la respuesta a su pregunta seguía siendo un misterio, ¿Cómo alguien podía meterle una bola de hierro en la cabeza a un hombre usando semejante cosa? Y el viejo, viendo una segunda oportunidad para promocionar su invención al ejército, aceptó hacer una demostración, pero exigió que al menos estuviera presente un oficial de alto rango, porque estaba seguro de que le interesaría mucho.


León Faras.