domingo, 20 de noviembre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

El desquite de Migas.



Tobi salió temprano en la mañana como cualquier cabrero lo haría, aunque a esa hora su padre ya estaba trabajando en la elaboración del queso que vendería su madre aquella misma tarde y esta ya estaba desmalezando su pequeño huerto de tomates y calabazas, esto, a pesar de que toda la familia, (a excepción de las hermanas más jóvenes de Tobi, dos niñas de nueve y diez años,) se había acostado bastante tarde esa noche porque habían llevado a cabo un acto de justicia y de limpieza cívica, lo primero, porque su hijo había sido golpeado, atado y secuestrado por un viejo demente y eso no podía quedarse impune, y lo segundo, porque eliminar a ese viejo cochino era librar a toda la comunidad del peligro y la mala influencia de un hombre acusado justamente de comercializar con carne humana y expulsado por esta razón de la ciudad, a la que no deb de regresar nunca. El muchacho iba contento, era un lindo día y la vida le sonreía, tenían acordado reunirse con Nina ese día, a eso del mediodía, en uno de sus lugares secretos, y tanto ella como él, jamás faltaban a esas citas. Llevó su rebaño, uno particularmente grande porque incluía cabras de tres propietarios distintos, a uno de sus sitios de pastoreo preferidos y se sentó sobre una piedra para devorar su desayuno, pero al abrir la boca para dar la primera mordida, un pinchazo en el cuello lo hizo dar un respingo, cuando se tanteó con la mano, encontró una cosa de lo más rara, como una gran espina con plumas atadas en la cola clavada a su cuello, pero más raro aun era que su vista se volviera repentinamente borrosa, que su boca se secara espantosamente y que sus músculos se relajaran hasta el punto de que no pudiera sostener su comida en las manos ni el equilibrio de su cuerpo sentado sobre esa piedra. Entonces, una figura alta y delgada se le paró delante, “Oh, mierda…” fue todo lo que Tobi alcanzó a murmurar antes de perder el conocimiento y caer de narices al suelo, tras reconocer al viejo Migas parado frente a él, sonriéndole complacido. Vivo, y no muerto en el incendio de su cabaña como el chico y su padre se imaginaron.



El dardo fue lanzado con una cerbatana, una caña larga y hueca por la que se soplaba con fuerza para disparar, el truco era que el interior del canuto estuviera perfectamente pulido y que el dardo cupiera lo más ajustado posible, pero sin llegar a quedarse atascado dentro, de esa manera se lograba un tiro perfecto. También era menester envenenar la punta del dardo para adormecer a la víctima porque de otra manera no causaba más daño que un simple pinchazo. Migas le quitó la ropa al cabrero antes de tirarlo como un bulto encima de su caballo, y la dejó estirada sobre un arbusto seco, de esa manera, las estúpidas cabras no se irían tras él, sino que se quedarían allí pastando tranquilamente mientras sintieran el olor de su amo. Luego se lo llevaría a un sitio preparado dentro de la espesura del monte donde lo colgaría de un árbol como a una pieza de caza y lo desangraría como a un chivo, de modo que el cabrero nunca más despertaría de su letargo.



Migas había aprendido hace mucho tiempo, que para destazar seres humanos se debía ser rápido y eficiente, básicamente porque casi siempre esto podía ser considerado como un delito, a pesar de lo mucho que el destazado se lo mereciera, también a tomar precauciones sobre la hora y el lugar para hacerlo, o como en este caso, hacerlo con su cerbatana a mano y lista para usarse en caso de oír a alguien acercándose y, quizá lo más importante, a deshacerse de los restos de manera correcta: abandonándolos en el monte, trozados y cubiertos de hojarasca para facilitarle el trabajo a las alimañas que no tardaban en aparecer a alimentarse, excepto por la cabeza, que era lo único que se debía sepultar a una prudente profundidad bajo tierra, y la razón no podía ser más simple, porque, que la gente se encontrara con algunos huesos en su camino, aunque estos fuesen humanos, eran solo huesos y no causaba ningún revuelo a nadie, pero un cráneo humano tirado por ahí causaba tal conmoción, que todo el mundo hablaba de eso durante días, haciendo especulaciones infundamentadas sobre el parecido con tal fulano que llevaba un par de días desaparecido o con tal mengano perdido hace más de cinco años, y la probable causa de la muerte y hasta podían caer algunos culpables solo por ver una calavera ¡Como si esta les pudiera hablar! En cambio, el resto de los huesos daba lo mismo si pertenecían a un perro, un humano o a un unicornio, eran solo huesos. Así era como el negocio de Migas se había mantenido en el anonimato durante largo tiempo: enterrando bien las cabezas que cortaba.



Ya por la tarde, la madre de Tobi, una mujer madura pero aún atractiva, se ponía en su pequeño puesto en la calle, junto con la menor de sus hijas, a vender el queso que había fabricado su marido ese día, no había mucha gente a esa hora porque todo el mundo estaba ocupado en sus menesteres, pero siempre tenía la esperanza de acabar temprano y regresarse a casa a continuar con sus múltiples tareas. Mientras anunciaba su producto, sintió el tirón en su falda que le dio su hija para llamar su atención, pero una nube de polvo rojizo que olía como a algo podrido, la golpeo en la cara cuando se volteó y la hizo cubrirse el rostro con la manga. Había alcanzado a ver la figura de un hombre viejo y flaco soplándose la palma de la mano en dirección hacia ella y aunque no alcanzó a reconocerle, quería borrarle la cara de una bofetada y aclararle algunos puntos sobre andar soltando sus porquerías encima de la gente, pero en cuanto lo vio, su ira se esfumó y se dio cuenta de que se trataba de alguien extremadamente interesante, un hombre maduro con un atractivo indescifrable, cuya voz, mirada o sonrisa podían cautivar a cualquier mujer, incluso su hija pequeña le miraba fascinada, como si se tratara de un príncipe montado sobre un corcel alado o algo así. Aquel señor, cuya voz era la de un ser celestial, por lo menos, le dijo con toda galantería que cargaba con una buena porción de carne fresca, carne de cerdo, le dijo, y que se preguntaba si ella estaría dispuesta a intercambiarla por uno de sus famosos quesos, la mujer, aunque no lo necesitaba para convencerse, le echó un vistazo al saco del viejo y comprobó que en verdad aquella carne tenía la mejor pinta y el aroma de la frescura, en eso no había engaño, aquella carne era tan fresca que el resto del cuerpo aún no había sido tocado ni siquiera por las moscas. La mujer aceptó el trueque sintiéndose afortunada y el hombre se retiró dejándoles a ambas una sensación de narcotizado bienestar, viendo cómo ese día era más brillante, más luminoso, el aire olía mejor, los pájaros cantaban más alegres y hasta ellas sentían deseos de cantar también, sin ninguna razón, solo por cantar.



Por la tarde, a punto del ocaso, Mozi comprobó con molestia que sus cabras no habían regresado aún, que ese cabrero irresponsable no había bajado de las colimas todavía y se preguntaba a qué diablos estaba esperando. Su hija Nina sabía que algo raro sucedía porque el muchacho había faltado a su cita ese día, pero no le diría nada de eso a su padre porque este le había prohibido ver al cabrero y ella era una chica obediente. Antes de que oscureciera por completo, el tabernero y otro de los propietarios de las cabras fueron a casa de los padres de Tobi para que le dieran explicaciones sobre la irresponsabilidad de su hijo, pero no encontraron más que frío silencio en esa casa, por la ventana de enfrente se podía ver una mesa servida, un banquete con una gran fuente llena de carne aún humeante al centro, algunas velas encendidas y a todos los miembros de la familia muertos sobre sus asientos, caídos sobre la mesa o sobre sus respaldos, todos envenenados y con una horrible y torcida mueca de felicidad en el rostro. Migas se había preocupado de que el veneno fuese agradable y así ninguno lo rechazara, ni siquiera las niñas.


León Faras.

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