lunes, 26 de junio de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

L.



Yurba cogió un caballo y se fue, no es que Falena estuviese de acuerdo con ese hurto, pero tampoco hizo gran cosa por evitarlo. Él buscaría a esa supuesta bruja y ella a su madre y a su hermana, pero justo cuando iba a hablar con Tibrón para ir por ellas, tres soldados cizarianos llegaron ataviados con relucientes armaduras, como si en vez de pelear una batalla fuesen a un jodido desfile, excepto por su comandante, el bueno de Váspoli, cuyo uniforme ya estaba gastado, deslucido y marcado en la lucha por el enemigo al igual que su carácter, ahora mucho más serio y comedido. “Quisiera que todo esto no fuera un maldito error.” Fue lo primero que dijo al estrechar la mano de Tibrón, con quien habían compartido buena parte de sus carreras militares. “Sí. Mientras antes acabemos, mejor.” Respondió el otro con voz ronca. Váspoli había cambiado mucho desde que lo conocía, pero más desde que, hace tres años, nació su hija, Mara. Nunca había creído que tener un hijo podía transformar tanto a alguien, el muchacho engreído y superficial de antes, ahora era un hombre maduro y confiable, y no solo él podía notarlo, los demás también pensaban lo mismo, aunque se volvía un completo idiota tratándose de su hija pero aquello era muy comprensible, la chiquilla era adorable. Solo esperaba que ella nunca tuviera la desgraciada idea de hacerse soldado como Falena, porque él no pensaba verla marchar a ninguna batalla nunca. Váspoli traía noticias sobre el ejército cizariano, la distancia a la que estaba y las posiciones que tomarían, pero de pronto fue interrumpido por Éscar, quien intervino con ruda cortesía. “Disculpad, pero esa muchacha rimoriana que viene contigo acaba de abandonar el campamento. ¿La has enviado tú a alguna parte?” Inquirió el viejo instructor con su ojo bueno. Se refería a Falena, sin duda, la única muchacha allí, y no, él no la había enviado a ninguna parte y no tenía ninguna idea de hacia dónde podía haber ido, pero no la acusaría de nada frente a él. El instructor Éscar era un férreo defensor de la disciplina, especialmente con quienes no habían pasado bajo su fusta. “Ella ahora es una oficial cizariana y estoy obligado a confiar en su juicio. Cuando regrese le pediré explicaciones.” Respondió Tibrón. Éscar hizo un gesto de conformidad fingida, saludó a Váspoli con una leve sacudida de la cabeza, y se retiró. “¿Todo está bien?” Preguntó este último. “No lo sé.” Respondió el otro.



Teté se había pasado la mitad de su vida en estado de angustia permanente, pero nunca había sentido algo tan intenso como ahora, su hija querida iba a morir, y era ella misma la que la estaba llevando directo hacia la muerte en vez de protegerla, sin poder hacer nada al respecto. Apretujó a su hija con desesperación hasta que esta logró liberarse, “¡Pero si estoy bien! ¡Me siento bien, mamá!” Protestó Rubi, atosigada y medio asfixiada. Teté se apretujó a sí misma entonces, lloriqueando. Cualquier cosa que la matara ahora, sería culpa suya por haberla arrastrado hasta allí, pero si no lo hubiese hecho, se sentiría peor por no haber intentado hacer nada. En eso estaban cuando se presentó un muchacho quien dijo llamarse Brelio, él era el hijo de la bruja, y lo había mandado a buscar una vecina preocupada por la congoja de esa mujer que no paraba de llorar. El chico no era brujo, aunque su madre lo había adiestrado para entregar y repartir talismanes y medicinas que preparaban, pero una vez allí, nada sabía él de gente capaz de ver al recolector de almas acercarse. “¡Es ella la que va a morir! ¿Es que no la ves?” Le gritó Teté, afligida, señalando a su hija con ambas manos, pero el muchacho no podía ver nada raro en Rubi, aunque sí tuvo una idea para tranquilizarlas a ambas. “Este es un amuleto muy poderoso…” Dijo, sacándose un hatillo colgado a su cuello. “Mi madre dice que mantiene alejado a los malos espíritus, incluso al Recolector de almas…” El muchacho hablaba con pompa, sonaba como un embaucador de feria y Teté lo escuchaba hipnotizada, sobre todo aquello del “Recolector.” Brelio continuó: “Ella dice que no debo quitármelo nunca, pero es tu hija quien lo necesita ahora.” Concluyó solemne, colgando el amuleto del cuello de Rubi con toda gravedad. La pantomima era algo muy importante en el oficio, aseguraba su madre, y lo era, pero Teté no parecía reconfortada. “¿No tienes otro de esos amuletos?” Preguntó Telina, afligida, como si algo le estuviera doliendo intensamente en algún remoto lugar de su cuerpo. El chico negó con la cabeza, ese amuleto era especial, no habría otro hasta que su madre regresara y fabricara uno nuevo, pero no importaba porque su hija estaba protegida ahora. “¡Pero es que ahora eres tú quién va a morir!” Escupió Teté, entre nuevos espasmos de llanto. Tanto Rubi como Brelio se miraron, ¿acaso era una broma? Rubi no creía eso, pero Brelio tenía sus dudas. Entonces el muchacho en un arrebato de inspiración le quitó el amuleto a Rubi para colgárselo a su madre. Él solo quería una solución para su espíritu condescendiente y por un segundo el rostro de Telina se iluminó, pero en ese momento un caballo se detenía junto a ellos y alguien más llegaba. Nadie mejor que Telina sabía lo ocupado que estaría el Recolector de almas durante aquel día en ese lugar, pero es que esto ya era ridículo: ni Rubi, ni Brelio, ahora era su hija Falena que recién llegaba, la señalada para morir. Teté cayó al suelo de rodillas, derrotada por la infame e incomprensible crueldad de los dioses.



¿Por qué te llaman Migas, dime?” Preguntó Nimir mientras su viejo amigo registraba entre sus cosas en busca de algo. Migas le echó un breve vistazo a su padre, como esperando ver una reacción de parte de este por la pregunta, pero no se le movió ni un nervio. “He tenido ese apodo por más tiempo que mi verdadero nombre… gracias a mi padre. Así era como me llamaba de pequeño, ¿no es cierto, padre?” Siendo un niño de cinco o seis años, Migas recordaba a su padre vendiendo trozos de carne curada acompañados de una rebanada de pan de centeno sobre un mesón en la calle, y a él bajo ese mesón, medio desnudo y siempre hambriento, atento para recoger cualquier cosa que cayera al suelo para comer, migajas principalmente. A veces incluso amarrado para que no molestara a los clientes más quisquillosos. Su madre estaba muerta; una única y certera pedrada que rodó misteriosamente cerro abajo y que en un espectacular brinco, acabó estrellándose contra su cráneo, de hecho, su padre aún conservaba su cuerpo en casa, junto a la piedra. Había hecho un pésimo trabajo de conservación por lo que el cadáver seguía descomponiéndose y apestando todo el lugar, pero aun así ambos la trataban como si solo estuviese dormida, y así fue durante varios años, hasta el punto que el joven Migas olvidó a la mujer y comenzó a concebir a su madre solo como ese cadáver silencioso y hediondo, pero al que aprendió a amar gracias a las incontables virtudes que él le atribuía y a un ferviente amor de madre que él creía sentir, un amor tan grande que ninguna mujer podría nunca siquiera semejar.


León Faras.

sábado, 17 de junio de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XLIX.



Falena se sentía completamente ridícula. Se suponía que ella era una soldado, preparándose para una muy posible batalla, su primera batalla real, en la que sin duda podía morir mucha gente, o resultar gravemente herida, incluso ella, lo cual era probablemente lo más serio que estaba a punto de enfrentar en su vida, sin embargo, ahí estaba, cuchicheando con Yurba acuclillados bajo la panza de su propio caballo, como niños traviesos jugando a ser novios a escondidas de sus padres, pero la sensación embarazosa se le pasó de golpe cuando Yurba se vio obligado a confesar la razón por la que estaba allí. “Al principio tu madre quería tener un hijo porque no podía tenerlo y por eso quería buscar una bruja que la ayudaría con eso antes de que se muriera, pero ahora dice que Rubi es la que se va a morir y Rubi también cree lo mismo, y ahora la bruja es para que Rubi no se muera o algo así… todo es muy confuso.” Explicó Yurba sin estar convencido él mismo de lo que decía. “Yo solo quería agradarle a tu hermana.” Concluyó el pequeño soldado, con su mejor cara de justificación, como quien a causado un tremendo desastre pero ha sido con las mejores intenciones. Era tan difícil tomar en serio a Yurba y tan inverosímil su historia, que Falena se sentía tentada de mandar a su amigo a volar y seguir en lo suyo, pero tratándose de su madre y su hermana, no podía solo ignorarlo. Era observada de reojo desde cierta distancia por Aregel, el comandante de los rimorianos. Su mirada era de recelo y desaprobación, pero al contrario de lo que se pudiera pensar, no era por ella o contra ella, Aregel, como casi todos los rimorianos presentes, sabía que Falena era la hija del rey de Rimos y le parecía indignante que Cízarin usara, no solo a una jovencita para pelear sus batallas, sino que además una princesa rimoriana y más todavía a él, que era un amante devoto de su dura tierra corazón de hierro, tal como lo fue su padre y el padre de su padre. A su lado, su amigo Cal Desci masticaba carne seca con hastío, él no era tan patriota como su camarada, pero sin duda tampoco amaba a Cízarin, él sentía que mientras “gobernara” Ovardo en Rimos, el ciego, estaban perdidos sin remedio, pero tal vez algún día esa chiquilla podría tomar su lugar, tal vez algún día los rimorianos pelearan una batalla que sí valiera la pena y no solo como simples lacayos; como los perros que Cízarin usaba cuando salía a cazar, pero eso solo si sobrevivían. Eso si ella sobrevivía.



Ontardo fue sepultado en Confín, según su voluntad, a la sombra de un árbol no muy grande invadido por una enredadera que lo cubrió con racimos de diminutas y aromáticas flores blancas y azules hasta matarlo, pero volviéndolo hermoso al mismo tiempo. Todo herrero de Confín estaba presente en el funeral, pues Ontardo había sido un sabio y respetado maestro para todos desde el día en que llegó a la aldea. Aquella era la pérdida más dolorosa de toda su vida y como bruja que era, Darlén sabía que había formas de mantener el alma atrapada en el cuerpo y así retrasar la muerte absoluta durante años, incluso décadas, pero aquella era una práctica que ella no estaba dispuesta a llevar a cabo con su padre, pues como bruja también sabía que las almas que no son liberadas de la carne a tiempo acaban corrompidas, enfermas e infelices, sin poder abandonar este mundo ni ingresar al siguiente, como los Invisibles del bosque Muerto. Pero no solo la partida de su padre tenía angustiada a la hermosa Darlén, su instinto de madre y sobre todo el de bruja, le decían que algo estaba sucediendo o a punto de suceder y su hijo Brelio no estaba con ellos. Janzo, su marido, la tranquilizaba diciéndole que solo eran ideas suyas, que Brelio ya era todo un hombre que sabía cuidarse solo, que se preocupaba demasiado por el chico y otras frases resabidas, pero solo hablaba de los dientes para afuera, porque si había algo que él había aprendido con los años era a no subestimar nunca las corazonadas de una bruja y menos si esa era su mujer.



Oye Migas, ¿qué vamos a hacer, eh? Dicen que vienen con armas capaces de echar abajo una casa solo con el estruendo que provocan. ¿Crees que sea magia, Migas? ¿Lo crees? Yo creo que solo puede ser magia algo así.” Nimir hablaba más de la cuenta, y lo sabía, pero era por el ansia que sentía por la amistad de Migas, este en cambio se mostraba atareado, muy ocupado para prestarle oídos. “Y si llegan hasta aquí te robarán tus cerdos sin duda, ¿lo sabes? ¡Se los comerán!” Insistía Nimir, con exagerada angustia en la voz. En opinión de Migas: tan molesto como una mosca de pantano en un día caluroso. “Si hacen eso les ofreceré vino envenenado para acompañar.” Gruñó Migas para sí, pero para su desgracia, Nimir tenía muy buen oído. “¡Harás eso! ¿Los envenenarías con vino? ¡A todos ellos! Eso estaría genial. Solo tú puedes preparar los mejores venen…” Nimir hablaba emocionado como un alcahuete, pero de pronto fue silenciado de una bofetada por Migas. El perro ladraba, un galope de caballo se acercaba y el imbécil de Nimir no paraba de hablar sobre envenenar personas. Aquellos eran tres soldados con la flor de Cízarin en sus bruñidas pecheras, acercándose hacia ellos al trote. Migas cogió su pala pero no con intenciones de trabajar con ella. Nimir se sobaba su adolorida mejilla en silencio y sin mirarle, como un perro que ha salido perdiendo y se lame sus heridas en un rincón. “Hay un destacamento del ejército del rey Siandro de Cízarin apostado aquí en su ciudad. ¿Lo han visto?” Preguntó el que parecía estar al mando, pero no obtuvo respuesta. Migas se preguntaba qué clase de pregunta era esa. Pero si es un maldito ejército. ¡Claro que lo hemos visto! ¡Todo el maldito mundo lo ha visto! Otro de los soldados, uno con el aire presumido de los que se creen guapos aunque no lo sean, los intentó calmar diciéndoles que ellos solo estaban de paso y que no había nada que temer. ¡Ja! ¡Como si le estuviera hablando a un par de mocosos estúpidos! Migas pensaba en cómo reaccionaría si aquellos mostraban la más mínima intención de acercarse a sus cerdos, cuando los soldados decidieron girar sus caballos y marcharse con una ligera inclinación de sus cabezas. Al voltearse vio a Nimir, aún con el brazo estirado señalándole a los jinetes en qué dirección debían ir para encontrar al ejército que buscaban. Todavía se sobaba el carrillo, pero ya con más resentimiento que dolor. Migas sintió deseos de volver a golpearlo para quitarle lo rencoroso de la cara, pero en lugar de eso, lo invitó a entrar a su casa. “Vamos, Cízarin ya está aquí, hay que hacer algo rápido.” Y Nimir, que en el fondo no era nada rencoroso, le siguió.


León Faras.



viernes, 9 de junio de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXVIII.



Falena se sentía cansada, habían cabalgado durante toda la noche y ahora sentía que el sol del mediodía le arrullaba los sentidos y apenas podía mantener los ojos abiertos, eso acompañado de largos e incontenibles bostezos a los que intentaba resistirse pero no podía. La mayoría de los rimorianos dormía plácidamente y sin remilgos, pero ella era una orgullosa oficial cizariana en su primer trabajo de verdad, y no podía comportarse así o no obtendría ningún respeto de nadie. Éscar también estaba con ellos, el viejo e implacable instructor cizariano se había hartado de atormentar novatos y había pedido participar en esta batalla, porque él estaba seguro de que los bosgoneses darían batalla al igual que los Velsianos y quería estar presente. Se lo solicitó personalmente al general Fagnar y algo muy convincente debió decirle porque este lo autorizó, lo cual, a juicio de Tibrón, podía oler a error, porque aunque no estaba al mando de nadie, tampoco estaba oficialmente bajo su mando, es decir que era un elemento independiente y autónomo y su presencia podía resultar desequilibrante. Para Tibrón, y conociendo al viejo instructor, este lo que buscaba era un pasaje digno hacia el otro mundo. Nada más. Falena se puso de pie para atender a su caballo o en cualquier momento se quedaría dormida y se iría de boca sobre las ascuas que tenía enfrente, y aunque el animal tampoco había dormido en toda la noche, no parecía necesitarlo tanto como ella. Según Sagistán, los caballos dormían siestas de pie y hasta caminando, pero ella jamás había visto tal cosa. Comenzó a pasarle el cepillo con energía para sacudirse el sueño de encima, como quien se sacude un mal presentimiento, cuando una voz familiar surgió del otro lado del animal, se asomó por encima de este pero no vio a nadie, curiosa, miró por debajo. El pequeño Yurba estaba allí sonriendo.



Las noticias sobre la destrucción de Velsi aún eran motivo de conversación en Bosgos, y ahora más que antes, sobre todo el tema relacionado con esas armas a las que llamaban Tronadores, y que ninguno que no hubiese estado allí podía siquiera imaginar, pero la gente parecía no tomar en serio los rumores, tampoco Nina, que infundía valor y seguridad en las personas y los inflaba con su discurso de líder, pero sin verdadero conocimiento de lo que se venía. Emmer, en cambio, se hacía una idea de lo que un Tronador podía hacer, una fea cicatriz en su vientre se lo recordaba constantemente, y al parecer ese viejo chiflado que le disparó durante la batalla, había logrado promover su invento. Él sobrevivió, pero de no ser un inmortal, hubiese muerto en la más dolorosa de las agonías, pero es que además decían que ahora esas cosas eran capaces de tirar al suelo casas enteras o hasta edificios altos como silos de un solo disparo y eso hasta a él le sonaba a cuentos y exageraciones propios del populacho. La vieja Gilda, activa aún, a pesar de que parecía no poder envejecer más de lo que ya estaba, junto con Nila, las hijas de esta y otras mujeres, se organizaron para sacar a los niños de la ciudad y ponerlos a salvo, junto con aquellos que no podían defenderse. Quien sí parecía abrumado por los años y lleno de achaques era el viejo Qrima, el cual había quedado finalmente varado en casa de su hermana mayor, dormitando todo el día como un perro viejo junto a Cicuta, la mascota de su hermana, también vieja y asidua a las siestas a cualquier hora, mientras que su dueña, más vieja que los dos juntos, apenas dormía y no paraba en todo el día de trajinar, lo que sin duda fomentaba su fama de bruja, sobre todo de esas doctas en preparar menjunjes y brebajes para todo uso.



Emmer preparaba su casa, asegurando ventanas y escondiendo lo de valor. Tenía un par de buenos cuchillos y un hacha en caso de tener que defenderse, pero echaba de menos tener una espada en casa para ocasiones como esas, aunque sabía que eso sería inútil, allí no había ejército, y un solo hombre con una espada no haría ninguna diferencia. Tenía que ir por Qrima, no debía estar solo y menos en un día como ese, y estaba a punto de hacerlo cuando una voz familiar le habló: “Sabía que eras tú. Ha pasado tiempo.” Vio al hombre que hablaba, pero le tomó varios segundos reconocerlo, se veía diferente, sin embargo esa voz rasposa y el mostacho abultado eran incuestionables. “¿Vanter? no puedo creerlo…” Ambos se abrazaron como camaradas que una vez más han sobrevivido en la batalla. Emmer, en particular, no veía a su amigo desde que huyó de Cízarin con su mujer y una bebé que ahora era toda una señorita. Vanter por su parte, venía acompañado de una mujer, una señora guerrera que se hacía llamar Nova. Tenían mucho de qué hablar, pero ambos estaban ahí para defender Bosgos y evitar que Cízarin se apropiara de la última gran ciudad libre, y de la libertad de sus habitantes, pues quienes no producían para el reino eran enrolados en el ejército a perpetuidad o como obreros en los caprichosos proyectos del rey y los que aún se negaban, los rebeldes o sediciosos, eran desaparecidos o enviados a la poco popular prisión de Sera, según el criterio y estado de ánimo del oficial al mando. Así era en Rimos, así con los pocos que quedaban en Velsi y así sería en Bosgos si este también caía. “…La mayoría del comercio desaparecerá, obligados a pagar pesados impuestos para existir, pues todo lo que se produzca en el reino, pertenecerá al reino.” Explicó la mujer. Obviamente esos dos viejos no podían luchar solos contra un ejército, el plan era organizar a la gente, darles posiciones y tareas concretas y evitar el desorden y la confusión a toda costa, pues esa era la raíz del desastre, era invitar al enemigo a aplastarles rápidamente y para mantener el orden necesitaban a alguien con autoridad suficiente sobre los habitantes de Bosgos, y esa persona no era otra más que Nina. En eso estaban cuando un viejo de andar pesado, seguido de una cabra doméstica, se detuvo junto a ellos. “¿Qué mierda está pasando?” Ese era Qrima.



Migas, una vez hecho lo que debía hacer, regresó a su casa a ocuparse de sus propios asuntos. El estar viviendo a relativa distancia del núcleo urbano podía mantenerlo a salvo de los conflictos, al menos por un tiempo o eso era lo que esperaba, porque de verdad que no deseaba tener que sepultar de nuevo a su padre para protegerlo, la última vez había estado a punto de morir y esta vez para siempre, y eso lo angustió tanto, que ahora prefería no tener que hacerlo. Su preocupación ahora era su cerda y sus lechones, pues en su experiencia, los invasores solo buscaban tres cosas cuando atacaban: alcohol, mujeres y carne de cerdo. En ese orden. En ese momento su perro comenzó a ladrar y Migas maldijo, no se esperaba que llegaran tan pronto. Cogió un palo para encararlos pero quien apareció fue Nimir, un tipo flaco como él, con el raro don de la edad indefinida, que se mantenía con un eterno gesto de aflicción en el rostro, como si vivir le doliera. Migas no lo soportaba, le parecía la cosa más pusilánime del mundo, y se lo hacía saber tratándolo como a una molestia, pero Nimir, por alguna razón pensaba que él era su amigo e insistía en seguirle y hablarle. Había que admitirlo: Si Migas hubiese tenido un hijo, este sería muy parecido a Nimir.


León Faras.