viernes, 9 de junio de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LXVIII.



Falena se sentía cansada, habían cabalgado durante toda la noche y ahora sentía que el sol del mediodía le arrullaba los sentidos y apenas podía mantener los ojos abiertos, eso acompañado de largos e incontenibles bostezos a los que intentaba resistirse pero no podía. La mayoría de los rimorianos dormía plácidamente y sin remilgos, pero ella era una orgullosa oficial cizariana en su primer trabajo de verdad, y no podía comportarse así o no obtendría ningún respeto de nadie. Éscar también estaba con ellos, el viejo e implacable instructor cizariano se había hartado de atormentar novatos y había pedido participar en esta batalla, porque él estaba seguro de que los bosgoneses darían batalla al igual que los Velsianos y quería estar presente. Se lo solicitó personalmente al general Fagnar y algo muy convincente debió decirle porque este lo autorizó, lo cual, a juicio de Tibrón, podía oler a error, porque aunque no estaba al mando de nadie, tampoco estaba oficialmente bajo su mando, es decir que era un elemento independiente y autónomo y su presencia podía resultar desequilibrante. Para Tibrón, y conociendo al viejo instructor, este lo que buscaba era un pasaje digno hacia el otro mundo. Nada más. Falena se puso de pie para atender a su caballo o en cualquier momento se quedaría dormida y se iría de boca sobre las ascuas que tenía enfrente, y aunque el animal tampoco había dormido en toda la noche, no parecía necesitarlo tanto como ella. Según Sagistán, los caballos dormían siestas de pie y hasta caminando, pero ella jamás había visto tal cosa. Comenzó a pasarle el cepillo con energía para sacudirse el sueño de encima, como quien se sacude un mal presentimiento, cuando una voz familiar surgió del otro lado del animal, se asomó por encima de este pero no vio a nadie, curiosa, miró por debajo. El pequeño Yurba estaba allí sonriendo.



Las noticias sobre la destrucción de Velsi aún eran motivo de conversación en Bosgos, y ahora más que antes, sobre todo el tema relacionado con esas armas a las que llamaban Tronadores, y que ninguno que no hubiese estado allí podía siquiera imaginar, pero la gente parecía no tomar en serio los rumores, tampoco Nina, que infundía valor y seguridad en las personas y los inflaba con su discurso de líder, pero sin verdadero conocimiento de lo que se venía. Emmer, en cambio, se hacía una idea de lo que un Tronador podía hacer, una fea cicatriz en su vientre se lo recordaba constantemente, y al parecer ese viejo chiflado que le disparó durante la batalla, había logrado promover su invento. Él sobrevivió, pero de no ser un inmortal, hubiese muerto en la más dolorosa de las agonías, pero es que además decían que ahora esas cosas eran capaces de tirar al suelo casas enteras o hasta edificios altos como silos de un solo disparo y eso hasta a él le sonaba a cuentos y exageraciones propios del populacho. La vieja Gilda, activa aún, a pesar de que parecía no poder envejecer más de lo que ya estaba, junto con Nila, las hijas de esta y otras mujeres, se organizaron para sacar a los niños de la ciudad y ponerlos a salvo, junto con aquellos que no podían defenderse. Quien sí parecía abrumado por los años y lleno de achaques era el viejo Qrima, el cual había quedado finalmente varado en casa de su hermana mayor, dormitando todo el día como un perro viejo junto a Cicuta, la mascota de su hermana, también vieja y asidua a las siestas a cualquier hora, mientras que su dueña, más vieja que los dos juntos, apenas dormía y no paraba en todo el día de trajinar, lo que sin duda fomentaba su fama de bruja, sobre todo de esas doctas en preparar menjunjes y brebajes para todo uso.



Emmer preparaba su casa, asegurando ventanas y escondiendo lo de valor. Tenía un par de buenos cuchillos y un hacha en caso de tener que defenderse, pero echaba de menos tener una espada en casa para ocasiones como esas, aunque sabía que eso sería inútil, allí no había ejército, y un solo hombre con una espada no haría ninguna diferencia. Tenía que ir por Qrima, no debía estar solo y menos en un día como ese, y estaba a punto de hacerlo cuando una voz familiar le habló: “Sabía que eras tú. Ha pasado tiempo.” Vio al hombre que hablaba, pero le tomó varios segundos reconocerlo, se veía diferente, sin embargo esa voz rasposa y el mostacho abultado eran incuestionables. “¿Vanter? no puedo creerlo…” Ambos se abrazaron como camaradas que una vez más han sobrevivido en la batalla. Emmer, en particular, no veía a su amigo desde que huyó de Cízarin con su mujer y una bebé que ahora era toda una señorita. Vanter por su parte, venía acompañado de una mujer, una señora guerrera que se hacía llamar Nova. Tenían mucho de qué hablar, pero ambos estaban ahí para defender Bosgos y evitar que Cízarin se apropiara de la última gran ciudad libre, y de la libertad de sus habitantes, pues quienes no producían para el reino eran enrolados en el ejército a perpetuidad o como obreros en los caprichosos proyectos del rey y los que aún se negaban, los rebeldes o sediciosos, eran desaparecidos o enviados a la poco popular prisión de Sera, según el criterio y estado de ánimo del oficial al mando. Así era en Rimos, así con los pocos que quedaban en Velsi y así sería en Bosgos si este también caía. “…La mayoría del comercio desaparecerá, obligados a pagar pesados impuestos para existir, pues todo lo que se produzca en el reino, pertenecerá al reino.” Explicó la mujer. Obviamente esos dos viejos no podían luchar solos contra un ejército, el plan era organizar a la gente, darles posiciones y tareas concretas y evitar el desorden y la confusión a toda costa, pues esa era la raíz del desastre, era invitar al enemigo a aplastarles rápidamente y para mantener el orden necesitaban a alguien con autoridad suficiente sobre los habitantes de Bosgos, y esa persona no era otra más que Nina. En eso estaban cuando un viejo de andar pesado, seguido de una cabra doméstica, se detuvo junto a ellos. “¿Qué mierda está pasando?” Ese era Qrima.



Migas, una vez hecho lo que debía hacer, regresó a su casa a ocuparse de sus propios asuntos. El estar viviendo a relativa distancia del núcleo urbano podía mantenerlo a salvo de los conflictos, al menos por un tiempo o eso era lo que esperaba, porque de verdad que no deseaba tener que sepultar de nuevo a su padre para protegerlo, la última vez había estado a punto de morir y esta vez para siempre, y eso lo angustió tanto, que ahora prefería no tener que hacerlo. Su preocupación ahora era su cerda y sus lechones, pues en su experiencia, los invasores solo buscaban tres cosas cuando atacaban: alcohol, mujeres y carne de cerdo. En ese orden. En ese momento su perro comenzó a ladrar y Migas maldijo, no se esperaba que llegaran tan pronto. Cogió un palo para encararlos pero quien apareció fue Nimir, un tipo flaco como él, con el raro don de la edad indefinida, que se mantenía con un eterno gesto de aflicción en el rostro, como si vivir le doliera. Migas no lo soportaba, le parecía la cosa más pusilánime del mundo, y se lo hacía saber tratándolo como a una molestia, pero Nimir, por alguna razón pensaba que él era su amigo e insistía en seguirle y hablarle. Había que admitirlo: Si Migas hubiese tenido un hijo, este sería muy parecido a Nimir.


León Faras.

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