lunes, 29 de mayo de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XLVII.



Barros desde hace más de un año que no distinguía más que luces y sombras. Hace tiempo que su vista fallaba, pero ahora estaba a un paso de quedarse ciego, lo que no era nada raro, considerando que el hombre tenía más años que todos sus burros juntos, según él mismo reconocía a veces entre risas. Era viejo, pero aún caminaba a todas partes como siempre lo había hecho, aunque ahora usaba un cayado y su carga la llevaba Parroquiano, el hijo mayor de Cantinero. Gan seguía viajando con ellos, con su burra Giste y un joven borrico de esta aún sin nombre. Ese par de hombres lo había acogido con el corazón abierto, sin hacerle preguntas ni ponerle condiciones raras, ni siquiera cuando una liebre le rajó el brazo con sus uñas y la herida se cerró de inmediato con la horrible y maloliente cicatrización propia de los inmortales de Rimos, la misma que le cubría la mitad de la cara al rededor del ojo que le faltaba. Lo cierto era que Petro era el hombre menos curioso que jamás hubiese conocido nadie y su padre, demasiado cortés como para meterse en lo que no le incumbía, además de ser ambos, por fuerzas del oficio, inmunes a las vistas desagradables y a los malos olores. Gan ya había entrado a Rimos varias veces para entregar sus pieles, aunque le había tomado algunos años decidirse a hacerlo, porque no quería ser reconocido como un inmortal de los que sobrevivió y ser juzgado por ello, sin embargo, la barba desaliñada que se había dejado crecer y la horrible cicatriz ramificada en su rostro lo habían cambiado más de lo que él se imaginaba, pero por encima de eso, con el tiempo descubrió que su nuevo oficio era un verdadero repelente social increíblemente efectivo: los pieleros, debido a su aspecto y hediondez natural, eran tratados como portadores de una enfermedad contagiosa cada vez que entraban en una ciudad. Así había sido toda la vida de Petro y su padre, y eso había forjado sus personalidades. Desde hace un tiempo, Gan estaba pensando en dedicarse a otro oficio y estaba convenciendo poco a poco a su compañero de ello, endulzándole el oído con buenos beneficios y menos trajín, el cual ya no era tan bueno para su anciano padre. Lo más demandado en Rimos después del metal, era el carbón para trabajar este último, y no era tan difícil de fabricar conociendo la técnica, solo necesitaban leña seca y tenían un bosque entero y seco hasta las raíces.



Había que admitir que desde que Cízarin estaba a cargo, las cosas funcionaban bien en Rimos. Había trabajo para todos, y el que no tenía oficio, era arrastrado al ejército. El ejército era la gran bolsa de desperdicios sociales en la que caían vagos y ladrones y de la que no salía nadie con vida, pues el servicio era indefinido y la deserción, al menos para los rimorianos, era castigada con la horca, ejemplificadora y sin apelaciones, aunque cada vez había menos lugar hacia donde huir. En el palacio, Ovardo seguía con su vida inútil y ociosa, pasando los largos días como páginas de un gran libro en blanco, uno infinito; solo y a oscuras, alegrado brevemente por las cada vez más breves y distantes visitas de su hijo Dimas, quien, a sus doce años, se aburría cada vez más en la presencia de su padre y debía ser forzado por su madre para hacerlo, pues ella no dejaba de recordarle que él era el primer hijo varón de un rey y que algún día todo Rimos podría ser suyo, cosa que el niño creía pero a su manera, pues el chico era inteligente a pesar de la poca educación que recibía, y se daba cuenta de que su padre no era más que un monigote que se pasaba el día sentado, balbuceando atrapado entre los sueños y la realidad, débil, sin ningún tipo de poder en sus manos ni siquiera para decidir sobre sus propios alimentos. Todos lo decían: Ovardo era un rey de las tinieblas, un rey solo de nombre que no gobernaba nada ni a nadie, además, su madre era una sirvienta, Dimas estaba consciente de eso, ella no tenía ni un pelo de la realeza, pero él sí, él era hijo de un rey y un día las cosas podían cambiar.



Aquello era una desgracia, Teté volvía a sentir cómo el mundo se burlaba de ella en su cara y de sus patéticas intenciones de luchar contra aquellos que gobernaban el universo y que bien parecían esmerarse en destrozar sus sueños. Darlén, la bruja buena a la que buscaban en Bosgos, había abandonado la ciudad hacía dos días junto con su familia, según los habitantes de la ciudad, visitando familiares, aunque con las brujas nunca se sabe. Telina rompió en llanto, derrotada, acostumbrada por la dura vida que le había tocado vivir, a desechar toda esperanza, que en el fondo solo servían de base para la burla de los dioses. Rubi la consoló, que aquello no era el fin, que buscarían la manera de ayudarla a parir sus propios hijos hasta por debajo de las piedras si era necesario, y conociendo a Rubi, era muy capaz de hacerlo, pero su madre no lo aceptaba, solo lloraba y se negaba a todo. “Es que es por ti que estamos aquí.” Logró decir entre sollozos. Rubi la miró como si de pronto dudara de la cordura de su madre. “Pero si yo no quiero tener hijos…” Afirmó enojada, casi como si la estuvieran obligando a preñarse, pero su madre, a quien le costaba un montón explicarse porque entre los sollozos, los mocos que se le caían y los incontenibles espasmos del llanto no se lo permitían, alcanzó a decile lo justo sobre su presagio de muerte antes de romper en llanto otra vez. Yurba las miraba con la cara preparada para la risa, como aquel que espera el remate de un chiste, y es que aquella escena, con lo del “presagio de muerte” incluido, era lo más melodramático que hubiese oído en mucho tiempo, pero la cara de Rubi al voltearse le borró la mueca. Ella no estaba enojada, sino preocupada, verdaderamente preocupada. “Mamá nunca se equivoca en estas cosas.” Afirmó. El hombre se quedó pensativo, echó un vistazo en rededor y saltó de la carreta. “Tiene que haber alguien más.” Dijo, antes de empezar a interrogar a todas las personas que había cerca, su personalidad insistente, invasiva y molesta le era de gran ayuda cuando de conseguir información se trataba, y lo logró, consiguió un nombre, el de una anciana llamada Gilda, pero había más de un problema porque la vieja vivía al otro lado de la ciudad y ahora debían regresar por donde habían venido y Tibrón estaba en medio. Mientras que en Confín, el viejo Ontardo estaba realmente enfermo y no había nada que su hija Darlén o su esposo Janzo pudieran hacer por él, porque su mal no era otro que la edad y los efectos de una vida junto a la fragua en sus pulmones, solo acompañarlo hasta que le llegara el momento.


León Faras.



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