XLIX.
Fermín
Núñez era un chico bonito como un muñeco, al que sus colegas molestaban con el
apodo de “galán de bolsillo” debido a sus decepcionantes ciento cincuenta y cinco
centímetros de altura, sin embargo, lo
habían puesto junto al veterano Jacobo Estola por muchas otras prometedoras
cualidades. Llegó junto a su jefe con unos papeles en la mano, “Jiménez, de la
catorce, dice que encontró el circo que buscamos, dice que al parecer, el dueño
no conoce al hombre que buscamos, al tal Perdiguero” “Eso hay que averiguarlo” respondió
Estola, dándole un sorbo a una diminuta taza de café instantáneo, y agregó.
“Eso está lejos, nos tomará varias horas llegar hasta allá ¿dijo algo más?”
Núñez revisó sus documentos, “Si partimos esta noche, llegaremos por la mañana.
Dijo que había visto en ese lugar una chica que podía volar con alas pegadas a
la espalda” Estola recibió ese comentario remarcando todas sus arrugas de
incredulidad en su rostro, “¡Eso no puede ser! Le está tomando el pelo”
Aseguró, mientras Núñez sonreía, encantador como un actor de cine, “Apostó la
mitad de su sueldo a que era cierto, y yo acepté, ¿Quiere usted apostarle la
otra mitad?” Estola pareció indignarse con la idea, “Fermín, por Dios, ese
hombre tiene familia ¡Es que piensa dejar a toda esa gente sin comer!” Núñez se
justificó levantando las manos con inocencia, “¡Oiga, que esa fue idea de él!”
En ese caso, Estola aceptó entrar en la apuesta.
Resultaba
que el tal Diego Perdiguero ese, era al final, el hombre de las cuevas de
Pravia, y obviamente alguien lo había reconocido y había recurrido a las
autoridades. Sin embargo, Perdiguero ya había firmado un contrato y ese pacto
no se disolvería con una denuncia de secuestro. Román Ibáñez llegó a la oficina
de Cornelio con más dudas que seguridades, este estaba tramando algo, pero no
lograba imaginar para qué había sido llamado, “¿Recuerdas lo que me pediste
aquel día? Pues bien, estoy dispuesto a hacerlo si tú me ayudas ahora” Román estaba
dispuesto, pero seguía sin entender qué podía hacer él. Cuando Cornelio se lo
dijo, casi se cayó de la silla sobre la que le había costado tanto subirse,
“¡Qué? ¡Pero cómo esperas que yo me haga pasar por ese Diego Perdiguero! ¡Es
una locura! La diferencia es obvia” Cornelio no estaba tan seguro de eso,
“¿Acaso crees que eso tipos conocen al hombre que buscan? Jamás le han visto,
no tienen ni idea de cómo es o cómo se ve” “¡Pero si mido la mitad que él!”
Protestó el enano con toda la razón del mundo. Cornelio contrarrestó, “¡Eres el
único normal! No se lo puedo pedir a Horacio o a Pardo…” Román sugirió a alguno
de los trabajadores, pero Cornelio ya lo había pensado y descartado, “No me fío
de ninguno ellos” Confesó, “¡Y te fías de mí?” Respondió Román con sorpresa.
Cornelio lo miró con sus enormes ojos, “Bueno, ¿quieres arruinar a tu hermano
por dejar en la calle a tu hija, o no?” El enano sí lo quería, “Está bien…” aceptó,
“…pero te advierto que esto no puede salir bien de ninguna manera” Concluyó.
Los
inspectores Estola y Núñez llegaron temprano al circo, antes incluso que el entusiasta
público del día anterior. Habían conducido toda la noche, la mitad cada uno y
se les notaba, sobre todo a Estola, que se veía como si hubiese recibido la
patada de un burro en la columna. Cornelio los recibió con profunda seriedad y
los invitó a pasar a su oficina. “¿Sabe usted, por qué estamos aquí?” Preguntó
Estola, aceptando la silla que Cornelio le ofreció, este asintió, y le dijo el
porqué, y agregó, “…pero aquí no tenemos a nadie secuestrado, señor” Y se puso
de pie para abrir la puerta, tras ella estaba Román Ibáñez, parado con un fastidio
forzado en el rostro, como quien tiene cosas más importantes que hacer en ese
momento. Estola lo miró como si le estuvieran queriendo tomar el pelo, “¿Quién
es este señor?” Le preguntó a Cornelio. Núñez también reaccionó como si fuera
la primera vez en su vida que veía a un enano, “Él es Diego Perdiguero” Afirmó
Cornelio. Estola los miró a ambos más espantado que incrédulo, como si aquello,
de ninguna manera pudiera ser posible. Consultó su libreta, “Pero aquí dice que
el señor Perdiguero mide un metro y setenta y seis…” “Eso siempre me pasa”
Intervino Román, con gesto de cansancio, “Las personas siempre le ponen ese
“uno” de más a mi tamaño, es como un acto reflejo. Yo solo mido setenta y seis”
En realidad, medía algo más, pero esperaba que los inspectores no anduvieran
con una cinta métrica en el bolsillo. Estola no se lo tragó del todo, “¿Y pesa
setenta kilos?” El enano respondió en el acto y con gravedad, “Créame,
inspector, hubo una época en la que llegué a pesar eso” Estola volvió a ojear
la descripción de Perdiguero que tenía anotada en su libreta, pero era tan
escuálida como la de cualquier otro, sin nada sustancial de lo que aferrarse.
Se volvió acusador hacia Cornelio, “¡Pero usted le dijo al sargento Jiménez que
no conocía al señor Perdiguero! ¿Por qué hizo eso?” Cornelio tomó aire,
dispuesto a inventarse algo, pero Román se adelantó, “Aquí todos me llaman
Román” Les dijo, como si estuviera confesando algo vergonzoso, Estola lo miró
como si le hubiese dicho un insulto, “¿Qué?” El enano continuó, “Mi vida ha
sido dura, inspector. Cuando uno crece en una familia en la que todos piensan
que eres un bueno para nada, en un mundo en el que nadie te da una oportunidad,
donde las mujeres te miran como a un bicho molesto y en donde tu propio padre
maldice a Dios por haberte tenido como hijo, uno tiende a querer mandar todo al
diablo y empezar algo nuevo. Aquí encontré un trabajo, inspector, respeto,
dignidad…” Román realmente se estaba luciendo, Cornelio no lo podía creer. El
enano continuó, “…aquí encontré un lugar en el que vivir, y no quería que nadie
me encontrara, por eso cuando llegué aquí, decidí cambiarme el nombre. Con el
tiempo, hasta yo había olvidado mi verdadero nombre” Estola estaba sin
palabras, había algo que no calzaba en todo esto, pero no sabía exactamente
qué, “Bien señores, supongo que todo esto no ha sido más que una confusión”
Señaló, dejándose convencer. Cornelio quiso saber el nombre de la persona que
lo habían denunciado, pero el inspector le respondió que aquello era
confidencial, y agregó, “…nos gustaría echar un vistazo a sus instalaciones de
todas maneras, si no le molesta” Cornelio aceptó encantado, y con sorpresa para
Román, también él fue arrastrado. Hicieron un recorrido, conociendo tanto a los
trabajadores como a las atracciones y asegurándose de que nadie estaba ahí
retenido contra su voluntad, hasta llegar a la jaula del hombre de las cuevas
de Pravia. La jaula estaba tapada. “¿Y aquí qué es lo que hay?” Preguntó el
inspector, Cornelio le invitó a echar un vistazo. Perdiguero, de inmediato
gruñó y se agitó al ser golpeado por la luz del exterior. Estola retrocedió
alarmado, “¡Eso es una persona?” Cornelio asintió grave, “¿Y cuál es su
nombre?” agregó el inspector, nuevamente Román intervino, “La verdad es que
nadie lo sabe. Lo encontramos en un sanatorio para enfermos mentales. Estaban a
punto de sacrificarlo” Estola abrió unos ojos enormes, “¿Sacrificarlo?” El
enano continuó con la seguridad de un experto en la materia, “Sí. Nunca
consiguieron ningún avance con él, no lograron que pronunciara ni siquiera una
palabra o que usara un baño y además tendía a ponerse muy violento, sobre todo
con la luz del sol. Odia la luz. Tampoco tenía familia que se hiciera cargo de
él. Al menos aquí, ya no se pasa días enteros metido en el agua fría, les
limpiamos sus desechos y puede comer todos los días” “Sacrificado…” repitió
Estola con amargura, y añadió, “…sí, he visto casos así” Cornelio aprovechó el
momento para insinuar su absoluta inocencia y total libertad para mover su
circo cuando quisiera, Estola lo miró varios segundos en silencio, como tomando
una decisión, “Es muy pronto para cerrar el caso, señor Morris, pero le
permitiré moverse, mientras deje constancia con las autoridades de su próximo
destino, tal vez lo necesite de nuevo para aclarar completamente esto, o al
señor Perdiguero” Concluyó, refiriéndose a Román, luego de eso pensaron en
retirarse, pues la gente ya comenzaba a llegar en masa, pero antes de irse,
Núñez tenía una pregunta pendiente, “Oiga, me dijeron que este circo, había una
chica con alas de verdad, que era capaz de volar, ¿es eso cierto?” Cornelio
sonrió con suficiencia, “Sí, Eloísa, es la única que les falta por conocer.
Está por aquí”
Aquella
misma tarde, Cornelio ordenó levantar el campamento. Mientras todo comenzaba a
ser empacado y apilado una vez más, Cornelio llegó hasta la pequeña tienda de
Román, se acuclilló en la entrada y depositó un bulto en el suelo. Luego de un incómodo
silencio de indecisión, murmuró sin expresión en el rostro: “Buena actuación, se
han creído todo lo que les dijiste” y se fue. El bulto era una botella de excelente
licor, algo totalmente inesperado para Román, sobre todo viniendo de su propio jefe.
Una recompensa por la historia que se había inventado, cuando en realidad, la
mitad de lo que había dicho era cierto.
León Faras.