domingo, 29 de noviembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris

 

XLIX.

 

Fermín Núñez era un chico bonito como un muñeco, al que sus colegas molestaban con el apodo de “galán de bolsillo” debido a sus decepcionantes ciento cincuenta y cinco centímetros  de altura, sin embargo, lo habían puesto junto al veterano Jacobo Estola por muchas otras prometedoras cualidades. Llegó junto a su jefe con unos papeles en la mano, “Jiménez, de la catorce, dice que encontró el circo que buscamos, dice que al parecer, el dueño no conoce al hombre que buscamos, al tal Perdiguero” “Eso hay que averiguarlo” respondió Estola, dándole un sorbo a una diminuta taza de café instantáneo, y agregó. “Eso está lejos, nos tomará varias horas llegar hasta allá ¿dijo algo más?” Núñez revisó sus documentos, “Si partimos esta noche, llegaremos por la mañana. Dijo que había visto en ese lugar una chica que podía volar con alas pegadas a la espalda” Estola recibió ese comentario remarcando todas sus arrugas de incredulidad en su rostro, “¡Eso no puede ser! Le está tomando el pelo” Aseguró, mientras Núñez sonreía, encantador como un actor de cine, “Apostó la mitad de su sueldo a que era cierto, y yo acepté, ¿Quiere usted apostarle la otra mitad?” Estola pareció indignarse con la idea, “Fermín, por Dios, ese hombre tiene familia ¡Es que piensa dejar a toda esa gente sin comer!” Núñez se justificó levantando las manos con inocencia, “¡Oiga, que esa fue idea de él!” En ese caso, Estola aceptó entrar en la apuesta.

 

Resultaba que el tal Diego Perdiguero ese, era al final, el hombre de las cuevas de Pravia, y obviamente alguien lo había reconocido y había recurrido a las autoridades. Sin embargo, Perdiguero ya había firmado un contrato y ese pacto no se disolvería con una denuncia de secuestro. Román Ibáñez llegó a la oficina de Cornelio con más dudas que seguridades, este estaba tramando algo, pero no lograba imaginar para qué había sido llamado, “¿Recuerdas lo que me pediste aquel día? Pues bien, estoy dispuesto a hacerlo si tú me ayudas ahora” Román estaba dispuesto, pero seguía sin entender qué podía hacer él. Cuando Cornelio se lo dijo, casi se cayó de la silla sobre la que le había costado tanto subirse, “¡Qué? ¡Pero cómo esperas que yo me haga pasar por ese Diego Perdiguero! ¡Es una locura! La diferencia es obvia” Cornelio no estaba tan seguro de eso, “¿Acaso crees que eso tipos conocen al hombre que buscan? Jamás le han visto, no tienen ni idea de cómo es o cómo se ve” “¡Pero si mido la mitad que él!” Protestó el enano con toda la razón del mundo. Cornelio contrarrestó, “¡Eres el único normal! No se lo puedo pedir a Horacio o a Pardo…” Román sugirió a alguno de los trabajadores, pero Cornelio ya lo había pensado y descartado, “No me fío de ninguno ellos” Confesó, “¡Y te fías de mí?” Respondió Román con sorpresa. Cornelio lo miró con sus enormes ojos, “Bueno, ¿quieres arruinar a tu hermano por dejar en la calle a tu hija, o no?” El enano sí lo quería, “Está bien…” aceptó, “…pero te advierto que esto no puede salir bien de ninguna manera” Concluyó.

 

Los inspectores Estola y Núñez llegaron temprano al circo, antes incluso que el entusiasta público del día anterior. Habían conducido toda la noche, la mitad cada uno y se les notaba, sobre todo a Estola, que se veía como si hubiese recibido la patada de un burro en la columna. Cornelio los recibió con profunda seriedad y los invitó a pasar a su oficina. “¿Sabe usted, por qué estamos aquí?” Preguntó Estola, aceptando la silla que Cornelio le ofreció, este asintió, y le dijo el porqué, y agregó, “…pero aquí no tenemos a nadie secuestrado, señor” Y se puso de pie para abrir la puerta, tras ella estaba Román Ibáñez, parado con un fastidio forzado en el rostro, como quien tiene cosas más importantes que hacer en ese momento. Estola lo miró como si le estuvieran queriendo tomar el pelo, “¿Quién es este señor?” Le preguntó a Cornelio. Núñez también reaccionó como si fuera la primera vez en su vida que veía a un enano, “Él es Diego Perdiguero” Afirmó Cornelio. Estola los miró a ambos más espantado que incrédulo, como si aquello, de ninguna manera pudiera ser posible. Consultó su libreta, “Pero aquí dice que el señor Perdiguero mide un metro y setenta y seis…” “Eso siempre me pasa” Intervino Román, con gesto de cansancio, “Las personas siempre le ponen ese “uno” de más a mi tamaño, es como un acto reflejo. Yo solo mido setenta y seis” En realidad, medía algo más, pero esperaba que los inspectores no anduvieran con una cinta métrica en el bolsillo. Estola no se lo tragó del todo, “¿Y pesa setenta kilos?” El enano respondió en el acto y con gravedad, “Créame, inspector, hubo una época en la que llegué a pesar eso” Estola volvió a ojear la descripción de Perdiguero que tenía anotada en su libreta, pero era tan escuálida como la de cualquier otro, sin nada sustancial de lo que aferrarse. Se volvió acusador hacia Cornelio, “¡Pero usted le dijo al sargento Jiménez que no conocía al señor Perdiguero! ¿Por qué hizo eso?” Cornelio tomó aire, dispuesto a inventarse algo, pero Román se adelantó, “Aquí todos me llaman Román” Les dijo, como si estuviera confesando algo vergonzoso, Estola lo miró como si le hubiese dicho un insulto, “¿Qué?” El enano continuó, “Mi vida ha sido dura, inspector. Cuando uno crece en una familia en la que todos piensan que eres un bueno para nada, en un mundo en el que nadie te da una oportunidad, donde las mujeres te miran como a un bicho molesto y en donde tu propio padre maldice a Dios por haberte tenido como hijo, uno tiende a querer mandar todo al diablo y empezar algo nuevo. Aquí encontré un trabajo, inspector, respeto, dignidad…” Román realmente se estaba luciendo, Cornelio no lo podía creer. El enano continuó, “…aquí encontré un lugar en el que vivir, y no quería que nadie me encontrara, por eso cuando llegué aquí, decidí cambiarme el nombre. Con el tiempo, hasta yo había olvidado mi verdadero nombre” Estola estaba sin palabras, había algo que no calzaba en todo esto, pero no sabía exactamente qué, “Bien señores, supongo que todo esto no ha sido más que una confusión” Señaló, dejándose convencer. Cornelio quiso saber el nombre de la persona que lo habían denunciado, pero el inspector le respondió que aquello era confidencial, y agregó, “…nos gustaría echar un vistazo a sus instalaciones de todas maneras, si no le molesta” Cornelio aceptó encantado, y con sorpresa para Román, también él fue arrastrado. Hicieron un recorrido, conociendo tanto a los trabajadores como a las atracciones y asegurándose de que nadie estaba ahí retenido contra su voluntad, hasta llegar a la jaula del hombre de las cuevas de Pravia. La jaula estaba tapada. “¿Y aquí qué es lo que hay?” Preguntó el inspector, Cornelio le invitó a echar un vistazo. Perdiguero, de inmediato gruñó y se agitó al ser golpeado por la luz del exterior. Estola retrocedió alarmado, “¡Eso es una persona?” Cornelio asintió grave, “¿Y cuál es su nombre?” agregó el inspector, nuevamente Román intervino, “La verdad es que nadie lo sabe. Lo encontramos en un sanatorio para enfermos mentales. Estaban a punto de sacrificarlo” Estola abrió unos ojos enormes, “¿Sacrificarlo?” El enano continuó con la seguridad de un experto en la materia, “Sí. Nunca consiguieron ningún avance con él, no lograron que pronunciara ni siquiera una palabra o que usara un baño y además tendía a ponerse muy violento, sobre todo con la luz del sol. Odia la luz. Tampoco tenía familia que se hiciera cargo de él. Al menos aquí, ya no se pasa días enteros metido en el agua fría, les limpiamos sus desechos y puede comer todos los días” “Sacrificado…” repitió Estola con amargura, y añadió, “…sí, he visto casos así” Cornelio aprovechó el momento para insinuar su absoluta inocencia y total libertad para mover su circo cuando quisiera, Estola lo miró varios segundos en silencio, como tomando una decisión, “Es muy pronto para cerrar el caso, señor Morris, pero le permitiré moverse, mientras deje constancia con las autoridades de su próximo destino, tal vez lo necesite de nuevo para aclarar completamente esto, o al señor Perdiguero” Concluyó, refiriéndose a Román, luego de eso pensaron en retirarse, pues la gente ya comenzaba a llegar en masa, pero antes de irse, Núñez tenía una pregunta pendiente, “Oiga, me dijeron que este circo, había una chica con alas de verdad, que era capaz de volar, ¿es eso cierto?” Cornelio sonrió con suficiencia, “Sí, Eloísa, es la única que les falta por conocer. Está por aquí”

 

Aquella misma tarde, Cornelio ordenó levantar el campamento. Mientras todo comenzaba a ser empacado y apilado una vez más, Cornelio llegó hasta la pequeña tienda de Román, se acuclilló en la entrada y depositó un bulto en el suelo. Luego de un incómodo silencio de indecisión, murmuró sin expresión en el rostro: “Buena actuación, se han creído todo lo que les dijiste” y se fue. El bulto era una botella de excelente licor, algo totalmente inesperado para Román, sobre todo viniendo de su propio jefe. Una recompensa por la historia que se había inventado, cuando en realidad, la mitad de lo que había dicho era cierto.


León Faras.

jueves, 26 de noviembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

XLVIII.

 

Así era el destino del circo, la condena a un eterno vagar. Después de un pueblo, siempre viene otro distinto que nunca antes ha visto las maravillas del circo de rarezas de Cornelio Morris, y es que, para Cornelio, su circo no debía pisar jamás dos veces el mismo suelo o instalarse por segunda vez en un mismo pueblo, aquello era lo mismo que no moverse. Sin embargo, estaba convencido de que no le alcanzaría la vida para cubrir todos los pueblos y caseríos disponibles en el mundo, por lo que no era algo que le preocupara en particular, mientras pudiera moverse. Atrás había quedado la mala fortuna, y los últimos pueblos visitados, habían vaciado sus bolsillos con entusiasmo y generosidad y apenas con el aperitivo, quedando luego deslumbrados al ver el plato fuerte del día: la presentación de Eloísa. Era la media tarde del segundo día en aquel pueblo, cuando dos hombres vestidos de uniforme se detuvieron frente a Horacio Von Hagen, quien ya había hecho su presentación y abandonado su jaula, y lo observaban tratando de decidir si hablarle a aquel ser peludo y humanoide era una opción, o una completa estupidez, similar a preguntarle a un perro por la ubicación de su amo. Bastó un monosílabo de Von Hagen para que los uniformados comprendieran que se trataba de una criatura provista de la capacidad de diálogo y entendimiento, “Soy el sargento Jiménez y este es el cabo Urrutia, necesitamos hablar con el dueño de este establecimiento ambulante, un señor llamado…” y el sargento consultó su libreta, “…Cornelio ¿Morris?” Horacio los miró como si le hubiesen hablado en una lengua muerta, pero lo cierto era que les había comprendido perfectamente, con su dedo peludo indicó una dirección hacia donde podía verse y oírse a Cornelio Morris agrupando a la gente para lo que sería “la experiencia que llevarían en su memoria hasta el último día de sus vidas.” Jiménez y su compañero caminaron hacia allá, dispuestos a interrumpir con mala-cara lo que fuera que estuviera haciendo aquel tipo, pero en determinado momento, sus piernas se negaron a seguir avanzando, su boca se abrió como la de un pescado muerto, y su cerebro se olvidó por completo del don de la palabra, o de cualquier otro, porque durante varios segundos, toda la vida en su cabeza se extinguió cuando presenciaron la figura de una jovencita que extendía a su espalda un maravilloso par de alas cubiertas con plumas de verdad, mientras Cornelio anunciaba que ante ustedes tenían “…un auténtico ángel del paraíso” Urrutia no pudo evitar que su vista cayera al suelo cuando una sombra gris cruzó frente a su cara, hipnotizado por aquella aparición, se agachó a recogerla; era una pluma del ángel, una enorme, hermosa y auténtica pluma de un ángel. Urrutia la sostuvo entre los dedos como a una rara flor, o como al pañuelo de una doncella, y Eloísa le dirigió una fugaz mirada que a él le pareció de complicidad, como si esa pluma hubiese sido arrojada hacia sus pies a propósito. Dos violentos aletazos, y el ángel despegó veloz hacia el cielo, hasta que las cadenas que supuestamente la sujetaban, se quejaron bajo la tensión. Como siempre, las personas dieron un perfectamente coordinado, salto hacia atrás. Ambos uniformados miraban embobados aquella aparición, incapaces de hablar, hasta que alguien les habló a ellos, “¿Puedo ayudarlos en algo?” Era Cornelio Morris, y parecía muy poco complacido con su presencia. Jiménez lo miró asustado, luego a la chica alada, luego a Cornelio otra vez y luego a su libreta, “¿Es usted el señor Cornelio Morris?” Cornelio asintió, impaciente, el sargento parecía incapaz de mantener su atención en otra cosa que no fuera Eloísa, por lo que decidió cogerlo por un brazo y llevárselo a su oficina, para hablar sin distracciones y de esa manera despacharlos lo antes posible. Tanto Jiménez como Urrutia, se negaron a tomar asiento. “Señor Morris, estamos aquí para notificarle que está usted acusado de tener secuestrado a un hombre llamado…” el sargento consultó su libreta, “…Perdiguero, Diego Perdiguero” Cornelio los miró como si le estuvieran planteando un acertijo matemático muy complicado, “¿Quién?” En verdad a Cornelio, ese nombre no le decía nada de nada. Jiménez continuó, “Los inspectores a cargo de la investigación ya vienen hacia acá, por lo tanto debemos advertirle que tiene usted prohibido mover su circo de este lugar” Cornelio protestó contrariado, “¡Pero no pueden hacerme esto! ¡Ni siquiera sé quién es ese tal Perdiguero no sé qué!” El cabo Urrutia, un tipo que bien podía ser guardia personal de alguien famoso, lo tranquilizó con una de sus manotas en alto, “Escuche señor Morris, usted no es culpable de nada, aún, pero es su obligación permitir y facilitar la investigación. No puede salir de este pueblo en las próximas cuarenta y ocho horas, y si lo hace, lo encontraremos y lo pondremos bajo arresto, por desacato a la autoridad y evasión de la justicia, ¿Me ha entendido bien?” Ahora era Cornelio quien no podía cerrar la boca. “¿Cuarenta y ocho horas?” Pensaba como mucho estar un día más en ese lugar, “Así es, mientras tanto, puede usted seguir con sus actividades normales” Concluyó Urrutia, “Muy impresionantes, debo decir” agregó Jiménez, sin ocultar su admiración. “¡Pero esto es una locura! Yo no he secuestrado a nadie, pueden registrar todo el lugar, si eso quieren, pero no puedo quedarme aquí. ¡Esto es un circo! ¡Los circos se deben mover!” Cornelio estaba indignado, qué clase de imbécil lo había denunciado por secuestro, ¡Y quién demonios era ese Perdiguero! Los uniformados ya habían salido de la oficina, pero Jiménez se dignó a hacerle una última advertencia, “Señor Morris, nosotros no podemos hacer más, debe esperar a los inspectores y no moverse de aquí o tendrá problemas mucho más graves.” Y cuando ya se iba, agregó, “Traeré a mis hijas mañana y más le vale estar aquí”

 

Por la tarde, la gente fue evacuada del circo con más apremio del normal, de hecho, Cornelio Morris en persona los estaba corriendo a gritos con su megáfono, alegando una supuesta emergencia, pero dejándoles bien en claro que podían regresar al día siguiente, por supuesto. Luego, con el mismo megáfono reunió a todo el personal del circo. Todos, sin excepción, excepto por Lidia, claro. “Muy bien, señores, esta vez se han pasado de la raya. Quiero saber ahora mismo, quién fue el gracioso que me denunció a las autoridades por secuestro” Todos se miraron las caras, Román que llegaba al último, buscó un lugar junto a Horacio, “¿Qué ha dicho? ¿Secuestro?” Von Hagen asintió, incapaz de decir palabra, Cornelio los miraba furioso e impaciente. Parecía un profesor al que, unos alumnos bromistas, acaban de ponerle pintura en el asiento “Créanme que si no hablan, Mustafá hablará, pero será peor para todos si es él quien señala al culpable…” Solo consiguió murmullos y miradas de inocente incredulidad “Pero si no nos hemos movido del circo, ¿cómo alguien va a ir con las autoridades?” Comentó Beatriz, que estaba de brazos cruzados al frente del grupo de trabajadores y atracciones, tan sospechosa como cualquier otro, “No lo sé…” respondió Cornelio, poco complacido con el comentario, y agregó, “…pero se me ocurren un par de ideas de cómo pudieron hacerlo. ¡Aquí la única que está libre de sospecha es Lidia, por obvias razones, el resto, todos serán culpables si no me dicen ahora mismo quien fue!” Se desató una ola de murmullos como un enjambre de abejas, pero sobre todos se distinguió una voz, que aunque tímida, estaba a una altura por sobre las demás. Era la de Ángel Pardo. “¿Qué dijiste?” Le preguntó Cornelio de un grito. Pardo habló con el mismo volumen de voz, pero el enjambre se había silenciado al instante, “Decía que además de Lidia, el tipo de allá tampoco pudo haberlo hecho, porque ese ni habla” “¿Qué tipo?” preguntó Cornelio impaciente, el gigante lo señaló con todo el largo de su brazo “Ese. Es que no sé cuál es su nombre…” Se excusó. Cornelio le echó un vistazo con expresión de asco al lugar que indicaba, no podía creer la estupidez de comentario. Él quería saber quién había sido, no quién NO había sido, pero Pardo tenía razón, el hombre de las cavernas de Pravia no podía haberlo hecho. Entonces, Cornelio pareció darse cuenta de algo, y miró la jaula de Perdiguero con algo más de interés, “¿Cómo se llama ese tipo?” Preguntó volviéndose hacia sus empleados. Nuevamente, todos no hicieron más que mirarse las caras y negar en silencio. Se dio cuenta de que él tampoco lo recordaba, aunque tenía una vaga idea. “¡Mierda!” murmuró, y partió casi corriendo a encerrarse en su oficina. En los contratos estaba la respuesta que buscaba.


León Faras.

lunes, 23 de noviembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

XLVII.

 

“No solo un sacrificio humano, sino el de un recién nacido. Y no solo un neonato cualquiera, sino tu propio hijo.” Esas habían sido las palabras de David Franco, dadas como información, como quien le da una dirección a un desconocido en la calle, ya que él no participaba, no se comprometía, y generalmente, tampoco se ensuciaba las manos. Él solo daba las directrices necesarias, esa era su única labor. “Pero no se trata de obtener poder, sino, de manejar un poder ya existente, emanado de criaturas que viven entre nosotros, que se alimentan de nosotros y que ni siquiera podemos ver. Criaturas que deben ser atraídas, atrapadas y forzadas a trabajar para nosotros, aunque eso signifique sufrimiento y humillación para ellas.” Cornelio, quien aún se llamaba Julio Monte en ese momento, no sabía si creer o no en esas palabras, en realidad, poco le importaba, mientras obtuviera el poder y el dinero que le había sido prometido. Franco continuó, “…Siempre ha sido así, el dolor y el sufrimiento como señuelo, siempre el sacrificio: guerreros a los que se le arranca el corazón en vida, doncellas arrojadas a volcanes en llamas o pozos sin fondo, simples pastores que degüellan a sus animales cebados solo para derramar su sangre y saciar con ella a sus deidades.” David lo observó con una mezcla de cansancio y desprecio, “Tú necesitas que muchas de esas criaturas te ayuden, y para ello tendrás que darles un gran sacrificio, luego, si haces lo que te digo y como te lo digo, ellas quedarán atrapadas, atadas a ti para hacer tu voluntad y tú serás su dueño, pero, recuerda esto, cuando eso suceda, ya no podrás quedarte por mucho tiempo en ningún lugar, estarás condenado a vagar por el mundo o esas criaturas de verdad van a sufrir y te lo harán notar en los huesos” Cornelio no tenía idea de qué criaturas eran esas, ni de qué clase de poder se trataba, lo único que tenía más o menos claro, era que debía sacrificar a su hijo, al hijo que acababa de tener con Beatriz, y estaba dispuesto a hacerlo, porque había aprendido a confiar en lo que David Franco le decía, pues este había demostrado siempre saber más de lo normal y hacer cosas que no eran de un hombre corriente. Aunque también estaba dispuesto porque él no quería un hijo, nunca lo había querido y no lo apreciaba en lo más mínimo, por lo mismo, la idea de sacrificarle a cambio del poder prometido, no se le hacía nada imposible, era un precio justo, hasta conveniente y el hecho de que tuviera que hacerlo él mismo, tampoco era alarmante para él. Siendo un muchacho, Julio Monte había ahorcado perros y apuñalado cerdos aún sujetos a la teta de su madre sin ningún sentimentalismo indigno de cualquier hombre, pórque solo hacía lo que debía hacerse, y ahora debía actuar con la misma templanza de carácter, y estaba dispuesto a hacerlo. Por supuesto que no podía esperar lo mismo de Beatriz, aunque tampoco necesita de su ayuda ni de su aprobación, solo habían bastado un par de gotas de leche de Adormidera en su té, para que durmiera toda la noche, luego por la mañana se enteraría, al ver los increíbles resultados, lo aceptaría y si aún quería un hijo, podía quedarse con el de su hermana Lidia, para la cual, el trabajo que le tenía planeado, era incompatible con la maternidad.

 

La casa que había arrendado durante aquel otoño, estaba rodeada de árboles desnudos y ateridos como fantasmas del viento, y acompañada por un lago frío e indiferente como un milenario espejo. Debía de ser un lugar bello, pero por alguna razón, no lo era. Cornelio llegó con el bebé hasta un cobertizo construido alejado de la casa, iluminado por una antorcha que él mismo había encendido ya antes, y que hacía las veces de establo, cuando el lugar era utilizado por sus dueños, o de bodega, para guardar herramientas, aperos de montar o de labranza y cualquier cosa que no encontrara sitio dentro de la casa. El bebé dormía, seguramente también le había dado una o dos gotas del soporífero usado en la madre, un acto compasivo, aunque no lo suficiente. Dentro del cobertizo, Julio Monte había construido una pira, con la leña que convenientemente estaba almacenada allí mismo, porque este sacrificio no debía de ser de sangre, sino de ceniza. Posó con infame cuidado al niño sobre la pila de leña minuciosamente ordenada con forma piramidal y rellena de forraje bañado en aceite de lámparas, y se alejó un paso. Registró el interior de su chaqueta donde guardaba una petaca con el último trago de licor que le quedaba, porque una cosa era estar dispuesto, pero otra muy distinta era disfrutarlo. Se puso de rodillas frente a la pira, cual honorable samurái, y dejó frente a sí una hoja de papel escrito a mano y un puñal afiladísimo, luego, comenzó a desprenderse con ceremonia de su ropa, desnudándose de la cintura para arriba, cogió la hoja de papel con una mano y el puñal con la otra, y comenzó a leer los versos allí escritos, una y otra vez. “¿Cómo sabré cuando me hayan escuchado?” Había preguntado Julio, luego de leer el papel por primera vez cuando Franco se lo dio, “Lo sabrás” Le había respondido este. Esa no era la respuesta que esperaba.

 

Beatriz despertó con un sobresalto, aunque no podía recordar qué era lo que la había arrojado con tal ímpetu fuera de su sueño. Se sentía aturdida, confundida e incluso desorientada, con los sentidos entorpecidos como si hubiese bebido más alcohol de lo prudente, lo que no había sido así. Tardó varios segundos en notar que su habitación estaba siendo iluminada por una luz amarilla que aleteaba como un pájaro asustado dentro de su jaula y otros segundos más en descubrir que estaba sola, sin Julio ni el bebé. Se levantó sin poder recordar por qué invadía su mente ese sopor pantanoso, del que no se libró ni aun cuando vio por la ventana como el cobertizo de al lado estaba completamente envuelto en llamas. A duras penas logró salir de la casa, a tropezones y chocando con cada cosa a su paso, gritando como una loca pero sin obtener ninguna respuesta. Se acercó al cobertizo lo suficiente hasta que el fuego la frenó con su aliento incandescente. En ese momento comprendió que debía estar narcotizada con alguna sustancia que ella desconocía, porque de otra manera no podía creer lo que estaba viendo: Julio Monte estaba dentro del cobertizo, completamente rodeado de fuego, riendo, inmune al calor, estaba cubierto con las cenizas de su hijo hasta el pelo, se había hecho un corte en el pecho de lado a lado por encima de los pezones, había mezclado la ceniza con la sangre manada de su herida abierta y se había embadurnado el cuerpo con ella. El fuego había nacido espontáneo y fulminante, consumiendo la pira como si de un periódico viejo se tratara y continuando con lo demás, mientras él seguía repitiendo los versos, ya de memoria, sintiendo la presencia de entidades que no podía ver, pero que sin duda estaban allí, sensibles para todos sus otros sentidos. Nunca se había sentido mejor en toda su vida.


León Faras.

jueves, 19 de noviembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

XLVI.

 

Horacio miraba a Sofía que caminaba hacia ellos con una sonrisa orgullosa y sentía como si hubiesen pasado años desde la última vez que la había visto, Román también la veía, pero lo hacía con desconfianza, como si de alguna manera estuviera siendo víctima de algún engaño o una broma. “¿Y bien, qué te parece?” preguntó la muchacha en cuanto llegó junto a ellos. En vivo, pensó Horacio, se parecía mucho más a Lidia que en la fotografía, aquello era evidente, Román también lo había notado de forma espontánea, aunque no parecía relevante para él. “Te ves increíble, pero… ¿cómo sucedió?” Preguntó Von Hagen, Sofía se lo explicó, y le dijo lo que había dudado en el momento de firmar ese contrato, porque sabía que se estaba atando una cadena al cuello con eso, no más que cualquiera de los otros habitantes del circo, pero tampoco era que quisiera irse, alejarse de toda esa gente que era su familia, y por sobre todo, abandonar a su madre ahí donde estaba, “Oye…” dijo de pronto Román, señalando el rostro de Sofía como si estuviera descubriendo algo, “¿…no creen que tiene un increíble parecido con Lidia? Es como si fueras más hija de ella, que de Beta.” A la chica se le llenó el rostro de risa, eso era exactamente lo que ella y Horacio creían, casi con total certeza, pero no estaban muy seguros de cómo podían comprobarlo, Román rió como si aquello le hubiera parecido gracioso, “Tengo un muñeco que te lo puede decir si se lo preguntas” Era una buena idea, si podían hacerlo a escondidas, porque sabían que a Cornelio no le haría ninguna gracia que alguno de sus empleados jugaran con la increíble habilidad de Mustafá, pero por desgracia, necesitaban una moneda, y nadie en el circo tenía dinero. Román miró en todas direcciones con aire sospechoso, luego se registró los bolsillos interiores de su chaqueta, y extrajo de ellos un pequeño puñado de monedas, escogió una con cuidado y se la dio a la chica, tanto esta como Horacio, lo miraban como si hubiese hecho un increíble truco de magia, el enano puso cara de circunstancia, “Mustafá y yo, tenemos algunos secretillos” Luego se dirigió hacia donde estaba el muñeco, “Vamos a hacerlo antes de que empiece a llegar el público.” Señaló a la chica, “tú, haz la pregunta rápido…” y luego se dirigió a Horacio, “y tú, vigila que nadie del circo se acerque”

 

La gente llegó en masa al circo apenas la voz de Cornelio, amplificada a través de su megáfono, comenzó a anunciar sus prodigiosas atracciones y realmente parecía que mientras más lo hacía, más gente entraba. Ángel Pardo se paseaba entre las personas dejándoles a todos con la cabeza inclinada hacia atrás y la boca abierta por varios segundos, pues no podían concebir un ser humano de semejante altura y extrañas proporciones, por suerte, el rostro del gigante era amable, lo que evitaba que muchos salieran huyendo o sufrieran un patatús de la impresión, y al mismo tiempo, atraía enjambres de niños que revoloteaban a su alrededor como moscas tras un apestoso. De pronto oyó los gritos de una chiquilla enfadada. Era una jovencita de trece o catorce años que le daba de puntapiés a Mustafá, aunque no lograba causarle gran daño, “¡Devuélveme el dinero, monigote asqueroso!” Dos jovencitas de similar edad, sus amigas, la miraban de prudente distancia sin atreverse a intervenir. Estas retrocedieron un poco asustadas al ver a Pardo acercarse, pero la primera no se intimidó, “¿Qué es lo que te ocurre?” Le preguntó el gigante, preocupado. La jovencita parecía una muñeca, impecablemente peinada con cuidados rizos, un precioso vestido, medias blancas y zapatos brillantes, sin duda una niña de situación acomodada, muy diferente a la mayoría de los demás chicos que visitaban el circo, “¡Este tonto muñeco es un fraude…!” Protestó la niña, “¡…Le he hecho dos veces la misma pregunta y las dos veces me ha respondido lo mismo! ¡Siempre responde lo mismo!” Ángel Pardo no comprendía bien el motivo de su enfado, él no era ningún genio, pero hasta él entendía que si se hacía dos veces la misma pregunta, lo lógico era recibir dos veces la misma respuesta, “Solo responde con la verdad, ¿por qué te enojas?” preguntó el gigante, inclinado hacia delante para ver mejor a la niñas, “¡No es verdad! ¡Este bicho se equivoca! ¡Solo responde tonterías!” Pardo se irguió a todo su largo y se rascó la cabeza, “Bueno, pero ¿qué fue lo que te dijo?” le preguntó, tratando de ser conciliador, aun sabiendo que, con toda seguridad, aquello no era de su incumbencia, “Dijo que su papá, no era su papá” respondió una de las jovencitas que le acompañaban, e inmediatamente fue silenciada por su iracunda amiga, “¡Cállate, Mónica! ¡Lo que me dijo este espantajo, fue una mentira! ¡Eso fue lo que me dijo!” Pardo asintió lentamente, ya lo podía comprender. Mustafá jamás se equivocaba, eso estaba claro, pero la jovencita no quería saber eso, “…puede que alguna vez se equivoque, al fin y al cabo, todo el mundo lo hace…” Mintió Pardo, calmando a la muchacha con la afabilidad y el comedimiento natural de su voz, y agregó, “…pero no puedo hacer que te devuelva tu dinero. Por favor, deja de golpearlo” La niña se calmó, aunque mantenía el rostro enfurruñado, cuando el gigante ya se iba, le habló, “Oye, ¿tú crees que lo que dice, siempre sea verdad?” Pardo estaba convencido de eso, aunque nunca había sido necesario probarlo. Se acuclilló, lo que le daba un aspecto arácnido, debido a la desproporción de sus miembros, “Yo solo sé que Mustafá nunca miente, porque no puede hacerlo, pero tal vez sí pueda equivocarse a veces. ¿Tienes otra moneda?” La niña registró su bonito bolso y extrajo otra moneda, “Si quieres, puedes preguntarle algo que solo tú sepas, de esa manera sabrás si miente o no” Concluyó el gigante, poniéndose de pie y alejándose de allí.

 

Sin duda la más maravillada con la transformación de Sofía, fue Eloísa, quien permanecía oculta en su tienda, hasta el momento en el que debía actuar, lo que multiplicaba la impresión en su desprevenido público, que en sus vidas esperarían ver algo así. Sofía entró en su tienda de improviso y con una sonrisa contenida a duras penas, Eloísa la miró enojada, como a una intrusa, pero no le dijo nada, porque de inmediato tuvo la sensación de que aquella extraña le resultaba familiar, aunque no podía recordar por qué. Sofía no pudo contener la risa por el más que evidente desconcierto de su amiga y eso la delató. La extraña que había entrado a su tienda era la Sofía de la foto, encarnada como si se tratara de una hermana mayor de la otra. Eloísa se quedó largos segundos incapaz de cerrar la boca o pestañear. Más tarde, mientras Eloísa desataba el asombro y el desconcierto entre su público al momento de abrir sus alas y elevarse en el cielo, Sofía regresaba a su tienda donde estaba Beatriz, quien preparaba algo de comer en una cocinilla, otro de sus exclusivos privilegios, como el de contar con una lámpara de queroseno. Sofía no sonreía. La mujer, la contempló largo rato en silencio, sabía lo de la transformación, pero no había tenido ocasión de verla hasta ese momento, y era increíble, tal como lo suponía, el parecido con Lidia era innegable, también el hecho de que la sirena era su madre. La mentira que habían sostenido todo este tiempo, ahora caía rota en mil pedazos y de forma definitiva. La mujer removió las croquetas que freía en su sartén, “Te pareces mucho a ella…” dijo con voz suave e indiferente, como si se dirigiera a un desconocido, y agregó “…Ella se parecía más a nuestra madre, yo, en cambio, heredé el cabello y los ojos de mi padre” Sofía la miró como si la escuchara hablar por primera vez, “¿Por qué nunca me dijiste que tú eras mi tía, y que Lidia era mi madre?” Beatriz sacaba sus croquetas con parsimonia, procurando que el aceite escurriera antes de abandonar la sartén, “Pensaba que no sería necesario mientras no crecieras, ya sabes, uno va posponiendo cosas hasta que se vuelve una costumbre” Sofía se acercó despacio hasta que llegó a su lado, “¿Quién es mi padre? ¿Está él aquí?” La mujer negó con la cabeza, sin quitar la vista de su cocina, “En realidad no sé quién era tu padre, ella llegó al circo estando ya embarazada. Estaba muy angustiada, porque se había quedado sola, aquel hombre había desaparecido y ella no sabía por qué, si le había ocurrido algo malo o simplemente la había abandonado…” Beatriz miró a los ojos a la muchacha, “… cualquiera de esas cosas podía ser posible. El circo le ofreció sustento, trabajo y la posibilidad de que a su hija no le faltara nada…” Entonces ella firmó el contrato sin apenas leerlo, pues hubiese sido grosero poner en duda la honestidad de tan generoso gesto. “…No sé bien cómo funciona el asunto de los contratos y las atracciones, pero ese día, Lidia se convirtió en la sirena del circo y tú quedaste a mi cuidado” Sofía la miró a los ojos largo rato y le creyó, o al menos, no le pareció que la estuviera engañando, esta vez Beatriz parecía honesta. “Gracias” murmuró.


León Faras.

sábado, 14 de noviembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

XLV.

 

El experimentado detective Jacobo Estola escuchaba con atención, pero sin confiarse del todo en la declaración de los hombres que tenía en frente, miraba de reojo a su joven compañero Fermín Núñez, quien permanecía de pie con los brazos cruzados y la misma expresión de incredulidad en el rostro, “A ver, espere. ¿Me está diciendo que ustedes fueron contratados para fotografiar a una sirena?” Preguntó Estola, poniéndole especial énfasis de duda en la última palabra. Los hermanos Corona se miraron y luego asintieron al unísono. Damián contestó. “Ya le dijimos que se trata de un circo de rarezas, sus atracciones son personas… especiales” Damián comenzaba a sentir el peso de lo difícil que era explicar lo que ese circo contenía exactamente, y encima Estola lo miraba como a un imbécil, “Ya, ¿Pero una sirena, de esas que se supone que pululan por el mar? ¿Cómo es que nunca he oído hablar de un circo que exhiba una sirena? ¡Eso debería ser una sensación!” Se dirigió a su compañero, “Núñez, ¿Usted ha oído algo así alguna vez?” Núñez negó con gesto de desprecio, como si todo le pareciera una vil mentira, Estola continuó, “Es que, me tienen que perdonar, pero yo creía que se trataba de seres mitológicos. ¿Y la fotografiaron?” Preguntó el detective, fingiendo mucho interés, los Corona asintieron y el detective quiso que le enseñaran la imagen, pero no la tenían, “Nosotros no conservamos ni las fotografías ni los negativos de los trabajos que nos encargan nuestros clientes. Ellos pagan por ser dueños exclusivos del material” Le explicó Vicente, Estola pareció decepcionado, por lo que Vicente añadió con cierto asomo de orgullo, “Pero no se preocupe, podrá ver las fotos, porque serán publicadas en una de las revistas más populares de todo el país” Estola ojeó su libreta sin hacerle demasiado caso a su último comentario, “Bueno, y dice que su amigo… Diego Perdiguero, fue secuestrado por el circo de este señor que se hace llamar, ¿Cornelio Morris?” “Así es” Replicó Damián en el acto, pero el detective se quedó mirándolo, como esperando algo más, por lo que se vio obligado a agregar, “Como ya le dije, Perdiguero trabajaba para nosotros mientras tratábamos de conseguir esa fotografía. Un día desapareció y cuando volvimos a verlo, estaba encerrado en una jaula del circo, de esas que usan para sus atracciones” “¿Y logró hablar con él?” Replicó el detective, Damián negó de inmediato, “estaba como drogado, solo emitía gruñidos y parecía que no podía ver.” Estola volvió a ojear su libreta, “Según entendí antes, las fotografías debían ser tomadas sin que nadie se enterara, porque el señor Morris no estaba de acuerdo…” Vicente asintió, Estola continuó  con gesto suspicaz, “¿No habrán ustedes o el señor Perdiguero, hecho algo que dañó o perjudicó de alguna manera al señor Morris o a su propiedad, y por eso este tomó medidas para protegerse?” “¡De ninguna manera!” respondió Damián, “Nuestro trabajo es hacer el encargo que nuestro cliente necesita, sin que nuestro objetivo se dé cuenta.” Recitó Vicente, como si se tratara de un eslogan para su empresa, y agregó, “Y eso incluye evitar cualquier delito o falta en contra de nuestro objetivo. El trabajo de Perdiguero era simplemente mantenernos informados de la ubicación del circo, porque este circo…” Estola le hizo gesto de cansancio para que detuviera el discurso. Ya lo había entendido. “Lo pregunto porque, si vamos a hacer algo, no quiero encontrarme con la sorpresa de que, su “objetivo,” solo estaba protegiendo sus intereses, cosa que ya nos ha sucedido innumerables veces antes, ¿no es cierto, Núñez?” Y Núñez asintió convencido. Luego el detective cogió un mapa y lo desdobló sobre su escritorio, “Muy bien. ¿En dónde fue la última vez que vieron el circo?” Los hermanos Corona, luego de estudiar el mapa, señalaron algunas localidades por las que habían perseguido el circo, Estola los miró poco convencido, “¡Todos son puebluchos que apenas, y con mucha fortuna, aparecen en los mapas!” Damián lo miró con aires de suficiencia, “Pues, el circo de rarezas de Cornelio Morris, solo se mueve por pueblos pequeños y alejados, dejando de lado las grandes ciudades, los medios o la publicidad. ¿No le parece todo eso, sospechoso?” Insinuó al final. Jacobo Estola se quedó algunos segundos concentrado en sus pensamientos, “Pues sí…” dijo al final, “…para ser un circo que, como dicen ustedes, posee una sirena de verdad, es muy extraño que no la den a conocer a las masas.” “Sin duda se harían ricos.” Apuntó Núñez, casi como para sí. Finalmente, Estola garabateó algunas líneas y cruces en el mapa y se lo entregó a su compañero, “Haga algunas llamadas y averigüe dónde se encuentra ese circo. Debería estar cerca de alguna de estas localidades.” Le dijo. Núñez asintió y se marchó. Luego se dirigió a los hermanos Corona, estrechándoles la mano, “Bien señores, les avisaremos cuando averigüemos algo.”

 

Al principio no la reconoció, y le pareció una completa extraña vagando por el circo, como si se tratara de una turista en una exposición gratuita de curiosidades, pero al poco de analizar su rostro y descifrar su enigmática sonrisa, el pobre de Román Ibáñez se dio cuenta, consternado, de que la pequeña niña que antes estaba a la altura de su cara, ahora era un gigante más en su mundo de gigantes. “¿Sofía?” Pronunció lo más cargado de duda que pudo, temiendo equivocarse, pero sabiendo que no era así. La niña no pudo menos que sonreír al verse descubierta, pero el enano la miraba como si se tratara de un extraterrestre del que no se sabe bien si es amigo o enemigo, y es que para él, aquello no tenía razón ni propósito, cómo o por qué la pequeña Sofía de pronto era una adolescente casi del doble de su altura, “Pero… ¿Qué diablos te pasó?” La cara de espanto del enano borró de un plumazo la sonrisa de satisfacción de la muchacha, haciéndola sentir que su nuevo aspecto era un desastre, “¡Es que yo soy así!” Explicó Sofía, como si no hiciera falta nada más, pero para Román, eso generaba más dudas que respuestas, “¿Qué?” Eso fue todo lo que pudo balbucear, pero la muchacha, ya había posado la vista y su sonrisa en otra persona que la contemplaba admirado, y este sí entendía claramente lo que había sucedido. Solo Cornelio podía haber provocado el cambio y solo podía haberlo hecho por medio de un contrato. Sofía era ahora tan presa del circo como todos los demás. “Te ves contenta” Comentó Eugenio Monje con amabilidad, el enano lo miró como si se hubiese vuelto loco, “¿Eso es todo! ¡Contenta? ¡Es que no ves que envejeció casi diez años en un día?” “¡Román!” Protestó la muchacha, “¿Por qué no vas donde Horacio y le pides que te lo explique? yo enseguida iré para allá”

 

Horacio preparaba su jaula para su presentación, a veces solía usar un fémur de burro y un cráneo de oveja como decoración para impresionar a su público, pero no le gustaba abusar de ese recurso. En esta ocasión había decidido que debía hacerlo. Entonces llegó Román, caminando con paso decidido, casi enojado, exigiéndole explicaciones a Horacio sin explicarle antes lo que había visto, este lo miró como si anduviera borracho de primera mañana y siguió aseando el interior de su jaula, “No tengo ni la menor idea de lo que hablas” Comentó Horacio, insensible a la urgencia de su amigo. Este sabía que algo gordo había sucedido y necesitaba saber qué, “¡Es Sofía! ¡Está grande! ¡Creció! ¿Es que no la ves?” concluyó, apuntando con todos sus dedos hacia un punto que Horacio tuvo que buscar en el horizonte. Aun saliendo de la jaula, poniéndose en un sitio abierto y aguzando la vista, le costaba creer lo que veía. Era la Sofía de la foto, encarnada en la realidad, hablando con Eugenio a su misma altura, “¿Ahora me vas a explicar qué diablos pasó?” Exigió Román, acomodándose las manos en la cintura, como si aquella postura le sumara fuerza a sus palabras. Horacio, por la cara que tenía, parecía tan confundido como él. Al fin habló con voz misteriosa. “No sé bien cómo ni por qué, pero Sofía era una adolescente atrapada en el cuerpo de una niña que no podía crecer…” El enano lo miró con ojos grandes de incredulidad, como si el otro se estuviera inventando una historia. Horacio continuó, “…ella me lo dijo en una ocasión, e incluso me enseñó una fotografía de su verdadero aspecto…” Se detuvo para echarle un vistazo a su amigo, “No sé lo que pasó, pero sé que solo una persona pudo hacer algo así…” “Cornelio.” Afirmó Román, mientras veía que Sofía ya caminaba hacia ellos, pero luego de unos segundos, su memoria rebobinó lo que acababa de oír. “Espera, ¿Una fotografía? ¡Qué fotografía?”


León Faras.

miércoles, 11 de noviembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

XLIV.

 

Damián y Vicente Corona celebraban con un vaso de coñac y un baile ridículo con música oralmente improvisada, que habían, y cuando ya casi no les quedaban esperanzas, recuperado el dinero invertido y lo habían conseguido con algo de ganancia. Bolaño había aceptado las fotos de la sirena, dijo que captaban muy bien su aire místico y la lámpara de queroseno le daba una inquietante aura fantasmagórica que sin duda iba a impresionar y a cautivar a su público. Damián no conseguía explicarse cómo era que esa niña lo había conseguido, mientras ellos, los fotógrafos experimentados, habían fracasado miserablemente, “¿Qué tiene de particular esa cámara que le diste, exactamente?”¿Dónde estaba la lógica de todo esto? Vicente tenía una teoría, “La cámara no tiene nada de especial, creo que la única diferencia es quien aprieta el botón” Damián forzó una risa, “Ya, pero es la primera vez que esa niña coge una cámara, y fotografió una sirena, donde tú solo captaste a una mujer desnuda encerrada en un gallinero. ¿Cómo es eso posible?” Vicente lo miró como a alguien que le han salpicado lodo a su traje nuevo, con algo de lástima, pero divertido, “Es lo que digo, la niña pertenecía a ese circo, era parte de él y nosotros no” No parecía del todo convencido Damián, pero tomando en cuenta todas las cosas raras que había con ese circo, no sonaba tan descabellado. De las otras fotos que consiguió Sofía, a Bolaño no le parecieron relevantes: el hombre-mono no era tan impresionante, había visto disfraces que impresionaban más, y se veían más reales, y la chica alada, la verdad es que lo que tenía en la espalda no se apreciaba bien y en realidad podía ser cualquier cosa, además, sus poses forzadas y esas muecas en el rostro, le restaban credibilidad, “Aunque si lo que me dicen es cierto, y consiguen unas buenas fotos de esa chica, podemos llegar a un buen acuerdo” Les había dicho Bolaño antes de irse. Los hermanos Corona no tenían intención de salir corriendo detrás de ese circo de nuevo, pero aún tenían un vínculo innegable con el circo de rarezas de Cornelio Morris, y ese vínculo tenía nombre y apellido: Diego Perdiguero. Habían decidido acudir a las autoridades y denunciar el secuestro de Perdiguero.

 

Ya casi era medianoche, habían encontrado un nuevo pueblo, en el que esperaban por fin tener el éxito acostumbrado, y mientras el campamento iba tomando forma poco a poco, todo el mundo se encargaba de felicitar y alagar a Eloísa por su valiente intervención y su brillante actuación. Todos lo comentaban: era una multitud dispuesta a destruirlo todo y ella les había plantado cara como un mensajero de Dios. Cornelio era el que parecía más impresionado, no en vano había sentido el susurro de una bala rozando su cabeza, y se había quedado sin respuestas cuando iban a ser quemados sus camiones, y posiblemente todo lo demás. “No sé qué decir… temí lo peor.” Le había dicho justo después del incidente y a Eloísa le había parecido honesto. Se le ocurrió en el momento en que estaba con Beatriz y Sofía, recordó que hace poco rato, había hablado con Horacio sobre los extraños visitantes, y este le había dicho que se trataba de una especie de fanáticos religiosos que incluso habían comentado que Lidia era una criatura del demonio, “¿Puedes creerlo? ¿Lidia, una criatura del diablo?” A ella, Cornelio solía presentarla ante su público como un “verdadero ángel del paraíso,” y su público siempre se lo creía, por lo que decidió intervenir como eso, un ángel, pero no sabía qué decir, hasta que oyó el disparo, entonces solo voló, esperando que su presencia fuese suficiente.

 

Por la mañana, Beatriz entró a su tienda donde la pequeña Sofía ordenaba sus cosas y acababa de vestirse, “Sofía, Cornelio quiere verte.” A la niña, eso le pareció de lo más extraño, “¿A mí?” La mujer también lo consideraba inusual, pero, eso era lo que Cornelio le había pedido, “Sí, en su oficina, eso fue lo que me dijo.” Estaba segura de que no era una broma, sin embargo, se acercó hasta la oficina de Cornelio Morris con reticencia, y dudó unos segundos antes de golpear, cuando entró, supo de inmediato lo que había sobre el escritorio, pero aun así no pudo evitar preguntar, “¿Qué es eso?” Cornelio parecía el padre que tiene el regalo perfecto que su hijo espera, “Sofía, siéntate. Esto es algo que sé que has esperado durante mucho tiempo.” La niña miró la hoja de papel sobre la mesa, un contrato. Jamás había expresado a nadie, y de ninguna manera algún deseo de tener contrato, ni siquiera estaba consciente de que era la única que no tenía uno, y ahora, Cornelio se lo ofrecía como si se tratara de una bicicleta para su cumpleaños, cumpleaños que por cierto, jamás se lo habían celebrado y solo ahora comenzaba a comprender por qué. “¿Algo que yo he esperado durante mucho tiempo? ¿Un contrato?” La pequeña no compartía ni una mínima parte del entusiasmo de Cornelio, es más, algo le empezaba a oler a chamusquina. Cornelio por su parte, aún no había acabado, “No es el contrato, sino lo que este representa…” Le dijo abriendo esos enormes ojos poderosamente convincentes, “Te has convertido en una señorita, Sofía, y es hora de que empieces a verte como tal… ¿Eso te gustaría? ¿Verte como la adolescente que eres?” Eso ya era otra cosa, verse como la adolescente que era, era un sueño que había comenzado a acariciar mucho en el último tiempo, desde el primer viaje en el camión de Eugenio, pero por otro lado, estaba el privilegio que Eusebio había mencionado, “Ella era la única que podía irse del circo cuando quisiera y nadie podía impedírselo… ni siquiera Cornelio” recordó. No sabía qué hacer. Lo cogió para echarle un vistazo, Cornelio aguardaba de pie como un abogado dispuesto a solucionar cualquier duda. El contrato era indefinido e irrompible, aunque le daba derecho a una bala, y solo una, en el caso de que quisiera renunciar al pacto, “¿Una bala?” preguntó la niña, algo preocupada, “Una bala que nadie está obligado a usar, por supuesto, solo existe como una posibilidad para casos muy particulares.” El contrato invalidaría un artículo firmado por su madre, antes de que ella naciera, que la mantendría con la misma apariencia física desde cuando cumpliera los siete años, en adelante. “¿Mi madre firmó esto? ¿Estaba en su contrato?” Con cualquier otro, Cornelio se hubiese comenzado a fastidiar con tanta pregunta, pero con Sofía, se obligaba a ser paciente y amable, “Sí, bueno, tú no habías nacido aún, y ya sabes cómo son las mujeres, a Beatriz le pareció una idea encantadora en ese momento…” “Pero Beatriz no es mi madre.” Se sintió tentada de decírselo, pero solo lo pensó. “Somos esclavos de nuestras palabras y amos de nuestros silencios,” había leído una vez. Luego el contrato le prohibía abandonar el circo y autorizaba al circo a utilizar cualquier medio a su alcance para evitarlo. Sofía se preguntó a qué medios se referiría, porque, hasta donde ella sabía, nadie había abandonado nunca el circo. Leyó el contrato completo, pero no encontró nada que la obligara a transformarse en nada, nada que la convirtiera en atracción, nada que cambiara en su vida, salvo su aspecto. Cornelio le estiró una pluma, la misma pluma que todos habían utilizado, incluida su madre. Su rostro era dulce, como el de un padre orgulloso. “Entonces, ¿qué me pedirás a cambio? porque este contrato no dice nada” dijo la niña, cogiendo la pluma pero con una intensa mirada de recelo, Cornelio reaccionó casi ofendido, “¡Nada, por supuesto! Tú naciste aquí, eres parte de este circo, ¡de esta familia! Esto no es más que un pequeño gesto que pensé que te agradaría…” Cornelio observó el rostro de la niña, dudaba. “No tienes que hacerlo si no quieres” Agregó, con toda la probidad de la que era capaz reflejada en el rostro. Sofía no sabía qué hacer, por un lado estaba la libertad de poder irse cuando quisiera, lo cual, jamás se le había pasado por la mente, hasta hace poco, y por otro lado, estaba la posibilidad de conseguir tener un aspecto normal, el de la adolescente que era, lo cual tampoco se le había pasado nunca por la cabeza… hasta hace poco. Cinco minutos después, Sofía salía de la oficina de Cornelio con el flamante aspecto de una jovencita de quince años.


León Faras.

domingo, 8 de noviembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

XLIII.

 

“Pensé que ya no los volvería a ver. Se tomaron su tiempo” Enrique Bolaño estaba en la tienda de fotografía de los Corona, pasando el dedo por uno de los escritorios y comprobando con disgusto que había una película de polvo sobre este, se había enterado bastante rápido del arribo de los hermanos, y había asistido en persona a su encuentro, a pesar de que ya comenzaba a oscurecer. Damián estaba allí para plantar cara. “Ese circo no es nada fácil de encontrar, y además se mueve constantemente” “Es un circo, los circos hacen eso” replicó Bolaño, con un sarcasmo bien disimulado, luego añadió, “Pasando a cosas más importantes, ¿tienen mis fotos?” Damián tomó una bocanada de aire, “Hay un problema con sus fotos…” dijo, demostrando desilusión en el rostro mientras metía la mano en uno de sus cajones, “No sé cómo explicarlo, pero…” En ese momento se oyó un grito muy fuerte, era su hermano Vicente, desde la trastienda, “¿Qué le ocurre?” preguntó Bolaño, el otro respondió con la más sincera de las verdades, “No tengo ni idea.” Un nuevo grito y esta vez seguido de algunas carcajadas, parecía contento, incluso festejando, Damián se acercó a la puerta, una luz roja encendida, indicaba que no se debía abrir. Golpeó con los nudillos, “Oye, ¿estás bien?” “¡No te lo creerás cuándo veas esto! ¡Pero no entres todavía!, ¡Aún no termino!” Respondió Vicente desde dentro, gritando como si se encontrara en la profundidad de un pozo, Bolaño llegó junto a la puerta también, Damián pensó que era mejor advertírselo a su hermano, “Oye, Enrique Bolaño está aquí, viene por sus fotos…” Vicente se tomó unos segundos en responder, “Dale un café, aún me queda trabajo aquí…” Bolaño y Damián se miraron extrañados, este último añadió, “Sí, pero, ¿y sus fotos?” su hermano ya no reía, ni festejaba, al contrario, ahora sonaba muy serio, “Estarán listas en unos minutos”

 

Dos días sin recibir visitas ni dinero en su circo, “¿Qué más podría salir mal?” Pensó Cornelio, gruñendo, porque si se hubiese ido inmediatamente, podrían haber llegado a otro pueblo a buena hora para exhibir sus atracciones, en vez de haber desaprovechado todo el día allí, por no dejarse intimidar por las amenazas de un pequeño puñado de dementes y no darles en el gusto. Se sirvió un trago, pero esparramó la mitad sobre su escritorio de un sobresalto, cuando algo golpeó con estruendo el techo de su oficina, algo grande, y luego su puerta comenzó a ser aporreada con atrevida insistencia, Cornelio la abrió furioso,  dispuesto a golpear en la cara al responsable de esparramar su licor, pero no había nadie ahí, entonces una voz le habló desde arriba, Cornelio debió salir para ver a Eloísa encaramada sobre su techo, “¡Una multitud, armada y con antorchas! ¡Vienen hacia acá!” La chica señalaba un punto visible desde su posición, pero no desde el suelo, sin embargo, Cornelio no necesitó caminar demasiado para divisar las antorchas, “¡Ve con Beatriz y Sofía, no deben estar solas!” Le ordenó a la muchacha y luego le gritó a un trabajador que había oído el escándalo, “¡Busca a los Monje! ¡Los quiero a los dos!” Luego, cogió su abrigo y sombrero y se dirigió hacia los recién llegados dando zancadas, mientras trabajadores y atracciones salían de sus tiendas con rostros desorientados, como supervivientes de un desastre. “¡Qué rayos creen que están haciendo, ¿Acaso se volvieron locos?!” Tronó la voz de Cornelio, sin embargo, Federico no hacía otra cosa más que la que siempre estaba haciendo: sonreír como un obseso. “Señor Morris, esperaba que fuera usted un hombre más sensato, que levantaría su fuente de aguas corruptas y nauseabundas, de las que nadie aquí quiere beber, y se las llevaría lejos, pero no, y aquí estamos” Cornelio no podía ocultar la preocupación, era por lo menos la mitad del pueblo, incluida varias mujeres, provistos de armas de fuego, y lo más inquietante era que se temía que no portaban esas antorchas solamente para alumbrarse, “Escuchen, señores, no hay para qué llegar hasta estos extremos, nos iremos por la mañana” Cornelio quería sonar sensato, lo que a Federico parecía divertirle, “Muchos son los llamados a limpiar la tierra del mal, pero pocos son los que responden a ese llamado. Señor Morris, ya hemos purificado nuestros cuerpos y fortalecido nuestras almas, estamos listos para llevar a cabo nuestra misión, y nadie que esté listo dará un paso atrás, solo hacia delante” “Fanáticos religiosos” Pensó Morris, ya se lo había sospechado, pero no hasta qué punto. Estos son de los que creen llevar a cabo la voluntad de Dios, de los más peligrosos. En ese momento los hermanos Monje se acercaban junco a su jefe, Federico les ordenó detenerse, pero al no obedecerle con la debida celeridad, lanzó su antorcha sobre la tierra inerte, levantó su carabina y le apuntó directo a la cabeza a Cornelio Morris. El disparo, le hizo cerrar los ojos y apretar todos los músculos de su cuerpo, sin embargo, pudo sentir como su sombrero se desprendía de su cabeza y volaba varios metros atrás, dejando al descubierto una pronunciada calvicie, similar a la del propio Federico. Cuando pudo abrir los ojos, y relajar al menos en parte su cuerpo, vio como aquel introducía con calma una nueva bala en la única recamara de su arma. Tenía la esperanza de usar la magia de los mellizos para dar vuelta la situación, pero aquello había estado demasiado cerca. “Nos iremos ahora…” Propuso Cornelio, reconociendo que no estaba en posición de negociar, “Lo harán, señor Morris, lo harán” dijo Federico con su arma lista, y ya sin asomo de sonrisa en la cara, añadió dirigiéndose a sus pandilla de adeptos, “Quemen los camiones” Cornelio quiso reaccionar, pero el arma de Federico le apuntaba directo a la cara. La multitud ya empezaba a moverse en forma de rebaño con sus antorchas listas, pero entonces sucedió un milagro, algo imposible, algo tan impresionante que congeló a la multitud en un suspiro y por poco bota de espaldas a Federico cuando este daba varios pasos hacia atrás: Un ángel del Señor descendía del cielo, y se posaba en frente de Cornelio Morris mirando a Federico, con el rostro entre sereno y severo, “Dios, no te ha ordenado que hagas esto” dijo el ángel, a Federico casi se le salían los ojos, aquello era tan impresionante que no podía articular ni una sola palabra sin tartamudearla, “Pero… pero… son aberraciones que ofenden a Dios…” El ángel dio un paso hacia él, sus majestuosas alas le daban un aspecto mucho más intimidante del que en realidad tenía, “Dios no te ha ordenado nada de esto, estás solo si quieres manchar tus manos de sangre” Le advirtió, y luego, abrió sus alas en toda su envergadura, y casi sin esfuerzo, se elevó para desaparecer en la profundidad de la noche. Tanto Federico como Cornelio estaban mudos, de hecho, el mundo entero parecía haberse quedado en silencio. Sin decir una sola palabra, Federico empezó a retroceder, confundido, atontado, la gente que le acompañaba también empezaron a retirarse de vuelta a su ciudad, mirándose unos a otros sin poder hablar, como si el cerebro se les hubiese desconectado momentáneamente. Sin perder ni un minuto el campamento comenzó a levantarse. Eloísa y su brillante actuación, había salvado al circo.

 

Cuando por fin Enrique Bolaño pudo entrar a la sala de revelado de la trastienda, las fotografías aún estaban colgadas de cordeles como si fueran ropa recién lavada, “Esto les resultó más fácil de lo que creía” Damián no podía creer lo que oía, “¿Fácil?” Se acercó a ver las fotos. Bolaño lo miró con cara de suficiencia, “Sí, me doy cuenta de que todos estaban dispuestos a posar.” En la primera foto se veía un hombre cubierto de pelo encerrado en una jaula, era una foto bastante oscura, pero se adivinaban bien un rostro y unas manos sujetando los barrotes. El hombre-mono miraba directamente al lente de la cámara. La segunda y la tercera eran de una jovencita que parecía tener unas alas pegadas a la espalda, una de las imágenes estaba un poco desenfocada pero la otra se veía bien, aunque estaba ligeramente torcida y la mayoría de las alas no salían en la foto. Evidentemente la chica alada posaba descaradamente para la cámara, con posturas forzadas e infantiles muecas en el rostro. Las otras dos eran solo de una niña común y corriente, también posaba graciosamente para la cámara. Aunque esta era menos hábil, sonreía con furia. En las últimas Bolaño se detuvo, eran dos, iluminadas artificialmente con una lámpara de aceite. Se veía claramente un cristal, y tras este, una mujer con sus manos provistas de membranas pegadas al vidrio, su cabello tenía un volumen inverosímil a menos que estuviera sumergido en agua y su rostro hipnotizaba sin necesidad de ser especialmente hermoso. Aquella era la sirena que Bolaño necesitaba para su revista. “¡Pero qué demonios! ¿La niña tomó estas fotos?” Preguntó Damián incrédulo, apenas dando crédito a lo que veía. “¡Pero cómo diablos es posible?” Agregó, casi enojado por los resultados que ellos no habían podido conseguir. Bolaño dejó de examinar las fotos por un segundo, “¿La niña? ¿Qué niña?” Damián estaba pensando en una respuesta, pero Vicente se adelanto, “Creo que quedó bastante claro, cuando usted contrató nuestros servicios, que nosotros no estábamos obligados a revelar nuestros métodos, señor Bolaño” Bolaño hizo una mueca y volvió su atención a la foto de la sirena. Aquello último era cierto.


León Faras.

jueves, 5 de noviembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

XLII.

 

Como siempre, con las primeras luces del alba, el circo y sus habitantes, atracciones y trabajadores, se ponían en movimiento para afinar todos los detalles antes de darle la bienvenida a su siempre maravillado público. A media mañana, cuando ya casi todo estaba listo y preparado, los primeros visitantes se presentaron, Cornelio los miró como si fueran moscas revoloteando sobre su comida: era Federico, el alcalde, acompañado de un señor pequeñito y muy mayor que parecía que podía desmoronarse en cualquier momento, y cuatro mujeres, las dos anteriores y dos nuevas, pero calcadas a las anteriores. Se detuvieron en la periferia del circo observándolo todo y haciendo comentarios entre ellos, como poniéndose al corriente de algo, cuando ya se disponían a entrar, Cornelio les cortó el paso para cobrarles el justo pago por la entrada a su circo, Federico a esa hora, ya sonreía. “Señor Morris, nosotros no somos su público, como ya le dije, soy el alcalde de esta ciudad, y este, es mi concejo…” dijo, señalando a las personas que le acompañaban, “…estamos aquí para constatar que las atracciones que usted exhibe en su… circo, son aptas para no contaminar o corromper la delicada estabilidad espiritual de los queridos habitantes de nuestra ciudad…” Cornelio lo miraba ahora, como si le estuvieran hablando en un idioma remoto y desconocido. Federico continuó luego de casi medio minuto de silencio, “…por supuesto que usted está en todo su derecho de negarse a recibir nuestra inspección, pero de ser así, puedo asegurarle que ninguna de las decentes personas de nuestra comunidad, pondrá un solo pie en su circo” Concluyó Federico, mientras todos los demás asentían al unísono, Cornelio seguía sin poder articular palabra, esa era la primera vez que alguien quería inspeccionar su circo antes de permitir que las personas lo visitaran, “¿Y bien, señor Morris?” Cornelio se lo pensó unos segundos, ya estaban instalados, negarse a la inspección sería otro día perdido, y hasta ahora no había visto ni a un solo curioso con intenciones de acercarse a su circo, ni uno, por lo que no era sensato ignorar las advertencias de Federico Fuentes “Muy bien, señor. Síganme por aquí” se acercó a la jaula de Von Hagen, este empezó a actuar como mono, sujetando los barrotes y amenazando con romperlos, Federico y las mujeres lo miraron horrorizados, una de ellas se persignó. El señor pequeñito escribió algo en una libreta que portaba en el bolsillo, y se la mostró a Federico, “Sí, Padre, es cierto… Dios no comete este tipo de errores” Cornelio intervino, “Guarde sus energías para más tarde, Horacio, estas personas solo están haciendo una visita de inspección” Horacio instantáneamente volvió a su comportamiento tranquilo y racional de siempre, sin entender muy bien qué era exactamente una “Visita de inspección,” quiso ser amigable levantando la mano para saludarles, pero aquellas personas le miraron asustadas, incluso retrocedieron un poco, como si aquel repentino cambio de actitud hubiese sido algo totalmente sobrenatural. Cornelio se acercó a Beatriz que observaba todo desde cerca, “Les mostraré solo un par de atracciones o se arruinará toda la sorpresa. Procura que Eloísa no salga de su tienda” le dijo. Pasó la comitiva junto a Ángel Pardo que estaba sentado en un ridículamente pequeño taburete, dado su tamaño, en la entrada de su tienda, parecía una especie de saltamontes gigante, más llamativo aún lo hacía el hecho de que el pequeño Román Ibáñez estaba sentado en el suelo junto a él. Las mujeres iban firmemente agarradas unas a otras de los brazos, como si temieran perderse, el gigante les dirigió un saludo de cortesía y las mujeres aceleraron el paso, ignorándole, como si aquello hubiese sido alguna descarada obscenidad, salvo por una, la más joven, que no tenía menos de cuarenta años, y que se atrevió a devolver el saludo tímidamente con una diminuta sonrisa. Román miró a su amigo hacia las alturas, entre incrédulo y maravillado, “¡No me jodas!” Gruñó el enano para sí. Cornelio llegó hasta el acuario de Lidia, sus visitantes se pararon en frente, “¿Acaso tiene peces, señor Morris?” preguntó Federico, el señor pequeñito se acercó para inspeccionar el cristal más de cerca, a través del cual no se veía nada, “Al menos una de sus atracciones puede ser considerada como adecuada” Comentó una de las mujeres, justo cuando Lidia hacía su aparición, pegándose al cristal desde la profundidad del brumoso líquido en el que se ocultaba. El señor pequeño retrocedió de un salto, horrorizado, con un grito mudo en el rostro, y por poco se cae si no se estrella contra Federico, que lo sujetó a tiempo, “¡Santo Dios! ¡Pero qué abominación es esta!” Exclamó este, una de las mujeres soltó un gritito y otra se llevó una mano a la boca, espantada, las otras se persignaron repetidas veces, retrocediendo como si corrieran algún peligro, “No sé que ha hecho usted para conseguir tamañas aberraciones, señor Morris, pero no hay duda de que solo Satanás en persona, puede estar detrás de todo esto” Comentó Federico, alarmado, sujetando al señor pequeño que apenas podía mantenerse en pie y le costaba respirar. Cornelio estaba mudo, en todos sus años de circo, jamás había visto tal tipo de rechazo a sus atracciones y menos cuando se trataba de Lidia, “¡Es una sirena! ¿Cómo pueden temerle a una sirena?” Exclamó Cornelio, entre incrédulo y alarmado, “¡Las sirenas no son criaturas de Dios, son engendros del Diablo!” aseguró una de las mujeres y las otras lo confirmaron asintiendo con energía y sin lugar a dudas. “¿Qué tiene ahí, señor Morris?” preguntó Federico, señalando una jaula como la de Horacio, pero cubierta por completo con una lona, Cornelio echó un vistazo, “Creo que es mejor que no lo sepa…” dijo, al ver que lo que el alcalde indicaba, era la jaula de Perdiguero. Federico lo miró suspicaz, “Creo que es mejor que me lo enseñe…” Cornelio no estaba de humor para discutir, “Si insiste…” respondió, y se dirigió a la jaula del “Hombre de la cuevas de Pravia”, sólo el alcalde le siguió. Le bastó un vistazo para volver visiblemente escandalizado, “¡Esto es demasiado, señor Morris, le aconsejo que coja su circo de aberraciones, y se lo lleve inmediatamente y lo más lejos posible de nuestra apacible ciudad!” “Oraremos por estas personas, señor Morris, para que Dios las ilumine” Agregó una de las mujeres, y el viejito pequeño, le estiró una hoja de papel a Cornelio, antes de darse la vuelta e irse tan indignado como todos. La hoja solo decía “Váyase ahora” “¿Y si no, qué?” Preguntó Cornelio, solo para demostrar que él no se intimidaba fácilmente. “¡Habrá consecuencias!” Gritó Federico, elevando un dedo hacia al cielo. Se quedó parado ahí, mirando como esas personas se alejaban, hasta que Beatriz llegó a su lado, “¿Qué harás?” Cornelio se entretenía con el trozo de papel que el viejo le había dejado, haciendo con él una bolita cada vez más compacta, “Nos quedamos” Fue su seca respuesta, luego añadió, “Si no tenemos público, nos iremos mañana, ¡pero NO saldremos huyendo!”

 

Dos días de ocio seguido, era más de lo que la mayoría de los habitantes del circo habían tenido desde que estaban allí, porque Federico no mintió cuando dijo que ninguno de ellos pondría un pie en el circo. El lugar estaba desierto, y las atracciones ya habían abandonado sus puestos hace rato, convencidos de que aquel día no actuarían para nadie. Eloísa, sentada frente a Horacio y su tablero de ajedrez, era la última en enterarse de lo que acababa de suceder, fuera de la tienda estaban Román y Pardo, tal como estaban durante la visita, pero mucho más aburridos que antes. “¡Diablos, nunca creí decirlo, pero esto es peor que Mustafá!” Exclamó el enano, poniéndose de pie y alejándose, pronto regresaría con una botella de licor. Cuando la noche hizo su entrada, un extraño se metió en el circo como una sombra y se dirigió directamente a donde Pardo alimentaba su pequeña fogata fuera de su tienda. Román, Horacio y Eloísa estaban dentro. El fuego reveló su rostro, era la mujer que había tenido la gentileza de devolverle el saludo antes, parecía muy preocupada, “¡Ya vienen, tienen que salir de aquí ahora, ya vienen!” Les advirtió, antes de volver a escabullirse, como si un peligro inminente le pisara los talones. Román salió a mirar, pero cuando estaba a punto de desestimar la advertencia con una mueca de desprecio, vio algo que lo hizo cambiar de idea, “Eloísa, tú eres la más rápida, ve por Cornelio, ¡Ahora!” Una antorcha se había encendido en la oscura periferia del circo, pronto se prendieron más, revelando que se trataba de una multitud de gente armada con horquetas, machetes, varias escopetas y uno que otro revólver. A la luz de la antorcha que sostenía Federico, se podía ver que este portaba una bonita carabina y al menos una decena de balas en su cinturón.


León Faras.

lunes, 2 de noviembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

XLI.

 

Aquel día en el pueblo fantasma, ya estaba perdido y así lo consideró Cornelio, dándole a su gente, y de forma inesperada, toda la tarde libre, para que cada uno hiciera lo que le diera la gana sin alejarse del circo, puesto que en deshacer todo el campamento, moverse y luego volver a descargar y armar todo otra vez, se les iría buena parte del día que poco podrían aprovechar con público. La mayoría se dedicaba a zurcir en esos momentos libres: calcetines, camisas, pegar botones. Algunos preferían dormir, y otros mataban las horas de ocio con lo que mejor sabían hacer: jugar a las cartas. Horacio y el gigante Ángel Pardo, sentado uno frente al otro, compartían una partida de ajedrez, un juego que ambos se tomaban bastante en serio, pues Pardo era un hombre que se tomaba todo el tiempo necesario para calcular todas las posibles consecuencias, antes de mover una de sus piezas, tiempo que Horacio aprovechaba planeando su próxima jugada, porque, aunque no tenía muchos rivales dignos dentro del circo para comprobarlo, a Horacio se le daba bastante bien el juego de estrategia, y Pardo lo sabía, por lo que no se molestaba en apresurarse. Román en cambio, odiaba ese tonto juego, no entendía cómo podía ser tan popular un juego tan aburridamente largo y desesperantemente lento, en el que una sola partida podía durar horas y a veces ni siquiera se le podía dar un buen final, “¡Es como ver la carrera de los cien metros planos, pero con caracoles!” Exclamaba Román, “Si supieras jugarlo, no pensarías así” Contrarrestaba Pardo con total parsimonia, “¡Bah!” Replicaba el enano. Sin embargo le gustaba quedarse con ellos, sobre todo si conseguía algo de licor. Era un estorbo insufrible para cualquiera que quisiera concentrarse en una partida de ajedrez, que no paraba de parlotear y de desviar la atención hacia cualquier tontería sin importancia, pero tanto Pardo como Horacio estaban acostumbrados y lo soportaban sin perder el buen humor. Estaban en eso cuando llegó Eloísa, Román quiso esconder su botella de licor debajo de la litera donde estaba tendido, para que su hija no lo viera siempre bebiendo, aunque ella y todos sabían que así era, pero sus brazos cortos fueron insuficientes para alcanzar el suelo y al intentar alargarlos, cayó al piso rodando de forma muy poco digna. Se paró de un salto mientras todo el mundo le miraba con la boca abierta. Pardo sostenía un caballo en el aire que estaba a punto de darle caza a un peón-señuelo. “Piernas cortas, ya saben…” ­­­­­Se justificó el enano con una sonrisa forzada, “¿Les molesta, chicos, si le pido a Román que me acompañe un momento?” Preguntó Eloísa, dirigiéndose a los jugadores, Horacio negó elocuentemente, el otro, incluso se atrevió a comentar, “¡Nos harías un gran favor!” y soltó unas risitas hacia dentro. Pardo tenía esa extraña costumbre de siempre reprimir la risa o tratar de tragársela, como si se tratara de algo malo. “Ja… ja.” Forzó Román unas onomatopeyas de risa carentes de entusiasmo mientras salía, dejando en claro lo poco gracioso del comentario. “¡Ey! He visto ese juego antes, nunca lo he jugado, pero me parece súper interesante” Comentó Eloísa, admirando el ajedrez de los hombres, estos le ofrecieron enseñarle cuando quisiera y la muchacha aceptó encantada, “Es un gran juego…” Comentó Román, muy serio, y agregó “…yo no sé jugarlo muy bien, pero me parece muy entretenido e interesante de ver cómo juegan los muchachos…” La chica asintió con una sonrisa, totalmente de acuerdo, mientras Horacio y Ángel Pardo se miraban digiriendo el total cinismo de su buen amigo.

 

“Estuve pensando en lo que hablamos la última vez…” comenzó la muchacha, “…y creo que, puede que todos tengamos un poco de víctima y un poco de culpables, ¿entiendes?” Román caminaba a su lado sin decir palabra, pero incapaz de cerrar la boca, sin estar muy seguro si aquello desembocaría en algo bueno o en algo malo. “No creo estar lista aún para llamarte, papá…” continuó Eloísa, “…porque esas son cosas que tienen que sentirse, y yo no las siento, aún, pero sí creo que, después de todo, podría ser algo bueno haberte encontrado, sobre todo por una cosa…” La chica se detuvo, el enano permanecía expectante, mirándola hacia arriba como si estuviera esperando el veredicto de un juez, Eloísa continuó, “Mi abuela Prudencia, siempre decía que mi madre era una mujer debilucha, que hablaba poco, trabajaba mucho y que amaba a su familia por sobre todo lo demás. Ahora que ella no está, tú eres el único que me puede hablarme sobre mi madre, ¿Cómo era ella?” El enano asintió, caminó hasta una roca donde sentarse y cruzó sus cortos brazos de manera forzada pero grave, Eloísa se sentó en el suelo, con sus espectaculares alas acomodadas en forma de una gran “X,” de manera que ambos quedaban a una misma altura para hablar cómodamente. “Tu madre, Amelia, no era una mujer débil, aunque su cuerpo sí lo era. Su fortaleza estaba en su carácter, en su capacidad de mantenerse firme y llevar sus decisiones y creencias hasta el final, sin desviarse por el camino, algo que muchos de nosotros solemos hacer. ¿Sabías que le gustaba cantar?” Eloísa negó con los ojos muy abiertos y un amago de sonrisa en la boca. Román continuó, “Sí, aunque siempre lo hacía muy bajito, como si temiera molestar a alguien con su voz, a veces, la descubría cantando sola mientras desarrollaba alguna tarea, y me quedaba quieto, espiándola en silencio para no interrumpirla, al final siempre me descubría, decía que podía olerme, ¡a veces adivinaba hasta lo que había desayunado! Le gustaba bromear, aunque nunca estabas completamente seguro de cuándo lo hacía y cuándo no…” Siguieron así por más de una hora, hasta que una sombra larga, proyectada contra el decadente sol del ocaso, cubrió por completo el rostro de Román, “¿Interrumpo?” Fue el cínico comentario de Cornelio, fingiendo auténtico interés en no ser una molestia, “Solo estábamos hablando…” Respondió el enano, mientras Eloísa se ponía de pie con una apenas perceptible sonrisa en el rostro, Cornelio señaló a sus espaldas, las tiendas una a una estaban cayendo, como si estuvieran siendo cosechadas, “Terminó la tarde libre, nos vamos” dijo, mirando con poco agrado como esos dos caminaban juntos de regreso.

 

Gracias a la magia de los mellizos, aun quedaba luz solar cuando llegaron a instalarse en las cercanías de un nuevo pueblo, para volver a instalar las tiendas que apenas habían recogido. Desde donde estaban, parecía un pueblo muy bonito, con las calles iluminadas por una multitud de faroles de papel de colores rojos y azules, que creaban un ambiente grato y acogedor. Aún no habían terminado de instalarse, cuando llegó un hombre acompañado de dos mujeres al circo para hablar con el jefe, dueño o líder del campamento. Cornelio salió a atenderles con su mejor disposición, “Soy Cornelio Morris, dueño de este circo, ¿En qué puedo servirles?” El recién llegado era un hombre de unos cincuenta años que vestía elegante, estaba pulcramente afeitado, pero el escaso cabello que le quedaba, crecía largo y sin cuidado como la maleza. Por alguna razón imposible de precisar, aquel hombre no paraba de sonreír, todo lo contrario de las mujeres que le acompañaban, totalmente carentes de colores, brillos o ilusión, que parecían severas e indignadas por algo que no quedaba totalmente claro, “Mi nombre es Federico Fuentes, soy alcalde de Villablanca, nuestra pequeña ciudad de la que estamos muy orgullosos. ¿Mencionó que esto es un circo?” Preguntó el alcalde sin borrar su sonrisa persistente y artificial, Cornelio respondió afirmativamente, las mujeres cuchichearon cosas entre ellas sin relajar un solo músculo de su apretado rostro, “¿Qué clase de circo es…?” Preguntó Federico, estirando el cogote hacia delante como si con ello pudiera ver u oír mejor, Cornelio se irguió, resaltando el pecho, mostrando firmeza, “El mejor circo que hayan visto nunca y el más grandioso que verán en toda su vida. Nuestras atracciones son…” El alcalde le interrumpió con una risita burlona y desagradable, “Bueno, está claro que usted sabe muy bien como promocionar su empresa, señor, pero yo no le estoy pidiendo publicidad, yo le estoy preguntando qué clase de atracciones son las que usted exhibe” Cornelio sentía deseos de borrarle la sonrisa del rostro al dichoso alcalde con un puñetazo en la cara, pero se contuvo, aquel hombre solo intentaba hacer bien su trabajo, después de todo, era seguro que el pueblo terminaría rindiéndose ante la magnitud del espectáculo que el circo de Cornelio Morris ofrecía, como siempre. Además, él también podía falsificar una sonrisa, “Nuestras atracciones son únicas e increíbles, mañana podrá disfrutar de todas ellas, usted y el resto de su gente, ahora, si me disculpa, ha sido un viaje largo, y estamos cansados y hambrientos” Con eso Cornelio se dio la media vuelta, mientras Federico seguía sonriendo, “Claro que volveremos mañana, señor Morris” Murmuró.


León Faras.