jueves, 19 de noviembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

XLVI.

 

Horacio miraba a Sofía que caminaba hacia ellos con una sonrisa orgullosa y sentía como si hubiesen pasado años desde la última vez que la había visto, Román también la veía, pero lo hacía con desconfianza, como si de alguna manera estuviera siendo víctima de algún engaño o una broma. “¿Y bien, qué te parece?” preguntó la muchacha en cuanto llegó junto a ellos. En vivo, pensó Horacio, se parecía mucho más a Lidia que en la fotografía, aquello era evidente, Román también lo había notado de forma espontánea, aunque no parecía relevante para él. “Te ves increíble, pero… ¿cómo sucedió?” Preguntó Von Hagen, Sofía se lo explicó, y le dijo lo que había dudado en el momento de firmar ese contrato, porque sabía que se estaba atando una cadena al cuello con eso, no más que cualquiera de los otros habitantes del circo, pero tampoco era que quisiera irse, alejarse de toda esa gente que era su familia, y por sobre todo, abandonar a su madre ahí donde estaba, “Oye…” dijo de pronto Román, señalando el rostro de Sofía como si estuviera descubriendo algo, “¿…no creen que tiene un increíble parecido con Lidia? Es como si fueras más hija de ella, que de Beta.” A la chica se le llenó el rostro de risa, eso era exactamente lo que ella y Horacio creían, casi con total certeza, pero no estaban muy seguros de cómo podían comprobarlo, Román rió como si aquello le hubiera parecido gracioso, “Tengo un muñeco que te lo puede decir si se lo preguntas” Era una buena idea, si podían hacerlo a escondidas, porque sabían que a Cornelio no le haría ninguna gracia que alguno de sus empleados jugaran con la increíble habilidad de Mustafá, pero por desgracia, necesitaban una moneda, y nadie en el circo tenía dinero. Román miró en todas direcciones con aire sospechoso, luego se registró los bolsillos interiores de su chaqueta, y extrajo de ellos un pequeño puñado de monedas, escogió una con cuidado y se la dio a la chica, tanto esta como Horacio, lo miraban como si hubiese hecho un increíble truco de magia, el enano puso cara de circunstancia, “Mustafá y yo, tenemos algunos secretillos” Luego se dirigió hacia donde estaba el muñeco, “Vamos a hacerlo antes de que empiece a llegar el público.” Señaló a la chica, “tú, haz la pregunta rápido…” y luego se dirigió a Horacio, “y tú, vigila que nadie del circo se acerque”

 

La gente llegó en masa al circo apenas la voz de Cornelio, amplificada a través de su megáfono, comenzó a anunciar sus prodigiosas atracciones y realmente parecía que mientras más lo hacía, más gente entraba. Ángel Pardo se paseaba entre las personas dejándoles a todos con la cabeza inclinada hacia atrás y la boca abierta por varios segundos, pues no podían concebir un ser humano de semejante altura y extrañas proporciones, por suerte, el rostro del gigante era amable, lo que evitaba que muchos salieran huyendo o sufrieran un patatús de la impresión, y al mismo tiempo, atraía enjambres de niños que revoloteaban a su alrededor como moscas tras un apestoso. De pronto oyó los gritos de una chiquilla enfadada. Era una jovencita de trece o catorce años que le daba de puntapiés a Mustafá, aunque no lograba causarle gran daño, “¡Devuélveme el dinero, monigote asqueroso!” Dos jovencitas de similar edad, sus amigas, la miraban de prudente distancia sin atreverse a intervenir. Estas retrocedieron un poco asustadas al ver a Pardo acercarse, pero la primera no se intimidó, “¿Qué es lo que te ocurre?” Le preguntó el gigante, preocupado. La jovencita parecía una muñeca, impecablemente peinada con cuidados rizos, un precioso vestido, medias blancas y zapatos brillantes, sin duda una niña de situación acomodada, muy diferente a la mayoría de los demás chicos que visitaban el circo, “¡Este tonto muñeco es un fraude…!” Protestó la niña, “¡…Le he hecho dos veces la misma pregunta y las dos veces me ha respondido lo mismo! ¡Siempre responde lo mismo!” Ángel Pardo no comprendía bien el motivo de su enfado, él no era ningún genio, pero hasta él entendía que si se hacía dos veces la misma pregunta, lo lógico era recibir dos veces la misma respuesta, “Solo responde con la verdad, ¿por qué te enojas?” preguntó el gigante, inclinado hacia delante para ver mejor a la niñas, “¡No es verdad! ¡Este bicho se equivoca! ¡Solo responde tonterías!” Pardo se irguió a todo su largo y se rascó la cabeza, “Bueno, pero ¿qué fue lo que te dijo?” le preguntó, tratando de ser conciliador, aun sabiendo que, con toda seguridad, aquello no era de su incumbencia, “Dijo que su papá, no era su papá” respondió una de las jovencitas que le acompañaban, e inmediatamente fue silenciada por su iracunda amiga, “¡Cállate, Mónica! ¡Lo que me dijo este espantajo, fue una mentira! ¡Eso fue lo que me dijo!” Pardo asintió lentamente, ya lo podía comprender. Mustafá jamás se equivocaba, eso estaba claro, pero la jovencita no quería saber eso, “…puede que alguna vez se equivoque, al fin y al cabo, todo el mundo lo hace…” Mintió Pardo, calmando a la muchacha con la afabilidad y el comedimiento natural de su voz, y agregó, “…pero no puedo hacer que te devuelva tu dinero. Por favor, deja de golpearlo” La niña se calmó, aunque mantenía el rostro enfurruñado, cuando el gigante ya se iba, le habló, “Oye, ¿tú crees que lo que dice, siempre sea verdad?” Pardo estaba convencido de eso, aunque nunca había sido necesario probarlo. Se acuclilló, lo que le daba un aspecto arácnido, debido a la desproporción de sus miembros, “Yo solo sé que Mustafá nunca miente, porque no puede hacerlo, pero tal vez sí pueda equivocarse a veces. ¿Tienes otra moneda?” La niña registró su bonito bolso y extrajo otra moneda, “Si quieres, puedes preguntarle algo que solo tú sepas, de esa manera sabrás si miente o no” Concluyó el gigante, poniéndose de pie y alejándose de allí.

 

Sin duda la más maravillada con la transformación de Sofía, fue Eloísa, quien permanecía oculta en su tienda, hasta el momento en el que debía actuar, lo que multiplicaba la impresión en su desprevenido público, que en sus vidas esperarían ver algo así. Sofía entró en su tienda de improviso y con una sonrisa contenida a duras penas, Eloísa la miró enojada, como a una intrusa, pero no le dijo nada, porque de inmediato tuvo la sensación de que aquella extraña le resultaba familiar, aunque no podía recordar por qué. Sofía no pudo contener la risa por el más que evidente desconcierto de su amiga y eso la delató. La extraña que había entrado a su tienda era la Sofía de la foto, encarnada como si se tratara de una hermana mayor de la otra. Eloísa se quedó largos segundos incapaz de cerrar la boca o pestañear. Más tarde, mientras Eloísa desataba el asombro y el desconcierto entre su público al momento de abrir sus alas y elevarse en el cielo, Sofía regresaba a su tienda donde estaba Beatriz, quien preparaba algo de comer en una cocinilla, otro de sus exclusivos privilegios, como el de contar con una lámpara de queroseno. Sofía no sonreía. La mujer, la contempló largo rato en silencio, sabía lo de la transformación, pero no había tenido ocasión de verla hasta ese momento, y era increíble, tal como lo suponía, el parecido con Lidia era innegable, también el hecho de que la sirena era su madre. La mentira que habían sostenido todo este tiempo, ahora caía rota en mil pedazos y de forma definitiva. La mujer removió las croquetas que freía en su sartén, “Te pareces mucho a ella…” dijo con voz suave e indiferente, como si se dirigiera a un desconocido, y agregó “…Ella se parecía más a nuestra madre, yo, en cambio, heredé el cabello y los ojos de mi padre” Sofía la miró como si la escuchara hablar por primera vez, “¿Por qué nunca me dijiste que tú eras mi tía, y que Lidia era mi madre?” Beatriz sacaba sus croquetas con parsimonia, procurando que el aceite escurriera antes de abandonar la sartén, “Pensaba que no sería necesario mientras no crecieras, ya sabes, uno va posponiendo cosas hasta que se vuelve una costumbre” Sofía se acercó despacio hasta que llegó a su lado, “¿Quién es mi padre? ¿Está él aquí?” La mujer negó con la cabeza, sin quitar la vista de su cocina, “En realidad no sé quién era tu padre, ella llegó al circo estando ya embarazada. Estaba muy angustiada, porque se había quedado sola, aquel hombre había desaparecido y ella no sabía por qué, si le había ocurrido algo malo o simplemente la había abandonado…” Beatriz miró a los ojos a la muchacha, “… cualquiera de esas cosas podía ser posible. El circo le ofreció sustento, trabajo y la posibilidad de que a su hija no le faltara nada…” Entonces ella firmó el contrato sin apenas leerlo, pues hubiese sido grosero poner en duda la honestidad de tan generoso gesto. “…No sé bien cómo funciona el asunto de los contratos y las atracciones, pero ese día, Lidia se convirtió en la sirena del circo y tú quedaste a mi cuidado” Sofía la miró a los ojos largo rato y le creyó, o al menos, no le pareció que la estuviera engañando, esta vez Beatriz parecía honesta. “Gracias” murmuró.


León Faras.

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