XLI.
Aquel
día en el pueblo fantasma, ya estaba perdido y así lo consideró Cornelio,
dándole a su gente, y de forma inesperada, toda la tarde libre, para que cada
uno hiciera lo que le diera la gana sin alejarse del circo, puesto que en
deshacer todo el campamento, moverse y luego volver a descargar y armar todo
otra vez, se les iría buena parte del día que poco podrían aprovechar con
público. La mayoría se dedicaba a zurcir en esos momentos libres: calcetines,
camisas, pegar botones. Algunos preferían dormir, y otros mataban las horas de
ocio con lo que mejor sabían hacer: jugar a las cartas. Horacio y el gigante
Ángel Pardo, sentado uno frente al otro, compartían una partida de ajedrez, un
juego que ambos se tomaban bastante en serio, pues Pardo era un hombre que se
tomaba todo el tiempo necesario para calcular todas las posibles consecuencias,
antes de mover una de sus piezas, tiempo que Horacio aprovechaba planeando su
próxima jugada, porque, aunque no tenía muchos rivales dignos dentro del circo
para comprobarlo, a Horacio se le daba bastante bien el juego de estrategia, y
Pardo lo sabía, por lo que no se molestaba en apresurarse. Román en cambio,
odiaba ese tonto juego, no entendía cómo podía ser tan popular un juego tan
aburridamente largo y desesperantemente lento, en el que una sola partida podía
durar horas y a veces ni siquiera se le podía dar un buen final, “¡Es como ver
la carrera de los cien metros planos, pero con caracoles!” Exclamaba Román, “Si
supieras jugarlo, no pensarías así” Contrarrestaba Pardo con total parsimonia,
“¡Bah!” Replicaba el enano. Sin embargo le gustaba quedarse con ellos, sobre
todo si conseguía algo de licor. Era un estorbo insufrible para cualquiera que
quisiera concentrarse en una partida de ajedrez, que no paraba de parlotear y
de desviar la atención hacia cualquier tontería sin importancia, pero tanto
Pardo como Horacio estaban acostumbrados y lo soportaban sin perder el buen
humor. Estaban en eso cuando llegó Eloísa, Román quiso esconder su botella de
licor debajo de la litera donde estaba tendido, para que su hija no lo viera
siempre bebiendo, aunque ella y todos sabían que así era, pero sus brazos
cortos fueron insuficientes para alcanzar el suelo y al intentar alargarlos,
cayó al piso rodando de forma muy poco digna. Se paró de un salto mientras todo
el mundo le miraba con la boca abierta. Pardo sostenía un caballo en el aire
que estaba a punto de darle caza a un peón-señuelo. “Piernas cortas, ya saben…”
Se justificó el enano con una sonrisa forzada, “¿Les molesta, chicos, si
le pido a Román que me acompañe un momento?” Preguntó Eloísa, dirigiéndose a
los jugadores, Horacio negó elocuentemente, el otro, incluso se atrevió a
comentar, “¡Nos harías un gran favor!” y soltó unas risitas hacia dentro. Pardo
tenía esa extraña costumbre de siempre reprimir la risa o tratar de
tragársela, como si se tratara de algo malo. “Ja… ja.” Forzó Román unas
onomatopeyas de risa carentes de entusiasmo mientras salía, dejando en claro lo
poco gracioso del comentario. “¡Ey! He visto ese juego antes, nunca lo he
jugado, pero me parece súper interesante” Comentó Eloísa, admirando el ajedrez
de los hombres, estos le ofrecieron enseñarle cuando quisiera y la muchacha
aceptó encantada, “Es un gran juego…” Comentó Román, muy serio, y agregó “…yo
no sé jugarlo muy bien, pero me parece muy entretenido e interesante de ver
cómo juegan los muchachos…” La chica asintió con una sonrisa, totalmente de
acuerdo, mientras Horacio y Ángel Pardo se miraban digiriendo el total cinismo
de su buen amigo.
“Estuve
pensando en lo que hablamos la última vez…” comenzó la muchacha, “…y creo que,
puede que todos tengamos un poco de víctima y un poco de culpables,
¿entiendes?” Román caminaba a su lado sin decir palabra, pero incapaz de cerrar
la boca, sin estar muy seguro si aquello desembocaría en algo bueno o en algo
malo. “No creo estar lista aún para llamarte, papá…” continuó Eloísa, “…porque
esas son cosas que tienen que sentirse, y yo no las siento, aún, pero sí creo
que, después de todo, podría ser algo bueno haberte encontrado, sobre todo por
una cosa…” La chica se detuvo, el enano permanecía expectante, mirándola hacia arriba
como si estuviera esperando el veredicto de un juez, Eloísa continuó, “Mi
abuela Prudencia, siempre decía que mi madre era una mujer debilucha, que
hablaba poco, trabajaba mucho y que amaba a su familia por sobre todo lo demás.
Ahora que ella no está, tú eres el único que me puede hablarme sobre mi madre, ¿Cómo
era ella?” El enano asintió, caminó hasta una roca donde sentarse y cruzó sus
cortos brazos de manera forzada pero grave, Eloísa se sentó en el suelo, con
sus espectaculares alas acomodadas en forma de una gran “X,” de manera que
ambos quedaban a una misma altura para hablar cómodamente. “Tu madre, Amelia,
no era una mujer débil, aunque su cuerpo sí lo era. Su fortaleza estaba en su
carácter, en su capacidad de mantenerse firme y llevar sus decisiones y creencias
hasta el final, sin desviarse por el camino, algo que muchos de nosotros
solemos hacer. ¿Sabías que le gustaba cantar?” Eloísa negó con los ojos muy
abiertos y un amago de sonrisa en la boca. Román continuó, “Sí, aunque siempre
lo hacía muy bajito, como si temiera molestar a alguien con su voz, a veces, la
descubría cantando sola mientras desarrollaba alguna tarea, y me quedaba quieto,
espiándola en silencio para no interrumpirla, al final siempre me descubría,
decía que podía olerme, ¡a veces adivinaba hasta lo que había desayunado! Le
gustaba bromear, aunque nunca estabas completamente seguro de cuándo lo hacía y
cuándo no…” Siguieron así por más de una hora, hasta que una sombra larga,
proyectada contra el decadente sol del ocaso, cubrió por completo el rostro de
Román, “¿Interrumpo?” Fue el cínico comentario de Cornelio, fingiendo auténtico
interés en no ser una molestia, “Solo estábamos hablando…” Respondió el enano,
mientras Eloísa se ponía de pie con una apenas perceptible sonrisa en el
rostro, Cornelio señaló a sus espaldas, las tiendas una a una estaban cayendo,
como si estuvieran siendo cosechadas, “Terminó la tarde libre, nos vamos” dijo,
mirando con poco agrado como esos dos caminaban juntos de regreso.
Gracias
a la magia de los mellizos, aun quedaba luz solar cuando llegaron a instalarse
en las cercanías de un nuevo pueblo, para volver a instalar las tiendas que
apenas habían recogido. Desde donde estaban, parecía un pueblo muy bonito, con las
calles iluminadas por una multitud de faroles de papel de colores rojos y
azules, que creaban un ambiente grato y acogedor. Aún no habían terminado de
instalarse, cuando llegó un hombre acompañado de dos mujeres al circo para
hablar con el jefe, dueño o líder del campamento. Cornelio salió a atenderles
con su mejor disposición, “Soy Cornelio Morris, dueño de este circo, ¿En qué
puedo servirles?” El recién llegado era un hombre de unos cincuenta años que
vestía elegante, estaba pulcramente afeitado, pero el escaso cabello que le
quedaba, crecía largo y sin cuidado como la maleza. Por alguna razón imposible
de precisar, aquel hombre no paraba de sonreír, todo lo contrario de las
mujeres que le acompañaban, totalmente carentes de colores, brillos o ilusión,
que parecían severas e indignadas por algo que no quedaba totalmente claro, “Mi
nombre es Federico Fuentes, soy alcalde de Villablanca, nuestra pequeña ciudad
de la que estamos muy orgullosos. ¿Mencionó que esto es un circo?” Preguntó el
alcalde sin borrar su sonrisa persistente y artificial, Cornelio respondió
afirmativamente, las mujeres cuchichearon cosas entre ellas sin relajar un solo
músculo de su apretado rostro, “¿Qué clase de circo es…?” Preguntó Federico,
estirando el cogote hacia delante como si con ello pudiera ver u oír mejor,
Cornelio se irguió, resaltando el pecho, mostrando firmeza, “El mejor circo que
hayan visto nunca y el más grandioso que verán en toda su vida. Nuestras
atracciones son…” El alcalde le interrumpió con una risita burlona y
desagradable, “Bueno, está claro que usted sabe muy bien como promocionar su
empresa, señor, pero yo no le estoy pidiendo publicidad, yo le estoy
preguntando qué clase de atracciones son las que usted exhibe” Cornelio sentía
deseos de borrarle la sonrisa del rostro al dichoso alcalde con un puñetazo en
la cara, pero se contuvo, aquel hombre solo intentaba hacer bien su trabajo,
después de todo, era seguro que el pueblo terminaría rindiéndose ante la
magnitud del espectáculo que el circo de Cornelio Morris ofrecía, como siempre.
Además, él también podía falsificar una sonrisa, “Nuestras atracciones son
únicas e increíbles, mañana podrá disfrutar de todas ellas, usted y el resto de
su gente, ahora, si me disculpa, ha sido un viaje largo, y estamos cansados y
hambrientos” Con eso Cornelio se dio la media vuelta, mientras Federico seguía
sonriendo, “Claro que volveremos mañana, señor Morris” Murmuró.
León Faras.
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