IX.
La ruta de las flores era un estrecho
camino, por el que no cabían más de dos personas una al lado de la otra,
excavado en la ladera de los cerros y montañas de tal forma que para un
carnófago era imposible de alcanzar. Generalmente era una ruta bien transitada,
no solo por su seguridad, sino que también, por las numerosas piletas que
recibían el agua de las alturas y se la ofrecían al viajero, sin embargo, los
muchachos la encontraron extrañamente vacía, tanto, que buena parte de la
primera jornada, la niña pudo caminar libremente y terminó encaramada sobre los
hombros de Mica, sujeta de los pequeños cuernos de esta. Los sitios donde
pernoctar también eran abundantes, ya que en general, eran improvisados por los
propios viajeros, los que despejaban y preparaban un lugar a la vera del camino
donde encender un fuego y descansar. En la segunda jornada comenzaron a
sospechar lo que ocurría, ya que, si bien encontraron algunos viajeros que,
como ellos iban hacia Mirra, no había ninguno que viniera desde allá. Pasado el
mediodía de la tercera jornada se encontraron con el primero que venía en
sentido contrario, pero no era más que un viejo con la cara larga, los ojos muy
separados y un manto harapiento sobre la cabeza que desandaba lo que ya había
andado, “El camino está cortado…” Les anunció con una voz estrangulada, como si
el aire se le estuviera escapando por otro sitio, “…hubo un derrumbe, una roca
cedió y todo se fue al carajo, tardarán al menos dos semanas en restaurar el
paso. Espero que ningún desgraciado haya caído” Se lamentó el viejo, secándose
el sudor de la frente con una punta de su raído manto, “¿Y ahora qué hacemos?”
Preguntó Tanco a sus compañeros, pero el abuelo cara-larga fue el que le
respondió, estirando su flaco y tembloroso brazo hacia atrás, como si estuviera
señalando un punto remoto en el horizonte, “Pueden dejar la ruta y cortar por
el Yermo más adelante, se pueden ahorrar dos días de viaje, o más, pero yo me
regreso, estoy demasiado viejo para lidiar con carnófagos” Señaló.
Efectivamente, había desviaciones en la ruta de las flores, por las que se
podía entrar o salir de esta, pero algunas tenían mejor pinta que otras, y la
que ellos tenían a su disposición no era de las más atractivas. Estaba excavada
en una pared casi vertical, y era apenas suficientemente ancha para el carro,
además de que no era completamente recta, sino que bajaba en zigzag, Tanco y
Límber, entre los dos, pudieron encargarse de que el carro llegara abajo sin
despeñarse, ni despeñarse ellos, mientras Mica descendía detrás, con la niña
sujeta firmemente de la mano. Al menos habían llenado sus botellas con agua en
la última pileta antes de bajar. Era una zona amplia y despejada del Yermo,
donde los carnófagos podían verse desde lejos, pero plagada de sus mierdas.
Mica ya había divisado un par merodeando desde lo alto mientras bajaba y una
vez en el Yermo, le ordenó a la niña que se metiera al carro, la cual, ante la
sola presencia de esos bichos corría a buscar refugio, luego de eso, Mica cogió
su arco y comenzó a alejarse con un trote corto y postura curvada, Tanco miró a
su compañero y luego a la chica, “Oye, ¿te esperamos o qué?” Deduciendo que la
chica necesitaba privacidad para aliviar alguna de sus necesidades o algo, pero
aquella le devolvió un gesto más que evidente con la mano de que continuaran
sin preguntarle tonterías. Más de media hora después, vieron que la muchacha
regresaba trotando ya con normalidad, “¿Qué hacías?” “¿Por qué tardaste tanto?”
Le preguntaron, mientras Mica recuperaba el aliento. La chica se había alejado,
para acercarse a un grandulón que distraídamente roía una columna vertebral y
clavarle una de sus flechas en la rodilla para después, retirarse sigilosamente
de vuelta, esa había sido una jugada inteligente, pero para los muchachos, a
juzgar por sus rostros, no acababa de encajar del todo, entonces Mica agregó,
“…dejará un reguero de sangre y lamentos imposible de ignorar para los demás
carnófagos.”
En una noche en el Yermo, el fuego era
imprescindible, porque en la oscuridad total, los carnófagos tenían toda la
ventaja, y aunque por un lado estos le temían, por el otro, entendían que el
fuego estaba asociado a la presencia del hombre, por lo que todo dependía de su
número y del hambre que acumularan. Deberían encargarse de buscar comida al día
siguiente, solo les quedaba las últimas ratas secas y una zanahoria que Mica
compartió con Límber. Tanco asaba su cena ensartada en una varita de madera,
“¿No tendrás un poco de sal?” Le preguntó a la chica, pero antes de que esta
reaccionara, la niña metió la mano en su bolso y extrajo un pocillo pequeño de
arcilla, cubierto con un tapón de madera y lo puso en el suelo junto a él, para
luego seguir con sus asuntos sin prestarle la menor atención a nadie. Tanco se
quedó mirándola como si hubiese presenciado un truco de magia imposible, y
luego vio que los demás también, hasta Límber había dejado de masticar. Con
total desconfianza, cogió el pocillo y lo examinó, “Es sal…” Anunció, pasmado,
como si se tratara de un milagro, y en parte lo era, porque hasta ese momento,
la niña no había mostrado entender un pimiento de lo que se hablaba. Sobre sus
cabezas, el cielo era infinito e inexplicable; hermoso y aterrador, silencioso
como era el Yermo esa noche. La niña durmió acurrucada dentro del carro, y
mientras Mica montaba la primera guardia, Límber y Tanco se enrollaron en sus
mantas junto al fuego para descansar. Cuando la chica fue por algo más de leña,
vio como un punto titilaba en el horizonte, debía de ser una fogata como la que
tenían ellos, pero apenas se veía más grande que una de los millones de
estrellas en el cielo, entre ella y ese punto, en algún lugar que no podía
verse en la espesura de la noche, estaba la vieja torre: los restos de hierro y
hormigón de lo que alguna vez fue un conjunto habitacional, pero que ahora no
era más que tres paredes y media de una torre de cuatro pisos que se mantenía
en pie por inexplicable capricho, el sitio en el que, al parecer, su viejo
amigo y tutor, Nurba, había caído.
La comida en el Yermo no era
particularmente abundante, o apetitosa, pero se la podía uno apañar,
especialmente, si se era un amante de las raíces, como Límber, que encontró una
bien gorda y negruzca, con apéndices que semejaban brazos y piernas, uno de los
cuales arrancó para dárselo a la niña, la cual empezó a roer de inmediato, sin cuestionar
nada. Las ratas, aunque abundantes, no eran tan fáciles de hallar en un sitio
tan abierto, pero sí los insectos, que alcanzaban tamaños voluminosos bajo los
troncos podridos, como si las asquerosas aguas del Yermo les nutrieran, bichos
que la niña también devoró encantada, el problema, era que no encontrarían agua
buena hasta Mirra, por lo que estaban obligados a cuidar la que tenían. A eso
del mediodía, vieron a un par de carnófagos desplazándose con ansia a prudente
distancia, pero no hacia ellos, sino a otro sitio oculto por el paisaje.
Seguramente tenían una presa o querían participar de un festín al que no habían
sido invitados, como fuera, lo mejor era rodearlos, pasar inadvertidos y dejar
que siguieran en sus asuntos, pero entonces un chillido agudo y prolongado,
como el que haría cualquier niña asustada, rajó el silencio del Yermo y fue
silenciado de golpe por una detonación, no había duda, varios carnófagos más ya
estarían en camino.
León Faras.