jueves, 30 de septiembre de 2021

Humanimales.

 IX.

 

La ruta de las flores era un estrecho camino, por el que no cabían más de dos personas una al lado de la otra, excavado en la ladera de los cerros y montañas de tal forma que para un carnófago era imposible de alcanzar. Generalmente era una ruta bien transitada, no solo por su seguridad, sino que también, por las numerosas piletas que recibían el agua de las alturas y se la ofrecían al viajero, sin embargo, los muchachos la encontraron extrañamente vacía, tanto, que buena parte de la primera jornada, la niña pudo caminar libremente y terminó encaramada sobre los hombros de Mica, sujeta de los pequeños cuernos de esta. Los sitios donde pernoctar también eran abundantes, ya que en general, eran improvisados por los propios viajeros, los que despejaban y preparaban un lugar a la vera del camino donde encender un fuego y descansar. En la segunda jornada comenzaron a sospechar lo que ocurría, ya que, si bien encontraron algunos viajeros que, como ellos iban hacia Mirra, no había ninguno que viniera desde allá. Pasado el mediodía de la tercera jornada se encontraron con el primero que venía en sentido contrario, pero no era más que un viejo con la cara larga, los ojos muy separados y un manto harapiento sobre la cabeza que desandaba lo que ya había andado, “El camino está cortado…” Les anunció con una voz estrangulada, como si el aire se le estuviera escapando por otro sitio, “…hubo un derrumbe, una roca cedió y todo se fue al carajo, tardarán al menos dos semanas en restaurar el paso. Espero que ningún desgraciado haya caído” Se lamentó el viejo, secándose el sudor de la frente con una punta de su raído manto, “¿Y ahora qué hacemos?” Preguntó Tanco a sus compañeros, pero el abuelo cara-larga fue el que le respondió, estirando su flaco y tembloroso brazo hacia atrás, como si estuviera señalando un punto remoto en el horizonte, “Pueden dejar la ruta y cortar por el Yermo más adelante, se pueden ahorrar dos días de viaje, o más, pero yo me regreso, estoy demasiado viejo para lidiar con carnófagos” Señaló. Efectivamente, había desviaciones en la ruta de las flores, por las que se podía entrar o salir de esta, pero algunas tenían mejor pinta que otras, y la que ellos tenían a su disposición no era de las más atractivas. Estaba excavada en una pared casi vertical, y era apenas suficientemente ancha para el carro, además de que no era completamente recta, sino que bajaba en zigzag, Tanco y Límber, entre los dos, pudieron encargarse de que el carro llegara abajo sin despeñarse, ni despeñarse ellos, mientras Mica descendía detrás, con la niña sujeta firmemente de la mano. Al menos habían llenado sus botellas con agua en la última pileta antes de bajar. Era una zona amplia y despejada del Yermo, donde los carnófagos podían verse desde lejos, pero plagada de sus mierdas. Mica ya había divisado un par merodeando desde lo alto mientras bajaba y una vez en el Yermo, le ordenó a la niña que se metiera al carro, la cual, ante la sola presencia de esos bichos corría a buscar refugio, luego de eso, Mica cogió su arco y comenzó a alejarse con un trote corto y postura curvada, Tanco miró a su compañero y luego a la chica, “Oye, ¿te esperamos o qué?” Deduciendo que la chica necesitaba privacidad para aliviar alguna de sus necesidades o algo, pero aquella le devolvió un gesto más que evidente con la mano de que continuaran sin preguntarle tonterías. Más de media hora después, vieron que la muchacha regresaba trotando ya con normalidad, “¿Qué hacías?” “¿Por qué tardaste tanto?” Le preguntaron, mientras Mica recuperaba el aliento. La chica se había alejado, para acercarse a un grandulón que distraídamente roía una columna vertebral y clavarle una de sus flechas en la rodilla para después, retirarse sigilosamente de vuelta, esa había sido una jugada inteligente, pero para los muchachos, a juzgar por sus rostros, no acababa de encajar del todo, entonces Mica agregó, “…dejará un reguero de sangre y lamentos imposible de ignorar para los demás carnófagos.”

 

En una noche en el Yermo, el fuego era imprescindible, porque en la oscuridad total, los carnófagos tenían toda la ventaja, y aunque por un lado estos le temían, por el otro, entendían que el fuego estaba asociado a la presencia del hombre, por lo que todo dependía de su número y del hambre que acumularan. Deberían encargarse de buscar comida al día siguiente, solo les quedaba las últimas ratas secas y una zanahoria que Mica compartió con Límber. Tanco asaba su cena ensartada en una varita de madera, “¿No tendrás un poco de sal?” Le preguntó a la chica, pero antes de que esta reaccionara, la niña metió la mano en su bolso y extrajo un pocillo pequeño de arcilla, cubierto con un tapón de madera y lo puso en el suelo junto a él, para luego seguir con sus asuntos sin prestarle la menor atención a nadie. Tanco se quedó mirándola como si hubiese presenciado un truco de magia imposible, y luego vio que los demás también, hasta Límber había dejado de masticar. Con total desconfianza, cogió el pocillo y lo examinó, “Es sal…” Anunció, pasmado, como si se tratara de un milagro, y en parte lo era, porque hasta ese momento, la niña no había mostrado entender un pimiento de lo que se hablaba. Sobre sus cabezas, el cielo era infinito e inexplicable; hermoso y aterrador, silencioso como era el Yermo esa noche. La niña durmió acurrucada dentro del carro, y mientras Mica montaba la primera guardia, Límber y Tanco se enrollaron en sus mantas junto al fuego para descansar. Cuando la chica fue por algo más de leña, vio como un punto titilaba en el horizonte, debía de ser una fogata como la que tenían ellos, pero apenas se veía más grande que una de los millones de estrellas en el cielo, entre ella y ese punto, en algún lugar que no podía verse en la espesura de la noche, estaba la vieja torre: los restos de hierro y hormigón de lo que alguna vez fue un conjunto habitacional, pero que ahora no era más que tres paredes y media de una torre de cuatro pisos que se mantenía en pie por inexplicable capricho, el sitio en el que, al parecer, su viejo amigo y tutor, Nurba, había caído.

 

La comida en el Yermo no era particularmente abundante, o apetitosa, pero se la podía uno apañar, especialmente, si se era un amante de las raíces, como Límber, que encontró una bien gorda y negruzca, con apéndices que semejaban brazos y piernas, uno de los cuales arrancó para dárselo a la niña, la cual empezó a roer de inmediato, sin cuestionar nada. Las ratas, aunque abundantes, no eran tan fáciles de hallar en un sitio tan abierto, pero sí los insectos, que alcanzaban tamaños voluminosos bajo los troncos podridos, como si las asquerosas aguas del Yermo les nutrieran, bichos que la niña también devoró encantada, el problema, era que no encontrarían agua buena hasta Mirra, por lo que estaban obligados a cuidar la que tenían. A eso del mediodía, vieron a un par de carnófagos desplazándose con ansia a prudente distancia, pero no hacia ellos, sino a otro sitio oculto por el paisaje. Seguramente tenían una presa o querían participar de un festín al que no habían sido invitados, como fuera, lo mejor era rodearlos, pasar inadvertidos y dejar que siguieran en sus asuntos, pero entonces un chillido agudo y prolongado, como el que haría cualquier niña asustada, rajó el silencio del Yermo y fue silenciado de golpe por una detonación, no había duda, varios carnófagos más ya estarían en camino.


León Faras.

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