martes, 28 de julio de 2020

Autopsia. Sexta parte.


XI.

El trabajo de los médicos estaba basado en la mecánica del cuerpo, en la anatomía gruesa, sobre todo, curar heridas, quemaduras o huesos rotos, también el conocimiento de ciertas sustancias, especialmente de origen natural, con ciertos efectos en partes específicas del cuerpo, a veces positivo o a veces negativo. Entendían el funcionamiento de ciertas enfermedades aunque no llegaban a dilucidar el origen de todas ellas con total claridad y en no pocos casos, estos orígenes eran erróneos. Había mucho que investigar y la clave estaba en poner la atención en aquellos que se sanaban o aquellos que no se enfermaban, y en qué hacían que los otros no, y muchas veces sólo eso podían hacer, observar. Pero estos casos eran algo distinto, los enfermos se multiplicaban, todos con síntomas similares y enfermos en condiciones similares, como una peste, pero estaban aquellos que viviendo bajo el mismo techo no mostraban síntomas. Ante ese tipo de enfermedades, poco se podía hacer, sólo sabían que debían aislar a los enfermos, aliviar su sufrimiento de la mejor forma posible y esperar que la sanación se presentara por sí sola. A veces lo hacía. Realmente parecía que había seres invisibles y racionales entre ellos que decidían por mandato divino quién vivía y quién no, más fácil de creer, para el común de la gente, que aquello de los animalitos diminutos que no se podían ver pero que eran tan poderosos que eran capaces de derribar a un hombre joven y fuerte y someterlo hasta matarlo. Ignacio creía más en esto último que en arcángeles de la muerte, la incipiente ciencia de la microscopía había revelado la existencia de un mundo oculto al ojo humano, un mundo vivo, pero éste estaba presente por todas partes, y en todos los seres, sanos y enfermos por igual, era aterrador pensar en el trabajo titánico que significaba identificarlos y entender su función, diferenciar a los que eran ajenos de los que formaban parte del organismo y si llegaban a identificar a los responsables de las enfermedades, lo siguiente era saber cómo eliminarlos, cómo eliminar lo que no se puede ver, porque, podían matarlos fuera, pero cómo matarlos dentro era la gran pregunta.

Hortensia era la hija mayor del tintorero más famoso de la ciudad, y esa fama no sólo provenía de su excelente trabajo, sino también de su carácter extrovertido, su vozarrón fuerte y desenfadado y esa risa estruendosa pero natural que a más de algún despistado podía sobresaltar, todo lo contrario de su hija mayor, mucho más sobria e introvertida, la hermana menor de ésta, en cambio, era la legítima heredara, pues ya demostraba una personalidad chispeante y vivaz y una risa que era expresada sin complejos, tal como la de su padre. Les iba bastante bien, pero ni de cerca a la altura de los Ballesteros, lo que no sería visto con buenos ojos por la tía Elba. Elena trabajó junto a su hermano durante varios días junto a los enfermos, sin apenas ver al resto de su familia, hasta que decidió que debía regresar. No volvió a insistir en el traslado de los restos de su padre al mausoleo familiar, ni a mencionar el tema, tampoco mencionó que se iría hasta que la vieron con su equipaje listo, no se llevaba más que un par de vestidos suyos, otro par, de cuando era pequeña, que la Quena le había guardado, para regalárselos a Clarita y varias telas que había conseguido a buen precio gracias a Hortensia, “Pensé que eras más sensata que tu padre y que tu hermano…” Le dijo la tía Elba cuando la vio lista para partir, aunque su rostro no mostraba asombro, más bien acritud, Regina, al lado de su madre como siempre, negaba con la cabeza y los labios apretados, como reprobando la actitud de su prima, la tía Elba continuó “…tu padre dejó nuestra vida acomodada para irse a trabajar a un pueblucho perdido que ni nombre tiene, y tu hermano, ahora está empeñado en atender a esa gente que ni para caerse muerta le alcanza” “Esa gente necesita su ayuda” “Esa gente necesita mucho más que su ayuda…” Intervino Regina, y su madre la interrumpió con una risotada fingida, “No te creas que no sé que lo hace por esa muchacha, hija del tintorero. Que ni se le ocurra traerla aquí” “¡O a su padre!” agregó Regina, y ambas pusieron cara de espanto ante la idea. Elena esperó que acabaran la pantomima para acercarse a su tía, “No hagas con Ignacio, lo que hiciste con Regina” Se lo dijo con tono tranquilo, aunque no dejaba de sonar a amenaza, Regina abrió los ojos y la boca como si hubiese recibido una estocada, su madre en cambio se quedó fría y serena, como un lago congelado, “Yo siempre he querido lo mejor para mis hijas” dijo, estoica y con la vista fija en Elena, como quien desenvaina una filosa espada, Elena también tenía la suya lista y afilada “¿Lo mejor? Augusta murió intentando huir de ti tras ese soldado, yo era pequeña, pero lo recuerdo, con Claudia pasó lo mismo, ¿no? sólo que ella al parecer lo logró, nunca nadie más supo nada de Claudia. A Leticia lograste casarla con quien querías, un hombre desagradable y vulgar que apenas la deja salir al jardín de su propia casa y que prefiere tener hijos con las sirvientas, y Regina, ninguno de los pretendientes que tuvo fue lo suficientemente bueno para ti, ¿verdad?” “Regina está aquí para sucederme cuando yo no esté. Ella será la dueña de todo cuanto tengo” “Pues espero que lo compense. Nos vemos tía. Adiós Regina” Regina había resultado herida de ese combate de espadas, al recordar el temor que le daba su madre cada vez que se sentía atraída por un hombre o que algún pretendiente se le acercaba, incluso los más tenaces eran apartados del camino sin sutilezas, todos eran aprovechados, arribistas o escaladores que no la merecían, nadie la merecía y a veces sentía que ella no merecía a nadie tampoco. En cuanto Elena se fue, Regina se paró y se retiró a su cuarto.

Llegó esa misma tarde al pueblo y consiguió en la estación un coche que la llevara hasta casa, allí la esperaban dos noticias, una buena y otra mala, la buena era que Clarita, animada por su hermana, había por fin conocido a Mateo, el joven sacristán, y estaba iniciando con él, lo que para ella era una bonita amistad, la mala era que Lina llevaba dos días en cama, no sufría ni se quejaba, sólo dormía, y cuando no dormía decía sentirse profundamente fatigada, “No te angusties, hija, no es más que el peso de los años” le dijo la vieja con ternura.



León Faras.

viernes, 24 de julio de 2020

Autopsia. Sexta parte.


X.

Después del bautizo de David, Hugo Cifuentes comenzaba a sentir de nuevo la estabilidad emocional en su vida familiar, especialmente en lo que respectaba a su hijo, que en algún momento había tambaleado, aunque no dejaba de preguntarse por qué el doctor Ballesteros había ignorado en sus escritos, el hecho más que evidente y relevante de la ausencia de ombligo de los fetos que tenía en su poder. Estaba registrando su pila de documentos una vez más, en busca de algo que hubiera podido omitir, cuando encontró algo que antes había pasado por alto: un daguerrotipo manchado de sangre. Era el retrato, cuyo vidrio, Diana había roto para cortarse las venas con los pedazos. En él, aparecía un joven Horacio Ballesteros escoltando a su bella mujer, sentada en una silla con su pequeño hijo en brazos, nada relevante, salvo porque en ese momento, Úrsula cruzó la habitación rumbo a la salida dejando una suave estela de aroma en el aire, Cifuentes preguntó qué era y su mujer le respondió complacida que se trataba del jabón que Elena le había regalado. Dicen que el olfato es el camino más corto a la memoria, cierto o no, ese aroma llevó a Cifuentes directamente a su habitación durante la noche de san Lorenzo, el mismo olor de Elena cuando se la presentaron. Quiso negárselo, pero entonces su vista cayó en el retrato frente a él y pudo ver con toda claridad como Diana Ballesteros, la bella esposa de Horacio y madre de Elena, era asombrosamente parecida a su hijo, David, más allá incluso de cualquier coincidencia, o eso fue lo que le pareció a él, y volvió a sentirse como un idiota al pretender que ese niño era suyo.

Una cosa estaba bastante clara, no había nada lo suficientemente importante en el mundo capaz de romper con la flema natural de Marcial Monte, ni tan urgente que no pudiera esperar. Ni un inmortal tendría tanto tiempo disponible. No es que fuera un vago, sólo era que todo lo hacía con una parsimonia irrompible e irritante. Todo. Siempre había sido así. Llegó al cementerio de Casas Viejas con su azadón al hombro pensando en que podría poner un par de árboles, un día de estos, para darle algo de vida a un sitio que estaba más muerto que sus moradores, cuando vio la cosa más rara que había visto en mucho tiempo. Se apoyó en su azadón y sacó un pitillo del bolsillo de su camisa para analizar con calma qué estaba pasando. Marcial no era hombre de conclusiones apresuradas. Miró en rededor suyo, pero nadie más estaba cerca para ver lo mismo que estaba viendo él. Elevó su azadón y caminó unos pasos con la cabeza torcida para tener un mejor ángulo de visión, se cruzó de brazos y observó un rato más con el ceño apretado y la boca medio abierta, pero seguía siendo una escena de lo más extraña. Finalmente, cuando su cigarrito se acabó, decidió hablar, “Oiga padre, ¿Me puede explicar qué carajos está haciendo?” Benigno estaba escarbando ansioso en el suelo, una vez con la pala y luego varias veces con las manos, sobre la tumba de María Cruces. Estaba sudado como no se le había visto nunca, con el cuello de la sotana abierto y las rodillas y las mangas sucias, también se le podía ver algunas manchas de sangre mezclada con tierra en las manos, manos de cura de piel fina. El cura miró a Marcial asustado, como quien es sorprendido en un delito. Jadeaba, “Marcial, sólo estoy buscando algo…” Le respondió con dificultad, tragando una buena dosis de saliva antes, “Ha de ser algo importante” pensó Marcial y se le acercó con el azadón en la mano dispuesto a ayudarle, “¿Qué fue, un crucifijo de oro o algo así?” preguntó el hombre escupiéndose en las manos para aferrar mejor la herramienta, “Algo así…” respondió el cura. Marcial se puso a remover la tierra con cuidado, si había alguien que podía encontrar un crucifijo de oro enterrado en una tumba, ese era él, “¿Sabe? Trabajo aquí hace quince años y nunca he encontrado nada de valor en este lugar. Los difuntos no son muy generosos que digamos…” Marcial detuvo su trabajo unos segundos como haciendo memoria, “…bueno, una vez me encontré una moneda, sí, pero era pequeña” Se volvió a escupir la palma de las manos y reanudó su trabajo. Mientras Benigno trabajaba con rudeza, deseoso de acabar pronto, Marcial lo hacía con prolijidad, procurando verificar cada puñado de tierra, de pronto, le pareció encontrar algo y se agachó a recogerlo, era un diminuto hueso amarillento, luego de estudiarlo, concluyó que debía ser un fémur de pollo o algo así, el cura se lo arrebató de las manos, pensando si acaso ese no podía ser el hueso de un recién nacido, Marcial lo miró volteando un poco la cara, como preocupado, “¿Es eso lo que andaba buscando, padre?” “Espero que no…” murmuró Benigno, Marcial se quedó esperando como algo más, pero el padre ya reanudaba su trabajo con ahínco y pocas ganas de hablar. Fue entonces cuando un terrón llamó la atención del cura, por ciertas líneas rectas en una de sus caras, lo cogió conteniendo el aire y lo destruyó con su puño para liberar lo que contenía, Marcial lo miraba como a la cosa más sospechosa del mundo, “¿Eso buscaba… padre?” “Creo que sí, Marcial, esto era…” Se lo dijo con poca seguridad, frágil como una mentira recién inventada, Marcial se lo olía. El cura continuó, “¿…Podría usted dejar todo esto como estaba, Marcial?” le pidió, refiriéndose al gran agujero que había hecho, “Claro… yo lo tapo” respondió aquel, descifrando lo que el cura ocultaba en su mano con el rabillo del ojo, a él le pareció no más que una pequeña y sucia crucecita de madera, nada que pudiera tener ni el más mínimo valor. Definitivamente los difuntos no eran gente generosa.

El padre reconoció casi en el acto el sitio al que pertenecía su modesto hallazgo y hacia allí partió, a pesar de que había perdido buena parte de la pulcritud marcial que acostumbraba lucir. Tenía las manos sucias, y también la cara, aunque se había quitado con su pañuelo buena parte del polvo mezclado con sudor, ni hablar de su sotana, aunque hasta ese momento, aún no había pensado en las consecuencias cuando lo viera Guillermina. Hizo el camino a pie y con buen paso hasta el convento de las Hermanas de la Resignación, allí la hermana Marcos fue alertada por otra hermana que al parecer, se había preocupado innecesariamente con el aspecto del cura, “¿Puedo hablar con usted, hermana?” La hermana Marcos lo llevó a su despacho con una suave sonrisa dibujada en el rostro, debido al aspecto de rapaz travieso que traía el serio sacerdote. Efectivamente, la pequeña y sucia cruz de madera que el cura había hallado, era exactamente igual a la que todas las hermanas llevaban colgadas sobre su pecho, no había ninguna duda, “¿Es el crucifijo de Elena, verdad?” le dijo la monja sin mucha duda en su voz, “Mucho me temo…” respondió el cura, asintiendo con la cabeza. La hermana conocía la historia de boca de la propia Elena, “¿En el cementerio?” El cura volvió a asentir, “¿El niño…?” preguntó finalmente la hermana Marcos, contrayendo ligeramente el rostro. El cura esta vez negó con los labios apretados.



León Faras.

martes, 21 de julio de 2020

Autopsia. Sexta parte.


IX.

“He estado pensando en lo que me pediste…” le dijo su tía Elba mientras embadurnaba una tostada con mermelada de fresas naturales sentada a la mesa, siempre sobre su silla con ruedas “…lo haré, sólo si decides quedarte. Eres una Ballesteros y debes comportarte como tal, no puedes andar por ahí, revolcándote en la tierra como una pueblerina” “En eso, hasta tu madrina está de acuerdo…” complementó su prima Regina, justo después de tragar un diminuto bocado de tostada. Se limpió innecesariamente la comisura de los labios, “…ella propuso atarte a una pata de la cama, de ser necesario” Dijo con las cejas levantadas, entre amenazante y divertida, Elena las miró sintiéndose traicionada, “¡No pueden hacer eso!” “¿Atarte a la pata de la cama?” preguntó Regina con legítima duda, “Claro que puedo…” respondió su tía, sin levantar la voz, “…tú quieres algo y yo quiero algo a cambio. Es justo, ¿no?” “¿Qué dice Ignacio de esto? También es su padre” Agregó Elena sin sentarse a la mesa donde la esperaba su desayuno servido, “Él fue quien nos convenció en un principio de dejar a Horacio donde estaba” “Yo ya no tengo padre. Esas fueron sus palabras” complementó Regina, a punto de sacarle otro diminuto bocado a su tostada, “Pues yo no me voy a quedar a vivir aquí, mucho menos con chantajes” Regina abrió los ojos como si aquello hubiese sido una gran palabrota, Elena agregó “¿Dónde está Ignacio?” Su tía no se alteró en lo más mínimo, “¿Sabes cómo se mantiene firme una casa como esta y a flote las empresas familiares? Con una sola palabra. Si quieres que te respeten, debes ser mujer de una sola palabra. Puedes hablar con Ignacio, si quieres, pero yo no voy a cambiar mi oferta” Elena repitió su pregunta, “En el mismo lugar donde ha estado yendo las últimas semanas…” respondió Regina, con precaución, con un ojo puesto sobre su madre “…en el barrio de los menesterosos” “¿Qué está haciendo ahí?” contrarrestó Elena de inmediato.

Cada vez que llovía con cierta intensidad, el agua de la ciudad iba a parar a la periferia, a los barrios más pobres, donde la gente podía andar con el agua hasta las rodillas dentro de sus propias casas, que no eran más que chabolas improvisadas, en su mayoría, hechas con materiales desechados por otros, ya que no todos podían pagarse un hueco en un conventillo, sin embargo, eso no era lo peor, lo peor era que la lluvia colapsaba los precarios alcantarillados de la ciudad, liberando sus pestilencias, que iban a parar al mismo sitio que todo el resto del agua, junto con todas las ratas de la ciudad, las que parecían aflorar por todas partes, con la personalidad típica de las ratas y su usual falta de respeto por la propiedad privada. Un porcentaje de la población más vulnerable, era barrida por la neumonía, mientras las otras que aguantaban mantenerse empapados por días enteros, debían lidiar con las porquerías que dejaban el agua, las infecciones y los malos olores. Luego, otra tajada de la torta era engullida por las enfermedades del agua: la diarrea viral, la fiebre quebranta huesos con sus temblores incontenibles y la temida fiebre amarilla, llamada así por el desagradable color que adquiere la esclerótica del ojo. Se improvisaban sanatorios donde la gran mayoría eran atendidos en el suelo, por voluntarios, casi siempre religiosas y por los médicos que se animaban a atender gente que de antemano sabían que no tenían como pagar. Se mandaban a construir ataúdes por decenas, aunque al final, siempre la última opción era la única: la miserable fosa común. Los que se recuperaban, eran los menos, y la mayoría de ellos no lograban hacerlo del todo. Muchos decidían volverse al campo, donde al menos uno podía mantenerse seco y a resguardo de la lluvia, mientras muchos más llegaban a ocupar su sitio y el de los numerosos muertos. Era muy difícil de creer que uno se encontraría a un hombre como Ignacio Ballesteros allí, un médico que había desarrollado toda su carrera en la comodidad del barrio alto, atendiendo principalmente a damas y señoritas que se inventaban enfermedades y desvanecimientos para llamar la atención de sus insensibles familias utilizando, generalmente, enfermedades de moda, catalogadas como propias de gente acomodada. Ignacio se ganaba la vida fácil, no se molestaba en decirle que se encontraba perfectamente sano a alguien que se negaba a creerlo y sólo se limitaba a diagnosticar enfermedades con raros nombres médicos que sanaba con tratamientos ficticios e inocuos, de paso se codeaba con la alta sociedad sin apenas atender un caso real durante varios días, al contrario de su padre, desterrado del barrio acomodado por su ruda honestidad y su bajo nivel de condescendencia. Elena encontró el sitio gracias a la ayuda del cochero de los Ballesteros, un señor mayor de apellido Órdenes, “No es un sitio agradable de visitar…” le dijo él, más en tono de justificación que de advertencia, pero Elena le dijo que, a pesar de la ropa que le habían prestado, ella no era como sus primas. El cochero tenía razón, el sitio olía realmente mal, como a una gigantesca letrina, la marca de hasta donde habían alcanzado las aguas, aún era visible en la mayoría de las casas, primero pobres pero sólidas, luego miserables y endebles. El sitio al que llegaron, era una iglesia, como no, una pequeña eso sí, para los pobres. En la puerta la atajó un cura, alertado por el fino traje de Elena, “¿Qué puedo hacer por usted?” Le dijo diligente, como si se tratara de alguna autoridad, Elena le dijo que buscaba a su hermano, y que venía a ayudar, el cura pareció dudar unos segundos, luego se lo indicó con el dedo, no había forma de perderse. Ahí estaba Ignacio, con una rodilla en el suelo frente a un paciente, dándole instrucciones a una bonita enfermera que lo miraba con devoción, como quien no quiere perder detalle, “Elena, ¿qué haces aquí?” Dijo él cuando su hermana llegó a su lado, “Lo mismo podría preguntar yo…” dijo ella, gratamente sorprendida. Ignacio le presentó a la señorita que esperaba a su lado, su nombre era Hortensia y era una de las pocas voluntarias, no monjas, que se podían ver allí. Ignacio se justificó diciendo que aquella era una buena práctica para mantener frescos sus conocimientos, pero Elena de inmediato sospechó que aquella repentina vocación de servicio de su hermano tenía nombre de mujer, pero no dijo nada. Ignacio había vivido acomplejado toda su vida por su baja estatura, lo que lo había hecho desarrollar esa personalidad avasalladora y a veces prepotente que lo caracterizaba, no sólo con sus colegas y amigos, también con las mujeres, con las que solía mostrarse confiado y hasta engreído, sin embargo, con Hortensia era suave y educado, como cuando se es alguien que no tiene nada que temer ni nada que probar, Elena lo notó, pero sólo se limitó a remangarse y preguntar en qué podía ayudar.



León Faras.

jueves, 16 de julio de 2020

Autopsia. Sexta parte.


VIII.

De los que conocían el secreto de Elena, primero estaban sus padres, por supuesto. Diana lo tomó como un negro presagio de algo que ya se esperaba, aunque todo quedaba bien oculto bajo su estado de ascendente locura, mientras que Horacio lo veía como una anormalidad sin precedentes y por lo tanto muy rara que era preciso ocultar para evitar los chismorreos, sobre todo de los fanáticos y supersticiosos. María, su nana, también lo supo inevitablemente, pero nunca lo mencionó, primero porque las amenazas de su patrón fueron contundentes y segundo porque a la larga, ni siquiera le dio importancia al asunto. Todos ellos estaban muertos ya. De los vivos sólo estaban su tía Elba, que no lo había divulgado ni siquiera con su hija Regina; su hermano Ignacio, que aleccionado por su padre no dijo nada de niño, ni mucho menos de adulto y la Quena, que debió encargarse de la pequeña, pero antes fue amenazada cruelmente por su patrona con ser arrojada a la calle en el acto y con las manos peladas, y no a cualquier calle, a pesar de que había criado a la mayoría de los niños de la casa, que ahora eran adultos, si comentaba el asunto con cualquiera, cosa que la Quena nunca hizo. Había una persona más que lo había visto, pero que estaba dotada de una sabiduría natural que la hacía verse a sí misma sepultada bajo una montaña de demasiados defectos, como para posar su atención en los de los demás: Clarita.

Elena fue llevada por su hermano al despacho del doctor Villalobos para encargarse del asunto de Clodomiro Almeida. El atuendo que le habían prestado la hacía verse sencillamente radiante, ella se sentía incómoda como un paquete de encomienda, después de una buena temporada usando la ropa del pueblo o incluso el atuendo de hombre que, de poder verlo, escandalizaría a su tía Elba y horrorizaría a su prima Regina. La idea le dibujó una sonrisa en el rostro. Pero en cuanto a su apariencia, no tenía nada que envidiarles a las señoritas de la ciudad. Elena pensaba que podía rechazar la herencia por considerarla inmerecida, pero cuando el doctor Villalobos le dijo que no se podía rechazar el regalo de un muerto, y que a lo sumo, lo que podía hacer era donarla, si no la quería, Elena entonces, con inteligencia práctica, decidió quedársela. Cuando regresaron, las mujeres tomaban té con limón en el jardín en compañía de una visita inesperada, de hecho, no se explicaban cómo Romina Vásquez, la madrina de Elena, se había enterado tan rápido de que su ahijada estaba en la ciudad, venía acompañada de sus dos perros galgos, Crispín y Luis, a los que no abandonaba casi en ningún momento del día y a los que quería más que a sus hijos, que eran once, a los cuales, de niños, no se les había permitido ni atarse los cordones de los zapatos, y de adultos, apenas sí sabían comer o cagar por sí solos, lo mismo con sus perros, los que jamás habían tenido el gusto ni de perseguir a una miserable rata. Romina entregaba el amor de esa manera, criando inútiles convencidos de que habían nacido para ser servidos, y así era, mientras su madre pudiera permitírselo. El marido, hombre de fortuna, había muerto hace unos pocos años en un accidente de caballo, jamás la contradijo en los asuntos de la casa o los hijos, él la amaba con locura, muchos aún creen que ella le hizo un trabajo de hechicería para atraparlo, de ser así, fue uno muy, muy bueno. Al contrario de su prima, su madrina solía ser desmesurada con el contacto físico, abrazando, besuqueando y toqueteando a todo el mundo, sin reparos ni maldad, bien lo sabía Elena, y bien lo odiaba Regina. En el momento en que la vio le saltó encima luego de una carrera de ridículos pasitos cortos y ansiosos, pero con abrazos y besos como si la hubiese visto en algún momento al borde de la muerte, “¡Ay Dios mío! No sabes la alegría que me da verte bien. Es que nunca debiste haber vuelto a ese pueblucho miserable” Elena recibió las muestras de cariño con educación y un buen poco de resignación, aunque lo de “pueblucho miserable” no le había caído nada bien. Romina la cogió de la mano y la arrastró a la mesa donde tomaban té, “Yo siempre sospeché de ese hombre. No tenía nada de buen cristiano ¡Por Dios! ¿Pero cómo fuimos a equivocarnos tanto?” Dijo, aleteando como un pato en el agua, la tía Elba la miró con indignación, pues había aceptado encantada ser madrina de la hija del hombre que ahora despreciaba, “Ya te había dicho yo que ella estaba bien…” le repitió aquella. Romina fingió cara de niña taimada que ha sido regañada, pero inmediatamente la cambió, “Y dime, ¿Qué pasó con el niño?” le soltó de pronto a la cara. Elena se quedó en blanco, aquello no se lo esperaba, rememorar allí las visiones de la hipnosis, “Sabes de qué niño hablo, ¿verdad?” Insistió su madrina, su tía Elba la miraba expectante, con su taza de té suspendida en el aire, como si ella también tuviera la misma pregunta en mente, Regina, en cambio, lucía despistada, parecía no tener muy claro de qué se estaba hablando. Claramente, Ignacio no les había podido proporcionar detalles al respecto. Elena cogió un buen poco de aire mezclado con valor, “Lo aborté” confesó finalmente y pudo ver un gesto de alivio en el rostro de su tía antes de ser absorbida por los abrazos y besos de su madrina, “Resignación, hija mía, resignación. Dios le da las pruebas más duras a sus hijos predilectos…” le dijo ésta con gravedad en la voz  y en el rostro, mientras Elba y Regina compartían una mirada de mudo fastidio.

Por la noche le dieron una habitación, cuya amplitud y nivel de confort, hace mucho que había olvidado, la Quena la ayudó a instalarse proveyéndole mucho más de lo que necesitaba. Ella era una buena mujer, y siempre había sentido un gran cariño de su parte, en especial cuando llegó siendo una niña, aferrada a la mano de su hermano, en el mismo tren junto a su padre y al ataúd en el que iba su madre, a casa de una familia que apenas conocía donde fue dejada, pues le dijeron que su padre no podía cuidarla más, cosa que no comprendió porque la que siempre se ocupó de ella fue María, su nana, y no sus padres, pero tampoco la dejaron quedarse con ella. Quena la convenció con cariño y tiempo de que la marca que la hacía tan especial y diferente no era la culpable de la enfermedad y muerte de su madre ni tampoco de que su padre no quisiera cuidarla más. Su marca no era más que un accidente, una elección de Dios, Dios había posado los ojos en ella para hacerle un regalo, hacerla diferente, hacerla especial. Elena había nacido sin ombligo.



León Faras.

domingo, 12 de julio de 2020

Autopsia. Sexta parte.


VII.

En el telegrama, Ignacio Ballesteros le decía a su hermana que estaba bien, que su abogado, el doctor Villalobos, le había sugerido que se mantuviera en la ciudad para agilizar lo más posible los trámites que iban encausados tal y como él esperaba, que su tía Elba exigía su presencia y que había un asunto más que era preciso que ella en persona atendiera. Elena suspiró, no había forma de seguir evadiéndolo, sabía que debería hacer ese viaje tarde o temprano y el momento había llegado, además, deseaba que su tía se encargara de trasladar los restos de su padre, Horacio, al mausoleo familiar junto a los de su madre, pero ese asunto que ella en persona debía atender, la intrigaba de verdad, cuando le mostró al cura el contenido del telegrama, éste también se mostró intrigado. Preparó todo, que no era mucho, para su viaje lo antes posible, pues ya no le parecía que debía seguir retrasando más ese compromiso, habló con Lina y Tata y se despidió de Clarita, prometiéndole que regresaría en una semana y de esa manera abordó el tren de las nueve de la mañana.

Lo primero que le dio la bienvenida fue el olor de la ciudad, el aire parecía estancado allí y olía lo mismo que el agua cuando deja de circular, en algunas zonas de la periferia el olor a orines, de caballo y persona, echaba para atrás a cualquiera que fuera desprevenido, en el mercado predominaba el olor a pescado y fritanga, que mientras más avanzaba el día más fuerte y desagradable se hacía, el humo era omnipresente, sobre todo el humo de la industria y sus vapores. Poco a poco todo eso cambiaba al acercarse al barrio alto, donde los espacios eran más amplios y las casas más grandes; las áreas verdes más abundantes y la industria y el mercado que los enriquecía, quedaban bastante retirados, donde había jardineros que lo mismo se encargaban de mantener bellas las camelias que de retirar la caca de los animales. Hasta allí llegó Elena en un coche de alquiler, irreconocible para las empleadas por su atuendo tan sencillo y su andar pueblerino, la que sí la reconoció al instante fue la vieja Quena, la empleada que se encargó de ella cuando llegó de niña a vivir allí, la que la acogió como una madre cuando la suya murió y la desprendieron del lado de María, su nana. Ella la llevó ante la matriarca de los Ballesteros, la tía Elba y su lugarteniente, hija mayor y réplica exacta, pero veinte años más joven: Regina. Una empleada le limaba las uñas de los delicados y bien cuidados pies de la mujer cuando Elena entró. La tía Elba despidió a todos sacudiendo las manos como si se trataran de moscas revoloteando sobre su fruta, para saludar a su sobrina sin pararse de su silla, la que por cierto, había mandado a construir con ruedas para abandonarla lo menos posible, a pesar de que podía caminar perfectamente, pero la creencia popular y de moda, era que el ejercicio físico envejecía más que el tiempo, que no era apto para señoritas, menos si estas tenían más de setenta años, que sudar era de tan mal gusto como eructar en la mesa, y tan poco beneficioso para la piel, como quemarse con el sol. A sus ojos, a Elena le había sentado fatal la vida en el pueblo, bastaba con mirarle las manos, la tía, luego de cogerla por el rostro y zarandearla con vehemencia, la miraba con infinita lástima que no se molestaba en disimular. A su lado, su prima Regina, de apariencia impecable como su madre, la saludó con una delicadeza casi infantil, evitando hasta las últimas consecuencias el contacto físico directo, pues se había obsesionado con la idea de que habían descubierto pequeños animalitos invisibles capaces de causar enfermedades, una idea aún en debate, pero ella estaba convencida de que sólo esa podía ser la explicación para tanto malestar y enfermedad en el mundo, sobre todo en el de las hipocondriacas adineradas, convirtiéndose probablemente en la primera persona con verminofobia de la historia, “¿Cómo estás hija? Cuéntame, ¿Qué puede hacer tu tía por ti?” le dijo la tía Elba sujetándola por las manos con las suyas enfundadas en seda, obligándola a permanecer inclinada sobre ella. Regina le daba la misma miraba de profunda lástima, como si se tratara de un caballo al que es preciso sacrificar, Elena les quiso explicar que estaba bien, que la vida en el pueblo le agradaba, que se había acostumbrado bien a ella, pero su tía ahora la miraba con ternura, como si se tratara de una criaturita humilde que no quiere molestar, “…pero sí hay algo que me gustaría pedirle” dijo Elena al final, y su tía se mostró entusiasmada por oírla, pero se desanimó cuando la muchacha le habló de su intención de trasladar los restos de su padre al mausoleo familiar, “Ni me hables de ese hombre. Ni te imaginas todo lo que hemos tenido que soportar por su culpa, ¡Hasta los arrebatos morales de tu madrina! ¡Imagínate!” “Esa mujer no tiene vergüenza” Intervino Regina mientras asentía una y otra vez con la cabeza. La tía Elba continuó, “No puedo creer lo que te hizo, muy hermano mío será pero está exactamente dónde se merece” “Y también su alma…” agregó Regina, poniendo su cara de inflexible y fría moralidad con la que criticaba a la sociedad, como si pudiera de alguna manera saber el paradero exacto del alma de su tío Horacio en ese momento, “Pero es que sus restos deben estar sepultados junto a los de mi madre, como es debido…” Insistió Elena, “¡Tonterías!” la desestimó su tía, y agregó, “Ignacio nos contó todo, incluido su patético intento de redención quitándose él mismo la vida” “Eso es cuando el inclemente peso de la culpa es mayor al del perdón” Sentenció Regina, como si se tratara de una gran revelación bíblica. “Pues está claro que se arrepintió antes de morir, ¿no?…” Elena sabía que a su tía se le convencía más con insistencia que con buenas razones, “Lo siento hija, pero tu padre era un descarriado que siempre rechazó el amor de Dios y de la iglesia, ¡Tu hermano va por el mismo camino, eh, y va a terminar igual si no se le corrige a tiempo!” Advirtió la tía Elba, Regina no tardó en agregar, “No tienen ningún temor a Dios. Ninguno” “La prueba está en que el padre Benigno le dio las exequias eclesiásticas…” Argumentó Elena, y su prima Regina, al oír mencionar al sacerdote, inmediatamente se llevó una mano al pecho, abanicándose con la otra, fingiendo que le faltaba el aire, rememorando el día en que conoció a Benigno Hopfen, ambos mucho más jóvenes, y su posterior desilusión al enterarse de que era cura, “Ese hombre es un santo” mencionó en un suspiro. Su madre la miró como se le mira a una tonta incorregible, luego se dirigió a Elena, “Bueno, basta ya de discusión, ya seguiremos con ese asunto en otro momento, ¡Hace tanto que no nos vemos! Regina, déjanos un minuto que debo hablar con tu prima” “Sí, madre” Respondió aquella, diligente, y se retiró caminando con la gracia y delicadeza de una geisha. Elena se sentó junto a su tía, “Dime hija, ¿Aún conservas en secreto tu marca?” “Por supuesto” respondió la muchacha sin quitarle la vista de los ojos, “Bien…” continuó la mujer, “…es muy importante que siga así. Veremos qué ponerte, al menos mientras estés aquí, quiero que te veas como una Ballesteros” En ese momento llegaba Ignacio acompañado del doctor Villalobos, el cual saludó a Elena con toda formalidad, era con él con quien Elena debía atender un asunto del todo imprevisto. Ignacio cogió la silla de su tía para sacarla de ahí y dejar a su hermana y su abogado a solas, “Vamos tía, hace un día precioso” La tía forzó media carcajada con desfachatez, “Como si estuviera yo interesada en sus asuntos…”

Elena no lo pudo creer al principio, pero según el abogado, el doctor Villalobos, de pronto era dueña de una pequeña fortuna a la que no podía negarse: antes de morir, Efraín Varas, más conocido como Clodomiro Almeida, le había cedido todas sus posesiones a ella, nombrándola su única heredera, “A excepción clara de los cadáveres que conservaba, por supuesto, los cuales ya fueron retirados” Aclaró el licenciado.



León Faras.

martes, 7 de julio de 2020

Autopsia. Sexta parte.


VI.

Luego de terminada la pequeña celebración por el bautizo de David en su casa, Úrsula, su marido y sus padres se reunieron con el padre Benigno para hablar sobre la cruz, Elena también estaba presente, pero preocupada de vigilar al pequeño. Úrsula ya sabía por Guillermina que se trataba de su cruz, de la que había estado siempre colgada de la pared de su cuarto y que ahora parecía capaz de encenderse por sí sola y de no quemarse en el fuego, pero ella no podía hacer nada al respecto, no sabía por qué sucedía eso y tampoco cómo detenerlo, sin embargo, el padre Benigno tenía una teoría, “Hija, creemos que la cruz, de alguna manera es capaz de reaccionar cuando tú estás cerca, por lo que tal vez sería prudente que te mantuvieras alejada de ella, al menos hasta saber qué sucede” Úrsula miró al cura y a los demás, que parecían estar de acuerdo con esa idea, “Pero, entonces ¿me está diciendo que no podré entrar a la iglesia?” Prohibirle la ida a misa a una señorita decente era algo muy serio, y debía ser consecuencia de algo muy malo, el cura quiso explicarle que nada tenía que ver ella, pero esa cruz parecía encenderse cada vez que ella estaba presente, “Pero cuando con mamá decoramos la iglesia, no pasó nada, ¿verdad mamá?” Insistió Úrsula y Lucila, su madre, la apoyó. Era verdad, Úrsula había estado decorando la iglesia, poniendo lazos y flores antes del bautizo y nada extraño había sucedido. Aquello confundía más las cosas, pues cuando se encendió en el escritorio del cura, en el incendio de la iglesia e incluso en la pared de su casa, quemando la imagen de la virgen de Lourdes, en todos los casos estaba ella cerca, “No es la Úrsula…” aseguró Ismael, quien hasta ese momento había mantenido profundo silencio, “…Es el niño, David” Afirmó el hombre sin dejo de duda, a pesar de que no había forma de que lo supiera a ciencia cierta, pero aún no era capaz de reconocer a ese niño tan extraño y ajeno a su raza, como su nieto, “¡Papá!” protestó su hija, y el hombre la miró con gesto de impotencia, reconociendo en la mirada que era honesto con lo que pensaba, “Creo que tu padre podría tener razón” Admitió el doctor Cifuentes, soportando la mirada con que le mostraba sentirse traicionada su esposa, “Sólo estamos tratando de averiguar qué es lo que ocurre” Agregó el médico en tono de excusa. Elena sólo había visto aparecer esa extraña marca en la pared de la iglesia bajo el Cristo, pero por lo demás, no tenía idea de qué cruz hablaban o qué tenía que ver Úrsula o el niño con ella, pero tampoco quería enterarse demasiado de todo aquello, suficiente tenía con lo que le tocaba a ella, por lo que sólo se limitó a cuidar de David y sacarlo al patio mientras aún hiciera un buen día, al cabo de un rato traía al niño de regreso luego de jugar, “Iré a asearlo…” dijo, con la mejor de las intenciones, pero Úrsula la detuvo con un grito que dejó a todos paralizados, y de un salto casi le arrebató de los brazos el niño, “Deja, yo lo hago” le dijo con suavidad y una sonrisa de fría amabilidad, Elena no opuso resistencia, a pesar de lo exagerado de la reacción de su amiga, si después de todo, ella era oficialmente la madrina del niño, “…pero al menos, deja que te ayude” se atrevió a ofrecer, Úrsula le sonrió con pena por los ojos, estuvo a punto de permitirle enterarse por sus propios ojos de la anomalía de David, pero finalmente se negó con todo el cariño del mundo, “…que sea en otro momento, ¿sí? es que he tenido un día de locos y me da mucha vergüenza enseñarte el desorden que tengo en el cuarto”  Se excusó con ternura y Elena desistió, pero al mismo tiempo se despidió de ella y el chico, se le hacía tarde y debía volver a casa. Ismael observaba el lugar por el que se había ido su hija con los ojos de antes, de cuando ella estaba obsesionada con un niño que no dejaba ni a sol ni a sombra, “Será mejor que nosotros también nos vayamos, se hace tarde” le dijo a Lucila y ésta se fue a avisarle a su hija, “A mí algo me huele mal de todo esto” agregó, cuando su mujer ya no estaba, “¿De qué habla, Ismael?” Preguntó el cura, “No lo sé padre, me duele decirlo, pero, hay algo que no está bien con ese crío” Cifuentes bajó su mirada hasta el piso. El sacerdote estaba de acuerdo, pero prefería guardarse sus opiniones, y lo que sabía, tras una forzada y cínica sonrisa de confianza. La verdad era que los tres hombres pensaban lo mismo en ese momento respecto a David. En su cuarto, Úrsula le decía a su madre que, ahora que era su madrina, más temprano que tarde deberían mostrarle a Elena la verdad sobre David, que había nacido sin ombligo, “Sólo a ella” le aseguró, y Lucila estuvo de acuerdo.

Cuando volvió a su casa el cura, Guillermina lo esperaba con la cena y dos telegramas, ambos eran de Ignacio Ballesteros, pero uno de ellos estaba dirigido a Elena. El segundo era para él, pero sólo para pedirle que le hiciera llegar el primero a su hermana.

Tuvo la sensación de estar en su iglesia, aunque la oscuridad era total, sin embargo, la sensación de tamaño y espacio y la textura del piso eran las del templo. Estaba allí por algo, pero no podía recordar qué, a pesar de que siempre se había ufanado de su destacada lucidez mental y de su buena memoria. Sin embargo, todo estaba demasiado oscuro, tanto que ni siquiera podía ver los ventanales. De pronto apareció un hombre, en el otro extremo de la iglesia, lo veía porque tenía una antorcha en la mano, él le preguntó que qué buscaba en su iglesia, el hombre se movió dos pasos y una gran pira de leña se iluminó a los pies de su Cristo nuevo. Él se espantó. El hombre arrojó la antorcha y las llamas crecieron vorazmente, iluminando gran parte de lo que era su iglesia. Él le ordenó que se detuviera, que no podía hacer eso, pero el hombre, alto y oscuro, con el rostro oculto tras la luz de un candil, lo ignoró sin siquiera dirigirle una palabra. Las llamas crecieron, y aunque no había nada que pudiera hacer, quiso acercarse a la hoguera, sonó un trueno, el piso era de tierra, estaba escarpado y resbaladizo y salvo por el fuego, todo era oscuridad. Cuando creyó que ya no podría llegar, el hombre le estiró la mano y él se sujetó de ella con fuerza, pudo verle el rostro tras el candil: tenía los ojos destrozados, la piel como cuero, la barba rala y una mordaza vieja y sucia en la boca. Le dio miedo, quiso soltarlo, pero el hombre no lo soltó, el fuego ya cubría la totalidad de su Cristo, con su cruz y todo. Entonces, la hoguera comenzó a descender hasta convertirse en un cuerpo encogido envuelto en llamas, pero que en vez de consumirlo, parecían estar armándolo, hasta apagarse por completo y de él surgir un hombre que parecía brillar sin necesidad del fuego. El hombre del candil se había alejado ya y observaba desde lejos. El hombre surgido del fuego era hermoso, estaba desnudo, sentado en el suelo en completa paz. Tenía el cabello largo, rubio, los ojos azules y una suave barba que parecía ser perfecta sin esfuerzo, era la idealización encarnada de Jesucristo, y por alguna razón en ese momento pensó en David. Entonces, abrió los ojos, Mateo le sujetaba el hombro con el que lo había despertado. Benigno miró a su alrededor, se había quedado dormido sentado a la mesa, algo que muy rara vez le sucedía y que odiaba que le pasara. Aún tenía retazos del sueño que había tenido, sintió frío, Guillermina le traía un vaso de vino tibio con cáscaras de naranja para antes de dormir, ella parecía no haberse dado cuenta de nada, “Si quiere algo más, me avisa” Le dijo mientras volvía a la cocina.


Mientras su mujer y su hijo ya dormían, Cifuentes leía y releía los documentos dejados por el doctor Ballesteros donde hablaba de los hallazgos de esos extraños fetos conservados en formol en busca de pistas sobre el origen de su propio hijo. Había algo muy raro que no le calzaba, el antiguo médico no mencionaba en ninguna parte la ausencia de ombligo de aquellas criaturas y era imposible que no lo hubiese notado.


León Faras.

jueves, 2 de julio de 2020

Autopsia. Sexta parte.


V.

Dicen que los sentimientos pueden tener un poder insospechado, y no sólo los buenos, el odio y el miedo no son la excepción. La muerte de Oriana fue un error, cosas más atroces se han hecho en el mundo, sin duda, pero hay límites que no deben ser cruzados y hay fuerzas con las que no se debe jugar. El día que Oriana fue quemada, todo el pueblo lo celebró como una gran victoria sobre el mal, comieron y bebieron juntos hasta bien entrada la noche. Tocaron música y bailaron alrededor de las cenizas de la pira como lo haría cualquiera ante los restos de un enemigo cruel, justamente derrotado, pero esta muerte no había sido justa y no había ninguna victoria que festejar. Se embriagaron y fornicaron hasta dormirse, felices como benditos, pero todo se descompuso cuando a la mañana siguiente el sol no salió. Muchos tardaron en darse cuenta, pero cuando ya comenzaron a despertar los últimos en irse a dormir, entre ellos Niceto Aspe, no había duda de que debía ser más de mediodía y no había ni esperanza de amanecer, “Hemos hecho bien, hermanos, no dudaremos ante una nueva prueba antes de la gloria eterna” dijo Niceto, calmando a su pueblo, hambriento de su palabra, mientras por otro lado enviaba a uno de sus matones al galope a averiguar si en alguno de los pueblos cercanos estaba sucediendo lo mismo, el hombre se negó, asustado, y Niceto tuvo que infligirle valor con una bofetada a mano llena que le volteó la cara. El hombre, humillado, cogió un caballo y un candil y se fue, pero jamás regresó. Pasaron todo ese oscuro día, en ayunas, como penitentes, esperando una señal que les dijera qué debían hacer, muchos forzaron sus estómagos a expulsar los restos del banquete, arrepentidos de los excesos de la noche que ahora no se quería acabar. Niceto mandó a buscar al padre de Oriana, mientras consultaba los cielos una y otra vez, en búsqueda de algo, pero no había nada, ni siquiera una mísera estrella, si apagaban los fuegos, las tinieblas serían totales, tragándose al pueblo y su gente en vida, como la barriga de un gusano gigante y hambriento. El padre de Oriana ya no estaba, se había ido del pueblo durante las celebraciones sin llevarse nada, ni siquiera los restos de su hija, a la que no le permitirían sacar mientras hubiera ascuas encendidas. Podían sentir el aliento tibio del gusano gigante cernirse sobre ellos, lo que era aterrador, pues sólo podía significar que se les avecinaba un aguacero que lo mínimo podía dejarlos a oscuras o lo peor, extenderse como la noche hasta ahogarlos a todos. Algunos sugirieron sacar el cuerpo de Oriana para darle una digna sepultura, a lo que Niceto se negó en un principio, por no demostrar flaqueza en sus convicciones ni dar a entender que se había cometido un error, pero luego cedió dejando muy en claro que no era arrepentimiento sino clemencia. El poste a medio quemar, al que fue atada Oriana, también fue removido, pues ya no cumplía más función que la de recordatorio, y con la noche larga ya era suficiente. Un abuelo, conocido como el escultor, uno de los pocos que no festejaron la muerte de Oriana, lo cogió y se lo llevó bajo su toldo junto al fuego, allí comenzó a trabajarlo sin tener claro qué haría, alimentando su pequeño fuego con las virutas de la madera. Cuando consiguió un trozo de madera adecuado para comenzar a trabajar se dio cuenta de que hace mucho rato no alimentaba su fuego con leña, y que sólo las virutas permanecían encendidas, las que daban fuego sin llegar nunca a consumirse, se asustó, pero también supo por inspiración qué debía hacer, y comenzó a extraer con sus formones una cruz de la madera, generando más y más viruta y así, más y más fuego, lo que no era raro en la casa del escultor, un fuego siempre trepidante, gracias a los pequeños desechos de madera que constantemente lo alimentaban, pero sí fue muy raro y comenzó a llamar la atención, cuando empezó a caer la lluvia con cierta intensidad, apagando la gran mayoría de las antorchas y fogatas y sólo dejando las mejor resguardadas y la del escultor, cuyo precario toldo no era eficiente ni para librarlo a él completamente de la lluvia. Entonces varios comenzaron a arrimarse a su lado, más buscando protegerse de la oscuridad que de la lluvia o el frío y no pasó mucho tiempo antes de que algunos empezaran a creer que esa era la señal que esperaban, un fuego que ardía sin parar en medio de la noche más larga del mundo, nacido del poste donde Oriana había sido quemada. De pronto, ella representaba la esperanza y Niceto, las tinieblas y esa fue la idea que comenzó a propagarse de boca en boca y en susurros. Niceto advirtió cómo la gente se reunía bajo el precario toldo del escultor y los que estaban alrededor de él, cada vez eran menos, a pesar de que su fuego era el más grande, el mejor provisto de leña y el mejor resguardado de la lluvia y mandó a uno de sus hombres a ver qué ocurría en la tienda del escultor, pero al igual que el anterior, enviado fuera del pueblo, este tampoco regresó. El hombre llegó empapado, protegido con una manta sobre la cabeza a ver que hacía aquel grupo de gente, pero sólo estaban allí, reunidos en silencio, muchos a plena lluvia, sentados sobre el barro mirando un fuego que apenas era capaz de proporcionarles luz o calor, el hombre les dijo que Niceto los quería a todos reunidos en el gran salón para orar, pero si no hubiese hablado, nadie hubiese reparado en él, y no lo hubiesen reconocido como uno de los que encendió la pira. En el acto, un puñado de hombres lo rodearon y antes de que pudiera hacer nada, un cuchillo se le clavó en la espalda, una piedra lo golpeó en la cabeza y su cuerpo, literalmente desapareció en la oscuridad y en el grupo de gente reunida, luego todo regresó a la tranquilidad de antes para seguir planeando entre murmullos la muerte de Niceto, una que complaciera a Dios, al cual claramente habían ofendido, para que restableciera el día y el sol volviera a salir. Niceto, al no recibir noticias, decidió ir en persona, acompañado de los tres hombres que le quedaban de entre sus más leales y llegó hasta donde el escultor acababa los últimos detalles de la cruz que había hecho, de una sola pieza sacada del poste donde Oriana había sido quemada viva, para preguntar qué estaba sucediendo. Allí le dijeron que tenían un fuego que ardía sin consumirse, Niceto miró a sus hombres y luego a los demás, “Se los dije, esta es la señal que esperábamos, aquí está la prueba de que mientras el mundo permanece en tinieblas, nosotros tenemos la gracia de Dios en un fuego dado para guiarnos ¡Dios está con nosotros!” “Dios está con nosotros…” repitió el escultor, “…pero no contigo” agregó, al tiempo que clavaba su cuchilla en la rodilla de Niceto Aspe, sus hombres quisieron reaccionar, pero una multitud de brazos armados con palos y puñales los abatió rápida y efectivamente cortándoles los tendones, dejando a Niceto a merced de su rebaño que ya no lo escuchaba, “¡Ustedes la mataron, fueron ustedes! Yo sólo accedí a hacerlo ¡Es su culpa, ustedes la quemaron!” Era cierto, la gente misma había conspirado contra Oriana para quemarla, pero alguien debía morir para enmendar la culpa y el error y sólo podía ser él. Lo ataron de manos y lo amordazaron, y le pusieron una soga al cuello con la que lo arrastraron por el barro hasta el viejo pimiento en el borde del pueblo, el árbol del que se colgaba a los ladrones y asesinos, colgaron a Niceto Aspe dejando que se asfixiara tan despacio como la gravedad se lo permitía, permitiéndole sostenerse sobre la punta de un pie hasta que un martillo le destruyó la única rodilla capaz de aguantar su peso. Alguien le reventó los ojos con los pulgares. Una hora estuvo allí hasta que el mismo martillo le partió la cabeza, sin que nadie se dignara a descolgar el cuerpo. Después de eso, todos los fuegos fueron apagados, menos el del escultor. La cruz ya estaba terminada. Allí se reunieron todos a esperar el amanecer hasta que el fuego finalmente se apagó y la oscuridad total lo cubrió todo. El sol salió, pero su pueblo había desaparecido y la gente ya no tenía dónde vivir.

Al amanecer, el padre de Oriana regresó junto con el sacerdote del pueblo cercano al que había huido, para reclamar el cuerpo de su hija y darle digna sepultura, pero sólo encontraron un pueblo vacío, abandonado hace mucho, con un cadáver viejo pendiendo de un árbol y una cruz de madera tirada sobre el suelo polvoriento.



León Faras.