XI.
El
trabajo de los médicos estaba basado en la mecánica del cuerpo, en la anatomía
gruesa, sobre todo, curar heridas, quemaduras o huesos rotos, también el
conocimiento de ciertas sustancias, especialmente de origen natural, con
ciertos efectos en partes específicas del cuerpo, a veces positivo o a veces
negativo. Entendían el funcionamiento de ciertas enfermedades aunque no
llegaban a dilucidar el origen de todas ellas con total claridad y en no pocos
casos, estos orígenes eran erróneos. Había mucho que investigar y la clave
estaba en poner la atención en aquellos que se sanaban o aquellos que no se
enfermaban, y en qué hacían que los otros no, y muchas veces sólo eso podían
hacer, observar. Pero estos casos eran algo distinto, los enfermos se
multiplicaban, todos con síntomas similares y enfermos en condiciones
similares, como una peste, pero estaban aquellos que viviendo bajo el mismo
techo no mostraban síntomas. Ante ese tipo de enfermedades, poco se podía
hacer, sólo sabían que debían aislar a los enfermos, aliviar su sufrimiento de
la mejor forma posible y esperar que la sanación se presentara por sí sola. A
veces lo hacía. Realmente parecía que había seres invisibles y racionales entre
ellos que decidían por mandato divino quién vivía y quién no, más fácil de
creer, para el común de la gente, que aquello de los animalitos diminutos que
no se podían ver pero que eran tan poderosos que eran capaces de derribar a un
hombre joven y fuerte y someterlo hasta matarlo. Ignacio creía más en esto
último que en arcángeles de la muerte, la incipiente ciencia de la microscopía
había revelado la existencia de un mundo oculto al ojo humano, un mundo vivo,
pero éste estaba presente por todas partes, y en todos los seres, sanos y
enfermos por igual, era aterrador pensar en el trabajo titánico que significaba
identificarlos y entender su función, diferenciar a los que eran ajenos de los que
formaban parte del organismo y si llegaban a identificar a los responsables de
las enfermedades, lo siguiente era saber cómo eliminarlos, cómo eliminar lo que
no se puede ver, porque, podían matarlos fuera, pero cómo matarlos dentro era la
gran pregunta.
Hortensia
era la hija mayor del tintorero más famoso de la ciudad, y esa fama no sólo
provenía de su excelente trabajo, sino también de su carácter extrovertido, su
vozarrón fuerte y desenfadado y esa risa estruendosa pero natural que a más de
algún despistado podía sobresaltar, todo lo contrario de su hija mayor, mucho
más sobria e introvertida, la hermana menor de ésta, en cambio, era la legítima
heredara, pues ya demostraba una personalidad chispeante y vivaz y una risa que
era expresada sin complejos, tal como la de su padre. Les iba bastante bien,
pero ni de cerca a la altura de los Ballesteros, lo que no sería visto con
buenos ojos por la tía Elba. Elena trabajó junto a su hermano durante varios
días junto a los enfermos, sin apenas ver al resto de su familia, hasta que
decidió que debía regresar. No volvió a insistir en el traslado de los restos
de su padre al mausoleo familiar, ni a mencionar el tema, tampoco mencionó que
se iría hasta que la vieron con su equipaje listo, no se llevaba más que un par
de vestidos suyos, otro par, de cuando era pequeña, que la Quena le había
guardado, para regalárselos a Clarita y varias telas que había conseguido a
buen precio gracias a Hortensia, “Pensé que eras más sensata que tu padre y que
tu hermano…” Le dijo la tía Elba cuando la vio lista para partir, aunque su
rostro no mostraba asombro, más bien acritud, Regina, al lado de su madre como
siempre, negaba con la cabeza y los labios apretados, como reprobando la actitud
de su prima, la tía Elba continuó “…tu padre dejó nuestra vida acomodada para
irse a trabajar a un pueblucho perdido que ni nombre tiene, y tu hermano, ahora
está empeñado en atender a esa gente que ni para caerse muerta le alcanza” “Esa
gente necesita su ayuda” “Esa gente necesita mucho más que su ayuda…” Intervino
Regina, y su madre la interrumpió con una risotada fingida, “No te creas que no
sé que lo hace por esa muchacha, hija del tintorero. Que ni se le ocurra
traerla aquí” “¡O a su padre!” agregó Regina, y ambas pusieron cara de espanto
ante la idea. Elena esperó que acabaran la pantomima para acercarse a su tía, “No
hagas con Ignacio, lo que hiciste con Regina” Se lo dijo con tono tranquilo,
aunque no dejaba de sonar a amenaza, Regina abrió los ojos y la boca como si
hubiese recibido una estocada, su madre en cambio se quedó fría y serena, como
un lago congelado, “Yo siempre he querido lo mejor para mis hijas” dijo,
estoica y con la vista fija en Elena, como quien desenvaina una filosa espada,
Elena también tenía la suya lista y afilada “¿Lo mejor? Augusta murió
intentando huir de ti tras ese soldado, yo era pequeña, pero lo recuerdo, con
Claudia pasó lo mismo, ¿no? sólo que ella al parecer lo logró, nunca nadie más
supo nada de Claudia. A Leticia lograste casarla con quien querías, un hombre
desagradable y vulgar que apenas la deja salir al jardín de su propia casa y
que prefiere tener hijos con las sirvientas, y Regina, ninguno de los
pretendientes que tuvo fue lo suficientemente bueno para ti, ¿verdad?” “Regina
está aquí para sucederme cuando yo no esté. Ella será la dueña de todo cuanto
tengo” “Pues espero que lo compense. Nos vemos tía. Adiós Regina” Regina había
resultado herida de ese combate de espadas, al recordar el temor que le daba su
madre cada vez que se sentía atraída por un hombre o que algún pretendiente se
le acercaba, incluso los más tenaces eran apartados del camino sin sutilezas,
todos eran aprovechados, arribistas o escaladores que no la merecían, nadie la
merecía y a veces sentía que ella no merecía a nadie tampoco. En cuanto Elena
se fue, Regina se paró y se retiró a su cuarto.
Llegó
esa misma tarde al pueblo y consiguió en la estación un coche que la llevara hasta
casa, allí la esperaban dos noticias, una buena y otra mala, la buena era que Clarita,
animada por su hermana, había por fin conocido a Mateo, el joven sacristán, y estaba
iniciando con él, lo que para ella era una bonita amistad, la mala era que Lina
llevaba dos días en cama, no sufría ni se quejaba, sólo dormía, y cuando no dormía
decía sentirse profundamente fatigada, “No te angusties, hija, no es más que el
peso de los años” le dijo la vieja con ternura.
León Faras.