martes, 21 de julio de 2020

Autopsia. Sexta parte.


IX.

“He estado pensando en lo que me pediste…” le dijo su tía Elba mientras embadurnaba una tostada con mermelada de fresas naturales sentada a la mesa, siempre sobre su silla con ruedas “…lo haré, sólo si decides quedarte. Eres una Ballesteros y debes comportarte como tal, no puedes andar por ahí, revolcándote en la tierra como una pueblerina” “En eso, hasta tu madrina está de acuerdo…” complementó su prima Regina, justo después de tragar un diminuto bocado de tostada. Se limpió innecesariamente la comisura de los labios, “…ella propuso atarte a una pata de la cama, de ser necesario” Dijo con las cejas levantadas, entre amenazante y divertida, Elena las miró sintiéndose traicionada, “¡No pueden hacer eso!” “¿Atarte a la pata de la cama?” preguntó Regina con legítima duda, “Claro que puedo…” respondió su tía, sin levantar la voz, “…tú quieres algo y yo quiero algo a cambio. Es justo, ¿no?” “¿Qué dice Ignacio de esto? También es su padre” Agregó Elena sin sentarse a la mesa donde la esperaba su desayuno servido, “Él fue quien nos convenció en un principio de dejar a Horacio donde estaba” “Yo ya no tengo padre. Esas fueron sus palabras” complementó Regina, a punto de sacarle otro diminuto bocado a su tostada, “Pues yo no me voy a quedar a vivir aquí, mucho menos con chantajes” Regina abrió los ojos como si aquello hubiese sido una gran palabrota, Elena agregó “¿Dónde está Ignacio?” Su tía no se alteró en lo más mínimo, “¿Sabes cómo se mantiene firme una casa como esta y a flote las empresas familiares? Con una sola palabra. Si quieres que te respeten, debes ser mujer de una sola palabra. Puedes hablar con Ignacio, si quieres, pero yo no voy a cambiar mi oferta” Elena repitió su pregunta, “En el mismo lugar donde ha estado yendo las últimas semanas…” respondió Regina, con precaución, con un ojo puesto sobre su madre “…en el barrio de los menesterosos” “¿Qué está haciendo ahí?” contrarrestó Elena de inmediato.

Cada vez que llovía con cierta intensidad, el agua de la ciudad iba a parar a la periferia, a los barrios más pobres, donde la gente podía andar con el agua hasta las rodillas dentro de sus propias casas, que no eran más que chabolas improvisadas, en su mayoría, hechas con materiales desechados por otros, ya que no todos podían pagarse un hueco en un conventillo, sin embargo, eso no era lo peor, lo peor era que la lluvia colapsaba los precarios alcantarillados de la ciudad, liberando sus pestilencias, que iban a parar al mismo sitio que todo el resto del agua, junto con todas las ratas de la ciudad, las que parecían aflorar por todas partes, con la personalidad típica de las ratas y su usual falta de respeto por la propiedad privada. Un porcentaje de la población más vulnerable, era barrida por la neumonía, mientras las otras que aguantaban mantenerse empapados por días enteros, debían lidiar con las porquerías que dejaban el agua, las infecciones y los malos olores. Luego, otra tajada de la torta era engullida por las enfermedades del agua: la diarrea viral, la fiebre quebranta huesos con sus temblores incontenibles y la temida fiebre amarilla, llamada así por el desagradable color que adquiere la esclerótica del ojo. Se improvisaban sanatorios donde la gran mayoría eran atendidos en el suelo, por voluntarios, casi siempre religiosas y por los médicos que se animaban a atender gente que de antemano sabían que no tenían como pagar. Se mandaban a construir ataúdes por decenas, aunque al final, siempre la última opción era la única: la miserable fosa común. Los que se recuperaban, eran los menos, y la mayoría de ellos no lograban hacerlo del todo. Muchos decidían volverse al campo, donde al menos uno podía mantenerse seco y a resguardo de la lluvia, mientras muchos más llegaban a ocupar su sitio y el de los numerosos muertos. Era muy difícil de creer que uno se encontraría a un hombre como Ignacio Ballesteros allí, un médico que había desarrollado toda su carrera en la comodidad del barrio alto, atendiendo principalmente a damas y señoritas que se inventaban enfermedades y desvanecimientos para llamar la atención de sus insensibles familias utilizando, generalmente, enfermedades de moda, catalogadas como propias de gente acomodada. Ignacio se ganaba la vida fácil, no se molestaba en decirle que se encontraba perfectamente sano a alguien que se negaba a creerlo y sólo se limitaba a diagnosticar enfermedades con raros nombres médicos que sanaba con tratamientos ficticios e inocuos, de paso se codeaba con la alta sociedad sin apenas atender un caso real durante varios días, al contrario de su padre, desterrado del barrio acomodado por su ruda honestidad y su bajo nivel de condescendencia. Elena encontró el sitio gracias a la ayuda del cochero de los Ballesteros, un señor mayor de apellido Órdenes, “No es un sitio agradable de visitar…” le dijo él, más en tono de justificación que de advertencia, pero Elena le dijo que, a pesar de la ropa que le habían prestado, ella no era como sus primas. El cochero tenía razón, el sitio olía realmente mal, como a una gigantesca letrina, la marca de hasta donde habían alcanzado las aguas, aún era visible en la mayoría de las casas, primero pobres pero sólidas, luego miserables y endebles. El sitio al que llegaron, era una iglesia, como no, una pequeña eso sí, para los pobres. En la puerta la atajó un cura, alertado por el fino traje de Elena, “¿Qué puedo hacer por usted?” Le dijo diligente, como si se tratara de alguna autoridad, Elena le dijo que buscaba a su hermano, y que venía a ayudar, el cura pareció dudar unos segundos, luego se lo indicó con el dedo, no había forma de perderse. Ahí estaba Ignacio, con una rodilla en el suelo frente a un paciente, dándole instrucciones a una bonita enfermera que lo miraba con devoción, como quien no quiere perder detalle, “Elena, ¿qué haces aquí?” Dijo él cuando su hermana llegó a su lado, “Lo mismo podría preguntar yo…” dijo ella, gratamente sorprendida. Ignacio le presentó a la señorita que esperaba a su lado, su nombre era Hortensia y era una de las pocas voluntarias, no monjas, que se podían ver allí. Ignacio se justificó diciendo que aquella era una buena práctica para mantener frescos sus conocimientos, pero Elena de inmediato sospechó que aquella repentina vocación de servicio de su hermano tenía nombre de mujer, pero no dijo nada. Ignacio había vivido acomplejado toda su vida por su baja estatura, lo que lo había hecho desarrollar esa personalidad avasalladora y a veces prepotente que lo caracterizaba, no sólo con sus colegas y amigos, también con las mujeres, con las que solía mostrarse confiado y hasta engreído, sin embargo, con Hortensia era suave y educado, como cuando se es alguien que no tiene nada que temer ni nada que probar, Elena lo notó, pero sólo se limitó a remangarse y preguntar en qué podía ayudar.



León Faras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario