IX.
“He
estado pensando en lo que me pediste…” le dijo su tía Elba mientras embadurnaba
una tostada con mermelada de fresas naturales sentada a la mesa, siempre sobre
su silla con ruedas “…lo haré, sólo si decides quedarte. Eres una Ballesteros y
debes comportarte como tal, no puedes andar por ahí, revolcándote en la tierra
como una pueblerina” “En eso, hasta tu madrina está de acuerdo…” complementó su
prima Regina, justo después de tragar un diminuto bocado de tostada. Se limpió
innecesariamente la comisura de los labios, “…ella propuso atarte a una pata de
la cama, de ser necesario” Dijo con las cejas levantadas, entre amenazante y
divertida, Elena las miró sintiéndose traicionada, “¡No pueden hacer eso!”
“¿Atarte a la pata de la cama?” preguntó Regina con legítima duda, “Claro que
puedo…” respondió su tía, sin levantar la voz, “…tú quieres algo y yo quiero
algo a cambio. Es justo, ¿no?” “¿Qué dice Ignacio de esto? También es su padre”
Agregó Elena sin sentarse a la mesa donde la esperaba su desayuno servido, “Él
fue quien nos convenció en un principio de dejar a Horacio donde estaba” “Yo ya
no tengo padre. Esas fueron sus palabras” complementó Regina, a punto de
sacarle otro diminuto bocado a su tostada, “Pues yo no me voy a quedar a vivir
aquí, mucho menos con chantajes” Regina abrió los ojos como si aquello hubiese
sido una gran palabrota, Elena agregó “¿Dónde está Ignacio?” Su tía no se
alteró en lo más mínimo, “¿Sabes cómo se mantiene firme una casa como esta y a
flote las empresas familiares? Con una sola palabra. Si quieres que te
respeten, debes ser mujer de una sola palabra. Puedes hablar con Ignacio, si
quieres, pero yo no voy a cambiar mi oferta” Elena repitió su pregunta, “En el
mismo lugar donde ha estado yendo las últimas semanas…” respondió Regina, con precaución,
con un ojo puesto sobre su madre “…en el barrio de los menesterosos” “¿Qué está
haciendo ahí?” contrarrestó Elena de inmediato.
Cada
vez que llovía con cierta intensidad, el agua de la ciudad iba a parar a la
periferia, a los barrios más pobres, donde la gente podía andar con el agua
hasta las rodillas dentro de sus propias casas, que no eran más que chabolas
improvisadas, en su mayoría, hechas con materiales desechados por otros, ya que
no todos podían pagarse un hueco en un conventillo, sin embargo, eso no era lo
peor, lo peor era que la lluvia colapsaba los precarios alcantarillados de la
ciudad, liberando sus pestilencias, que iban a parar al mismo sitio que todo el
resto del agua, junto con todas las ratas de la ciudad, las que parecían
aflorar por todas partes, con la personalidad típica de las ratas y su usual
falta de respeto por la propiedad privada. Un porcentaje de la población más
vulnerable, era barrida por la neumonía, mientras las otras que aguantaban
mantenerse empapados por días enteros, debían lidiar con las porquerías que
dejaban el agua, las infecciones y los malos olores. Luego, otra tajada de la
torta era engullida por las enfermedades del agua: la diarrea viral, la fiebre
quebranta huesos con sus temblores incontenibles y la temida fiebre amarilla,
llamada así por el desagradable color que adquiere la esclerótica del ojo. Se
improvisaban sanatorios donde la gran mayoría eran atendidos en el suelo, por
voluntarios, casi siempre religiosas y por los médicos que se animaban a
atender gente que de antemano sabían que no tenían como pagar. Se mandaban a
construir ataúdes por decenas, aunque al final, siempre la última opción era la
única: la miserable fosa común. Los que se recuperaban, eran los menos, y la
mayoría de ellos no lograban hacerlo del todo. Muchos decidían volverse al
campo, donde al menos uno podía mantenerse seco y a resguardo de la lluvia,
mientras muchos más llegaban a ocupar su sitio y el de los numerosos muertos. Era
muy difícil de creer que uno se encontraría a un hombre como Ignacio
Ballesteros allí, un médico que había desarrollado toda su carrera en la
comodidad del barrio alto, atendiendo principalmente a damas y señoritas que se
inventaban enfermedades y desvanecimientos para llamar la atención de sus
insensibles familias utilizando, generalmente, enfermedades de moda,
catalogadas como propias de gente acomodada. Ignacio se ganaba la vida fácil,
no se molestaba en decirle que se encontraba perfectamente sano a alguien que
se negaba a creerlo y sólo se limitaba a diagnosticar enfermedades con raros
nombres médicos que sanaba con tratamientos ficticios e inocuos, de paso se
codeaba con la alta sociedad sin apenas atender un caso real durante varios días,
al contrario de su padre, desterrado del barrio acomodado por su ruda
honestidad y su bajo nivel de condescendencia. Elena encontró el sitio gracias
a la ayuda del cochero de los Ballesteros, un señor mayor de apellido Órdenes,
“No es un sitio agradable de visitar…” le dijo él, más en tono de justificación
que de advertencia, pero Elena le dijo que, a pesar de la ropa que le habían
prestado, ella no era como sus primas. El cochero tenía razón, el sitio olía
realmente mal, como a una gigantesca letrina, la marca de hasta donde habían
alcanzado las aguas, aún era visible en la mayoría de las casas, primero pobres
pero sólidas, luego miserables y endebles. El sitio al que llegaron, era una
iglesia, como no, una pequeña eso sí, para los pobres. En la puerta la atajó un
cura, alertado por el fino traje de Elena, “¿Qué puedo hacer por usted?” Le
dijo diligente, como si se tratara de alguna autoridad, Elena le dijo que
buscaba a su hermano, y que venía a ayudar, el cura pareció dudar unos
segundos, luego se lo indicó con el dedo, no había forma de perderse. Ahí
estaba Ignacio, con una rodilla en el suelo frente a un paciente, dándole
instrucciones a una bonita enfermera que lo miraba con devoción, como quien no
quiere perder detalle, “Elena, ¿qué haces aquí?” Dijo él cuando su hermana
llegó a su lado, “Lo mismo podría preguntar yo…” dijo ella, gratamente
sorprendida. Ignacio le presentó a la señorita que esperaba a su lado, su
nombre era Hortensia y era una de las pocas voluntarias, no monjas, que se
podían ver allí. Ignacio se justificó diciendo que aquella era una buena
práctica para mantener frescos sus conocimientos, pero Elena de inmediato
sospechó que aquella repentina vocación de servicio de su hermano tenía nombre
de mujer, pero no dijo nada. Ignacio había vivido acomplejado toda su vida por
su baja estatura, lo que lo había hecho desarrollar esa personalidad
avasalladora y a veces prepotente que lo caracterizaba, no sólo con sus colegas
y amigos, también con las mujeres, con las que solía mostrarse confiado y hasta
engreído, sin embargo, con Hortensia era suave y educado, como cuando se es
alguien que no tiene nada que temer ni nada que probar, Elena lo notó, pero
sólo se limitó a remangarse y preguntar en qué podía ayudar.
León Faras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario