martes, 7 de julio de 2020

Autopsia. Sexta parte.


VI.

Luego de terminada la pequeña celebración por el bautizo de David en su casa, Úrsula, su marido y sus padres se reunieron con el padre Benigno para hablar sobre la cruz, Elena también estaba presente, pero preocupada de vigilar al pequeño. Úrsula ya sabía por Guillermina que se trataba de su cruz, de la que había estado siempre colgada de la pared de su cuarto y que ahora parecía capaz de encenderse por sí sola y de no quemarse en el fuego, pero ella no podía hacer nada al respecto, no sabía por qué sucedía eso y tampoco cómo detenerlo, sin embargo, el padre Benigno tenía una teoría, “Hija, creemos que la cruz, de alguna manera es capaz de reaccionar cuando tú estás cerca, por lo que tal vez sería prudente que te mantuvieras alejada de ella, al menos hasta saber qué sucede” Úrsula miró al cura y a los demás, que parecían estar de acuerdo con esa idea, “Pero, entonces ¿me está diciendo que no podré entrar a la iglesia?” Prohibirle la ida a misa a una señorita decente era algo muy serio, y debía ser consecuencia de algo muy malo, el cura quiso explicarle que nada tenía que ver ella, pero esa cruz parecía encenderse cada vez que ella estaba presente, “Pero cuando con mamá decoramos la iglesia, no pasó nada, ¿verdad mamá?” Insistió Úrsula y Lucila, su madre, la apoyó. Era verdad, Úrsula había estado decorando la iglesia, poniendo lazos y flores antes del bautizo y nada extraño había sucedido. Aquello confundía más las cosas, pues cuando se encendió en el escritorio del cura, en el incendio de la iglesia e incluso en la pared de su casa, quemando la imagen de la virgen de Lourdes, en todos los casos estaba ella cerca, “No es la Úrsula…” aseguró Ismael, quien hasta ese momento había mantenido profundo silencio, “…Es el niño, David” Afirmó el hombre sin dejo de duda, a pesar de que no había forma de que lo supiera a ciencia cierta, pero aún no era capaz de reconocer a ese niño tan extraño y ajeno a su raza, como su nieto, “¡Papá!” protestó su hija, y el hombre la miró con gesto de impotencia, reconociendo en la mirada que era honesto con lo que pensaba, “Creo que tu padre podría tener razón” Admitió el doctor Cifuentes, soportando la mirada con que le mostraba sentirse traicionada su esposa, “Sólo estamos tratando de averiguar qué es lo que ocurre” Agregó el médico en tono de excusa. Elena sólo había visto aparecer esa extraña marca en la pared de la iglesia bajo el Cristo, pero por lo demás, no tenía idea de qué cruz hablaban o qué tenía que ver Úrsula o el niño con ella, pero tampoco quería enterarse demasiado de todo aquello, suficiente tenía con lo que le tocaba a ella, por lo que sólo se limitó a cuidar de David y sacarlo al patio mientras aún hiciera un buen día, al cabo de un rato traía al niño de regreso luego de jugar, “Iré a asearlo…” dijo, con la mejor de las intenciones, pero Úrsula la detuvo con un grito que dejó a todos paralizados, y de un salto casi le arrebató de los brazos el niño, “Deja, yo lo hago” le dijo con suavidad y una sonrisa de fría amabilidad, Elena no opuso resistencia, a pesar de lo exagerado de la reacción de su amiga, si después de todo, ella era oficialmente la madrina del niño, “…pero al menos, deja que te ayude” se atrevió a ofrecer, Úrsula le sonrió con pena por los ojos, estuvo a punto de permitirle enterarse por sus propios ojos de la anomalía de David, pero finalmente se negó con todo el cariño del mundo, “…que sea en otro momento, ¿sí? es que he tenido un día de locos y me da mucha vergüenza enseñarte el desorden que tengo en el cuarto”  Se excusó con ternura y Elena desistió, pero al mismo tiempo se despidió de ella y el chico, se le hacía tarde y debía volver a casa. Ismael observaba el lugar por el que se había ido su hija con los ojos de antes, de cuando ella estaba obsesionada con un niño que no dejaba ni a sol ni a sombra, “Será mejor que nosotros también nos vayamos, se hace tarde” le dijo a Lucila y ésta se fue a avisarle a su hija, “A mí algo me huele mal de todo esto” agregó, cuando su mujer ya no estaba, “¿De qué habla, Ismael?” Preguntó el cura, “No lo sé padre, me duele decirlo, pero, hay algo que no está bien con ese crío” Cifuentes bajó su mirada hasta el piso. El sacerdote estaba de acuerdo, pero prefería guardarse sus opiniones, y lo que sabía, tras una forzada y cínica sonrisa de confianza. La verdad era que los tres hombres pensaban lo mismo en ese momento respecto a David. En su cuarto, Úrsula le decía a su madre que, ahora que era su madrina, más temprano que tarde deberían mostrarle a Elena la verdad sobre David, que había nacido sin ombligo, “Sólo a ella” le aseguró, y Lucila estuvo de acuerdo.

Cuando volvió a su casa el cura, Guillermina lo esperaba con la cena y dos telegramas, ambos eran de Ignacio Ballesteros, pero uno de ellos estaba dirigido a Elena. El segundo era para él, pero sólo para pedirle que le hiciera llegar el primero a su hermana.

Tuvo la sensación de estar en su iglesia, aunque la oscuridad era total, sin embargo, la sensación de tamaño y espacio y la textura del piso eran las del templo. Estaba allí por algo, pero no podía recordar qué, a pesar de que siempre se había ufanado de su destacada lucidez mental y de su buena memoria. Sin embargo, todo estaba demasiado oscuro, tanto que ni siquiera podía ver los ventanales. De pronto apareció un hombre, en el otro extremo de la iglesia, lo veía porque tenía una antorcha en la mano, él le preguntó que qué buscaba en su iglesia, el hombre se movió dos pasos y una gran pira de leña se iluminó a los pies de su Cristo nuevo. Él se espantó. El hombre arrojó la antorcha y las llamas crecieron vorazmente, iluminando gran parte de lo que era su iglesia. Él le ordenó que se detuviera, que no podía hacer eso, pero el hombre, alto y oscuro, con el rostro oculto tras la luz de un candil, lo ignoró sin siquiera dirigirle una palabra. Las llamas crecieron, y aunque no había nada que pudiera hacer, quiso acercarse a la hoguera, sonó un trueno, el piso era de tierra, estaba escarpado y resbaladizo y salvo por el fuego, todo era oscuridad. Cuando creyó que ya no podría llegar, el hombre le estiró la mano y él se sujetó de ella con fuerza, pudo verle el rostro tras el candil: tenía los ojos destrozados, la piel como cuero, la barba rala y una mordaza vieja y sucia en la boca. Le dio miedo, quiso soltarlo, pero el hombre no lo soltó, el fuego ya cubría la totalidad de su Cristo, con su cruz y todo. Entonces, la hoguera comenzó a descender hasta convertirse en un cuerpo encogido envuelto en llamas, pero que en vez de consumirlo, parecían estar armándolo, hasta apagarse por completo y de él surgir un hombre que parecía brillar sin necesidad del fuego. El hombre del candil se había alejado ya y observaba desde lejos. El hombre surgido del fuego era hermoso, estaba desnudo, sentado en el suelo en completa paz. Tenía el cabello largo, rubio, los ojos azules y una suave barba que parecía ser perfecta sin esfuerzo, era la idealización encarnada de Jesucristo, y por alguna razón en ese momento pensó en David. Entonces, abrió los ojos, Mateo le sujetaba el hombro con el que lo había despertado. Benigno miró a su alrededor, se había quedado dormido sentado a la mesa, algo que muy rara vez le sucedía y que odiaba que le pasara. Aún tenía retazos del sueño que había tenido, sintió frío, Guillermina le traía un vaso de vino tibio con cáscaras de naranja para antes de dormir, ella parecía no haberse dado cuenta de nada, “Si quiere algo más, me avisa” Le dijo mientras volvía a la cocina.


Mientras su mujer y su hijo ya dormían, Cifuentes leía y releía los documentos dejados por el doctor Ballesteros donde hablaba de los hallazgos de esos extraños fetos conservados en formol en busca de pistas sobre el origen de su propio hijo. Había algo muy raro que no le calzaba, el antiguo médico no mencionaba en ninguna parte la ausencia de ombligo de aquellas criaturas y era imposible que no lo hubiese notado.


León Faras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario