VI.
Luego
de terminada la pequeña celebración por el bautizo de David en su casa, Úrsula,
su marido y sus padres se reunieron con el padre Benigno para hablar sobre la
cruz, Elena también estaba presente, pero preocupada de vigilar al pequeño.
Úrsula ya sabía por Guillermina que se trataba de su cruz, de la que había
estado siempre colgada de la pared de su cuarto y que ahora parecía capaz de
encenderse por sí sola y de no quemarse en el fuego, pero ella no podía hacer
nada al respecto, no sabía por qué sucedía eso y tampoco cómo detenerlo, sin
embargo, el padre Benigno tenía una teoría, “Hija, creemos que la cruz, de
alguna manera es capaz de reaccionar cuando tú estás cerca, por lo que tal vez
sería prudente que te mantuvieras alejada de ella, al menos hasta saber qué
sucede” Úrsula miró al cura y a los demás, que parecían estar de acuerdo con
esa idea, “Pero, entonces ¿me está diciendo que no podré entrar a la iglesia?”
Prohibirle la ida a misa a una señorita decente era algo muy serio, y debía ser
consecuencia de algo muy malo, el cura quiso explicarle que nada tenía que ver
ella, pero esa cruz parecía encenderse cada vez que ella estaba presente, “Pero
cuando con mamá decoramos la iglesia, no pasó nada, ¿verdad mamá?” Insistió
Úrsula y Lucila, su madre, la apoyó. Era verdad, Úrsula había estado decorando
la iglesia, poniendo lazos y flores antes del bautizo y nada extraño había
sucedido. Aquello confundía más las cosas, pues cuando se encendió en el
escritorio del cura, en el incendio de la iglesia e incluso en la pared de su
casa, quemando la imagen de la virgen de Lourdes, en todos los casos estaba
ella cerca, “No es la Úrsula…” aseguró Ismael, quien hasta ese momento había
mantenido profundo silencio, “…Es el niño, David” Afirmó el hombre sin dejo de
duda, a pesar de que no había forma de que lo supiera a ciencia cierta, pero
aún no era capaz de reconocer a ese niño tan extraño y ajeno a su raza, como su
nieto, “¡Papá!” protestó su hija, y el hombre la miró con gesto de impotencia,
reconociendo en la mirada que era honesto con lo que pensaba, “Creo que tu
padre podría tener razón” Admitió el doctor Cifuentes, soportando la mirada con
que le mostraba sentirse traicionada su esposa, “Sólo estamos tratando de
averiguar qué es lo que ocurre” Agregó el médico en tono de excusa. Elena sólo
había visto aparecer esa extraña marca en la pared de la iglesia bajo el
Cristo, pero por lo demás, no tenía idea de qué cruz hablaban o qué tenía que
ver Úrsula o el niño con ella, pero tampoco quería enterarse demasiado de todo
aquello, suficiente tenía con lo que le tocaba a ella, por lo que sólo se
limitó a cuidar de David y sacarlo al patio mientras aún hiciera un buen día,
al cabo de un rato traía al niño de regreso luego de jugar, “Iré a asearlo…”
dijo, con la mejor de las intenciones, pero Úrsula la detuvo con un grito que
dejó a todos paralizados, y de un salto casi le arrebató de los brazos el niño,
“Deja, yo lo hago” le dijo con suavidad y una sonrisa de fría amabilidad, Elena
no opuso resistencia, a pesar de lo exagerado de la reacción de su amiga, si
después de todo, ella era oficialmente la madrina del niño, “…pero al menos,
deja que te ayude” se atrevió a ofrecer, Úrsula le sonrió con pena por los
ojos, estuvo a punto de permitirle enterarse por sus propios ojos de la
anomalía de David, pero finalmente se negó con todo el cariño del mundo, “…que
sea en otro momento, ¿sí? es que he tenido un día de locos y me da mucha
vergüenza enseñarte el desorden que tengo en el cuarto” Se excusó con ternura y Elena desistió, pero
al mismo tiempo se despidió de ella y el chico, se le hacía tarde y debía
volver a casa. Ismael observaba el lugar por el que se había ido su hija con
los ojos de antes, de cuando ella estaba obsesionada con un niño que no dejaba
ni a sol ni a sombra, “Será mejor que nosotros también nos vayamos, se hace
tarde” le dijo a Lucila y ésta se fue a avisarle a su hija, “A mí algo me huele
mal de todo esto” agregó, cuando su mujer ya no estaba, “¿De qué habla,
Ismael?” Preguntó el cura, “No lo sé padre, me duele decirlo, pero, hay algo
que no está bien con ese crío” Cifuentes bajó su mirada hasta el piso. El
sacerdote estaba de acuerdo, pero prefería guardarse sus opiniones, y lo que
sabía, tras una forzada y cínica sonrisa de confianza. La verdad era que los
tres hombres pensaban lo mismo en ese momento respecto a David. En su cuarto,
Úrsula le decía a su madre que, ahora que era su madrina, más temprano que
tarde deberían mostrarle a Elena la verdad sobre David, que había nacido sin
ombligo, “Sólo a ella” le aseguró, y Lucila estuvo de acuerdo.
Cuando
volvió a su casa el cura, Guillermina lo esperaba con la cena y dos telegramas,
ambos eran de Ignacio Ballesteros, pero uno de ellos estaba dirigido a Elena.
El segundo era para él, pero sólo para pedirle que le hiciera llegar el primero
a su hermana.
Tuvo
la sensación de estar en su iglesia, aunque la oscuridad era total, sin
embargo, la sensación de tamaño y espacio y la textura del piso eran las del
templo. Estaba allí por algo, pero no podía recordar qué, a pesar de que
siempre se había ufanado de su destacada lucidez mental y de su buena memoria. Sin
embargo, todo estaba demasiado oscuro, tanto que ni siquiera podía ver los
ventanales. De pronto apareció un hombre, en el otro extremo de la iglesia, lo
veía porque tenía una antorcha en la mano, él le preguntó que qué buscaba en su
iglesia, el hombre se movió dos pasos y una gran pira de leña se iluminó a los
pies de su Cristo nuevo. Él se espantó. El hombre arrojó la antorcha y las
llamas crecieron vorazmente, iluminando gran parte de lo que era su iglesia. Él
le ordenó que se detuviera, que no podía hacer eso, pero el hombre, alto y
oscuro, con el rostro oculto tras la luz de un candil, lo ignoró sin siquiera
dirigirle una palabra. Las llamas crecieron, y aunque no había nada que pudiera
hacer, quiso acercarse a la hoguera, sonó un trueno, el piso era de tierra,
estaba escarpado y resbaladizo y salvo por el fuego, todo era oscuridad. Cuando
creyó que ya no podría llegar, el hombre le estiró la mano y él se sujetó de
ella con fuerza, pudo verle el rostro tras el candil: tenía los ojos destrozados, la piel como cuero, la barba rala y una mordaza vieja y
sucia en la boca. Le dio miedo, quiso soltarlo, pero el hombre no lo soltó, el
fuego ya cubría la totalidad de su Cristo, con su cruz y todo. Entonces, la
hoguera comenzó a descender hasta convertirse en un cuerpo encogido envuelto en
llamas, pero que en vez de consumirlo, parecían estar armándolo, hasta apagarse
por completo y de él surgir un hombre que parecía brillar sin necesidad del
fuego. El hombre del candil se había alejado ya y observaba desde lejos. El
hombre surgido del fuego era hermoso, estaba desnudo, sentado en el suelo en
completa paz. Tenía el cabello largo, rubio, los ojos azules y una suave barba
que parecía ser perfecta sin esfuerzo, era la idealización encarnada de
Jesucristo, y por alguna razón en ese momento pensó en David. Entonces, abrió
los ojos, Mateo le sujetaba el hombro con el que lo había despertado. Benigno
miró a su alrededor, se había quedado dormido sentado a la mesa, algo que muy
rara vez le sucedía y que odiaba que le pasara. Aún tenía retazos del sueño que
había tenido, sintió frío, Guillermina le traía un vaso de vino tibio con
cáscaras de naranja para antes de dormir, ella parecía no haberse dado cuenta
de nada, “Si quiere algo más, me avisa” Le dijo mientras volvía a la cocina.
Mientras
su mujer y su hijo ya dormían, Cifuentes leía y releía los documentos dejados por
el doctor Ballesteros donde hablaba de los hallazgos de esos extraños fetos conservados
en formol en busca de pistas sobre el origen de su propio hijo. Había algo muy raro
que no le calzaba, el antiguo médico no mencionaba en ninguna parte la ausencia
de ombligo de aquellas criaturas y era imposible que no lo hubiese notado.
León Faras.
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