V.
Dicen
que los sentimientos pueden tener un poder insospechado, y no sólo los buenos,
el odio y el miedo no son la excepción. La muerte de Oriana fue un error, cosas
más atroces se han hecho en el mundo, sin duda, pero hay límites que no deben
ser cruzados y hay fuerzas con las que no se debe jugar. El día que Oriana fue
quemada, todo el pueblo lo celebró como una gran victoria sobre el mal,
comieron y bebieron juntos hasta bien entrada la noche. Tocaron música y
bailaron alrededor de las cenizas de la pira como lo haría cualquiera ante los
restos de un enemigo cruel, justamente derrotado, pero esta muerte no había
sido justa y no había ninguna victoria que festejar. Se embriagaron y
fornicaron hasta dormirse, felices como benditos, pero todo se descompuso
cuando a la mañana siguiente el sol no salió. Muchos tardaron en darse cuenta,
pero cuando ya comenzaron a despertar los últimos en irse a dormir, entre ellos
Niceto Aspe, no había duda de que debía ser más de mediodía y no había ni
esperanza de amanecer, “Hemos hecho bien, hermanos, no dudaremos ante una nueva
prueba antes de la gloria eterna” dijo Niceto, calmando a su pueblo, hambriento
de su palabra, mientras por otro lado enviaba a uno de sus matones al galope a
averiguar si en alguno de los pueblos cercanos estaba sucediendo lo mismo, el
hombre se negó, asustado, y Niceto tuvo que infligirle valor con una bofetada a
mano llena que le volteó la cara. El hombre, humillado, cogió un caballo y un
candil y se fue, pero jamás regresó. Pasaron todo ese oscuro día, en ayunas,
como penitentes, esperando una señal que les dijera qué debían hacer, muchos
forzaron sus estómagos a expulsar los restos del banquete, arrepentidos de los
excesos de la noche que ahora no se quería acabar. Niceto mandó a buscar al
padre de Oriana, mientras consultaba los cielos una y otra vez, en búsqueda de
algo, pero no había nada, ni siquiera una mísera estrella, si apagaban los
fuegos, las tinieblas serían totales, tragándose al pueblo y su gente en vida,
como la barriga de un gusano gigante y hambriento. El padre de Oriana ya no
estaba, se había ido del pueblo durante las celebraciones sin llevarse nada, ni
siquiera los restos de su hija, a la que no le permitirían sacar mientras
hubiera ascuas encendidas. Podían sentir el aliento tibio del gusano gigante
cernirse sobre ellos, lo que era aterrador, pues sólo podía significar que se
les avecinaba un aguacero que lo mínimo podía dejarlos a oscuras o lo peor,
extenderse como la noche hasta ahogarlos a todos. Algunos sugirieron sacar el
cuerpo de Oriana para darle una digna sepultura, a lo que Niceto se negó en un
principio, por no demostrar flaqueza en sus convicciones ni dar a entender que
se había cometido un error, pero luego cedió dejando muy en claro que no era
arrepentimiento sino clemencia. El poste a medio quemar, al que fue atada
Oriana, también fue removido, pues ya no cumplía más función que la de
recordatorio, y con la noche larga ya era suficiente. Un abuelo, conocido como
el escultor, uno de los pocos que no festejaron la muerte de Oriana, lo cogió y
se lo llevó bajo su toldo junto al fuego, allí comenzó a trabajarlo sin tener
claro qué haría, alimentando su pequeño fuego con las virutas de la madera.
Cuando consiguió un trozo de madera adecuado para comenzar a trabajar se dio
cuenta de que hace mucho rato no alimentaba su fuego con leña, y que sólo las
virutas permanecían encendidas, las que daban fuego sin llegar nunca a
consumirse, se asustó, pero también supo por inspiración qué debía hacer, y
comenzó a extraer con sus formones una cruz de la madera, generando más y más
viruta y así, más y más fuego, lo que no era raro en la casa del escultor, un
fuego siempre trepidante, gracias a los pequeños desechos de madera que
constantemente lo alimentaban, pero sí fue muy raro y comenzó a llamar la
atención, cuando empezó a caer la lluvia con cierta intensidad, apagando la
gran mayoría de las antorchas y fogatas y sólo dejando las mejor resguardadas y
la del escultor, cuyo precario toldo no era eficiente ni para librarlo a él
completamente de la lluvia. Entonces varios comenzaron a arrimarse a su lado,
más buscando protegerse de la oscuridad que de la lluvia o el frío y no pasó
mucho tiempo antes de que algunos empezaran a creer que esa era la señal que
esperaban, un fuego que ardía sin parar en medio de la noche más larga del
mundo, nacido del poste donde Oriana había sido quemada. De pronto, ella
representaba la esperanza y Niceto, las tinieblas y esa fue la idea que comenzó
a propagarse de boca en boca y en susurros. Niceto advirtió cómo la gente se
reunía bajo el precario toldo del escultor y los que estaban alrededor de él,
cada vez eran menos, a pesar de que su fuego era el más grande, el mejor
provisto de leña y el mejor resguardado de la lluvia y mandó a uno de sus
hombres a ver qué ocurría en la tienda del escultor, pero al igual que el
anterior, enviado fuera del pueblo, este tampoco regresó. El hombre llegó empapado,
protegido con una manta sobre la cabeza a ver que hacía aquel grupo de gente,
pero sólo estaban allí, reunidos en silencio, muchos a plena lluvia, sentados
sobre el barro mirando un fuego que apenas era capaz de proporcionarles luz o
calor, el hombre les dijo que Niceto los quería a todos reunidos en el gran
salón para orar, pero si no hubiese hablado, nadie hubiese reparado en él, y no
lo hubiesen reconocido como uno de los que encendió la pira. En el acto, un puñado
de hombres lo rodearon y antes de que pudiera hacer nada, un cuchillo se le
clavó en la espalda, una piedra lo golpeó en la cabeza y su cuerpo,
literalmente desapareció en la oscuridad y en el grupo de gente reunida, luego
todo regresó a la tranquilidad de antes para seguir planeando entre murmullos
la muerte de Niceto, una que complaciera a Dios, al cual claramente habían
ofendido, para que restableciera el día y el sol volviera a salir. Niceto, al
no recibir noticias, decidió ir en persona, acompañado de los tres hombres que
le quedaban de entre sus más leales y llegó hasta donde el escultor acababa los
últimos detalles de la cruz que había hecho, de una sola pieza sacada del poste
donde Oriana había sido quemada viva, para preguntar qué estaba sucediendo.
Allí le dijeron que tenían un fuego que ardía sin consumirse, Niceto miró a sus
hombres y luego a los demás, “Se los dije, esta es la señal que esperábamos,
aquí está la prueba de que mientras el mundo permanece en tinieblas, nosotros
tenemos la gracia de Dios en un fuego dado para guiarnos ¡Dios está con
nosotros!” “Dios está con nosotros…” repitió el escultor, “…pero no contigo”
agregó, al tiempo que clavaba su cuchilla en la rodilla de Niceto Aspe, sus
hombres quisieron reaccionar, pero una multitud de brazos armados con palos y
puñales los abatió rápida y efectivamente cortándoles los tendones, dejando a
Niceto a merced de su rebaño que ya no lo escuchaba, “¡Ustedes la mataron,
fueron ustedes! Yo sólo accedí a hacerlo ¡Es su culpa, ustedes la quemaron!”
Era cierto, la gente misma había conspirado contra Oriana para quemarla, pero
alguien debía morir para enmendar la culpa y el error y sólo podía ser él. Lo
ataron de manos y lo amordazaron, y le pusieron una soga al cuello con la que lo arrastraron por
el barro hasta el viejo pimiento en el borde del pueblo, el árbol del que se
colgaba a los ladrones y asesinos, colgaron a Niceto Aspe dejando que se
asfixiara tan despacio como la gravedad se lo permitía, permitiéndole
sostenerse sobre la punta de un pie hasta que un martillo le destruyó la única
rodilla capaz de aguantar su peso. Alguien le reventó los ojos con los pulgares. Una hora estuvo allí hasta que el mismo
martillo le partió la cabeza, sin que nadie se dignara a descolgar el cuerpo.
Después de eso, todos los fuegos fueron apagados, menos el del escultor. La
cruz ya estaba terminada. Allí se reunieron todos a esperar el amanecer hasta
que el fuego finalmente se apagó y la oscuridad total lo cubrió todo. El sol salió,
pero su pueblo había desaparecido y la gente ya no tenía dónde vivir.
Al
amanecer, el padre de Oriana regresó junto con el sacerdote del pueblo cercano al
que había huido, para reclamar el cuerpo de su hija y darle digna sepultura, pero
sólo encontraron un pueblo vacío, abandonado hace mucho, con un cadáver viejo pendiendo
de un árbol y una cruz de madera tirada sobre el suelo polvoriento.
León Faras.
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