viernes, 24 de julio de 2020

Autopsia. Sexta parte.


X.

Después del bautizo de David, Hugo Cifuentes comenzaba a sentir de nuevo la estabilidad emocional en su vida familiar, especialmente en lo que respectaba a su hijo, que en algún momento había tambaleado, aunque no dejaba de preguntarse por qué el doctor Ballesteros había ignorado en sus escritos, el hecho más que evidente y relevante de la ausencia de ombligo de los fetos que tenía en su poder. Estaba registrando su pila de documentos una vez más, en busca de algo que hubiera podido omitir, cuando encontró algo que antes había pasado por alto: un daguerrotipo manchado de sangre. Era el retrato, cuyo vidrio, Diana había roto para cortarse las venas con los pedazos. En él, aparecía un joven Horacio Ballesteros escoltando a su bella mujer, sentada en una silla con su pequeño hijo en brazos, nada relevante, salvo porque en ese momento, Úrsula cruzó la habitación rumbo a la salida dejando una suave estela de aroma en el aire, Cifuentes preguntó qué era y su mujer le respondió complacida que se trataba del jabón que Elena le había regalado. Dicen que el olfato es el camino más corto a la memoria, cierto o no, ese aroma llevó a Cifuentes directamente a su habitación durante la noche de san Lorenzo, el mismo olor de Elena cuando se la presentaron. Quiso negárselo, pero entonces su vista cayó en el retrato frente a él y pudo ver con toda claridad como Diana Ballesteros, la bella esposa de Horacio y madre de Elena, era asombrosamente parecida a su hijo, David, más allá incluso de cualquier coincidencia, o eso fue lo que le pareció a él, y volvió a sentirse como un idiota al pretender que ese niño era suyo.

Una cosa estaba bastante clara, no había nada lo suficientemente importante en el mundo capaz de romper con la flema natural de Marcial Monte, ni tan urgente que no pudiera esperar. Ni un inmortal tendría tanto tiempo disponible. No es que fuera un vago, sólo era que todo lo hacía con una parsimonia irrompible e irritante. Todo. Siempre había sido así. Llegó al cementerio de Casas Viejas con su azadón al hombro pensando en que podría poner un par de árboles, un día de estos, para darle algo de vida a un sitio que estaba más muerto que sus moradores, cuando vio la cosa más rara que había visto en mucho tiempo. Se apoyó en su azadón y sacó un pitillo del bolsillo de su camisa para analizar con calma qué estaba pasando. Marcial no era hombre de conclusiones apresuradas. Miró en rededor suyo, pero nadie más estaba cerca para ver lo mismo que estaba viendo él. Elevó su azadón y caminó unos pasos con la cabeza torcida para tener un mejor ángulo de visión, se cruzó de brazos y observó un rato más con el ceño apretado y la boca medio abierta, pero seguía siendo una escena de lo más extraña. Finalmente, cuando su cigarrito se acabó, decidió hablar, “Oiga padre, ¿Me puede explicar qué carajos está haciendo?” Benigno estaba escarbando ansioso en el suelo, una vez con la pala y luego varias veces con las manos, sobre la tumba de María Cruces. Estaba sudado como no se le había visto nunca, con el cuello de la sotana abierto y las rodillas y las mangas sucias, también se le podía ver algunas manchas de sangre mezclada con tierra en las manos, manos de cura de piel fina. El cura miró a Marcial asustado, como quien es sorprendido en un delito. Jadeaba, “Marcial, sólo estoy buscando algo…” Le respondió con dificultad, tragando una buena dosis de saliva antes, “Ha de ser algo importante” pensó Marcial y se le acercó con el azadón en la mano dispuesto a ayudarle, “¿Qué fue, un crucifijo de oro o algo así?” preguntó el hombre escupiéndose en las manos para aferrar mejor la herramienta, “Algo así…” respondió el cura. Marcial se puso a remover la tierra con cuidado, si había alguien que podía encontrar un crucifijo de oro enterrado en una tumba, ese era él, “¿Sabe? Trabajo aquí hace quince años y nunca he encontrado nada de valor en este lugar. Los difuntos no son muy generosos que digamos…” Marcial detuvo su trabajo unos segundos como haciendo memoria, “…bueno, una vez me encontré una moneda, sí, pero era pequeña” Se volvió a escupir la palma de las manos y reanudó su trabajo. Mientras Benigno trabajaba con rudeza, deseoso de acabar pronto, Marcial lo hacía con prolijidad, procurando verificar cada puñado de tierra, de pronto, le pareció encontrar algo y se agachó a recogerlo, era un diminuto hueso amarillento, luego de estudiarlo, concluyó que debía ser un fémur de pollo o algo así, el cura se lo arrebató de las manos, pensando si acaso ese no podía ser el hueso de un recién nacido, Marcial lo miró volteando un poco la cara, como preocupado, “¿Es eso lo que andaba buscando, padre?” “Espero que no…” murmuró Benigno, Marcial se quedó esperando como algo más, pero el padre ya reanudaba su trabajo con ahínco y pocas ganas de hablar. Fue entonces cuando un terrón llamó la atención del cura, por ciertas líneas rectas en una de sus caras, lo cogió conteniendo el aire y lo destruyó con su puño para liberar lo que contenía, Marcial lo miraba como a la cosa más sospechosa del mundo, “¿Eso buscaba… padre?” “Creo que sí, Marcial, esto era…” Se lo dijo con poca seguridad, frágil como una mentira recién inventada, Marcial se lo olía. El cura continuó, “¿…Podría usted dejar todo esto como estaba, Marcial?” le pidió, refiriéndose al gran agujero que había hecho, “Claro… yo lo tapo” respondió aquel, descifrando lo que el cura ocultaba en su mano con el rabillo del ojo, a él le pareció no más que una pequeña y sucia crucecita de madera, nada que pudiera tener ni el más mínimo valor. Definitivamente los difuntos no eran gente generosa.

El padre reconoció casi en el acto el sitio al que pertenecía su modesto hallazgo y hacia allí partió, a pesar de que había perdido buena parte de la pulcritud marcial que acostumbraba lucir. Tenía las manos sucias, y también la cara, aunque se había quitado con su pañuelo buena parte del polvo mezclado con sudor, ni hablar de su sotana, aunque hasta ese momento, aún no había pensado en las consecuencias cuando lo viera Guillermina. Hizo el camino a pie y con buen paso hasta el convento de las Hermanas de la Resignación, allí la hermana Marcos fue alertada por otra hermana que al parecer, se había preocupado innecesariamente con el aspecto del cura, “¿Puedo hablar con usted, hermana?” La hermana Marcos lo llevó a su despacho con una suave sonrisa dibujada en el rostro, debido al aspecto de rapaz travieso que traía el serio sacerdote. Efectivamente, la pequeña y sucia cruz de madera que el cura había hallado, era exactamente igual a la que todas las hermanas llevaban colgadas sobre su pecho, no había ninguna duda, “¿Es el crucifijo de Elena, verdad?” le dijo la monja sin mucha duda en su voz, “Mucho me temo…” respondió el cura, asintiendo con la cabeza. La hermana conocía la historia de boca de la propia Elena, “¿En el cementerio?” El cura volvió a asentir, “¿El niño…?” preguntó finalmente la hermana Marcos, contrayendo ligeramente el rostro. El cura esta vez negó con los labios apretados.



León Faras.

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