X.
Después del bautizo de David, Hugo
Cifuentes comenzaba a sentir de nuevo la estabilidad emocional en su vida
familiar, especialmente en lo que respectaba a su hijo, que en algún momento
había tambaleado, aunque no dejaba de preguntarse por qué el doctor Ballesteros
había ignorado en sus escritos, el hecho más que evidente y relevante de la
ausencia de ombligo de los fetos que tenía en su poder. Estaba registrando su
pila de documentos una vez más, en busca de algo que hubiera podido omitir,
cuando encontró algo que antes había pasado por alto: un daguerrotipo manchado
de sangre. Era el retrato, cuyo vidrio, Diana había roto para cortarse las
venas con los pedazos. En él, aparecía un joven Horacio Ballesteros escoltando
a su bella mujer, sentada en una silla con su pequeño hijo en brazos, nada
relevante, salvo porque en ese momento, Úrsula cruzó la habitación rumbo a la
salida dejando una suave estela de aroma en el aire, Cifuentes preguntó qué era
y su mujer le respondió complacida que se trataba del jabón que Elena le había
regalado. Dicen que el olfato es el camino más corto a la memoria, cierto o no,
ese aroma llevó a Cifuentes directamente a su habitación durante la noche de
san Lorenzo, el mismo olor de Elena cuando se la presentaron. Quiso negárselo,
pero entonces su vista cayó en el retrato frente a él y pudo ver con toda
claridad como Diana Ballesteros, la bella esposa de Horacio y madre de Elena,
era asombrosamente parecida a su hijo, David, más allá incluso de cualquier
coincidencia, o eso fue lo que le pareció a él, y volvió a sentirse como un
idiota al pretender que ese niño era suyo.
Una cosa estaba bastante clara, no
había nada lo suficientemente importante en el mundo capaz de romper con la
flema natural de Marcial Monte, ni tan urgente que no pudiera esperar. Ni un
inmortal tendría tanto tiempo disponible. No es que fuera un vago, sólo era que
todo lo hacía con una parsimonia irrompible e irritante. Todo. Siempre había
sido así. Llegó al cementerio de Casas Viejas con su azadón al hombro pensando
en que podría poner un par de árboles, un día de estos, para darle algo de vida
a un sitio que estaba más muerto que sus moradores, cuando vio la cosa más rara
que había visto en mucho tiempo. Se apoyó en su azadón y sacó un pitillo del
bolsillo de su camisa para analizar con calma qué estaba pasando. Marcial no
era hombre de conclusiones apresuradas. Miró en rededor suyo, pero nadie más
estaba cerca para ver lo mismo que estaba viendo él. Elevó su azadón y caminó
unos pasos con la cabeza torcida para tener un mejor ángulo de visión, se cruzó
de brazos y observó un rato más con el ceño apretado y la boca medio abierta,
pero seguía siendo una escena de lo más extraña. Finalmente, cuando su
cigarrito se acabó, decidió hablar, “Oiga padre, ¿Me puede explicar qué carajos
está haciendo?” Benigno estaba escarbando ansioso en el suelo, una vez con la pala
y luego varias veces con las manos, sobre la tumba de María Cruces. Estaba
sudado como no se le había visto nunca, con el cuello de la sotana abierto y
las rodillas y las mangas sucias, también se le podía ver algunas manchas de
sangre mezclada con tierra en las manos, manos de cura de piel fina. El cura
miró a Marcial asustado, como quien es sorprendido en un delito. Jadeaba,
“Marcial, sólo estoy buscando algo…” Le respondió con dificultad, tragando una
buena dosis de saliva antes, “Ha de ser algo importante” pensó Marcial y se le
acercó con el azadón en la mano dispuesto a ayudarle, “¿Qué fue, un crucifijo
de oro o algo así?” preguntó el hombre escupiéndose en las manos para aferrar
mejor la herramienta, “Algo así…” respondió el cura. Marcial se puso a remover
la tierra con cuidado, si había alguien que podía encontrar un crucifijo de oro
enterrado en una tumba, ese era él, “¿Sabe? Trabajo aquí hace quince años y
nunca he encontrado nada de valor en este lugar. Los difuntos no son muy
generosos que digamos…” Marcial detuvo su trabajo unos segundos como haciendo
memoria, “…bueno, una vez me encontré una moneda, sí, pero era pequeña” Se
volvió a escupir la palma de las manos y reanudó su trabajo. Mientras Benigno
trabajaba con rudeza, deseoso de acabar pronto, Marcial lo hacía con
prolijidad, procurando verificar cada puñado de tierra, de pronto, le pareció
encontrar algo y se agachó a recogerlo, era un diminuto hueso amarillento,
luego de estudiarlo, concluyó que debía ser un fémur de pollo o algo así, el cura
se lo arrebató de las manos, pensando si acaso ese no podía ser el hueso de un
recién nacido, Marcial lo miró volteando un poco la cara, como preocupado, “¿Es
eso lo que andaba buscando, padre?” “Espero que no…” murmuró Benigno, Marcial
se quedó esperando como algo más, pero el padre ya reanudaba su trabajo con
ahínco y pocas ganas de hablar. Fue entonces cuando un terrón llamó la atención
del cura, por ciertas líneas rectas en una de sus caras, lo cogió conteniendo
el aire y lo destruyó con su puño para liberar lo que contenía, Marcial lo
miraba como a la cosa más sospechosa del mundo, “¿Eso buscaba… padre?” “Creo
que sí, Marcial, esto era…” Se lo dijo con poca seguridad, frágil como una
mentira recién inventada, Marcial se lo olía. El cura continuó, “¿…Podría usted
dejar todo esto como estaba, Marcial?” le pidió, refiriéndose al gran agujero
que había hecho, “Claro… yo lo tapo” respondió aquel, descifrando lo que el
cura ocultaba en su mano con el rabillo del ojo, a él le pareció no más que una
pequeña y sucia crucecita de madera, nada que pudiera tener ni el más mínimo
valor. Definitivamente los difuntos no eran gente generosa.
El padre reconoció casi en el acto
el sitio al que pertenecía su modesto hallazgo y hacia allí partió, a pesar de
que había perdido buena parte de la pulcritud marcial que acostumbraba lucir.
Tenía las manos sucias, y también la cara, aunque se había quitado con su
pañuelo buena parte del polvo mezclado con sudor, ni hablar de su sotana,
aunque hasta ese momento, aún no había pensado en las consecuencias cuando lo
viera Guillermina. Hizo el camino a pie y con buen paso hasta el convento de las
Hermanas de la Resignación, allí la hermana Marcos fue alertada por otra
hermana que al parecer, se había preocupado innecesariamente con el aspecto del
cura, “¿Puedo hablar con usted, hermana?” La hermana Marcos lo llevó a su despacho
con una suave sonrisa dibujada en el rostro, debido al aspecto de rapaz travieso
que traía el serio sacerdote. Efectivamente, la pequeña y sucia cruz de madera que
el cura había hallado, era exactamente igual a la que todas las hermanas llevaban
colgadas sobre su pecho, no había ninguna duda, “¿Es el crucifijo de Elena, verdad?”
le dijo la monja sin mucha duda en su voz, “Mucho me temo…” respondió el cura, asintiendo
con la cabeza. La hermana conocía la historia de boca de la propia Elena, “¿En el
cementerio?” El cura volvió a asentir, “¿El niño…?” preguntó finalmente la hermana
Marcos, contrayendo ligeramente el rostro. El cura esta vez negó con los labios
apretados.
León Faras.
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