VII.
En
el telegrama, Ignacio Ballesteros le decía a su hermana que estaba bien, que su
abogado, el doctor Villalobos, le había sugerido que se mantuviera en la ciudad
para agilizar lo más posible los trámites que iban encausados tal y como él
esperaba, que su tía Elba exigía su presencia y que había un asunto más que era
preciso que ella en persona atendiera. Elena suspiró, no había forma de seguir
evadiéndolo, sabía que debería hacer ese viaje tarde o temprano y el momento
había llegado, además, deseaba que su tía se encargara de trasladar los restos
de su padre, Horacio, al mausoleo familiar junto a los de su madre, pero ese
asunto que ella en persona debía atender, la intrigaba de verdad, cuando le
mostró al cura el contenido del telegrama, éste también se mostró intrigado.
Preparó todo, que no era mucho, para su viaje lo antes posible, pues ya no le
parecía que debía seguir retrasando más ese compromiso, habló con Lina y Tata y
se despidió de Clarita, prometiéndole que regresaría en una semana y de esa
manera abordó el tren de las nueve de la mañana.
Lo
primero que le dio la bienvenida fue el olor de la ciudad, el aire parecía
estancado allí y olía lo mismo que el agua cuando deja de circular, en algunas
zonas de la periferia el olor a orines, de caballo y persona, echaba para atrás
a cualquiera que fuera desprevenido, en el mercado predominaba el olor a
pescado y fritanga, que mientras más avanzaba el día más fuerte y desagradable
se hacía, el humo era omnipresente, sobre todo el humo de la industria y sus
vapores. Poco a poco todo eso cambiaba al acercarse al barrio alto, donde los
espacios eran más amplios y las casas más grandes; las áreas verdes más abundantes
y la industria y el mercado que los enriquecía, quedaban bastante retirados,
donde había jardineros que lo mismo se encargaban de mantener bellas las
camelias que de retirar la caca de los animales. Hasta allí llegó Elena en un
coche de alquiler, irreconocible para las empleadas por su atuendo tan sencillo
y su andar pueblerino, la que sí la reconoció al instante fue la vieja Quena, la
empleada que se encargó de ella cuando llegó de niña a vivir allí, la que la
acogió como una madre cuando la suya murió y la desprendieron del lado de
María, su nana. Ella la llevó ante la matriarca de los Ballesteros, la tía Elba
y su lugarteniente, hija mayor y réplica exacta, pero veinte años más joven:
Regina. Una empleada le limaba las uñas de los delicados y bien cuidados pies
de la mujer cuando Elena entró. La tía Elba despidió a todos sacudiendo las
manos como si se trataran de moscas revoloteando sobre su fruta, para saludar a
su sobrina sin pararse de su silla, la que por cierto, había mandado a
construir con ruedas para abandonarla lo menos posible, a pesar de que podía
caminar perfectamente, pero la creencia popular y de moda, era que el ejercicio
físico envejecía más que el tiempo, que no era apto para señoritas, menos si estas
tenían más de setenta años, que sudar era de tan mal gusto como eructar en la
mesa, y tan poco beneficioso para la piel, como quemarse con el sol. A sus
ojos, a Elena le había sentado fatal la vida en el pueblo, bastaba con mirarle
las manos, la tía, luego de cogerla por el rostro y zarandearla con vehemencia,
la miraba con infinita lástima que no se molestaba en disimular. A su lado, su
prima Regina, de apariencia impecable como su madre, la saludó con una
delicadeza casi infantil, evitando hasta las últimas consecuencias el contacto
físico directo, pues se había obsesionado con la idea de que habían descubierto
pequeños animalitos invisibles capaces de causar enfermedades, una idea aún en
debate, pero ella estaba convencida de que sólo esa podía ser la explicación
para tanto malestar y enfermedad en el mundo, sobre todo en el de las
hipocondriacas adineradas, convirtiéndose probablemente en la primera persona con
verminofobia de la historia, “¿Cómo estás hija? Cuéntame, ¿Qué puede hacer tu
tía por ti?” le dijo la tía Elba sujetándola por las manos con las suyas
enfundadas en seda, obligándola a permanecer inclinada sobre ella. Regina le
daba la misma miraba de profunda lástima, como si se tratara de un caballo al
que es preciso sacrificar, Elena les quiso explicar que estaba bien, que la vida
en el pueblo le agradaba, que se había acostumbrado bien a ella, pero su tía
ahora la miraba con ternura, como si se tratara de una criaturita humilde que
no quiere molestar, “…pero sí hay algo que me gustaría pedirle” dijo Elena al
final, y su tía se mostró entusiasmada por oírla, pero se desanimó cuando la
muchacha le habló de su intención de trasladar los restos de su padre al
mausoleo familiar, “Ni me hables de ese hombre. Ni te imaginas todo lo que
hemos tenido que soportar por su culpa, ¡Hasta los arrebatos morales de tu
madrina! ¡Imagínate!” “Esa mujer no tiene vergüenza” Intervino Regina mientras
asentía una y otra vez con la cabeza. La tía Elba continuó, “No puedo creer lo
que te hizo, muy hermano mío será pero está exactamente dónde se merece” “Y también
su alma…” agregó Regina, poniendo su cara de inflexible y fría moralidad con la
que criticaba a la sociedad, como si pudiera de alguna manera saber el paradero
exacto del alma de su tío Horacio en ese momento, “Pero es que sus restos deben
estar sepultados junto a los de mi madre, como es debido…” Insistió Elena, “¡Tonterías!”
la desestimó su tía, y agregó, “Ignacio nos contó todo, incluido su patético
intento de redención quitándose él mismo la vida” “Eso es cuando el inclemente
peso de la culpa es mayor al del perdón” Sentenció Regina, como si se tratara
de una gran revelación bíblica. “Pues está claro que se arrepintió antes de morir,
¿no?…” Elena sabía que a su tía se le convencía más con insistencia que con
buenas razones, “Lo siento hija, pero tu padre era un descarriado que siempre
rechazó el amor de Dios y de la iglesia, ¡Tu hermano va por el mismo camino, eh,
y va a terminar igual si no se le corrige a tiempo!” Advirtió la tía Elba,
Regina no tardó en agregar, “No tienen ningún temor a Dios. Ninguno” “La prueba
está en que el padre Benigno le dio las exequias eclesiásticas…” Argumentó
Elena, y su prima Regina, al oír mencionar al sacerdote, inmediatamente se
llevó una mano al pecho, abanicándose con la otra, fingiendo que le faltaba el
aire, rememorando el día en que conoció a Benigno Hopfen, ambos mucho más
jóvenes, y su posterior desilusión al enterarse de que era cura, “Ese hombre es
un santo” mencionó en un suspiro. Su madre la miró como se le mira a una tonta incorregible,
luego se dirigió a Elena, “Bueno, basta ya de discusión, ya seguiremos con ese
asunto en otro momento, ¡Hace tanto que no nos vemos! Regina, déjanos un minuto
que debo hablar con tu prima” “Sí, madre” Respondió aquella, diligente, y se
retiró caminando con la gracia y delicadeza de una geisha. Elena se sentó junto
a su tía, “Dime hija, ¿Aún conservas en secreto tu marca?” “Por supuesto”
respondió la muchacha sin quitarle la vista de los ojos, “Bien…” continuó la
mujer, “…es muy importante que siga así. Veremos qué ponerte, al menos mientras
estés aquí, quiero que te veas como una Ballesteros” En ese momento llegaba
Ignacio acompañado del doctor Villalobos, el cual saludó a Elena con toda
formalidad, era con él con quien Elena debía atender un asunto del todo
imprevisto. Ignacio cogió la silla de su tía para sacarla de ahí y dejar a su
hermana y su abogado a solas, “Vamos tía, hace un día precioso” La tía forzó
media carcajada con desfachatez, “Como si estuviera yo interesada en sus
asuntos…”
Elena
no lo pudo creer al principio, pero según el abogado, el doctor Villalobos, de
pronto era dueña de una pequeña fortuna a la que no podía negarse: antes de
morir, Efraín Varas, más conocido como Clodomiro Almeida, le había cedido todas
sus posesiones a ella, nombrándola su única heredera, “A excepción clara de los
cadáveres que conservaba, por supuesto, los cuales ya fueron retirados” Aclaró el
licenciado.
León Faras.
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