domingo, 12 de julio de 2020

Autopsia. Sexta parte.


VII.

En el telegrama, Ignacio Ballesteros le decía a su hermana que estaba bien, que su abogado, el doctor Villalobos, le había sugerido que se mantuviera en la ciudad para agilizar lo más posible los trámites que iban encausados tal y como él esperaba, que su tía Elba exigía su presencia y que había un asunto más que era preciso que ella en persona atendiera. Elena suspiró, no había forma de seguir evadiéndolo, sabía que debería hacer ese viaje tarde o temprano y el momento había llegado, además, deseaba que su tía se encargara de trasladar los restos de su padre, Horacio, al mausoleo familiar junto a los de su madre, pero ese asunto que ella en persona debía atender, la intrigaba de verdad, cuando le mostró al cura el contenido del telegrama, éste también se mostró intrigado. Preparó todo, que no era mucho, para su viaje lo antes posible, pues ya no le parecía que debía seguir retrasando más ese compromiso, habló con Lina y Tata y se despidió de Clarita, prometiéndole que regresaría en una semana y de esa manera abordó el tren de las nueve de la mañana.

Lo primero que le dio la bienvenida fue el olor de la ciudad, el aire parecía estancado allí y olía lo mismo que el agua cuando deja de circular, en algunas zonas de la periferia el olor a orines, de caballo y persona, echaba para atrás a cualquiera que fuera desprevenido, en el mercado predominaba el olor a pescado y fritanga, que mientras más avanzaba el día más fuerte y desagradable se hacía, el humo era omnipresente, sobre todo el humo de la industria y sus vapores. Poco a poco todo eso cambiaba al acercarse al barrio alto, donde los espacios eran más amplios y las casas más grandes; las áreas verdes más abundantes y la industria y el mercado que los enriquecía, quedaban bastante retirados, donde había jardineros que lo mismo se encargaban de mantener bellas las camelias que de retirar la caca de los animales. Hasta allí llegó Elena en un coche de alquiler, irreconocible para las empleadas por su atuendo tan sencillo y su andar pueblerino, la que sí la reconoció al instante fue la vieja Quena, la empleada que se encargó de ella cuando llegó de niña a vivir allí, la que la acogió como una madre cuando la suya murió y la desprendieron del lado de María, su nana. Ella la llevó ante la matriarca de los Ballesteros, la tía Elba y su lugarteniente, hija mayor y réplica exacta, pero veinte años más joven: Regina. Una empleada le limaba las uñas de los delicados y bien cuidados pies de la mujer cuando Elena entró. La tía Elba despidió a todos sacudiendo las manos como si se trataran de moscas revoloteando sobre su fruta, para saludar a su sobrina sin pararse de su silla, la que por cierto, había mandado a construir con ruedas para abandonarla lo menos posible, a pesar de que podía caminar perfectamente, pero la creencia popular y de moda, era que el ejercicio físico envejecía más que el tiempo, que no era apto para señoritas, menos si estas tenían más de setenta años, que sudar era de tan mal gusto como eructar en la mesa, y tan poco beneficioso para la piel, como quemarse con el sol. A sus ojos, a Elena le había sentado fatal la vida en el pueblo, bastaba con mirarle las manos, la tía, luego de cogerla por el rostro y zarandearla con vehemencia, la miraba con infinita lástima que no se molestaba en disimular. A su lado, su prima Regina, de apariencia impecable como su madre, la saludó con una delicadeza casi infantil, evitando hasta las últimas consecuencias el contacto físico directo, pues se había obsesionado con la idea de que habían descubierto pequeños animalitos invisibles capaces de causar enfermedades, una idea aún en debate, pero ella estaba convencida de que sólo esa podía ser la explicación para tanto malestar y enfermedad en el mundo, sobre todo en el de las hipocondriacas adineradas, convirtiéndose probablemente en la primera persona con verminofobia de la historia, “¿Cómo estás hija? Cuéntame, ¿Qué puede hacer tu tía por ti?” le dijo la tía Elba sujetándola por las manos con las suyas enfundadas en seda, obligándola a permanecer inclinada sobre ella. Regina le daba la misma miraba de profunda lástima, como si se tratara de un caballo al que es preciso sacrificar, Elena les quiso explicar que estaba bien, que la vida en el pueblo le agradaba, que se había acostumbrado bien a ella, pero su tía ahora la miraba con ternura, como si se tratara de una criaturita humilde que no quiere molestar, “…pero sí hay algo que me gustaría pedirle” dijo Elena al final, y su tía se mostró entusiasmada por oírla, pero se desanimó cuando la muchacha le habló de su intención de trasladar los restos de su padre al mausoleo familiar, “Ni me hables de ese hombre. Ni te imaginas todo lo que hemos tenido que soportar por su culpa, ¡Hasta los arrebatos morales de tu madrina! ¡Imagínate!” “Esa mujer no tiene vergüenza” Intervino Regina mientras asentía una y otra vez con la cabeza. La tía Elba continuó, “No puedo creer lo que te hizo, muy hermano mío será pero está exactamente dónde se merece” “Y también su alma…” agregó Regina, poniendo su cara de inflexible y fría moralidad con la que criticaba a la sociedad, como si pudiera de alguna manera saber el paradero exacto del alma de su tío Horacio en ese momento, “Pero es que sus restos deben estar sepultados junto a los de mi madre, como es debido…” Insistió Elena, “¡Tonterías!” la desestimó su tía, y agregó, “Ignacio nos contó todo, incluido su patético intento de redención quitándose él mismo la vida” “Eso es cuando el inclemente peso de la culpa es mayor al del perdón” Sentenció Regina, como si se tratara de una gran revelación bíblica. “Pues está claro que se arrepintió antes de morir, ¿no?…” Elena sabía que a su tía se le convencía más con insistencia que con buenas razones, “Lo siento hija, pero tu padre era un descarriado que siempre rechazó el amor de Dios y de la iglesia, ¡Tu hermano va por el mismo camino, eh, y va a terminar igual si no se le corrige a tiempo!” Advirtió la tía Elba, Regina no tardó en agregar, “No tienen ningún temor a Dios. Ninguno” “La prueba está en que el padre Benigno le dio las exequias eclesiásticas…” Argumentó Elena, y su prima Regina, al oír mencionar al sacerdote, inmediatamente se llevó una mano al pecho, abanicándose con la otra, fingiendo que le faltaba el aire, rememorando el día en que conoció a Benigno Hopfen, ambos mucho más jóvenes, y su posterior desilusión al enterarse de que era cura, “Ese hombre es un santo” mencionó en un suspiro. Su madre la miró como se le mira a una tonta incorregible, luego se dirigió a Elena, “Bueno, basta ya de discusión, ya seguiremos con ese asunto en otro momento, ¡Hace tanto que no nos vemos! Regina, déjanos un minuto que debo hablar con tu prima” “Sí, madre” Respondió aquella, diligente, y se retiró caminando con la gracia y delicadeza de una geisha. Elena se sentó junto a su tía, “Dime hija, ¿Aún conservas en secreto tu marca?” “Por supuesto” respondió la muchacha sin quitarle la vista de los ojos, “Bien…” continuó la mujer, “…es muy importante que siga así. Veremos qué ponerte, al menos mientras estés aquí, quiero que te veas como una Ballesteros” En ese momento llegaba Ignacio acompañado del doctor Villalobos, el cual saludó a Elena con toda formalidad, era con él con quien Elena debía atender un asunto del todo imprevisto. Ignacio cogió la silla de su tía para sacarla de ahí y dejar a su hermana y su abogado a solas, “Vamos tía, hace un día precioso” La tía forzó media carcajada con desfachatez, “Como si estuviera yo interesada en sus asuntos…”

Elena no lo pudo creer al principio, pero según el abogado, el doctor Villalobos, de pronto era dueña de una pequeña fortuna a la que no podía negarse: antes de morir, Efraín Varas, más conocido como Clodomiro Almeida, le había cedido todas sus posesiones a ella, nombrándola su única heredera, “A excepción clara de los cadáveres que conservaba, por supuesto, los cuales ya fueron retirados” Aclaró el licenciado.



León Faras.

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