VIII.
De
los que conocían el secreto de Elena, primero estaban sus padres, por supuesto.
Diana lo tomó como un negro presagio de algo que ya se esperaba, aunque todo
quedaba bien oculto bajo su estado de ascendente locura, mientras que Horacio
lo veía como una anormalidad sin precedentes y por lo tanto muy rara que era
preciso ocultar para evitar los chismorreos, sobre todo de los fanáticos y
supersticiosos. María, su nana, también lo supo inevitablemente, pero nunca lo
mencionó, primero porque las amenazas de su patrón fueron contundentes y
segundo porque a la larga, ni siquiera le dio importancia al asunto. Todos
ellos estaban muertos ya. De los vivos sólo estaban su tía Elba, que no lo
había divulgado ni siquiera con su hija Regina; su hermano Ignacio, que
aleccionado por su padre no dijo nada de niño, ni mucho menos de adulto y la
Quena, que debió encargarse de la pequeña, pero antes fue amenazada cruelmente
por su patrona con ser arrojada a la calle en el acto y con las manos peladas,
y no a cualquier calle, a pesar de que había criado a la mayoría de los niños
de la casa, que ahora eran adultos, si comentaba el asunto con cualquiera, cosa
que la Quena nunca hizo. Había una persona más que lo había visto, pero que
estaba dotada de una sabiduría natural que la hacía verse a sí misma sepultada
bajo una montaña de demasiados defectos, como para posar su atención en los de
los demás: Clarita.
Elena
fue llevada por su hermano al despacho del doctor Villalobos para encargarse
del asunto de Clodomiro Almeida. El atuendo que le habían prestado la hacía
verse sencillamente radiante, ella se sentía incómoda como un paquete de
encomienda, después de una buena temporada usando la ropa del pueblo o incluso
el atuendo de hombre que, de poder verlo, escandalizaría a su tía Elba y
horrorizaría a su prima Regina. La idea le dibujó una sonrisa en el rostro. Pero
en cuanto a su apariencia, no tenía nada que envidiarles a las señoritas de la
ciudad. Elena pensaba que podía rechazar la herencia por considerarla
inmerecida, pero cuando el doctor Villalobos le dijo que no se podía rechazar
el regalo de un muerto, y que a lo sumo, lo que podía hacer era donarla, si no
la quería, Elena entonces, con inteligencia práctica, decidió quedársela.
Cuando regresaron, las mujeres tomaban té con limón en el jardín en compañía de
una visita inesperada, de hecho, no se explicaban cómo Romina Vásquez, la
madrina de Elena, se había enterado tan rápido de que su ahijada estaba en la
ciudad, venía acompañada de sus dos perros galgos, Crispín y Luis, a los que no
abandonaba casi en ningún momento del día y a los que quería más que a sus
hijos, que eran once, a los cuales, de niños, no se les había permitido ni
atarse los cordones de los zapatos, y de adultos, apenas sí sabían comer o
cagar por sí solos, lo mismo con sus perros, los que jamás habían tenido el
gusto ni de perseguir a una miserable rata. Romina entregaba el amor de esa
manera, criando inútiles convencidos de que habían nacido para ser servidos, y
así era, mientras su madre pudiera permitírselo. El marido, hombre de fortuna,
había muerto hace unos pocos años en un accidente de caballo, jamás la
contradijo en los asuntos de la casa o los hijos, él la amaba con locura,
muchos aún creen que ella le hizo un trabajo de hechicería para atraparlo, de
ser así, fue uno muy, muy bueno. Al contrario de su prima, su madrina solía ser
desmesurada con el contacto físico, abrazando, besuqueando y toqueteando a todo
el mundo, sin reparos ni maldad, bien lo sabía Elena, y bien lo odiaba Regina. En
el momento en que la vio le saltó encima luego de una carrera de ridículos
pasitos cortos y ansiosos, pero con abrazos y besos como si la hubiese visto en
algún momento al borde de la muerte, “¡Ay Dios mío! No sabes la alegría que me
da verte bien. Es que nunca debiste haber vuelto a ese pueblucho miserable” Elena
recibió las muestras de cariño con educación y un buen poco de resignación,
aunque lo de “pueblucho miserable” no le había caído nada bien. Romina la cogió
de la mano y la arrastró a la mesa donde tomaban té, “Yo siempre sospeché de
ese hombre. No tenía nada de buen cristiano ¡Por Dios! ¿Pero cómo fuimos a
equivocarnos tanto?” Dijo, aleteando como un pato en el agua, la tía Elba la
miró con indignación, pues había aceptado encantada ser madrina de la hija del
hombre que ahora despreciaba, “Ya te había dicho yo que ella estaba bien…” le
repitió aquella. Romina fingió cara de niña taimada que ha sido regañada, pero
inmediatamente la cambió, “Y dime, ¿Qué pasó con el niño?” le soltó de pronto a
la cara. Elena se quedó en blanco, aquello no se lo esperaba, rememorar allí
las visiones de la hipnosis, “Sabes de qué niño hablo, ¿verdad?” Insistió su
madrina, su tía Elba la miraba expectante, con su taza de té suspendida en el
aire, como si ella también tuviera la misma pregunta en mente, Regina, en
cambio, lucía despistada, parecía no tener muy claro de qué se estaba hablando.
Claramente, Ignacio no les había podido proporcionar detalles al respecto.
Elena cogió un buen poco de aire mezclado con valor, “Lo aborté” confesó
finalmente y pudo ver un gesto de alivio en el rostro de su tía antes de ser
absorbida por los abrazos y besos de su madrina, “Resignación, hija mía, resignación.
Dios le da las pruebas más duras a sus hijos predilectos…” le dijo ésta con gravedad
en la voz y en el rostro, mientras Elba
y Regina compartían una mirada de mudo fastidio.
Por
la noche le dieron una habitación, cuya amplitud y nivel de confort, hace mucho
que había olvidado, la Quena la ayudó a instalarse proveyéndole mucho más de lo
que necesitaba. Ella era una buena mujer, y siempre había sentido un gran
cariño de su parte, en especial cuando llegó siendo una niña, aferrada a la
mano de su hermano, en el mismo tren junto a su padre y al ataúd en el que iba
su madre, a casa de una familia que apenas conocía donde fue dejada, pues le
dijeron que su padre no podía cuidarla más, cosa que no comprendió porque la
que siempre se ocupó de ella fue María, su nana, y no sus padres, pero tampoco
la dejaron quedarse con ella. Quena la convenció con cariño y tiempo de que la
marca que la hacía tan especial y diferente no era la culpable de la enfermedad
y muerte de su madre ni tampoco de que su padre no quisiera cuidarla más. Su
marca no era más que un accidente, una elección de Dios, Dios había posado los
ojos en ella para hacerle un regalo, hacerla diferente, hacerla especial. Elena
había nacido sin ombligo.
León Faras.
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