jueves, 16 de julio de 2020

Autopsia. Sexta parte.


VIII.

De los que conocían el secreto de Elena, primero estaban sus padres, por supuesto. Diana lo tomó como un negro presagio de algo que ya se esperaba, aunque todo quedaba bien oculto bajo su estado de ascendente locura, mientras que Horacio lo veía como una anormalidad sin precedentes y por lo tanto muy rara que era preciso ocultar para evitar los chismorreos, sobre todo de los fanáticos y supersticiosos. María, su nana, también lo supo inevitablemente, pero nunca lo mencionó, primero porque las amenazas de su patrón fueron contundentes y segundo porque a la larga, ni siquiera le dio importancia al asunto. Todos ellos estaban muertos ya. De los vivos sólo estaban su tía Elba, que no lo había divulgado ni siquiera con su hija Regina; su hermano Ignacio, que aleccionado por su padre no dijo nada de niño, ni mucho menos de adulto y la Quena, que debió encargarse de la pequeña, pero antes fue amenazada cruelmente por su patrona con ser arrojada a la calle en el acto y con las manos peladas, y no a cualquier calle, a pesar de que había criado a la mayoría de los niños de la casa, que ahora eran adultos, si comentaba el asunto con cualquiera, cosa que la Quena nunca hizo. Había una persona más que lo había visto, pero que estaba dotada de una sabiduría natural que la hacía verse a sí misma sepultada bajo una montaña de demasiados defectos, como para posar su atención en los de los demás: Clarita.

Elena fue llevada por su hermano al despacho del doctor Villalobos para encargarse del asunto de Clodomiro Almeida. El atuendo que le habían prestado la hacía verse sencillamente radiante, ella se sentía incómoda como un paquete de encomienda, después de una buena temporada usando la ropa del pueblo o incluso el atuendo de hombre que, de poder verlo, escandalizaría a su tía Elba y horrorizaría a su prima Regina. La idea le dibujó una sonrisa en el rostro. Pero en cuanto a su apariencia, no tenía nada que envidiarles a las señoritas de la ciudad. Elena pensaba que podía rechazar la herencia por considerarla inmerecida, pero cuando el doctor Villalobos le dijo que no se podía rechazar el regalo de un muerto, y que a lo sumo, lo que podía hacer era donarla, si no la quería, Elena entonces, con inteligencia práctica, decidió quedársela. Cuando regresaron, las mujeres tomaban té con limón en el jardín en compañía de una visita inesperada, de hecho, no se explicaban cómo Romina Vásquez, la madrina de Elena, se había enterado tan rápido de que su ahijada estaba en la ciudad, venía acompañada de sus dos perros galgos, Crispín y Luis, a los que no abandonaba casi en ningún momento del día y a los que quería más que a sus hijos, que eran once, a los cuales, de niños, no se les había permitido ni atarse los cordones de los zapatos, y de adultos, apenas sí sabían comer o cagar por sí solos, lo mismo con sus perros, los que jamás habían tenido el gusto ni de perseguir a una miserable rata. Romina entregaba el amor de esa manera, criando inútiles convencidos de que habían nacido para ser servidos, y así era, mientras su madre pudiera permitírselo. El marido, hombre de fortuna, había muerto hace unos pocos años en un accidente de caballo, jamás la contradijo en los asuntos de la casa o los hijos, él la amaba con locura, muchos aún creen que ella le hizo un trabajo de hechicería para atraparlo, de ser así, fue uno muy, muy bueno. Al contrario de su prima, su madrina solía ser desmesurada con el contacto físico, abrazando, besuqueando y toqueteando a todo el mundo, sin reparos ni maldad, bien lo sabía Elena, y bien lo odiaba Regina. En el momento en que la vio le saltó encima luego de una carrera de ridículos pasitos cortos y ansiosos, pero con abrazos y besos como si la hubiese visto en algún momento al borde de la muerte, “¡Ay Dios mío! No sabes la alegría que me da verte bien. Es que nunca debiste haber vuelto a ese pueblucho miserable” Elena recibió las muestras de cariño con educación y un buen poco de resignación, aunque lo de “pueblucho miserable” no le había caído nada bien. Romina la cogió de la mano y la arrastró a la mesa donde tomaban té, “Yo siempre sospeché de ese hombre. No tenía nada de buen cristiano ¡Por Dios! ¿Pero cómo fuimos a equivocarnos tanto?” Dijo, aleteando como un pato en el agua, la tía Elba la miró con indignación, pues había aceptado encantada ser madrina de la hija del hombre que ahora despreciaba, “Ya te había dicho yo que ella estaba bien…” le repitió aquella. Romina fingió cara de niña taimada que ha sido regañada, pero inmediatamente la cambió, “Y dime, ¿Qué pasó con el niño?” le soltó de pronto a la cara. Elena se quedó en blanco, aquello no se lo esperaba, rememorar allí las visiones de la hipnosis, “Sabes de qué niño hablo, ¿verdad?” Insistió su madrina, su tía Elba la miraba expectante, con su taza de té suspendida en el aire, como si ella también tuviera la misma pregunta en mente, Regina, en cambio, lucía despistada, parecía no tener muy claro de qué se estaba hablando. Claramente, Ignacio no les había podido proporcionar detalles al respecto. Elena cogió un buen poco de aire mezclado con valor, “Lo aborté” confesó finalmente y pudo ver un gesto de alivio en el rostro de su tía antes de ser absorbida por los abrazos y besos de su madrina, “Resignación, hija mía, resignación. Dios le da las pruebas más duras a sus hijos predilectos…” le dijo ésta con gravedad en la voz  y en el rostro, mientras Elba y Regina compartían una mirada de mudo fastidio.

Por la noche le dieron una habitación, cuya amplitud y nivel de confort, hace mucho que había olvidado, la Quena la ayudó a instalarse proveyéndole mucho más de lo que necesitaba. Ella era una buena mujer, y siempre había sentido un gran cariño de su parte, en especial cuando llegó siendo una niña, aferrada a la mano de su hermano, en el mismo tren junto a su padre y al ataúd en el que iba su madre, a casa de una familia que apenas conocía donde fue dejada, pues le dijeron que su padre no podía cuidarla más, cosa que no comprendió porque la que siempre se ocupó de ella fue María, su nana, y no sus padres, pero tampoco la dejaron quedarse con ella. Quena la convenció con cariño y tiempo de que la marca que la hacía tan especial y diferente no era la culpable de la enfermedad y muerte de su madre ni tampoco de que su padre no quisiera cuidarla más. Su marca no era más que un accidente, una elección de Dios, Dios había posado los ojos en ella para hacerle un regalo, hacerla diferente, hacerla especial. Elena había nacido sin ombligo.



León Faras.

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