VI.
Durante
toda la noche la criatura había observado la fogata como el mejor de los
trucos, las llamas eran algo que no dejaban de seducirla, el fuego se
extinguía, pero nunca su interés. La criatura era un arma infalible y letal,
pero eso no quitaba que pudiera sentir cansancio, tristeza o dolor, no mataba a
nadie con intención, para cualquier espíritu sensible ella no desprendía ningún
sentimiento de maldad, era absolutamente inocente de su temible condición y eso
era una de las cosas que obligaba al místico a devolverla a su lugar antes de
morir. Habían pasado la noche refugiados en los recovecos de las pedregosas
colinas de la Tierra de las Bestias, ocultando el fuego lo mejor posible de la
vista de cualquier desconocido. Con el alba reiniciaban su marcha, lenta y a
pie, tratando de evitar los lugares demasiado abiertos, donde dos caminantes
llamarían la atención, buscando acercarse a los bosques, el límite entre las
llanuras y los bosques era lo más seguro para dos forasteros como ellos. No
habían avanzado mucho aquella mañana, cuando la criatura comenzó a desviarse
del sendero que seguían, el místico la detuvo pero enseguida captó lo que la criatura
había sentido, una respiración quejumbrosa y remota se percibía en el aire, además
del inconfundible aroma de la sangre fresca, un animal grande herido,
probablemente un humano, luego de un par de minutos encontraron a un hombre
moribundo tendido en el piso, parecía haber recibido un golpe colosal, estaba
seriamente dañado en sus huesos y órganos, llevaba su dorso desnudo, tenía la
piel roja y la barba larga e hirsuta, la criatura lo conocía pero como siempre
guardó silencio, era uno de los hombres que participó en su captura, agonizaba
irremediablemente, el místico se preguntó si aquellas botas le quedarían a la
criatura, andaba descalza y aún quedaba un buen trecho por andar. En ese
momento se oyó el rugido más atemorizante y atronador que solo una criatura era
capaz de hacer, una Bestia, y se escuchó peligrosamente cerca.
Lorna
dio el paso siguiente y para cuando se dio cuenta de que aquel era el último
peldaño hacia el vacío ya era tarde, su peso estaba lanzado, ahogó un grito y
trató de girar rápido y sujetarse con los brazos de la superficie que antes la
sostenía, aferrándose de lo primero que alcanzó, al pobre enano de rocas, que
pese a su notable peso, era imposible que resistiera la caída de la mujer, esta
aterrorizada y abrazada a un enano indiferente cayó durante un segundo, o quizá
menos, el cuerpo de la mujer fue sujeto por una especie de raíz nudosa y dura
como si por casualidad hubiese caído dentro de una especie de aro, antes de que
comprendiera lo que estaba sucediendo la raíz comenzó a moverse, a
transportarse con mujer y todo, reptando por las paredes en sentido horizontal
y hacia abajo a una velocidad más que intimidante para ese tipo de movimiento.
Más sorprendida que asustada la mujer quiso luchar, pero entonces vio los ojos,
aquellos ojos ovalados de hermoso color rosa que estaban dentro de la celda cuando
entregó las llaves, evidentemente esa cosa no utilizaba las escaleras, no tenía
idea de qué era pero al parecer le estaba devolviendo el favor. Descendieron
mucho, la mujer lo sabía porque la superficie más iluminada del foso se veía
lejana y pequeña, pero en un momento hasta eso desapareció y la oscuridad fue
absoluta. Se podría pensar que el fondo estaba anegado por la humedad de las
ciénagas, pero en realidad la mayor parte del año estaba seco, aquel pantano
era superficial, estaba formado sobre una formación dura y sin drenaje, pero
durante la época de lluvias, las aguas sobrepasaban las defensas del castillo e
ingresaba, anegando ciertas zonas, entre estas el foso de las catacumbas, cuyas
paredes se impregnaban de agua que se acumulaba en el fondo, siendo drenada por
un túnel que recorría una distancia de varios kilómetros desembocando en un
destino poco tentador para cualquier desesperado que pensara huir por ahí, y
que era el camino que el salvador de Lorna había tomado para salir de ahí.
Era
una mañana hermosa, fresca y limpia, el lugar estaba invadido por una
vegetación natural y dócil, incluso se podían ver algunas aves en el cielo y uno
que otro insecto en las flores y arbustos, hasta se sentía un delicioso
murmullo de agua que Idalia no podía ver, esta se movía insegura y maravillada,
una mariposa se posó muy cerca de ella, toda esa belleza era demasiado brusca
con sus sentidos, tullidos por el aislamiento y los narcóticos que Rávaro le
daba, no se preguntaba donde estaba ni donde estaban sus captores, estaba
demasiado absorta en toda aquella insólita naturaleza. Era solo una pradera
regada por un riachuelo que providencialmente pasaba a un par de kilómetros a
espaldas del pequeño y tosco castillo de Rávaro, dejando una población de
vegetación poco común y de una belleza rara para esos parajes. La mujer maldita
descendió una suave pendiente hasta llegar a una planicie cubierta de sombra y
hojas secas, no tardó en dar con el arroyo por el sonido del agua que caía y
que había excavado una taza antes de seguir su rumbo cuesta abajo, la mujer se
acerco a un arbusto junto al arroyo, las hojas de este comenzaban a
secarse de forma uniforme pero Idalia no lo notó, se agachó a tomar agua y le
pareció deliciosa, luego se sumergió en el agua para asearse como hace mucho
tiempo no lo hacía, le pareció que el arbusto se movió solo, se restregó los
ojos para estudiarlo con más detenimiento, el incursor se dio por descubierto,
se enderezó despacio y apareció el menudo cuerpo de un niño con un arbusto
entero hábilmente atado a su espalda y cabeza, llevaba una lanza en la mano, la
mujer, sorprendida, sintió el sonido de una cuerda tensada al borde de sus
capacidades, y girándose vio en la otra orilla una niña, apenas mayor
igualmente mimetizada con ramas, que la apuntaba con un arco y una flecha. Eran
salvajes, demasiado jóvenes para andar solos, seguro andaban adultos cerca, sus
tierras estaban lejos pero los incursores se alejaban lo necesario de sus
hogares cuando era preciso, cuando perseguían a alguna presa o cuando
necesitaban hierbas, a juzgar por el camuflaje de los niños, cuyas hojas ya se
notaban secas, llevaban más de un par de días de incursión. Una mano se posó en
el hombro de la niña y la cuerda del arco se aflojó, un hombre de mediana edad
apareció, tenía una larga melena pero el rostro y el resto del cuerpo lampiños,
salvo las ramas con las que se ocultaban solo se cubrían bajo la cintura.
León Faras.