jueves, 30 de mayo de 2013

La Prisionera y la Reina. Capítulo dos.


VI.

Durante toda la noche la criatura había observado la fogata como el mejor de los trucos, las llamas eran algo que no dejaban de seducirla, el fuego se extinguía, pero nunca su interés. La criatura era un arma infalible y letal, pero eso no quitaba que pudiera sentir cansancio, tristeza o dolor, no mataba a nadie con intención, para cualquier espíritu sensible ella no desprendía ningún sentimiento de maldad, era absolutamente inocente de su temible condición y eso era una de las cosas que obligaba al místico a devolverla a su lugar antes de morir. Habían pasado la noche refugiados en los recovecos de las pedregosas colinas de la Tierra de las Bestias, ocultando el fuego lo mejor posible de la vista de cualquier desconocido. Con el alba reiniciaban su marcha, lenta y a pie, tratando de evitar los lugares demasiado abiertos, donde dos caminantes llamarían la atención, buscando acercarse a los bosques, el límite entre las llanuras y los bosques era lo más seguro para dos forasteros como ellos. No habían avanzado mucho aquella mañana, cuando la criatura comenzó a desviarse del sendero que seguían, el místico la detuvo pero enseguida captó lo que la criatura había sentido, una respiración quejumbrosa y remota se percibía en el aire, además del inconfundible aroma de la sangre fresca, un animal grande herido, probablemente un humano, luego de un par de minutos encontraron a un hombre moribundo tendido en el piso, parecía haber recibido un golpe colosal, estaba seriamente dañado en sus huesos y órganos, llevaba su dorso desnudo, tenía la piel roja y la barba larga e hirsuta, la criatura lo conocía pero como siempre guardó silencio, era uno de los hombres que participó en su captura, agonizaba irremediablemente, el místico se preguntó si aquellas botas le quedarían a la criatura, andaba descalza y aún quedaba un buen trecho por andar. En ese momento se oyó el rugido más atemorizante y atronador que solo una criatura era capaz de hacer, una Bestia, y se escuchó peligrosamente cerca.

Lorna dio el paso siguiente y para cuando se dio cuenta de que aquel era el último peldaño hacia el vacío ya era tarde, su peso estaba lanzado, ahogó un grito y trató de girar rápido y sujetarse con los brazos de la superficie que antes la sostenía, aferrándose de lo primero que alcanzó, al pobre enano de rocas, que pese a su notable peso, era imposible que resistiera la caída de la mujer, esta aterrorizada y abrazada a un enano indiferente cayó durante un segundo, o quizá menos, el cuerpo de la mujer fue sujeto por una especie de raíz nudosa y dura como si por casualidad hubiese caído dentro de una especie de aro, antes de que comprendiera lo que estaba sucediendo la raíz comenzó a moverse, a transportarse con mujer y todo, reptando por las paredes en sentido horizontal y hacia abajo a una velocidad más que intimidante para ese tipo de movimiento. Más sorprendida que asustada la mujer quiso luchar, pero entonces vio los ojos, aquellos ojos ovalados de hermoso color rosa que estaban dentro de la celda cuando entregó las llaves, evidentemente esa cosa no utilizaba las escaleras, no tenía idea de qué era pero al parecer le estaba devolviendo el favor. Descendieron mucho, la mujer lo sabía porque la superficie más iluminada del foso se veía lejana y pequeña, pero en un momento hasta eso desapareció y la oscuridad fue absoluta. Se podría pensar que el fondo estaba anegado por la humedad de las ciénagas, pero en realidad la mayor parte del año estaba seco, aquel pantano era superficial, estaba formado sobre una formación dura y sin drenaje, pero durante la época de lluvias, las aguas sobrepasaban las defensas del castillo e ingresaba, anegando ciertas zonas, entre estas el foso de las catacumbas, cuyas paredes se impregnaban de agua que se acumulaba en el fondo, siendo drenada por un túnel que recorría una distancia de varios kilómetros desembocando en un destino poco tentador para cualquier desesperado que pensara huir por ahí, y que era el camino que el salvador de Lorna había tomado para salir de ahí.

Era una mañana hermosa, fresca y limpia, el lugar estaba invadido por una vegetación natural y dócil, incluso se podían ver algunas aves en el cielo y uno que otro insecto en las flores y arbustos, hasta se sentía un delicioso murmullo de agua que Idalia no podía ver, esta se movía insegura y maravillada, una mariposa se posó muy cerca de ella, toda esa belleza era demasiado brusca con sus sentidos, tullidos por el aislamiento y los narcóticos que Rávaro le daba, no se preguntaba donde estaba ni donde estaban sus captores, estaba demasiado absorta en toda aquella insólita naturaleza. Era solo una pradera regada por un riachuelo que providencialmente pasaba a un par de kilómetros a espaldas del pequeño y tosco castillo de Rávaro, dejando una población de vegetación poco común y de una belleza rara para esos parajes. La mujer maldita descendió una suave pendiente hasta llegar a una planicie cubierta de sombra y hojas secas, no tardó en dar con el arroyo por el sonido del agua que caía y que había excavado una taza antes de seguir su rumbo cuesta abajo, la mujer se acerco a un arbusto junto al arroyo, las hojas de este comenzaban a secarse de forma uniforme pero Idalia no lo notó, se agachó a tomar agua y le pareció deliciosa, luego se sumergió en el agua para asearse como hace mucho tiempo no lo hacía, le pareció que el arbusto se movió solo, se restregó los ojos para estudiarlo con más detenimiento, el incursor se dio por descubierto, se enderezó despacio y apareció el menudo cuerpo de un niño con un arbusto entero hábilmente atado a su espalda y cabeza, llevaba una lanza en la mano, la mujer, sorprendida, sintió el sonido de una cuerda tensada al borde de sus capacidades, y girándose vio en la otra orilla una niña, apenas mayor igualmente mimetizada con ramas, que la apuntaba con un arco y una flecha. Eran salvajes, demasiado jóvenes para andar solos, seguro andaban adultos cerca, sus tierras estaban lejos pero los incursores se alejaban lo necesario de sus hogares cuando era preciso, cuando perseguían a alguna presa o cuando necesitaban hierbas, a juzgar por el camuflaje de los niños, cuyas hojas ya se notaban secas, llevaban más de un par de días de incursión. Una mano se posó en el hombro de la niña y la cuerda del arco se aflojó, un hombre de mediana edad apareció, tenía una larga melena pero el rostro y el resto del cuerpo lampiños, salvo las ramas con las que se ocultaban solo se cubrían bajo la cintura. 


León Faras.

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