viernes, 29 de agosto de 2014

Del otro Lado.

XVIII. 


“En la pileta del cementerio” Laura observaba la leyenda escrita en la puerta de su cuarto desde el otro extremo donde estaba sentada en el suelo, bajo la ventana. Hacía bastante tiempo que no iba al cementerio, con la muerte de su padre habían hecho varias visitas en compañía de su madre y hermana, pero después de un tiempo esas visitas solo se limitaban a fechas importantes hasta finalmente ir desapareciendo paulatinamente. Por supuesto que aquello no obedecía a ningún sentimiento en contra de su padre ni nada parecido, lo amaba, lo extrañaba y lo recordaba como siempre lo había hecho, pero el cementerio era un lugar tan ajeno, tan público, que lo único reconocible allí era el nombre escrito en la lápida, nada nuevo podía ofrecer para el recuerdo del ser querido y el sentimiento de que los restos mortales de la persona que estuviera sepultada allí necesitaran de alguna manera ser visitados o atendidos, se disipaba con el tiempo, todos tarde o temprano llegaban a comprender o a reconocer que el ser amado muerto no estaba allí, se había ido y de estar en alguna parte no era en ese lugar donde nada le pertenecía a nadie. Había excepciones, como en todo, personas cuya pérdida había sido tan grande y dolorosa que la memoria y el tiempo se volvían enemigos en vez de amigos, enemigos irreconciliables que se hacían daño mutuamente causando un dolor llamado añoranza, porque mientras el tiempo trata de borrar, la memoria se esmera en retener aquello que necesita, pero hasta la memoria más testaruda necesita renovar sus recuerdos, alimentarlos, y en estos casos, el único lugar disponible para ello, aunque ineficiente, es el cementerio. Pero casos así no eran tan comunes por suerte y la mayoría de las personas podían asumir sus pérdidas con mayor conformidad.

“…La pileta del cementerio. Quieren que visite mi propia tumba…” Laura pensaba que ese era el plan, ella sabía por supuesto que justo frente a la pileta del cementerio se encontraba el mausoleo familiar, el lugar donde estaba enterrada su abuela, su padre y donde con toda seguridad estaría ella, si era verdad que estaba muerta, porque a pesar de todo, aquella era una idea que no la satisfacía por completo, porque se preguntaba ¿Dónde estaban todos ellos? Sus muertos, su padre, su abuela, el resto de sus parientes difuntos o en último caso cualquiera de la infinita lista de difuntos que habían existido en toda la historia de la humanidad, no pedía necesariamente un comité de bienvenida al mundo de los muertos, pero nadie podía esperarse una soledad tan absoluta y desoladora. Ya iba a ser medio día cuando se decidió, iría al cementerio y no solo al cementerio sino que al mausoleo familiar, si su tumba estaba ahí, por lo menos le quedaría la tranquilidad de haber acabado con la incertidumbre de su situación, “…¿no estaré sumida en un coma profundo o algo así?” pensó Laura de pronto y hasta se imaginó por unos segundos dormida en una cama de hospital soñando todo aquello que estaba viviendo, pero rechazó la idea y además se castigó con varias palmaditas en la frente, después salió de su casa regañándose a sí misma por insistir en conjeturas raras que solo la confundían más. Lo mejor era ir, ese tal Alan le ofrecía ayuda y no estaba en condiciones de rechazarla, sería bastante bueno que alguien pudiera decirle qué estaba sucediendo y por qué.


Se detuvo justo bajo el umbral de los portones abiertos del cementerio. Toda la valentía y decisión que había acumulado en el transcurso de su día se había evaporado en cuestión de segundos, hasta pensó en no entrar pero enseguida se arrepintió de ese pensamiento, en su situación actual, encontrar su nombre escrito en una lápida era más un alivio que el perturbador evento que sería para cualquiera en situaciones normales. Comenzó a andar por el camino principal del camposanto, el lugar lucía completamente diferente a lo que recordaba, tardó un par de minutos en darse cuenta de que lo que faltaba allí era la vida, tal como había sido desde el día de su muerte, en aquel lugar no había árboles, ni flores, ni aves, habían muchas flores muertas por todos lados, secas y olvidadas como las tumbas que alguna vez adornaron,  pero ni una sola con vida, a pesar de ello, podía sentir ese olor característico de los cementerios y las florerías, el olor de las coronas funerarias y de los arreglos florares, como si todo hubiese sido retirado justo antes de que ella llegara, nuevamente sentía la sensación de que la vida le llevaba un paso delante, que llegaba tarde a todo, que estaba atrapada en un destiempo permanente. Laura llegó hasta la pileta del cementerio, la única que había, con su diseño básico y su agua estancada color barro como siempre, que la gente usaba para llenar sus tiestos con flores o regar las plantas vivas que algunos tenían, no era para nada bella pero era útil. Revisó la estructura de concreto por todas partes pero no encontró nada para ella, tal vez era muy pronto, había que reconocer que en su día no había demasiadas actividades que le quitaran tiempo, pero de todas formas ese tal Alan hubiese podido poner una hora para la cita y evitar este tipo de desajustes “…como si los muertos usaran relojes…” se dijo a sí misma y soltó una risa poco convincente, a su espalda estaba el mausoleo familiar que instintivamente estaba hace rato evitando enfrentar, no había pasto ni estaban los rosales de la entrada, pero en el interior vio algo que le llamó la atención, y hasta se emocionó un poco sinceramente , desde donde estaba podía ver un ramo de flores, eran hermosas calas blancas y a ella le encantaban las calas blancas, eran las primeras flores que veía desde su muerte, y precisamente eso la hizo sospechar, se acercó para verlas de cerca, las flores eran plásticas, “…¿acaso había algo más ingrato para un difunto que las flores plásticas?” era como dejar la conciencia tranquila mientras no se volvía en un largo tiempo, “…era más digno y honesto no dejar nada” se dijo, y de pura curiosidad leyó el nombre tras aquellas flores “Laura Alejandra Moros Verdugo” Su mente se enmudeció por unos segundos, las flores plásticas eran de ella, de su tumba. Entonces era oficial, toda aquella rareza que estaba viviendo en realidad era la muerte, su muerte “…a menos que lleve días en coma y todo esto sea un largo sueño…” se sintió cansada y apoyó la cabeza contra los barrotes de la entrada del mausoleo, algo llamó su atención, las flores tenían una hoja enrollada entremedio, nada especial, una simple hoja de papel que la chica alcanzó con la mano y al sacarla dejó caer algo más que había allí, un curioso reloj infantil. Laura abrió la hoja de papel, en el interior estaba escrito con lápiz labial “Sí estoy” era la hoja que ella misma había escrito en su habitación, ese tal Alan había estado ahí pero no decía nada más, entonces se agachó y metió todo su brazo hasta donde pudo para alcanzar el reloj, era plástico y de color rojo decorado con dibujitos de personajes infantiles, estaba detenido y marcaba las doce en punto. Era raro que un reloj se detuviera por sí solo a una hora tan exacta, era más probable que se lo hubiesen dejado a propósito así, podía ser la hora para reunirse, medio día o media noche, volvió a mirar el reloj, solo esperaba que no se tratara de una macabra entretención de niños. Bueno, aun le quedaba un buen rato para media noche, daría una vuelta por ahí mientras.


León Faras.

lunes, 25 de agosto de 2014

La Prisionera y la Reina. Capítulo tres.

XI.

Ya casi no quedaba luz de día y las antorchas se multiplicaban en el ahora castillo de Rávaro donde se estaba desarrollando una batalla realmente encarnizada. La Bestia estaba totalmente fuera de control, los soldados con sus lanzas y espadas se convertían en una amenaza irrisoria para la enorme criatura que repartía manotazos a diestra y siniestra desperdigando por el suelo a varios de sus enemigos cada vez, los jinetes sin espacio para alcanzar velocidad o maniobrar con holgura eran incapaces de gestar algún ataque sin sufrir severos daños, y todo aquello se volvía más grotesco cuando algún desdichado era atrapado por el monstruoso animal y terminaba su vida en las fauces de este. La Bestia estaba hambrienta también y todo allí era comida abundante que en lugar de huir del peligro se le lanzaban encima, haciendo más fácil su cacería. La situación era crítica y a cada momento se veía más difícil de solucionar. Ravaro desde su balcón observaba la escena realmente molesto, podría haber apaciguado a la Bestia en cuestión de segundos, podía incluso doblegarla y hacer que el gigantesco animal hiciese su voluntad, pero ahora no había forma de que se acercara y la distancia era una gran barrera para su magia, poderosa pero terrenal, solo le quedaba abrir los portones para dejarla ir y que de esa forma dejara de hacer estragos entre sus tropas y su castillo, pero esa era una opción que se negaba a tomar, mientras sus hombres seguían cayendo, muchos de ellos sin volverse a poner de pie. Entonces sucedió el episodio más raro y excéntrico que hombre jamás haya visto o verá alguna vez.

De entre la multitud de hombres agotados que con sus armas en mano se agrupaban para tomar un aliento antes de lanzarse en un nuevo y estéril ataque del cual esperaban más salir con vida que causar algún daño, emergió una figura de burdo diseño pero de andar confiado y hasta gallardo. El patio donde estaba la Bestia quedó totalmente despejado salvo por los cadáveres, mientras los soldados formaban un círculo iluminado por numerosas antorchas sujetas por los propios hombres, expectantes pero incrédulos, absolutamente renuentes a creer lo que sus ojos veían o a imaginar lo que podía llegar a suceder. El enano de rocas caminaba sin ningún apuro ni precaución rodeando a la Bestia, como si la estuviera estudiando, mientras esta última lo observaba jadeante y amenazante, consciente de que aquello era un desafío, el gigantesco alboroto que había hace solo segundos se silenció por completo, nadie podía imaginar siquiera en qué terminaría un combate tan singular como aquel, la Bestia tenía todo su tamaño y poder a su favor, pero el enano de rocas era prácticamente indestructible, ambos se observaban, como gladiadores en la arena que aguardan el momento para atacar y fue la Bestia quien lo hizo primero, descargando un colosal manotazo sobre el enano quien simplemente se desarmó, rodando por el suelo convertido en un montón de piedras y luego se volvió a erguir esquivando el ataque y tomando una pose elegante como un torero que sin esfuerzo a evadido un ataque ciertamente mortal, la maniobra emocionó al público que comenzó a gritar y a alentar al pequeño gladiador mientras los más oportunistas ya organizaban apuestas para generar algunas ganancias con la insólita situación que se estaba dando.

Lorna observaba de prudente distancia, había conseguido una capa de soldado y con ella se cubría la cabeza y el cuerpo para pasar desapercibida, pero cuando la multitud de soldados se cerró en un círculo perdió la visión de lo que sucedía y solo podía ver a la Bestia que parecía ahora enfrentarse a un solo contrincante  en vez de atacar a la multitud como lo estaba haciendo, los hombres se animaban como si estuvieran presenciando un gran espectáculo, dando gritos y celebrando cada movimiento que se daba en la arena. La mujer quiso saber quién o qué cosa le estaba haciendo frente a tamaña criatura y se trepó pegada a la pared por sobre los precarios techos de los establos y herrerías que se encontraban en una esquina, aun así no tenía plena visión de lo que sucedía hasta que en determinado momento pudo ver una pequeña bola que rodó por el piso pasando entre las patas de la Bestia, para luego brincar y aferrarse a una de estas, inmediatamente comenzó a trepar con rapidez y agilidad por el abundante pelaje. La pequeña criatura que enfrentaba a la Bestia no era otro que su pequeño compañero, el enano de rocas, aunque solo ella sabía que en realidad se trataba del semi-demonio, Dágaro. La Bestia se agitó furiosa mientras el enano le llegaba a la espalda, Lorna se emocionaba al igual que todos los soldados viendo como su compañero ascendía por el cuerpo de la enorme criatura, esta, al no poder alcanzarlo con sus manotazos se lanzó contra los muros del castillo golpeando al enano contra la pared hasta alcanzar una de sus extremidades y arrancárselo del lomo, el público enmudeció en un sonoro suspiro, la Bestia cogió al enano con sus dos manos y tiró de él para despedazarlo en dos, pero toda su fuerza y sus alaridos de furia y frustración no fueron suficientes más que para separar las rocas sólidas que formaban el cuerpo del enano, descontrolada, la Bestia lanzó con todas sus fuerzas al enano contra el suelo, haciendo que este se estrellase violentamente, pero las rocas en el acto se agruparon nuevamente y el enano otra vez estaba de pie, erguido, ileso, caminaba desafiante, provocando un estallido de jolgorio y celebración en todo su entusiasmado público, incluyendo a Lorna que debía reprimir los gritos de emoción y celebración que le nacían para no delatarse.

El combate se prolongaba sin que se pudiera dilucidar algún resultado probable, el enano se defendía bien pero era incapaz de provocarle algún daño a la Bestia, excepto por el agotamiento, pues mientras el enano no parecía afectado en lo más mínimo, la Bestia jadeaba ruidosamente, aunque para derrotar a una criatura de esas magnitudes, el cansancio no era precisamente la técnica más sensata. Las apuestas estaban parejas y las posibilidades totalmente abiertas. La Bestia atacaba y el enano esquivaba, repitiéndose la misma secuencia una y otra vez hasta el momento crucial en que el enano decide cambiar de estrategia y dejarse atrapar. Un manotazo lo hizo volar por los aires hasta una pared cercana cayendo al piso, sin sufrir daño alguno pero simulando aturdimiento, entonces es tomado por la Bestia nuevamente y arrojado con furia contra el suelo, el gigantesco animal se entusiasma con la victoria y le da una paliza a su pequeño enemigo, el público se mantiene atento, el enano se queda inmóvil en el suelo. Entonces la Bestia comete el error que el enano esperaba, lo intenta devorar. Es cuando el enano de rocas contraataca, aferrándose a las fauces de la Bestia, se introduce hasta la tráquea, la Bestia se desespera, comprende su error y trata desesperadamente de remediarlo, intenta masticar, intenta tragar, el enano la asfixia al comenzar a pasar roca por roca a través de la garganta de la Bestia como lo hizo con los barrotes de su prisión, el animal se esfuerza por tragar para no ahogarse, hasta que el enano desaparece en el interior de la enorme criatura. El público no lo puede creer, el enano ha sido devorado, la Bestia da un alarido gigante de furia, como demostrando su poder, como celebrando su victoria y ve a todo ese público expectante nuevamente como a sus enemigos, los soldados comprenden que el espectáculo terminó y que la lucha se reanudará. La Bestia ataca pero entre gritos y bufidos cae al suelo encima de los soldados, inerte, sin fuerzas, derrotada. El enano le ha destrozado las entrañas.

La lucha terminó y aquellos que apostaron se preguntan quién ganó.


León Faras. 

jueves, 21 de agosto de 2014

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

VI.

Cornelio se sirvió un trago y se dejó caer en el asiento de su escritorio, estaba cansado, tenía el dinero de ese día frente a él iluminado por tres velas en un candelabro, se llevó un nuevo cigarrillo a la boca y lo acercó a una de las velas para encenderlo pero esta se apagó sin ningún motivo aparente mientras las otras siguieron encendidas, Morris escudriñó de reojo y con sus oídos su rededor, desconfiado, nervioso, estaba completamente solo. Entonces decidió probar con la siguiente vela la cual también se apagó como si algún bromista le hubiese dado un soplido, la habitación se quedaba en penumbra, las sombras se multiplicaban y Cornelio desistió de su intento, dejó el candelabro sobre la mesa con una sola vela encendida y se volvió a acomodar en su asiento “¿Hace cuánto rato que están aquí?” Preguntó. De su propia sombra proyectada en la pared tras él, salieron dos figuras en direcciones opuestas que volvieron a perderse en las sombras de los rincones, pasos y murmullos en la penumbra delataba que se trataba de varios seres ocultos en la escasa luminosidad del lugar donde podían verse oscuras siluetas moviéndose. Solo en ese ambiente de luz débil podían verse, demasiada luz los volvía invisibles. “No hace mucho…” respondió una voz imposible de definir si era femenina o masculina, “…Ya sabes, el frío se vuelve insoportable” La temperatura a esa hora de la tarde había descendido bastante, pero estaba lejos aún de volverse insoportable. Para Morris las voces eran conocidas, y no era grato escucharlas ni menos la información que traían, significaba que su ilusión se desvanecía y junto con ella también su poder, eso le preocupó y justificadamente “Pero si apenas llegamos hace una noche…” “El tiempo nada tiene que ver en esto…” se escuchó una voz desde un punto de la habitación y luego continuaron otras similares pero desde otros puntos “…Sabes que estás trasgrediendo demasiadas leyes con tus trucos…” “…no lo podemos sostener por demasiado tiempo…” “…este no es un buen lugar. Estás demasiado a la vista”. “Demasiado a la vista…” repitió Cornelio, no podía permanecer oculto siempre… pero no le convenía exponerse demasiado, su negocio no era nada inocente y para llevarlo a cabo había empleado fuerzas que no eran de este mundo y hecho tratos difíciles de cancelar. Debía mantenerse en movimiento, no podía ejercer su poder en un solo lugar, eran las reglas, y si las rompía, su entorno entero se tambaleaba… y si llegaba a caerse, perdería todo.

Salió de su oficina alterado, llamando con grandes alaridos a su segundo, Charlie Conde, quien estaba reunido con los hombres que ya iniciaban los juegos de carta y las apuestas, las que por cierto eran de cualquier cosa menos dinero. Llegó asustado donde su jefe, este lo tomó por la solapa “Guarden todo ahora mismo. Nos largamos de aquí” Conde lo miró sin comprender “Pero si hace un rato me dijiste que nos quedábamos aquí, que…” fue interrumpido con brusquedad “Hay cambio de planes y no serás tú quien diga lo contrario. Ubica a los mellizos y diles que mientras antes hagan su truco y nos saquen de aquí, mejor será para todos” El pequeño Román Ibáñez escuchó los gritos de Morris  y le pareció realmente muy mala la noticia, desde donde estaba, junto a los fondos de comida, comenzó a gritar realmente molesto, “¡He estado todo el día esclavizado por ese esperpento que llaman Mustafá, estoy hambriento y cansado y ni siquiera he probado un bocado aun!” Cornelio se le acercó, realmente asombrado del valor de ese hombre diminuto para hablarle así, pero no menos irritado por ello, “¿Acaso piensas que te trato injustamente? ¿Qué lo que has hecho en tu vida merece mejores recompensas tal vez?... ¿olvidas con tanta facilidad por qué estás aquí?” Morris cada vez subía más el tono de voz mientras Román se mostraba confundido y sin respuestas “¿crees que cumplir con tus obligaciones es peor que lo que conseguirías allá afuera, lo que mereces? Es parte de mi negocio recordarle a los miserables como tú porqué están en mi Circo y porqué es que firmaron un contrato conmigo. Más te vale tener presente tu pasado y no olvidar que puedo hacer que regrese…” dicho esto, Cornelio descargó un puntapié en el fondo de comida caliente que se esparramó por el suelo de tierra, Ibáñez tuvo que dar varios saltitos pequeños para no quemarse los pies “…Son muchos los que se alegrarían de verte de nuevo, ¿verdad? Apuesto a que incluso Mustafá estaría feliz de recordar viejos tiempos.” Cuando Cornelio terminó de hablar, no volaba una mosca en todo el Circo, lo que hizo desesperar nuevamente a Cornelio “¿Qué están haciendo todos parados sin hacer nada? ¡He dicho que nos vamos ahora mismo!; ¡Carguen todo de una vez!” y luego haciendo un gesto de asco agregó “Y que alguien se encargue de limpiar la jaula del “Tragatodo”. Huele como si cargáramos con una piara completa”


            Los hombres se pusieron a trabajar en el momento, nada contentos pero sin chistar, Román Ibáñez sacó lo que quedó dentro del fondo de comida y se lo guardó, luego se alejó para no trabajar, era su forma de salirse con la suya. Charlie Conde ubicó al único al que le encargaba todos los trabajos desagradables, a Horacio Von Hagen, para que limpiara la jaula de Braulio Álamos que realmente olía peor que un corral de cerdos y luego se fue en busca de los mellizos Monje, los choferes de los dos camiones del Circo que compartían a medias una habilidad bastante práctica para Morris y también para sí mismos, ellos detenían el paso del tiempo, su vida continuaba como si nada mientras todo lo demás se quedaba estancado en una prolongada pausa, habían vivido la mitad de sus vidas en esas pausas y por eso lucían como ancianos aunque aun no cumplían los cuarenta. Detener el tiempo los ayudaba a realizar sus exitosos trucos de magia que asombraban a grandes y chicos, y también a alejarse con todo el Circo sanos y salvos cada vez que era necesario del lugar donde se encontraban a otro más seguro.


León Faras.

martes, 12 de agosto de 2014

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

XV.

Teté lloraba sin consuelo, agachada y apoyada contra una pared de la cocina, sola dentro del alboroto que había en toda la casa, la situación era terrible para ella, iban a abrir el vientre de la princesa para sacar a su hijo lo cual significaba su muerte segura, ya lo había decidido: Ella jamás tendría un hijo, aquello era una situación demasiado espantosa. Luego de unos momentos allí escuchó su nombre que alguien pronunciaba con insistencia, eso no era raro, todo el mundo la llamaba para darle tareas desde que se levantaba de la cama, por lo que salió de su escondite limpiándose la nariz y secándose los ojos, una de las mujeres de la cocina la tomó de un brazo y la envió afuera “Date prisa, ya fueron por una nodriza, cuando lleguen, llévala con la partera” La pobre Teté pasó con la cabeza mirando al piso frente a la habitación de la princesa, con pasitos cortos y veloces, temerosa de volver a presenciar una escena tan perturbara otra vez. Al poco rato un par de soldados llegaron con una mujer joven, sana y bien alimentada, sus desarrollados pechos delataban que estaba amamantando o en condiciones de hacerlo, Teté la recibió y la condujo a la habitación de la princesa Delia como se lo habían ordenado, fue un alivio que esta vez la puerta se encontrara cerrada, porque solo imaginar lo que sucedía ahí dentro le provocaba espanto, iba a volver a la cocina con la esperanza de que alguien le encargara alguna tarea alejada de esa habitación cuando se escuchó el sonido que ya nadie guardaba esperanzas de que se oyera, el llanto de un recién nacido, el hijo de la princesa Delia había nacido, eso emocionó a la pequeña Teté quien sintió la felicidad de que por fin algo bueno estaba sucediendo en medio de toda esa congoja, pero para su desgracia, no fue duradero, la puerta se abrió y desde donde estaba vio perfectamente el cuerpo cubierto de la princesa Delia, las ropas de todas manchadas de sangre, las palanganas llenas de agua teñida de rojo, el olor de un cuerpo abierto, de la sangre y los rostros de desesperanza. La pálida y debilucha aprendiz de Dolba apareció en la puerta con un bebé envuelto en paños blancos que ya lucían sus primeras manchas de sangre de las manos de la mujer que lo sostenía, esta preguntó por la nodriza y le entregó el bebé “Es una niña” su voz sonó amarga y apenas audible, como si estuviera anunciando una cruda derrota, luego se volvió a entrar y cerró la puerta. Teté, con la voz ahogada y los ojos inundados, tuvo que llevarse a la nodriza a otra habitación donde pudiera hacer su trabajo.

El niño jugaba en el campo persiguiendo mariposas que no se dejaban atrapar, apenas había cumplido dos años, pero ya se movía con propiedad por todas partes y su vocabulario se ampliaba con rapidez. Un grupo de caballos llegó  a su casa, a las tierras sembradas de su madre y de sus abuelos, soldados de Cízarin encabezados nada menos que por Rianzo, el hermano del rey y padre del niño. El pequeño Brelio reconoció a su padre y corrió a su encuentro, en la puerta de la casa un hombre lisiado era atendido por su hija, una muchacha realmente atractiva y madre del pequeño. Rianzo no se bajó del caballo por la cantidad de barro que había por todas partes, desde donde estaba saludó al viejo dueño de casa, se conocían hace tiempo, desde cuando el primero era un niño y el segundo herrero del rey, su hija también pasaba todo el día ahí y ambos niños corrían y jugaban juntos todo el día, hasta que crecieron y debieron separarse a la fuerza, nació el romance imposible, las visitas a escondidas y finalmente un hijo de ambos, un hijo al que su padre jamás dejaba de visitar y de atender, pues el amor por él y por su madre estaban tan vivos como siempre, pero a los cuales los separaba una brecha social gigantesca e irrompible, nunca estarían juntos como familia y eso a la larga había convertido a Rianzo en el hombre irresponsable y de vida disipada que era ahora, un hombre que sentía desprecio por las obligaciones de su jerarquía, por lo que era y por lo que debía hacer. Pero allí en esa casa y con esa familia se sentía bien, se sentía como un hombre feliz y completo, y no como el inútil e irresponsable hermano del rey que todo el mundo conocía. Habló con la mujer y el anciano sobre lo que ocurriría aquella noche, que los rumores del ataque de Rimos eran cada vez más seguros y que él se encargaría de ponerlos a salvo hasta que todo terminara.

El sol se ocultaba lentamente, lo noche encubriría al ejército de Rimos que se aprestaba para dar su ataque mortal y sorpresivo sobre una ciudad aparentemente desprevenida. En el prostíbulo de Aida, las mujeres se agrupaban luego de haber sellado tanto como habían podido las puertas y ventanas, comieron austeramente y se iluminaban con un reducido cúmulo de velas que les debería durar toda la noche, Nila y su hermana abrazaban y protegían a los hijos de esta última, todas las demás se mantenían cerca, protegiéndose unas a otras, cargando cualquier tipo de implementos que pudieran servir para defenderse, desde trastos de cocina hasta pequeñas hachas de leña, Grela, la enorme mujer encargada del aseo, se paseaba nerviosa con un grueso bastón en la mano, dispuesta a proteger como fuera lo que consideraba su hogar y su familia. Y en el bosque un fuego rostizaba lentamente una liebre que se convertiría en la cena que Barros y su hijo preparaban. Cal Desci los acompañaba, el fuego lo habían hecho donde mismo habían hecho hace poco la cena de los soldados de Rimos, bebían vino pero todo se hacía en un ambiente de sobriedad y tristeza, como si se estuviera velando a un muerto y el muerto era Ovardo príncipe de Rimos, este yacía donde mismo pero los hombre lo habían cubierto para protegerlo con una piel pringosa y de mal olor, no tenían otra mejor que ofrecerle, los perros también le rodeaban mientras dormitaban, parecían cuidarlo o montarle una respetuosa e improvisada guardia. De pronto el príncipe ciego se incorporó quedándose sentado en el suelo, sintió las voces y el olor de la carne, sabía que no estaba solo, preguntó si la noche había caído o aun alumbraba el sol, Cal Desci respondió “el sol se oculta señor, ya casi no queda luz” Ovardo se dejó caer de nuevo “El ataque ya comienza…” murmuró para sí.


León Faras.

martes, 5 de agosto de 2014

Historia de un amor.

X.

Caminaron juntos por un rato, no había un lugar específico donde ir, solo la necesidad de conocer un poco más al otro, de saber si todo aquello era más que una simple ilusión del momento, más que esa atracción inicial que todo el mundo experimenta en más de una oportunidad para luego seguir con su vida sin que el suceso tenga trascendencia alguna, apoyados en el hecho de que en este caso, se trataba de una atracción mutua y evidente. Bruno observaba la escena con gran atención, todo aquello que estaba sucediendo era demasiado enigmático para el gato, la forma como se habían dado las cosas y como dos personas desconocidas habían concordado inmediatamente en pensar que era una buena idea conocerse. La pareja caminó sin prisa por las angostas calles del viejo pueblo, mientras la chica contaba a grandes rasgos la historia del libro que había desaparecido y del extraño parecido con el nuevo, el hombre la escuchaba con atención, era asombroso saber que se trataba de un libro sin dueño, abandonado, lleno de coincidencias y luego desaparecido sin dejar rastros, de la misma forma como había llegado. El atardecer ya se instalaba, el sol se ocultaría pronto y la pareja se despidió, Miranda devolvió el libro que aun cargaba, el hombre preguntó si se volverían a ver y ella respondió sin titubeos que con seguridad así sería, luego señaló un punto de la ciudad, un punto de orientación que sobresalía por sobre la baja construcción de las casas y del pueblo en general, el enorme Jacarandá donde ella acostumbraba refugiarse cuando buscaba paz y tranquilidad para su lectura o simplemente para disfrutar la compañía que le resultaba más agradable, la de sí misma, ese era un lugar que ella frecuentaba y en el que era fácil encontrarse si eso quería, insinuó la chica. 

Le costó conciliar el sueño aquella noche a Miranda, simplemente porque lo que le había sucedido aquella tarde le resultaba increíble y no solo todo lo relacionado con el libro mágicamente desaparecido, que ya era una de las cosas más raras que habían sucedido en su vida, sino que además el hecho de haberse sentido atraída e interesada en un desconocido con tal facilidad y rapidez, algo que definitivamente no era compatible con su personalidad pero que en este caso no lo iba a negar. Decidió que visitaría el Jacarandá después del almuerzo, se llevaría algo para leer y pasaría ahí las horas cálidas de la tarde, también que no usaría ni se pondría nada especial ni diferente, muchas veces las personas se volvían irreconocibles de la noche a la mañana al quitarse todo lo que se habían puesto y eso no le agradaba mucho a ella. Inevitablemente se imaginó en ese lugar luego de una larga espera sin frutos y hasta sintió la desagradable frustración de haberse ilusionado en vano con alguien que no había tomado en serio como ella la intensidad de aquel encuentro, pero luego se regañó a sí misma ¿Cuál era ese afán de la mente por sabotear constantemente los potenciales buenos momentos del futuro de cada uno? Siempre preparándose para lo malo, viviendo y sintiendo el peor de los escenarios, lo que se convertía en una lucha contante entre la consciencia y la inconsciencia para aquellas personas que se negaban a atender el pesimismo innato del cerebro. Cuando se le pasó el disgusto consigo misma regresó de nuevo a su mente la posibilidad de que aquel hombre no se presentara, pero esta vez con más calma, se dijo que existía aquella posibilidad de que no coincidieran o de que el tipo ese tuviera algo más importante que hacer o un mejor lugar donde estar, también podía suceder algún imprevisto, hasta uno podría morir y el otro jamás se enteraría del porqué no volvieron a verse. Miranda volvió a regañarse a sí misma y decidió que haría todo lo posible por no pensar nada más al respecto, ni bueno ni malo, y simplemente esperar a que las cosas sucedieran como tenían que suceder, algo que sabía que no cumpliría.


Terminada la comida se dio un tiempo para realizar algunas tareas pendientes aunque poco urgentes en su cuarto, con la intención de disipar un poco la ansiedad, distraer la mente y desprenderse de las expectaciones por no decir esperanzas, para tratar de realizar su visita al Jacarandá con toda la naturalidad posible, como siempre lo hacía. Desde que salió de su casa caminó tranquila, pero en cuanto vio el gigante árbol a la distancia comenzó de inmediato a preocuparse por no tratar más de lo normal de divisar la presencia de alguien allí, dominar la curiosidad, evitar las expectativas, los planes sobre qué hacer si sucedía esto o lo otro, pero sobre todo, tomar con toda naturalidad y sin desilusión el hecho de que a medida que se acercaba, más le parecía que nadie la esperaba ahí. Cruzó la vieja verja y subió la suave colina aplastando la hierba hasta llegar al árbol, rodeó su tronco para instalarse en el cómodo lugar donde siempre lo hacía pero se detuvo, el hombre estaba allí, sentado y apoyando la espalda en el vetusto tronco, tenía su libro negro en la mano y una mochila a su lado, tampoco lucía mayores cambios a como lo había visto el día anterior, se saludaron con grata sorpresa “No quiero parecer una especie de loco obsesivo pero como no sabía una hora aproximada para este encuentro vine preparado para una larga espera” dijo el hombre justificando su mochila en la que traía algo de comer y un poco de ropa, llevaba bastante rato allí y hasta había aprovechado de recorrer los alrededores de apacible y bucólica belleza, divagando por supuesto con la posibilidad de que la chica no apareciera o no se encontraran y tuviera que hacer esa larga espera de nuevo alargando la siempre desesperante incertidumbre, pero todas esas preocupaciones ya no importaban ahora, se sentaron juntos, era agradable saber que habían compartido los mismos temores antes de ese encuentro, el mismo temor a la desilusión, el temor a que lo que habían vivido cuando se encontraron finalmente no fuera real. Hablaron y se agradaron, sus sentidos del humor empalmaban y no les costaba trabajo hacerse reír, tampoco tocar esos temas raros de conversación que a veces a uno le interesan pero que los demás desconocen por completo o les parece demasiado extraño que alguien se interese en cosas así, aportando con lo que conocían y mostrando interés por lo que ignoraban, riéndose sin problemas de sí mismos, conociéndose sin importunarse. Las horas pasaron rápido y decidieron darse una vuelta por el pueblo antes de despedirse aquella tarde, bajaban la suave pendiente rumbo a la verja cuando Miranda se detuvo y se agachó abruptamente, algo había llamado su atención, habían quebrado accidentalmente el tallo de una flor silvestre cuando pasaron por ahí, ella no era de las que se emocionaba ante un precioso ramo de flores pero le gustaban mucho cuando estaban vivas y en la tierra, el hombre preguntó por aquella flor y la chica respondió que solo se trataba de una Chiribita silvestre, muy abundante en todas partes, entonces el hombre abrió su libro en una página al azar y le dijo “Ponla aquí. La guardaremos como un recuerdo de este día” La chica así lo hizo y cuando el libro se cerró, se quedó pensando por unos segundos, recordando que el antiguo libro que ella había encontrado y que ahora estaba desaparecido, también tenía una flor entre sus páginas, eso la hizo sonreír, la hizo sentirse en la dirección correcta, en el lugar que debía estar. 


León Faras.