XVIII.
“En
la pileta del cementerio” Laura observaba la leyenda escrita en la puerta de su
cuarto desde el otro extremo donde estaba sentada en el suelo, bajo la ventana.
Hacía bastante tiempo que no iba al cementerio, con la muerte de su padre
habían hecho varias visitas en compañía de su madre y hermana, pero después de
un tiempo esas visitas solo se limitaban a fechas importantes hasta finalmente
ir desapareciendo paulatinamente. Por supuesto que aquello no obedecía a ningún
sentimiento en contra de su padre ni nada parecido, lo amaba, lo extrañaba y lo
recordaba como siempre lo había hecho, pero el cementerio era un lugar tan
ajeno, tan público, que lo único reconocible allí era el nombre escrito en la
lápida, nada nuevo podía ofrecer para el recuerdo del ser querido y el
sentimiento de que los restos mortales de la persona que estuviera sepultada
allí necesitaran de alguna manera ser visitados o atendidos, se disipaba con el
tiempo, todos tarde o temprano llegaban a comprender o a reconocer que el ser
amado muerto no estaba allí, se había ido y de estar en alguna parte no era en
ese lugar donde nada le pertenecía a nadie. Había excepciones, como en todo,
personas cuya pérdida había sido tan grande y dolorosa que la memoria y el
tiempo se volvían enemigos en vez de amigos, enemigos irreconciliables que se
hacían daño mutuamente causando un dolor llamado añoranza, porque mientras el
tiempo trata de borrar, la memoria se esmera en retener aquello que necesita,
pero hasta la memoria más testaruda necesita renovar sus recuerdos,
alimentarlos, y en estos casos, el único lugar disponible para ello, aunque
ineficiente, es el cementerio. Pero casos así no eran tan comunes por suerte y
la mayoría de las personas podían asumir sus pérdidas con mayor conformidad.
“…La
pileta del cementerio. Quieren que visite mi propia tumba…” Laura pensaba que ese
era el plan, ella sabía por supuesto que justo frente a la pileta del
cementerio se encontraba el mausoleo familiar, el lugar donde estaba enterrada
su abuela, su padre y donde con toda seguridad estaría ella, si era verdad que
estaba muerta, porque a pesar de todo, aquella era una idea que no la
satisfacía por completo, porque se preguntaba ¿Dónde estaban todos ellos? Sus muertos,
su padre, su abuela, el resto de sus parientes difuntos o en último caso
cualquiera de la infinita lista de difuntos que habían existido en toda la
historia de la humanidad, no pedía necesariamente un comité de bienvenida al
mundo de los muertos, pero nadie podía esperarse una soledad tan absoluta y desoladora. Ya
iba a ser medio día cuando se decidió, iría al cementerio y no solo al
cementerio sino que al mausoleo familiar, si su tumba estaba ahí, por lo menos le
quedaría la tranquilidad de haber acabado con la incertidumbre de su situación,
“…¿no estaré sumida en un coma profundo o algo así?” pensó Laura de pronto y hasta
se imaginó por unos segundos dormida en una cama de hospital soñando todo
aquello que estaba viviendo, pero rechazó la idea y además se castigó con
varias palmaditas en la frente, después salió de su casa regañándose a sí misma
por insistir en conjeturas raras que solo la confundían más. Lo mejor era ir, ese
tal Alan le ofrecía ayuda y no estaba en condiciones de rechazarla, sería
bastante bueno que alguien pudiera decirle qué estaba sucediendo y por qué.
Se
detuvo justo bajo el umbral de los portones abiertos del cementerio. Toda la
valentía y decisión que había acumulado en el transcurso de su día se había
evaporado en cuestión de segundos, hasta pensó en no entrar pero enseguida se
arrepintió de ese pensamiento, en su situación actual, encontrar su nombre
escrito en una lápida era más un alivio que el perturbador evento que sería para
cualquiera en situaciones normales. Comenzó a andar por el camino principal del
camposanto, el lugar lucía completamente diferente a lo que recordaba, tardó un
par de minutos en darse cuenta de que lo que faltaba allí era la vida, tal como
había sido desde el día de su muerte, en aquel lugar no había árboles, ni
flores, ni aves, habían muchas flores muertas por todos lados, secas y
olvidadas como las tumbas que alguna vez adornaron, pero ni una sola con vida, a pesar de ello,
podía sentir ese olor característico de los cementerios y las florerías, el
olor de las coronas funerarias y de los arreglos florares, como si todo hubiese
sido retirado justo antes de que ella llegara, nuevamente sentía la sensación
de que la vida le llevaba un paso delante, que llegaba tarde a todo, que estaba
atrapada en un destiempo permanente. Laura llegó hasta la pileta del
cementerio, la única que había, con su diseño básico y su agua estancada color
barro como siempre, que la gente usaba para llenar sus tiestos con flores o
regar las plantas vivas que algunos tenían, no era para nada bella pero era útil. Revisó
la estructura de concreto por todas partes pero no encontró nada para ella, tal
vez era muy pronto, había que reconocer que en su día no había demasiadas
actividades que le quitaran tiempo, pero de todas formas ese tal Alan hubiese
podido poner una hora para la cita y evitar este tipo de desajustes “…como si
los muertos usaran relojes…” se dijo a sí misma y soltó una risa poco
convincente, a su espalda estaba el mausoleo familiar que instintivamente
estaba hace rato evitando enfrentar, no había pasto ni estaban los rosales de
la entrada, pero en el interior vio algo que le llamó la atención, y hasta se
emocionó un poco sinceramente , desde donde estaba podía ver un ramo de flores,
eran hermosas calas blancas y a ella le encantaban las calas blancas, eran las
primeras flores que veía desde su muerte, y precisamente eso la hizo sospechar,
se acercó para verlas de cerca, las flores eran plásticas, “…¿acaso había algo
más ingrato para un difunto que las flores plásticas?” era como dejar la
conciencia tranquila mientras no se volvía en un largo tiempo, “…era más digno y
honesto no dejar nada” se dijo, y de pura curiosidad leyó el nombre tras
aquellas flores “Laura Alejandra Moros Verdugo” Su mente se enmudeció por unos
segundos, las flores plásticas eran de ella, de su tumba. Entonces era oficial,
toda aquella rareza que estaba viviendo en realidad era la muerte, su muerte
“…a menos que lleve días en coma y todo esto sea un largo sueño…” se sintió
cansada y apoyó la cabeza contra los barrotes de la entrada del mausoleo, algo
llamó su atención, las flores tenían una hoja enrollada entremedio, nada
especial, una simple hoja de papel que la chica alcanzó con la mano y al
sacarla dejó caer algo más que había allí, un curioso reloj infantil. Laura abrió la
hoja de papel, en el interior estaba escrito con lápiz labial “Sí estoy” era
la hoja que ella misma había escrito en su habitación, ese tal Alan había
estado ahí pero no decía nada más, entonces se agachó y metió todo su brazo
hasta donde pudo para alcanzar el reloj, era plástico y de color rojo decorado
con dibujitos de personajes infantiles, estaba detenido y marcaba las doce en
punto. Era raro que un reloj se detuviera por sí solo a una hora tan exacta, era
más probable que se lo hubiesen dejado a propósito así, podía ser la hora para
reunirse, medio día o media noche, volvió a mirar el reloj, solo esperaba que
no se tratara de una macabra entretención de niños. Bueno, aun le quedaba un
buen rato para media noche, daría una vuelta por ahí mientras.
León Faras.