martes, 12 de agosto de 2014

Lágrimas de Rimos. Segunda parte.

XV.

Teté lloraba sin consuelo, agachada y apoyada contra una pared de la cocina, sola dentro del alboroto que había en toda la casa, la situación era terrible para ella, iban a abrir el vientre de la princesa para sacar a su hijo lo cual significaba su muerte segura, ya lo había decidido: Ella jamás tendría un hijo, aquello era una situación demasiado espantosa. Luego de unos momentos allí escuchó su nombre que alguien pronunciaba con insistencia, eso no era raro, todo el mundo la llamaba para darle tareas desde que se levantaba de la cama, por lo que salió de su escondite limpiándose la nariz y secándose los ojos, una de las mujeres de la cocina la tomó de un brazo y la envió afuera “Date prisa, ya fueron por una nodriza, cuando lleguen, llévala con la partera” La pobre Teté pasó con la cabeza mirando al piso frente a la habitación de la princesa, con pasitos cortos y veloces, temerosa de volver a presenciar una escena tan perturbara otra vez. Al poco rato un par de soldados llegaron con una mujer joven, sana y bien alimentada, sus desarrollados pechos delataban que estaba amamantando o en condiciones de hacerlo, Teté la recibió y la condujo a la habitación de la princesa Delia como se lo habían ordenado, fue un alivio que esta vez la puerta se encontrara cerrada, porque solo imaginar lo que sucedía ahí dentro le provocaba espanto, iba a volver a la cocina con la esperanza de que alguien le encargara alguna tarea alejada de esa habitación cuando se escuchó el sonido que ya nadie guardaba esperanzas de que se oyera, el llanto de un recién nacido, el hijo de la princesa Delia había nacido, eso emocionó a la pequeña Teté quien sintió la felicidad de que por fin algo bueno estaba sucediendo en medio de toda esa congoja, pero para su desgracia, no fue duradero, la puerta se abrió y desde donde estaba vio perfectamente el cuerpo cubierto de la princesa Delia, las ropas de todas manchadas de sangre, las palanganas llenas de agua teñida de rojo, el olor de un cuerpo abierto, de la sangre y los rostros de desesperanza. La pálida y debilucha aprendiz de Dolba apareció en la puerta con un bebé envuelto en paños blancos que ya lucían sus primeras manchas de sangre de las manos de la mujer que lo sostenía, esta preguntó por la nodriza y le entregó el bebé “Es una niña” su voz sonó amarga y apenas audible, como si estuviera anunciando una cruda derrota, luego se volvió a entrar y cerró la puerta. Teté, con la voz ahogada y los ojos inundados, tuvo que llevarse a la nodriza a otra habitación donde pudiera hacer su trabajo.

El niño jugaba en el campo persiguiendo mariposas que no se dejaban atrapar, apenas había cumplido dos años, pero ya se movía con propiedad por todas partes y su vocabulario se ampliaba con rapidez. Un grupo de caballos llegó  a su casa, a las tierras sembradas de su madre y de sus abuelos, soldados de Cízarin encabezados nada menos que por Rianzo, el hermano del rey y padre del niño. El pequeño Brelio reconoció a su padre y corrió a su encuentro, en la puerta de la casa un hombre lisiado era atendido por su hija, una muchacha realmente atractiva y madre del pequeño. Rianzo no se bajó del caballo por la cantidad de barro que había por todas partes, desde donde estaba saludó al viejo dueño de casa, se conocían hace tiempo, desde cuando el primero era un niño y el segundo herrero del rey, su hija también pasaba todo el día ahí y ambos niños corrían y jugaban juntos todo el día, hasta que crecieron y debieron separarse a la fuerza, nació el romance imposible, las visitas a escondidas y finalmente un hijo de ambos, un hijo al que su padre jamás dejaba de visitar y de atender, pues el amor por él y por su madre estaban tan vivos como siempre, pero a los cuales los separaba una brecha social gigantesca e irrompible, nunca estarían juntos como familia y eso a la larga había convertido a Rianzo en el hombre irresponsable y de vida disipada que era ahora, un hombre que sentía desprecio por las obligaciones de su jerarquía, por lo que era y por lo que debía hacer. Pero allí en esa casa y con esa familia se sentía bien, se sentía como un hombre feliz y completo, y no como el inútil e irresponsable hermano del rey que todo el mundo conocía. Habló con la mujer y el anciano sobre lo que ocurriría aquella noche, que los rumores del ataque de Rimos eran cada vez más seguros y que él se encargaría de ponerlos a salvo hasta que todo terminara.

El sol se ocultaba lentamente, lo noche encubriría al ejército de Rimos que se aprestaba para dar su ataque mortal y sorpresivo sobre una ciudad aparentemente desprevenida. En el prostíbulo de Aida, las mujeres se agrupaban luego de haber sellado tanto como habían podido las puertas y ventanas, comieron austeramente y se iluminaban con un reducido cúmulo de velas que les debería durar toda la noche, Nila y su hermana abrazaban y protegían a los hijos de esta última, todas las demás se mantenían cerca, protegiéndose unas a otras, cargando cualquier tipo de implementos que pudieran servir para defenderse, desde trastos de cocina hasta pequeñas hachas de leña, Grela, la enorme mujer encargada del aseo, se paseaba nerviosa con un grueso bastón en la mano, dispuesta a proteger como fuera lo que consideraba su hogar y su familia. Y en el bosque un fuego rostizaba lentamente una liebre que se convertiría en la cena que Barros y su hijo preparaban. Cal Desci los acompañaba, el fuego lo habían hecho donde mismo habían hecho hace poco la cena de los soldados de Rimos, bebían vino pero todo se hacía en un ambiente de sobriedad y tristeza, como si se estuviera velando a un muerto y el muerto era Ovardo príncipe de Rimos, este yacía donde mismo pero los hombre lo habían cubierto para protegerlo con una piel pringosa y de mal olor, no tenían otra mejor que ofrecerle, los perros también le rodeaban mientras dormitaban, parecían cuidarlo o montarle una respetuosa e improvisada guardia. De pronto el príncipe ciego se incorporó quedándose sentado en el suelo, sintió las voces y el olor de la carne, sabía que no estaba solo, preguntó si la noche había caído o aun alumbraba el sol, Cal Desci respondió “el sol se oculta señor, ya casi no queda luz” Ovardo se dejó caer de nuevo “El ataque ya comienza…” murmuró para sí.


León Faras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario