XLVIII.
Así
era el destino del circo, la condena a un eterno vagar. Después de un pueblo,
siempre viene otro distinto que nunca antes ha visto las maravillas del circo
de rarezas de Cornelio Morris, y es que, para Cornelio, su circo no debía pisar
jamás dos veces el mismo suelo o instalarse por segunda vez en un mismo pueblo,
aquello era lo mismo que no moverse. Sin embargo, estaba convencido de que no
le alcanzaría la vida para cubrir todos los pueblos y caseríos disponibles en
el mundo, por lo que no era algo que le preocupara en particular, mientras pudiera
moverse. Atrás había quedado la mala fortuna, y los últimos pueblos visitados,
habían vaciado sus bolsillos con entusiasmo y generosidad y apenas con el
aperitivo, quedando luego deslumbrados al ver el plato fuerte del día: la
presentación de Eloísa. Era la media tarde del segundo día en aquel pueblo,
cuando dos hombres vestidos de uniforme se detuvieron frente a Horacio Von
Hagen, quien ya había hecho su presentación y abandonado su jaula, y lo
observaban tratando de decidir si hablarle a aquel ser peludo y humanoide era
una opción, o una completa estupidez, similar a preguntarle a un perro por la
ubicación de su amo. Bastó un monosílabo de Von Hagen para que los uniformados
comprendieran que se trataba de una criatura provista de la capacidad de
diálogo y entendimiento, “Soy el sargento Jiménez y este es el cabo Urrutia,
necesitamos hablar con el dueño de este establecimiento ambulante, un señor
llamado…” y el sargento consultó su libreta, “…Cornelio ¿Morris?” Horacio los
miró como si le hubiesen hablado en una lengua muerta, pero lo cierto era que
les había comprendido perfectamente, con su dedo peludo indicó una dirección
hacia donde podía verse y oírse a Cornelio Morris agrupando a la gente para lo
que sería “la experiencia que llevarían en su memoria hasta el último día de
sus vidas.” Jiménez y su compañero caminaron hacia allá, dispuestos a
interrumpir con mala-cara lo que fuera que estuviera haciendo aquel tipo, pero
en determinado momento, sus piernas se negaron a seguir avanzando, su boca se
abrió como la de un pescado muerto, y su cerebro se olvidó por completo del don
de la palabra, o de cualquier otro, porque durante varios segundos, toda la vida
en su cabeza se extinguió cuando presenciaron la figura de una jovencita que
extendía a su espalda un maravilloso par de alas cubiertas con plumas de
verdad, mientras Cornelio anunciaba que ante ustedes tenían “…un auténtico
ángel del paraíso” Urrutia no pudo evitar que su vista cayera al suelo cuando
una sombra gris cruzó frente a su cara, hipnotizado por aquella aparición, se
agachó a recogerla; era una pluma del ángel, una enorme, hermosa y auténtica
pluma de un ángel. Urrutia la sostuvo entre los dedos como a una rara flor, o
como al pañuelo de una doncella, y Eloísa le dirigió una fugaz mirada que a él
le pareció de complicidad, como si esa pluma hubiese sido arrojada hacia sus
pies a propósito. Dos violentos aletazos, y el ángel despegó veloz hacia el
cielo, hasta que las cadenas que supuestamente la sujetaban, se quejaron bajo
la tensión. Como siempre, las personas dieron un perfectamente coordinado,
salto hacia atrás. Ambos uniformados miraban embobados aquella aparición,
incapaces de hablar, hasta que alguien les habló a ellos, “¿Puedo ayudarlos en
algo?” Era Cornelio Morris, y parecía muy poco complacido con su presencia.
Jiménez lo miró asustado, luego a la chica alada, luego a Cornelio otra vez y
luego a su libreta, “¿Es usted el señor Cornelio Morris?” Cornelio asintió,
impaciente, el sargento parecía incapaz de mantener su atención en otra cosa
que no fuera Eloísa, por lo que decidió cogerlo por un brazo y llevárselo a su
oficina, para hablar sin distracciones y de esa manera despacharlos lo antes
posible. Tanto Jiménez como Urrutia, se negaron a tomar asiento. “Señor Morris,
estamos aquí para notificarle que está usted acusado de tener secuestrado a un
hombre llamado…” el sargento consultó su libreta, “…Perdiguero, Diego
Perdiguero” Cornelio los miró como si le estuvieran planteando un acertijo
matemático muy complicado, “¿Quién?” En verdad a Cornelio, ese nombre no le
decía nada de nada. Jiménez continuó, “Los inspectores a cargo de la investigación
ya vienen hacia acá, por lo tanto debemos advertirle que tiene usted prohibido
mover su circo de este lugar” Cornelio protestó contrariado, “¡Pero no pueden
hacerme esto! ¡Ni siquiera sé quién es ese tal Perdiguero no sé qué!” El cabo
Urrutia, un tipo que bien podía ser guardia personal de alguien famoso, lo
tranquilizó con una de sus manotas en alto, “Escuche señor Morris, usted no es
culpable de nada, aún, pero es su obligación permitir y facilitar la
investigación. No puede salir de este pueblo en las próximas cuarenta y ocho
horas, y si lo hace, lo encontraremos y lo pondremos bajo arresto, por desacato
a la autoridad y evasión de la justicia, ¿Me ha entendido bien?” Ahora era
Cornelio quien no podía cerrar la boca. “¿Cuarenta y ocho horas?” Pensaba como
mucho estar un día más en ese lugar, “Así es, mientras tanto, puede usted
seguir con sus actividades normales” Concluyó Urrutia, “Muy impresionantes,
debo decir” agregó Jiménez, sin ocultar su admiración. “¡Pero esto es una
locura! Yo no he secuestrado a nadie, pueden registrar todo el lugar, si eso
quieren, pero no puedo quedarme aquí. ¡Esto es un circo! ¡Los circos se deben
mover!” Cornelio estaba indignado, qué clase de imbécil lo había denunciado por
secuestro, ¡Y quién demonios era ese Perdiguero! Los uniformados ya habían
salido de la oficina, pero Jiménez se dignó a hacerle una última advertencia,
“Señor Morris, nosotros no podemos hacer más, debe esperar a los inspectores y
no moverse de aquí o tendrá problemas mucho más graves.” Y cuando ya se iba,
agregó, “Traeré a mis hijas mañana y más le vale estar aquí”
Por
la tarde, la gente fue evacuada del circo con más apremio del normal, de hecho,
Cornelio Morris en persona los estaba corriendo a gritos con su megáfono,
alegando una supuesta emergencia, pero dejándoles bien en claro que podían
regresar al día siguiente, por supuesto. Luego, con el mismo megáfono reunió a
todo el personal del circo. Todos, sin excepción, excepto por Lidia, claro. “Muy bien, señores, esta vez
se han pasado de la raya. Quiero saber ahora mismo, quién fue el gracioso que
me denunció a las autoridades por secuestro” Todos se miraron las caras, Román
que llegaba al último, buscó un lugar junto a Horacio, “¿Qué ha dicho?
¿Secuestro?” Von Hagen asintió, incapaz de decir palabra, Cornelio los miraba furioso
e impaciente. Parecía un profesor al que, unos alumnos bromistas, acaban de
ponerle pintura en el asiento “Créanme que si no hablan, Mustafá hablará, pero
será peor para todos si es él quien señala al culpable…” Solo consiguió
murmullos y miradas de inocente incredulidad “Pero si no nos hemos movido del
circo, ¿cómo alguien va a ir con las autoridades?” Comentó Beatriz, que estaba
de brazos cruzados al frente del grupo de trabajadores y atracciones, tan
sospechosa como cualquier otro, “No lo sé…” respondió Cornelio, poco complacido
con el comentario, y agregó, “…pero se me ocurren un par de ideas de cómo
pudieron hacerlo. ¡Aquí la única que está libre de sospecha es Lidia, por
obvias razones, el resto, todos serán culpables si no me dicen ahora mismo quien
fue!” Se desató una ola de murmullos como un enjambre de abejas, pero sobre
todos se distinguió una voz, que aunque tímida, estaba a una altura por sobre las
demás. Era la de Ángel Pardo. “¿Qué dijiste?” Le preguntó Cornelio de un grito.
Pardo habló con el mismo volumen de voz, pero el enjambre se había silenciado al
instante, “Decía que además de Lidia, el tipo de allá tampoco pudo haberlo
hecho, porque ese ni habla” “¿Qué tipo?” preguntó Cornelio impaciente, el
gigante lo señaló con todo el largo de su brazo “Ese. Es que no sé cuál es su
nombre…” Se excusó. Cornelio le echó un vistazo con expresión de asco al lugar que
indicaba, no podía creer la estupidez de comentario. Él quería saber quién había
sido, no quién NO había sido, pero Pardo tenía razón, el hombre de las cavernas
de Pravia no podía haberlo hecho. Entonces, Cornelio pareció darse cuenta de algo,
y miró la jaula de Perdiguero con algo más de interés, “¿Cómo se llama ese tipo?”
Preguntó volviéndose hacia sus empleados. Nuevamente, todos no hicieron más que
mirarse las caras y negar en silencio. Se dio cuenta de que él tampoco lo recordaba,
aunque tenía una vaga idea. “¡Mierda!” murmuró, y partió casi corriendo a encerrarse
en su oficina. En los contratos estaba la respuesta que buscaba.
León Faras.
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