jueves, 26 de noviembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

XLVIII.

 

Así era el destino del circo, la condena a un eterno vagar. Después de un pueblo, siempre viene otro distinto que nunca antes ha visto las maravillas del circo de rarezas de Cornelio Morris, y es que, para Cornelio, su circo no debía pisar jamás dos veces el mismo suelo o instalarse por segunda vez en un mismo pueblo, aquello era lo mismo que no moverse. Sin embargo, estaba convencido de que no le alcanzaría la vida para cubrir todos los pueblos y caseríos disponibles en el mundo, por lo que no era algo que le preocupara en particular, mientras pudiera moverse. Atrás había quedado la mala fortuna, y los últimos pueblos visitados, habían vaciado sus bolsillos con entusiasmo y generosidad y apenas con el aperitivo, quedando luego deslumbrados al ver el plato fuerte del día: la presentación de Eloísa. Era la media tarde del segundo día en aquel pueblo, cuando dos hombres vestidos de uniforme se detuvieron frente a Horacio Von Hagen, quien ya había hecho su presentación y abandonado su jaula, y lo observaban tratando de decidir si hablarle a aquel ser peludo y humanoide era una opción, o una completa estupidez, similar a preguntarle a un perro por la ubicación de su amo. Bastó un monosílabo de Von Hagen para que los uniformados comprendieran que se trataba de una criatura provista de la capacidad de diálogo y entendimiento, “Soy el sargento Jiménez y este es el cabo Urrutia, necesitamos hablar con el dueño de este establecimiento ambulante, un señor llamado…” y el sargento consultó su libreta, “…Cornelio ¿Morris?” Horacio los miró como si le hubiesen hablado en una lengua muerta, pero lo cierto era que les había comprendido perfectamente, con su dedo peludo indicó una dirección hacia donde podía verse y oírse a Cornelio Morris agrupando a la gente para lo que sería “la experiencia que llevarían en su memoria hasta el último día de sus vidas.” Jiménez y su compañero caminaron hacia allá, dispuestos a interrumpir con mala-cara lo que fuera que estuviera haciendo aquel tipo, pero en determinado momento, sus piernas se negaron a seguir avanzando, su boca se abrió como la de un pescado muerto, y su cerebro se olvidó por completo del don de la palabra, o de cualquier otro, porque durante varios segundos, toda la vida en su cabeza se extinguió cuando presenciaron la figura de una jovencita que extendía a su espalda un maravilloso par de alas cubiertas con plumas de verdad, mientras Cornelio anunciaba que ante ustedes tenían “…un auténtico ángel del paraíso” Urrutia no pudo evitar que su vista cayera al suelo cuando una sombra gris cruzó frente a su cara, hipnotizado por aquella aparición, se agachó a recogerla; era una pluma del ángel, una enorme, hermosa y auténtica pluma de un ángel. Urrutia la sostuvo entre los dedos como a una rara flor, o como al pañuelo de una doncella, y Eloísa le dirigió una fugaz mirada que a él le pareció de complicidad, como si esa pluma hubiese sido arrojada hacia sus pies a propósito. Dos violentos aletazos, y el ángel despegó veloz hacia el cielo, hasta que las cadenas que supuestamente la sujetaban, se quejaron bajo la tensión. Como siempre, las personas dieron un perfectamente coordinado, salto hacia atrás. Ambos uniformados miraban embobados aquella aparición, incapaces de hablar, hasta que alguien les habló a ellos, “¿Puedo ayudarlos en algo?” Era Cornelio Morris, y parecía muy poco complacido con su presencia. Jiménez lo miró asustado, luego a la chica alada, luego a Cornelio otra vez y luego a su libreta, “¿Es usted el señor Cornelio Morris?” Cornelio asintió, impaciente, el sargento parecía incapaz de mantener su atención en otra cosa que no fuera Eloísa, por lo que decidió cogerlo por un brazo y llevárselo a su oficina, para hablar sin distracciones y de esa manera despacharlos lo antes posible. Tanto Jiménez como Urrutia, se negaron a tomar asiento. “Señor Morris, estamos aquí para notificarle que está usted acusado de tener secuestrado a un hombre llamado…” el sargento consultó su libreta, “…Perdiguero, Diego Perdiguero” Cornelio los miró como si le estuvieran planteando un acertijo matemático muy complicado, “¿Quién?” En verdad a Cornelio, ese nombre no le decía nada de nada. Jiménez continuó, “Los inspectores a cargo de la investigación ya vienen hacia acá, por lo tanto debemos advertirle que tiene usted prohibido mover su circo de este lugar” Cornelio protestó contrariado, “¡Pero no pueden hacerme esto! ¡Ni siquiera sé quién es ese tal Perdiguero no sé qué!” El cabo Urrutia, un tipo que bien podía ser guardia personal de alguien famoso, lo tranquilizó con una de sus manotas en alto, “Escuche señor Morris, usted no es culpable de nada, aún, pero es su obligación permitir y facilitar la investigación. No puede salir de este pueblo en las próximas cuarenta y ocho horas, y si lo hace, lo encontraremos y lo pondremos bajo arresto, por desacato a la autoridad y evasión de la justicia, ¿Me ha entendido bien?” Ahora era Cornelio quien no podía cerrar la boca. “¿Cuarenta y ocho horas?” Pensaba como mucho estar un día más en ese lugar, “Así es, mientras tanto, puede usted seguir con sus actividades normales” Concluyó Urrutia, “Muy impresionantes, debo decir” agregó Jiménez, sin ocultar su admiración. “¡Pero esto es una locura! Yo no he secuestrado a nadie, pueden registrar todo el lugar, si eso quieren, pero no puedo quedarme aquí. ¡Esto es un circo! ¡Los circos se deben mover!” Cornelio estaba indignado, qué clase de imbécil lo había denunciado por secuestro, ¡Y quién demonios era ese Perdiguero! Los uniformados ya habían salido de la oficina, pero Jiménez se dignó a hacerle una última advertencia, “Señor Morris, nosotros no podemos hacer más, debe esperar a los inspectores y no moverse de aquí o tendrá problemas mucho más graves.” Y cuando ya se iba, agregó, “Traeré a mis hijas mañana y más le vale estar aquí”

 

Por la tarde, la gente fue evacuada del circo con más apremio del normal, de hecho, Cornelio Morris en persona los estaba corriendo a gritos con su megáfono, alegando una supuesta emergencia, pero dejándoles bien en claro que podían regresar al día siguiente, por supuesto. Luego, con el mismo megáfono reunió a todo el personal del circo. Todos, sin excepción, excepto por Lidia, claro. “Muy bien, señores, esta vez se han pasado de la raya. Quiero saber ahora mismo, quién fue el gracioso que me denunció a las autoridades por secuestro” Todos se miraron las caras, Román que llegaba al último, buscó un lugar junto a Horacio, “¿Qué ha dicho? ¿Secuestro?” Von Hagen asintió, incapaz de decir palabra, Cornelio los miraba furioso e impaciente. Parecía un profesor al que, unos alumnos bromistas, acaban de ponerle pintura en el asiento “Créanme que si no hablan, Mustafá hablará, pero será peor para todos si es él quien señala al culpable…” Solo consiguió murmullos y miradas de inocente incredulidad “Pero si no nos hemos movido del circo, ¿cómo alguien va a ir con las autoridades?” Comentó Beatriz, que estaba de brazos cruzados al frente del grupo de trabajadores y atracciones, tan sospechosa como cualquier otro, “No lo sé…” respondió Cornelio, poco complacido con el comentario, y agregó, “…pero se me ocurren un par de ideas de cómo pudieron hacerlo. ¡Aquí la única que está libre de sospecha es Lidia, por obvias razones, el resto, todos serán culpables si no me dicen ahora mismo quien fue!” Se desató una ola de murmullos como un enjambre de abejas, pero sobre todos se distinguió una voz, que aunque tímida, estaba a una altura por sobre las demás. Era la de Ángel Pardo. “¿Qué dijiste?” Le preguntó Cornelio de un grito. Pardo habló con el mismo volumen de voz, pero el enjambre se había silenciado al instante, “Decía que además de Lidia, el tipo de allá tampoco pudo haberlo hecho, porque ese ni habla” “¿Qué tipo?” preguntó Cornelio impaciente, el gigante lo señaló con todo el largo de su brazo “Ese. Es que no sé cuál es su nombre…” Se excusó. Cornelio le echó un vistazo con expresión de asco al lugar que indicaba, no podía creer la estupidez de comentario. Él quería saber quién había sido, no quién NO había sido, pero Pardo tenía razón, el hombre de las cavernas de Pravia no podía haberlo hecho. Entonces, Cornelio pareció darse cuenta de algo, y miró la jaula de Perdiguero con algo más de interés, “¿Cómo se llama ese tipo?” Preguntó volviéndose hacia sus empleados. Nuevamente, todos no hicieron más que mirarse las caras y negar en silencio. Se dio cuenta de que él tampoco lo recordaba, aunque tenía una vaga idea. “¡Mierda!” murmuró, y partió casi corriendo a encerrarse en su oficina. En los contratos estaba la respuesta que buscaba.


León Faras.

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