jueves, 5 de noviembre de 2020

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.

 

XLII.

 

Como siempre, con las primeras luces del alba, el circo y sus habitantes, atracciones y trabajadores, se ponían en movimiento para afinar todos los detalles antes de darle la bienvenida a su siempre maravillado público. A media mañana, cuando ya casi todo estaba listo y preparado, los primeros visitantes se presentaron, Cornelio los miró como si fueran moscas revoloteando sobre su comida: era Federico, el alcalde, acompañado de un señor pequeñito y muy mayor que parecía que podía desmoronarse en cualquier momento, y cuatro mujeres, las dos anteriores y dos nuevas, pero calcadas a las anteriores. Se detuvieron en la periferia del circo observándolo todo y haciendo comentarios entre ellos, como poniéndose al corriente de algo, cuando ya se disponían a entrar, Cornelio les cortó el paso para cobrarles el justo pago por la entrada a su circo, Federico a esa hora, ya sonreía. “Señor Morris, nosotros no somos su público, como ya le dije, soy el alcalde de esta ciudad, y este, es mi concejo…” dijo, señalando a las personas que le acompañaban, “…estamos aquí para constatar que las atracciones que usted exhibe en su… circo, son aptas para no contaminar o corromper la delicada estabilidad espiritual de los queridos habitantes de nuestra ciudad…” Cornelio lo miraba ahora, como si le estuvieran hablando en un idioma remoto y desconocido. Federico continuó luego de casi medio minuto de silencio, “…por supuesto que usted está en todo su derecho de negarse a recibir nuestra inspección, pero de ser así, puedo asegurarle que ninguna de las decentes personas de nuestra comunidad, pondrá un solo pie en su circo” Concluyó Federico, mientras todos los demás asentían al unísono, Cornelio seguía sin poder articular palabra, esa era la primera vez que alguien quería inspeccionar su circo antes de permitir que las personas lo visitaran, “¿Y bien, señor Morris?” Cornelio se lo pensó unos segundos, ya estaban instalados, negarse a la inspección sería otro día perdido, y hasta ahora no había visto ni a un solo curioso con intenciones de acercarse a su circo, ni uno, por lo que no era sensato ignorar las advertencias de Federico Fuentes “Muy bien, señor. Síganme por aquí” se acercó a la jaula de Von Hagen, este empezó a actuar como mono, sujetando los barrotes y amenazando con romperlos, Federico y las mujeres lo miraron horrorizados, una de ellas se persignó. El señor pequeñito escribió algo en una libreta que portaba en el bolsillo, y se la mostró a Federico, “Sí, Padre, es cierto… Dios no comete este tipo de errores” Cornelio intervino, “Guarde sus energías para más tarde, Horacio, estas personas solo están haciendo una visita de inspección” Horacio instantáneamente volvió a su comportamiento tranquilo y racional de siempre, sin entender muy bien qué era exactamente una “Visita de inspección,” quiso ser amigable levantando la mano para saludarles, pero aquellas personas le miraron asustadas, incluso retrocedieron un poco, como si aquel repentino cambio de actitud hubiese sido algo totalmente sobrenatural. Cornelio se acercó a Beatriz que observaba todo desde cerca, “Les mostraré solo un par de atracciones o se arruinará toda la sorpresa. Procura que Eloísa no salga de su tienda” le dijo. Pasó la comitiva junto a Ángel Pardo que estaba sentado en un ridículamente pequeño taburete, dado su tamaño, en la entrada de su tienda, parecía una especie de saltamontes gigante, más llamativo aún lo hacía el hecho de que el pequeño Román Ibáñez estaba sentado en el suelo junto a él. Las mujeres iban firmemente agarradas unas a otras de los brazos, como si temieran perderse, el gigante les dirigió un saludo de cortesía y las mujeres aceleraron el paso, ignorándole, como si aquello hubiese sido alguna descarada obscenidad, salvo por una, la más joven, que no tenía menos de cuarenta años, y que se atrevió a devolver el saludo tímidamente con una diminuta sonrisa. Román miró a su amigo hacia las alturas, entre incrédulo y maravillado, “¡No me jodas!” Gruñó el enano para sí. Cornelio llegó hasta el acuario de Lidia, sus visitantes se pararon en frente, “¿Acaso tiene peces, señor Morris?” preguntó Federico, el señor pequeñito se acercó para inspeccionar el cristal más de cerca, a través del cual no se veía nada, “Al menos una de sus atracciones puede ser considerada como adecuada” Comentó una de las mujeres, justo cuando Lidia hacía su aparición, pegándose al cristal desde la profundidad del brumoso líquido en el que se ocultaba. El señor pequeño retrocedió de un salto, horrorizado, con un grito mudo en el rostro, y por poco se cae si no se estrella contra Federico, que lo sujetó a tiempo, “¡Santo Dios! ¡Pero qué abominación es esta!” Exclamó este, una de las mujeres soltó un gritito y otra se llevó una mano a la boca, espantada, las otras se persignaron repetidas veces, retrocediendo como si corrieran algún peligro, “No sé que ha hecho usted para conseguir tamañas aberraciones, señor Morris, pero no hay duda de que solo Satanás en persona, puede estar detrás de todo esto” Comentó Federico, alarmado, sujetando al señor pequeño que apenas podía mantenerse en pie y le costaba respirar. Cornelio estaba mudo, en todos sus años de circo, jamás había visto tal tipo de rechazo a sus atracciones y menos cuando se trataba de Lidia, “¡Es una sirena! ¿Cómo pueden temerle a una sirena?” Exclamó Cornelio, entre incrédulo y alarmado, “¡Las sirenas no son criaturas de Dios, son engendros del Diablo!” aseguró una de las mujeres y las otras lo confirmaron asintiendo con energía y sin lugar a dudas. “¿Qué tiene ahí, señor Morris?” preguntó Federico, señalando una jaula como la de Horacio, pero cubierta por completo con una lona, Cornelio echó un vistazo, “Creo que es mejor que no lo sepa…” dijo, al ver que lo que el alcalde indicaba, era la jaula de Perdiguero. Federico lo miró suspicaz, “Creo que es mejor que me lo enseñe…” Cornelio no estaba de humor para discutir, “Si insiste…” respondió, y se dirigió a la jaula del “Hombre de la cuevas de Pravia”, sólo el alcalde le siguió. Le bastó un vistazo para volver visiblemente escandalizado, “¡Esto es demasiado, señor Morris, le aconsejo que coja su circo de aberraciones, y se lo lleve inmediatamente y lo más lejos posible de nuestra apacible ciudad!” “Oraremos por estas personas, señor Morris, para que Dios las ilumine” Agregó una de las mujeres, y el viejito pequeño, le estiró una hoja de papel a Cornelio, antes de darse la vuelta e irse tan indignado como todos. La hoja solo decía “Váyase ahora” “¿Y si no, qué?” Preguntó Cornelio, solo para demostrar que él no se intimidaba fácilmente. “¡Habrá consecuencias!” Gritó Federico, elevando un dedo hacia al cielo. Se quedó parado ahí, mirando como esas personas se alejaban, hasta que Beatriz llegó a su lado, “¿Qué harás?” Cornelio se entretenía con el trozo de papel que el viejo le había dejado, haciendo con él una bolita cada vez más compacta, “Nos quedamos” Fue su seca respuesta, luego añadió, “Si no tenemos público, nos iremos mañana, ¡pero NO saldremos huyendo!”

 

Dos días de ocio seguido, era más de lo que la mayoría de los habitantes del circo habían tenido desde que estaban allí, porque Federico no mintió cuando dijo que ninguno de ellos pondría un pie en el circo. El lugar estaba desierto, y las atracciones ya habían abandonado sus puestos hace rato, convencidos de que aquel día no actuarían para nadie. Eloísa, sentada frente a Horacio y su tablero de ajedrez, era la última en enterarse de lo que acababa de suceder, fuera de la tienda estaban Román y Pardo, tal como estaban durante la visita, pero mucho más aburridos que antes. “¡Diablos, nunca creí decirlo, pero esto es peor que Mustafá!” Exclamó el enano, poniéndose de pie y alejándose, pronto regresaría con una botella de licor. Cuando la noche hizo su entrada, un extraño se metió en el circo como una sombra y se dirigió directamente a donde Pardo alimentaba su pequeña fogata fuera de su tienda. Román, Horacio y Eloísa estaban dentro. El fuego reveló su rostro, era la mujer que había tenido la gentileza de devolverle el saludo antes, parecía muy preocupada, “¡Ya vienen, tienen que salir de aquí ahora, ya vienen!” Les advirtió, antes de volver a escabullirse, como si un peligro inminente le pisara los talones. Román salió a mirar, pero cuando estaba a punto de desestimar la advertencia con una mueca de desprecio, vio algo que lo hizo cambiar de idea, “Eloísa, tú eres la más rápida, ve por Cornelio, ¡Ahora!” Una antorcha se había encendido en la oscura periferia del circo, pronto se prendieron más, revelando que se trataba de una multitud de gente armada con horquetas, machetes, varias escopetas y uno que otro revólver. A la luz de la antorcha que sostenía Federico, se podía ver que este portaba una bonita carabina y al menos una decena de balas en su cinturón.


León Faras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario