sábado, 17 de junio de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XLIX.



Falena se sentía completamente ridícula. Se suponía que ella era una soldado, preparándose para una muy posible batalla, su primera batalla real, en la que sin duda podía morir mucha gente, o resultar gravemente herida, incluso ella, lo cual era probablemente lo más serio que estaba a punto de enfrentar en su vida, sin embargo, ahí estaba, cuchicheando con Yurba acuclillados bajo la panza de su propio caballo, como niños traviesos jugando a ser novios a escondidas de sus padres, pero la sensación embarazosa se le pasó de golpe cuando Yurba se vio obligado a confesar la razón por la que estaba allí. “Al principio tu madre quería tener un hijo porque no podía tenerlo y por eso quería buscar una bruja que la ayudaría con eso antes de que se muriera, pero ahora dice que Rubi es la que se va a morir y Rubi también cree lo mismo, y ahora la bruja es para que Rubi no se muera o algo así… todo es muy confuso.” Explicó Yurba sin estar convencido él mismo de lo que decía. “Yo solo quería agradarle a tu hermana.” Concluyó el pequeño soldado, con su mejor cara de justificación, como quien a causado un tremendo desastre pero ha sido con las mejores intenciones. Era tan difícil tomar en serio a Yurba y tan inverosímil su historia, que Falena se sentía tentada de mandar a su amigo a volar y seguir en lo suyo, pero tratándose de su madre y su hermana, no podía solo ignorarlo. Era observada de reojo desde cierta distancia por Aregel, el comandante de los rimorianos. Su mirada era de recelo y desaprobación, pero al contrario de lo que se pudiera pensar, no era por ella o contra ella, Aregel, como casi todos los rimorianos presentes, sabía que Falena era la hija del rey de Rimos y le parecía indignante que Cízarin usara, no solo a una jovencita para pelear sus batallas, sino que además una princesa rimoriana y más todavía a él, que era un amante devoto de su dura tierra corazón de hierro, tal como lo fue su padre y el padre de su padre. A su lado, su amigo Cal Desci masticaba carne seca con hastío, él no era tan patriota como su camarada, pero sin duda tampoco amaba a Cízarin, él sentía que mientras “gobernara” Ovardo en Rimos, el ciego, estaban perdidos sin remedio, pero tal vez algún día esa chiquilla podría tomar su lugar, tal vez algún día los rimorianos pelearan una batalla que sí valiera la pena y no solo como simples lacayos; como los perros que Cízarin usaba cuando salía a cazar, pero eso solo si sobrevivían. Eso si ella sobrevivía.



Ontardo fue sepultado en Confín, según su voluntad, a la sombra de un árbol no muy grande invadido por una enredadera que lo cubrió con racimos de diminutas y aromáticas flores blancas y azules hasta matarlo, pero volviéndolo hermoso al mismo tiempo. Todo herrero de Confín estaba presente en el funeral, pues Ontardo había sido un sabio y respetado maestro para todos desde el día en que llegó a la aldea. Aquella era la pérdida más dolorosa de toda su vida y como bruja que era, Darlén sabía que había formas de mantener el alma atrapada en el cuerpo y así retrasar la muerte absoluta durante años, incluso décadas, pero aquella era una práctica que ella no estaba dispuesta a llevar a cabo con su padre, pues como bruja también sabía que las almas que no son liberadas de la carne a tiempo acaban corrompidas, enfermas e infelices, sin poder abandonar este mundo ni ingresar al siguiente, como los Invisibles del bosque Muerto. Pero no solo la partida de su padre tenía angustiada a la hermosa Darlén, su instinto de madre y sobre todo el de bruja, le decían que algo estaba sucediendo o a punto de suceder y su hijo Brelio no estaba con ellos. Janzo, su marido, la tranquilizaba diciéndole que solo eran ideas suyas, que Brelio ya era todo un hombre que sabía cuidarse solo, que se preocupaba demasiado por el chico y otras frases resabidas, pero solo hablaba de los dientes para afuera, porque si había algo que él había aprendido con los años era a no subestimar nunca las corazonadas de una bruja y menos si esa era su mujer.



Oye Migas, ¿qué vamos a hacer, eh? Dicen que vienen con armas capaces de echar abajo una casa solo con el estruendo que provocan. ¿Crees que sea magia, Migas? ¿Lo crees? Yo creo que solo puede ser magia algo así.” Nimir hablaba más de la cuenta, y lo sabía, pero era por el ansia que sentía por la amistad de Migas, este en cambio se mostraba atareado, muy ocupado para prestarle oídos. “Y si llegan hasta aquí te robarán tus cerdos sin duda, ¿lo sabes? ¡Se los comerán!” Insistía Nimir, con exagerada angustia en la voz. En opinión de Migas: tan molesto como una mosca de pantano en un día caluroso. “Si hacen eso les ofreceré vino envenenado para acompañar.” Gruñó Migas para sí, pero para su desgracia, Nimir tenía muy buen oído. “¡Harás eso! ¿Los envenenarías con vino? ¡A todos ellos! Eso estaría genial. Solo tú puedes preparar los mejores venen…” Nimir hablaba emocionado como un alcahuete, pero de pronto fue silenciado de una bofetada por Migas. El perro ladraba, un galope de caballo se acercaba y el imbécil de Nimir no paraba de hablar sobre envenenar personas. Aquellos eran tres soldados con la flor de Cízarin en sus bruñidas pecheras, acercándose hacia ellos al trote. Migas cogió su pala pero no con intenciones de trabajar con ella. Nimir se sobaba su adolorida mejilla en silencio y sin mirarle, como un perro que ha salido perdiendo y se lame sus heridas en un rincón. “Hay un destacamento del ejército del rey Siandro de Cízarin apostado aquí en su ciudad. ¿Lo han visto?” Preguntó el que parecía estar al mando, pero no obtuvo respuesta. Migas se preguntaba qué clase de pregunta era esa. Pero si es un maldito ejército. ¡Claro que lo hemos visto! ¡Todo el maldito mundo lo ha visto! Otro de los soldados, uno con el aire presumido de los que se creen guapos aunque no lo sean, los intentó calmar diciéndoles que ellos solo estaban de paso y que no había nada que temer. ¡Ja! ¡Como si le estuviera hablando a un par de mocosos estúpidos! Migas pensaba en cómo reaccionaría si aquellos mostraban la más mínima intención de acercarse a sus cerdos, cuando los soldados decidieron girar sus caballos y marcharse con una ligera inclinación de sus cabezas. Al voltearse vio a Nimir, aún con el brazo estirado señalándole a los jinetes en qué dirección debían ir para encontrar al ejército que buscaban. Todavía se sobaba el carrillo, pero ya con más resentimiento que dolor. Migas sintió deseos de volver a golpearlo para quitarle lo rencoroso de la cara, pero en lugar de eso, lo invitó a entrar a su casa. “Vamos, Cízarin ya está aquí, hay que hacer algo rápido.” Y Nimir, que en el fondo no era nada rencoroso, le siguió.


León Faras.



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