miércoles, 2 de noviembre de 2022

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

XXV.



Para cualquier cizariano que se preciase, las tontas historias rimorianas sobre espíritus errantes y muertos que regresan eran solo eso: tonterías, llegando estos incluso al extremo de afirmar que su feo bosque seco estaba habitado por ánimas malditas, y en Bosgos, la tendencia de pensamiento era más cercana al lado cizariano, por lo que aquí, hablar sobre estos temas pretendiendo pasarlos como reales era considerado charlatanería, y si la cosa se ponía seria, pasaba directamente a considerarse locura, pero esto no contaba para los rimorianos, pues estos ya estaban todos locos y no había nada que hacer. Janzo se acomodó en un rincón sobre la paja, se enrolló en su manta y en dos minutos ya dormía, mientras Emmer prestaba atención a todo sonido en la oscuridad del granero, aunque sabía que no eran más que ratas, porque todo el mundo sabe que los fantasmas no hacen ruido y no es que les tuviera miedo, el asunto era que en Rimos, encontrarse con un espíritu errante era considerado de muy mala suerte, pues estos eran los portadores del infortunio, salpicándolo y esparciéndolo por todas partes como no podía ser de otra manera, y él jamás había visto uno en toda su vida, lo que sin duda era algo muy bueno para su suerte, por lo que tentar la fortuna de esa manera yendo a meterse a un lugar en el que las ánimas estaban atascadas y encima de noche, era lo suficientemente insensato como para poner intranquilo a cualquiera. “Los muertos están muertos y los fantasmas no existen” Le aseguró Janzo antes de dormirse, “Desearía creer que eso es cierto” Le respondió Emmer, cerrando los ojos y procurando dormir también. Despertó de pronto, con la misma presteza que el soldado que sabe que le toca su turno de guardia y abre los ojos al mínimo toque, pero a él nadie lo había tocado, tal vez en su sueño. Aún estaba oscuro cuando comenzó a ver una pequeña y débil lumbre que se acercaba flotando a baja altura desde la entrada del granero pero sin llegar a iluminar demasiado, Emmer quiso hablar, preguntar por quién venía pero estaba paralizado, aunque no sentía miedo, no todavía, solo era que su cerebro no le obedecía. La luz se detuvo en medio del lugar y a algunos metros de él, y tras elevarse unos pocos centímetros se iluminaron los pies desnudos de alguien que pendía del cielo, por sus piernas corrían gruesos hilos de sangre que se descolgaban en espesos goterones, de pronto la imagen se vio mejor, como si hubiese clareado o como cuando por fin los ojos se acostumbraban a la oscuridad, el farolillo era sostenido por una niña pequeña, tal vez un niño, era difícil de precisar, que miraba hacia el cielo donde una mujer joven y flacucha, con el pelo sobre el rostro, colgaba desnuda de una viga mientras la pequeña a su lado solo la miraba, más curiosa que asustada. Emmer era solo un espectador, hasta que el infante se volteó hacia él haciéndolo partícipe de la escena. Aún no podía definir si era un niño o una niña cuando el farol se puso enfrente del pequeño y le ocultó la cara, pero antes pudo notar unos rasgos que le daban un aspecto muy raro al rostro del niño-niña, tenía los ojos más separados que jamás hubiese visto, junto con una fina mandíbula desencajada y desplazada hacia un lado y… Emmer había logrado verle durante solo un segundo, pero juraría que si lo que le colgaba a los lados no era pelo, sino orejas, aquello era un niño con cabeza de cabra. El niño, con el farol por delante, comenzó a caminar hacia él, en ese momento Emmer sí sintió miedo, miedo porque su cuerpo no le obedecía, porque no podía hablar ni ponerse de pie, porque no podía ni siquiera mirar a otra parte que no fuera el farol y porque se sintió tan vulnerable como nunca antes, entonces sintió el toque y abrió los ojos con el ímpetu de un portazo, ya había amanecido, Janzo estaba a su lado y lo miraba preocupado, como si su aspecto fuese lamentable, “Tu mandíbula… estaba temblando” Le dijo, con el mismo tono que usaría un médico para decirle a su paciente que su mal es incurable. Emmer se restregó la cara y se puso de pie, ya podía moverse, “No tenía una pesadilla desde hace siglos. Vámonos ya, este sitio no me gusta” Respondió, echándole una tímida ojeada a la viga de la que antes pendía un cuerpo, “Pues yo dormí como nunca” Afirmó el otro muy campante.



Migas contempló con ira y amargura cómo las llamas consumían su cabaña, tirado en el suelo de rodillas sin poder, ni intentar hacer nada para evitarlo. Sentía tanta rabia que podía matar al responsable con sus propios puños, pero ese no era su estilo, él era más efectivo mientras menos alardeara de ello. Una vez saciada el hambre del incendio, un pequeño trozo de su casa se mantuvo en pie, intacto, era donde estaba el fogón de su cocina, era como si, poéticamente, el fuego respetase al fuego o solo fue obra del viento que sopló en la dirección contraria, sin embargo, su padre ahora yacía bajo una pila de escombros humeantes y ennegrecidos, pero al menos estaba a salvo de esos necios arrogantes que se sentían con derecho a destruir la propiedad ajena a escondidas durante la noche y sentirse satisfechos y orgullosos por eso, “Oh, padre, tú lo previste, me dijiste que las advertencias no funcionarían con esta clase de gente, pero ahora no nos dejan más opciones, ahora sabrán quienes somos y de lo que somos capaces de hacer… nos las pagarán, padre, antes huimos para no pelear, pero ahora nos quedaremos”



En Cízarin aún se estaban cavando fosas para sepultar a los numerosos soldados cizarianos caídos durante la batalla y a los muchos ciudadanos que también habían luchado y muerto defendiendo sus casas o tal vez solo huyendo del peligro en la dirección equivocada o escondiéndose en un pésimo lugar. Entre los cadáveres apilados esperando sepultura, uno llamó la atención de unos soldados, uno recién traído a lomos de un burro por un pequeño viejo raquítico de aspecto malhumorado quien alegó, sin que nadie se lo preguntara, que él mismo lo había matado tras sorprenderlo tratando de robarle las pocas pertenencias rescatadas del incendio. El cuerpo, que pertenecía a un hombre joven, tenía una curiosa perforación perfectamente redonda en medio de la frente y era la única herida que tenía y la causante de su muerte. Cuando le preguntaron al abuelo, cuyo nombre era Larzo, con qué lo había golpeado, este sacó de una bolsa, una bola de hierro del tamaño de una cereza y como no le creyeron de buenas a primeras, los animó a que hurgaran en los sesos del difunto donde encontrarían otra de sus bolas incrustada, los soldados dudaron y el viejo los despreció como lo haría un experto frente a un grupo de novatos, “Lo haré yo mismo…” Gruñó con tono agrio, sacando su cuchillo y abriendo el cráneo del muerto con fría destreza, como si solo se tratase de la cabeza de un cerdo, hasta recuperar su bola de hierro y enseñarla orgulloso, como un minero que ha extraído una gran pepita de oro de la dura roca. Los soldados quisieron saber cómo lo había hecho para meterla allí y el abuelo les enseñó un extraño artilugio: un tubo de hierro de un metro y veinte centímetros de largo, sellado por uno de sus extremos en el que tenía una especie de recamara con una palanca, todo diseñado y construido por él mismo, además, el aparato contaba con unas protecciones de madera atadas con correas de cuero, como para facilitar su agarre y manejo, aunque para los soldados, la respuesta a su pregunta seguía siendo un misterio, ¿Cómo alguien podía meterle una bola de hierro en la cabeza a un hombre usando semejante cosa? Y el viejo, viendo una segunda oportunidad para promocionar su invención al ejército, aceptó hacer una demostración, pero exigió que al menos estuviera presente un oficial de alto rango, porque estaba seguro de que le interesaría mucho.


León Faras.

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