Sexta
parte.
I.
Efectivamente,
tal y como Ignacio lo había dicho, no pasó más de una noche en la prisión antes
de ser trasladado a la ciudad, el doctor Villalobos era sumamente hábil, y
además estaba el hecho de que Clodomiro no se había aparecido para dar ningún
tipo de explicaciones a las autoridades por los cadáveres que conservaba en su
casa, los cuales eran completamente ilegales, pues no existía ningún tipo de
documento que los justificara, de hecho, ya estaban siendo trasladados a la
morgue para darles un destino final en alguna fosa común o algo parecido. Habría
un juicio, pero del que Ignacio saldría, con toda seguridad, muy bien parado,
por la sencilla razón de que un muerto no tenía ni la oportunidad ni el interés
de defenderse y las influencias estaban muy bien valoradas en el sistema
judicial. Aquella noche, el doctor Cifuentes finalmente sí fue invitado a la sesión
de hipnosis, aunque con un propósito diferente e ingrato, confirmar de manera
oficial, el obvio deceso de Clodomiro Almeida, cuando llegó, Elena ya se había
ido a casa del cura, aunque Ignacio todavía estaba ahí, sin muestras de
nerviosismo ni arrepentimiento. Su arma estaba sobre la mesita de noche. El
padre Benigno pensó en que Elena debía ser evaluada por el doctor Cifuentes,
para comprobar su estado de salud, pero la chica se negó de redondo, pues tenía
el recuerdo vivo en su mente de haberse metido en la cama del doctor y haberlo
seducido tal como lo había hecho antes con su padre. No podía ver al doctor a
la cara, al menos no tan pronto, aunque no tuviera la certeza de nada, y
tampoco deseaba regresar a casa de Tata y Lina, por lo que le rogó al cura que
la alojara en su casa sólo por una noche, a lo que el padre Benigno terminó
accediendo, dándole su cama mientras él se acomodaba en el sofá de su despacho.
Guillermina organizó todo en completo silencio, mirando a Elena con
condescendencia y lástima, como si se tratara de un huérfano desvalido recogido
del frío y la lluvia, le dio algo de sopa caliente y cuando la chica ya se iba
a la cama, Mateo le llevó un curioso regalo en su puño apretado. Elena lo
recibió sin comprender, pero luego de recibirlo entendió el mensaje, era un
puñado de pétalos de flores, “Dile que estoy bien y que luego regresaré” le
dijo al muchacho en un susurro cerca del oído, sabiendo que éste era sordo,
pero comprendiendo que Gracia estaba allí y ella podía oírlo para dárselo a su
hermana. Se fue muy temprano por la mañana en una casa llena de madrugadores
para evitar las despedidas, había tenido una larga noche en vela para pensar en
lo que haría. El cuerpo de Clodomiro con la cabeza destrozada, le parecía poco
más que una anécdota, una imagen vacía de sentimientos en medio de un océano de
ellos, con respecto a su hermano, le preocupaba más lo que había llegado a ser
capaz de hacer, que las consecuencias de ello. Conocía a su hermano, y sobre
todo, conocía a su familia. El cura dejó pasar todo ese día y su noche, pero al
mediodía siguiente, le pidió a Rupano que lo llevara a casa de Tata y Lina para
enterarse de cómo estaba la muchacha, pero allí recibió las mismas preguntas,
Elena no se había aparecido por allí en dos noches y estaban comenzando a
preocuparse, incluso Clarita, pues ni siquiera Gracia sabía dónde había ido
Elena luego de salir de casa del cura. Habían comenzado las obras de reparación
en la iglesia con ayuda de los propios pobladores y aunque estuvo todo el día
allí, no recibió ninguna noticia de la muchacha, pero como si todo eso fuera
poco, tenía una cosa más de la que debía ocuparse y eso era la enigmática cruz
de madera: no sabía qué hacer con ella para evitar que volviera a generar otro
incendio, se le habría ocurrido enterrarla o arrojarla al mar, pero incluso eso
le daba poca confianza después de lo que Guillermina le había contado sobre
Mateo y el origen del incendio en la iglesia. Ya, a últimas horas de la tarde,
Cifuentes fue a verlo a la iglesia, sólo para saber cómo estaba y cómo avanzaba
la reconstrucción de la iglesia, no lo había visto desde la muerte de Clodomiro,
el cura lo miró espantado, pero al ver que el doctor no sabía nada ni quería
saber nada sobre la sesión de hipnosis a Elena, se tranquilizó y lo trató con
la afabilidad de siempre, justificando su cara larga con el incendio y el
cansancio “Ya no soy joven como antes” “Nadie lo es…” respondió el doctor,
combatiendo la retórica, con la lógica. Traía una botella de sidra. Encima de
su escritorio permanecía la cruz de madera chamuscada, sobre una bandeja de
plata, confesó que le daba miedo volver a guardarla y olvidarse de ella, “¿De
verdad cree que esta cosa es capaz de crear incendios?” dijo el doctor,
aferrándose al sentido común, “Me gustaría estar seguro de que no…” respondió
el padre, “…pero usted ya la vio aquel día en mi escritorio. Y además, está el
hecho de que al parecer, el fuego no la daña más de lo que ya está” El doctor
bebió un sorbo de su vaso de sidra, “Creo que debería enterrarla, padre,
aproveche las obras y déjela enterrada bajo el piso de la iglesia…” el cura lo
miró dejándose convencer, el doctor continuó, “…si algo sale de ahí, al menos
ya sabremos que no hay nada más que podamos hacer” El cura asintió pensativo, si
lo hacía, debía hacerlo ahora, pues para el día siguiente seguramente pondrían
el piso nuevo y ya sería tarde, además podía aprovechar que aún quedaban
algunos hombres para cavar un hoyo, entre ellos Rupano. Finalmente se decidió,
y al ponerse de pie el doctor lo sorprendió con la pregunta que ya se temía,
“¿Qué sabe de Elena?” El sacerdote ya había decidido que, al menos él, no
hablaría ni con el doctor ni con nadie lo que sabía del hijo de Elena, “¿A qué
se refiere, doctor?” Preguntó el cura, Cifuentes no quería saber nada sobre
eso, “Lo que ocurre, es que Úrsula ha insistido en que Elena sea la madrina de
David y quiere pedírselo personalmente” El cura puso cara de justificación
“Lamentablemente, no la he visto en los últimos días…” Aunque tampoco
especificó que nadie sabía nada de ella.
A
Rupano le encargaron el hoyo, ancho y profundo como para enterrar un poste,
éste lo hizo rápido y con poco esfuerzo, como hombre acostumbrado al manejo de
la pala, al doctor le sorprendió lo fácil que parecía al verlo. Lo hicieron
justo detrás del Cristo, Abel se preguntó qué querrían poner allí donde se
suponía que no había nada más que suelo llano, pero como hombre reservado que era,
no preguntó nada, acabó el hoyo y se quedó parado esperando instrucciones como
un animal amaestrado. El hombre olía a perro viejo y a vino. El cura iba a
meter la cruz envuelta en un paño, pero el doctor le aconsejó que la enterrara
sola. Rupano se les quedó mirando sin saber si eran un par de idiotas que le
habían pedido hacer un hoyo enorme para un objeto ridículamente pequeño, o el
idiota era él, que no entendía nada, como la vez anterior, en que vio al doctor
que enterraba frascos con fetos en el patio de su casa “¿Ya?” dijo, como quien
espera la señal de un experto, el cura le dijo que ya podía devolver la tierra
a su lugar, pero el doctor le dijo que esperase. Corrió éste cinco pasos, como
si alguien lo estuviera apurando, y volvió con una roca enorme en los brazos,
que apenas cabía en el hoyo. La dejó caer dentro, sobre la cruz, triunfal,
“¿Ya?” repitió Rupano y ahora sí la aprobación fue unánime.
León Faras.
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