lunes, 29 de octubre de 2018

Del otro lado.


XXXI. 


Es curioso como los nombres tienen la facultad de injerir en las propias cualidades humanas de las personas, en su personalidad, en la forma de ser y de comportarse. Los nombres, y a veces también los apodos, condicionan y aunque nunca se había detenido a pensarlo, Pedro Roca, era como su nombre lo decía, un tipo duro de cuero, carácter y de corazón. Por supuesto que lo que lo había hecho así, era la vida que había llevado desde su infancia, no su nombre propiamente tal, pero no dejaba de ser curioso para quienes lo llegaban a conocer. El menor de seis hermanos de una familia desbaratada, tenía que constantemente competir con sus hermanos por lo poco que tenían, incluso por un lugar donde dormir, y casi siempre perdía. Pronto, y al igual que la mayoría de sus hermanos, más temprano que tarde, comenzó a pasar más tiempo en la calle y menos tiempo en su casa, vio muchas cosas que no debería ver un niño y aprendió muchas cosas que no se le deberían enseñar a un niño, pero para él, no sólo todo eso estaba bien y era justo, sino que además, era mucho mejor que lo que vivía antes, porque ahora, él no estaba en el fondo de la cadena alimenticia, ya no era el más pequeño, había otros más abajo que él y tenía posibilidades de seguir subiendo, y estaba dispuesto a hacer lo que fuera para subir. Ya nunca más sería el más débil. Mató a su primer hombre a los once años y lo hizo de una puñalada en el cuello sin titubear y tuvo su primera experiencia sexual tan sólo unos meses después, con una jovencita apenas mayor que él, con iguales ansias de sobrevivir pero mucho menos apta y más temerosa, en ese momento, aquello fue como una especie de prueba que debía cumplir, un reto que lo haría ser considerado de otra forma, pero con el tiempo, se convertiría en su afición y en su negocio, a lo que se dedicaría toda su vida: al negocio de las jovencitas temerosas. Con los años, los sentimientos se fueron volviendo sinónimo de debilidad y poco a poco fueron siendo reprimidos y aplastados hasta quedar atrofiados irremediablemente. Comenzó transportando en condiciones muy precarias, seres humanos de contrabando, a jovencitas compradas a sus familias o familiares o de plano raptadas de sitios muy pobres, para ser llevadas a lugares donde se les encerraba y se les obligaba a ejercer la prostitución. Él se daba el derecho de probarlas también, le gustaban preferentemente las chicas muy jóvenes y sobre todo las que le temían, las fáciles de someter, las que no mostraban mayor resistencia que repetidos ruegos y sollozos. Era listo, a pesar de no tener educación y ambicioso, aunque su origen era de pobreza y abandono, pronto consiguió tener su propio local, y rápidamente consiguió algunos matones de baja calaña y varias jovencitas para comenzar a atraer clientes y también para su propia satisfacción personal. Las chicas vivían encerradas, hacinadas, mal alimentadas, permanentemente intimidadas, siempre expuestas a enfermedades y maltratos, no recibían más que un mínimo de dinero del que generaban. Y cuando se volvían demasiado mayores para el gusto de los clientes, Pedro Roca las vendía a otro tipo de locales nocturnos para obtener algún beneficio o simplemente las hacía desaparecer, eran muchachas que nadie buscaba, por lo que no era conveniente que quedaran libres para contar su historia a alguien. Un cliente en especial se volvió muy buen amigo de él y luego su socio, lo llamaban David Romano, un hombre de pelo largo, liso y rubio, muchísimo más culto y educado que él, y con un curioso parecido a Jesucristo. Se trataba de un hombre extraño, con capacidades poco comunes que nadie comprendía muy bien, hasta que Pedro Roca tuvo, como los llama él mismo, “un accidente programado” tenía varios enemigos y muchas tachas en su expediente de vida: su automóvil, en el que viajaba junto con uno de sus hombres, se quedó sin frenos en la carretera, chocaron y se volcaron algunos metros por una pendiente. Ambos fueron encontrados muertos, pero Pedro Roca despertó un minuto y veintiocho segundos después tomando una bocanada de aire como si estuviera emergiendo desde el fondo del océano, un océano especialmente profundo y oscuro, estaba muy alterado, asustado, era comprensible para todos después del accidente, pero para David Romano, aquello no era sólo la experiencia de haber estado a punto de morir, sino de haber estado muerto y haber visto al Escolta que lo aguardaba del otro lado. Pedro se lo confirmó y David le explicó qué era aquello y por qué lo estaba esperando y lo seguiría esperando a él y sólo a él. Entonces le ofreció el servicio de alguien que él conocía, alguien con muchas generaciones a su espalda, que podía engañar a ese Escolta, ya que era imposible destruirlo, y endosárselo a alguien más mediante un ritual, uno que parecía digno de un curandero africano o un médico brujo, uno que incluía cánticos, oraciones, sangre del interesado y hierbas quemadas en brasas ardientes junto con mechones de pelo y escupitajos, todo muy en contraste con el entorno moderno, los aparatos electrónicos y el ruido incesante del tráfico en la calle. El curandero, una vez que terminó, preparó dos botellitas de líquido, uno claro, transparente y otro turbio y oscuro, este último se lo dieron de beber a Pedro Roca mientras que el primero se lo llevó David Romano. Pedro Roca nunca se enteró, pero lo que acababa de beber y que sabía tan mal, era un poderoso veneno. Para acabar bien con el ritual, debía morir en ese mismo momento si quería evadir al Escolta, David Romano lo sabía, pero no se lo dijo, al fin y al cabo, todo aquello era con el propósito de salvar su espíritu y no su cuerpo, luego salió del cuarto donde un chico de nombre Joel lo aguardaba. David le dio la botellita de líquido transparente e instrucciones de que debía matar a alguien y en el acto meterle el líquido por la boca, no importaba cómo ni a quién, sólo que lo hiciera lo más rápido posible, “Fácil y rápido…” concluyó Romano con una leve sonrisa. Joel cogió el líquido y se marchó, conocía a David Romano, le debía un favor muy grande y sabía que aquel era de los hombres a los que convenía pagarle las deudas.



León Faras.

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