miércoles, 24 de octubre de 2018

La Prisionera y la Reina. Capítulo cinco.


III.

Poner a dormir a Bolo no era tan sencillo como parecía, pero era necesario, pues debían descender de la barcaza sin que ésta tocara tierra, y Gálbatar quería a su esclavo Nobora cuidándoles las espaldas cuando cruzaran la Entrada del Ladrón. No era fácil, porque Bolo tenía una notable resistencia a las sustancias que pretendían influir en su metabolismo de fierro y porque, literalmente, podía oler a distancia los soporíferos que el alquimista sabía preparar, y negarse a probarlos, sólo el alcohol funcionaba y se lo bebía de buena gana, pero no tenían tanto tiempo como para emborrachar a un hombre-perro y esperar a que se recuperara. Entonces Licandro sacó una botella de líquido y se la enseñó a Gálbatar, era una cocción de flores maceradas en un licor destilado de bayas silvestres al que se le había agregado un polvo extraído de hongos con poderes mágicos, o eso le había señalado el vendedor, lo había encontrado hace unos días en un extraño mercado y de inmediato pensó en su amigo Bolo y su problema con la altura. El mercader le aseguró que el brebaje podía infundir valor a quien lo necesitara al punto de ser capaz de enfrentar su peor pesadilla con arrojo y valentía, y perder completamente la prudencia y el miedo a la muerte, si aquello era necesario; había batallas que se habían decidido gracias a esta bebida, sin embargo, se debía tener mucho cuidado con la cantidad, pues una dosis muy elevada, podía conectar al individuo con otro tipo de realidades, haciéndolo entrar en contacto con mundos gobernados por espíritus, a veces buenos y a veces malos, advirtió el comerciante, y luego vació los bolsillos de Licandro con una amable sonrisa. Mientras preparaban el descenso, Licandro le dio un vaso pequeño a su amigo Bolo, con toda ceremonia y discurso para que éste pensase que se trataba de algo especial y no de una botella de licor ordinaria que debía ser aniquilada lo más rápido posible, sin embargo, el vaso pequeño no pareció surtir efectos en el Nobora, y a éste pareció agradarle, por lo que le dio otro y de paso, se bebió uno él también, después de todo, nunca estaba de sobra un poco de valor. Cuando Licandro salió a la cubierta, Gálbatar miró preocupado la botella con el menjunje, le faltaba más de la mitad, lo que significaba que: o el organismo de Bolo era demasiado resistente o el brebaje era un completo timo. Licandro respondió que tal vez un poco de ambos, pero que finalmente había dado resultado y señaló hacía el cielo con una amplia y forzada sonrisa. En ese momento el Nobora trepaba eufórico por una de las redes de cuerda hasta el globo, donde cualquiera que se atreviera, podía experimentar lo que se sentía viajar sobre una nube. Gíbrida miraba con la boca abierta, realmente se trataba de un brebaje milagroso, se lo arrebató de las manos a Licandro y se echó un trago largo, luego se lo devolvió con la misma rudeza con que se lo quitó. No estaba tan mal.

La entrada de “El Gigante dormido” se refería a un árbol caído de un tamaño descomunal, como un tubo gigante con la altura de cuatro hombres de diámetro, que tenía sus ramas en la jungla, pero luego de cruzar el río en todo su ancho, enterraba las raíces en la ciudad. Parecía sacado de otro planeta, de uno particularmente enorme. El Místico llegó hasta allí para cruzar al otro lado, a la verdadera Antigua, y para eso, debía hacerlo por el interior del Gigante dormido y no por encima. Sus ramas ofrecían angostas entradas por las que un hombre delgado podía arrastrarse como por dentro de una tubería, pero sólo una de esas entradas llevaba sano y salvo al visitante hasta el otro extremo, pues una vez dentro, lo que se encontraba allí, era la entrada a un laberinto que cubría totalmente la circunferencia del interior del túnel, iluminado tenuemente por algunos haces de luz filtrados desde el exterior y por una bandada de insectos luminosos, similares a los que habían en el foso, que se desplazaba por el centro, todos juntos como una nube luminosa. Para los Místicos, sólo había una forma de cruzar el laberinto y era repitiendo una letanía infinita, muy larga, aprendida de memoria y que señalaba el camino que se debía tomar: cinco pasos, izquierda, diez pasos, izquierda, dos pasos, derecha… y así, hasta llegar al final. Es interesante destacar que hay puntos en los que, con sorpresa, se puede ver la luz entrar desde un agujero en el suelo bajo tus pies, como si se estuviera de pie sobre el sol y no bajo él, entonces, y sólo entonces, el visitante nota que está cabeza abajo, pero aquello no afecta en lo más mínimo dentro del Gigante dormido. De esa manera, el visitante cruza el paso hacia la ciudad Antigua, pero el intruso, o tal vez quedaría mejor decir, el insensato, es atrapado en un laberinto infinito y consumido por el Gigante lentamente.

Para cuando lograron que Bolo bajara del globo que sostenía la barcaza aerostática, ya habían preparado las cuerdas para el descenso, el sistema era muy simple, se utilizaban contrapesos que colgaban de la barcaza, pero éstos, sólo frenaban los últimos metros de la caída, por lo que bajar de la barcaza era un verdadero salto al vacío. Gálbatar y los demás, se ataron un pie a la cuerda y luego la sujetaron firme con ambas manos para dejarse caer, Bolo, dentro de su estado de exaltación narcotizada, apenas cogió la cuerda y se lanzó al vacío como un clavadista, dando un brinco espectacular desde la barandilla con un alarido de euforia digno de un Nobora desquiciado y sólo sujeto con sus poderosos puños que, y gracias a algún pequeño resquicio de sensatez dentro de su locura temporal, no soltaron la cuerda hasta posar los pies suavemente sobre el piso firme de la ciudad destruida. La Entrada del Ladrón estaba claramente señalada en el mapa, pero cruzarla, era algo completamente diferente, ninguno de los que estaban ahí lo había hecho antes, y todo lo que se sabía al respecto, eran cuentos y leyendas que tenían las mismas posibilidades de ser falsas o verdaderas. En primer lugar, se decía que debía ser cruzada de día, jamás al ocaso ni mucho menos por la noche. En segundo lugar, había quienes aseguraban que dentro del paso, la oscuridad era total y que era imposible diferenciar el arriba del abajo, también se decía que los Mancos podían ver en la oscuridad y que esa era su principal ventaja, eso, además de ser considerados indolentes y muy buenos guerreros.

Una auténtica ranura para hombres, estrecha, que apenas cabía un hombre corpulento como Licandro, pero incomprensiblemente alta, abierta en una pared que no ofrecía nada más, en medio de lo que, con seguridad, eran las ruinas de una ciudad hermosa. Luego, una escalera aprisionada entre dos paredes, que parecían ansiosas por juntarse una con la otra en cualquier momento. La luz del exterior los acompañaba, sólo hasta donde le era posible llegar, de ahí en adelante, la oscuridad se dejaba caer con toda su indiscutible rotundidad. Gálbatar encendió su foco portátil, Licandro y Gíbrida portaban lámparas. El sitio, una vez acabada la escalera, era un túnel cilíndrico, perfectamente redondo de unos tres metros de diámetro, tal vez un poco más, en cuya base corría agua como por un drenaje subterráneo, aquellas eran, de hecho, las cloacas de Antigua. Licandro levantó su lámpara a todo lo que le dio el brazo, un sonido en el techo señalaba que algo se movía sobre sus cabezas, cogió su pistola por precaución, pero sólo consiguió quedarse mirando incrédulo y con la boca abierta como la misma agua que corría bajo sus pies, también lo hacía por el cielo de roca, como si se tratara de un espejo, pero en el que ellos no se podían reflejar, el hombre se preguntó si aquel líquido que había bebido, no lo estaba haciendo ver cosas que en realidad no existían. Entonces, algo pasó reptando por la pared junto a él, algo enorme que lo hizo dar un salto, Gíbrida alzó su escopeta, Licandro lo apuntó con su pistola y medio segundo antes de apretar el gatillo, pudo ver que se trataba de Bolo, el Nobora, caminaba por la pared y subía hasta quedar cabeza abajo guiado por su olfato y por su instinto. Licandro soltó una retahíla de groserías, palabrotas e insultos dirigidos a Bolo, a sus parientes cercanos y hasta a los mismísimos constructores de aquel agujero maldito y siniestro, mientras se apretaba el pecho con la mano que sostenía el arma, conteniendo su corazón para que no se escapara de su sitio. Bolo no le hizo ni caso, seguramente tampoco le entendió demasiado, pero se mantenía inquietantemente expectante, como el perro que detecta a su presa, aunque no la vea, aunque esté oculta, su olfato y su instinto le aseguraban que estaba ahí, lista para huir o para atacar.



León Faras.

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