XVII.
Elena,
luego de lavarse la cara y las manos, estaba sentada a la mesa frente al viejo
Tata y al lado de Lina para aclarar un poco lo que había sucedido: ese señor
que había aparecido en su casa, hace un rato, no era ningún agente de la
justicia, era un hombre claramente acaudalado, de buena familia y situación,
que actuaba por sus propios medios “…y que andaba buscando a su hermana, una
señorita de nombre Elena, ¿Es usted, verdad?” preguntó Tata, Elena asintió, el
viejo continuó, rascándose detrás de la oreja, “Mire, no es que queramos que
usted se vaya, ¿Verdad Lina?...” Lina asintió con la cabeza y le tomó las manos
a la muchacha, el viejo continuó, “…más bien, todo lo contrario, estamos muy
contentos de que usted y Clarita nos acompañen, pero, si usted es la hermana de
ese señor, entonces usted también tiene una buena situación económica, ¿No
estaría mejor, más cómoda y segura, junto a su familia?” Elena, explicó que
cuando llegó a vivir junto a su padre, lo hizo con la idea de alejarse de su
círculo familiar y de la vida que llevaban, una vida de lujos ridículos y vacíos, de costumbres monótonas e innecesarias y dónde ella, como mujer, era
una completa inútil que apenas, y si se esforzaba mucho, podría encontrar algún
día, un marido rico que le diera “la vida que se merecía”, y si tenía mucha
suerte, joven y apuesto también, para que ella pudiera seguir manteniendo su
nivel de vida y sus amistades, “…pues todo eso, no digo que esté mal…” continuó
Elena, aún tomada de la mano con Lina, “…sólo digo que para mí no estaba bien.
Sí, vengo de una familia con buena situación económica, pero yo no tengo
dinero, ni tampoco me prepararon de ninguna manera para obtener algo de dinero,
la vida que llevaba era como estar dentro de una jaula, y salirse de esa jaula
estaba prohibido. Yo quería una vida junto a la gente de pueblo, donde las
costumbres son sencillas y donde es casi imposible sentirse un inútil. Yo
quería ayudar, servir, incluso alguna vez pensé en ser monja, pero mi padre se
escandalizó y se negó rotundamente, no quería nada que tuviera que ver con la
iglesia…” Lina se atrevió a preguntar, algo que hace rato le daba vueltas sin
decidirse, “¿Su padre es el que era doctor, verdad? lo digo porque no hay muchos
Ballesteros por aquí” Elena miró a la vieja que preguntaba con toda ternura y
asintió sin decir palabra. La noticia de que el médico se había ido preso, no
había pasado inadvertida para nadie en el pueblo y en todos sus alrededores, tanto el
médico, como el cura, eran personas importantes y reconocidos, sin embargo, la
razón por la que se lo llevó la justicia, se multiplicó en media docena de
versiones distintas, pero a los viejos, aquello no les interesaba, “¿Y su mamá,
no estará preocupada por usted?” preguntó Lina con toda la humildad del mundo,
Elena negó con la cabeza, “Ella murió hace muchos años…” No era necesario dar
más detalles, pero lo cierto, era que su madre había enloquecido, le habían
diagnosticado personalidades múltiples, a veces, recuerda Elena, era como si
otras personas completamente distintas y opuestas, se apropiaran de su mente. Al
final había terminado suicidándose. “Bien…” dijo Tata, poniéndose de pie, “…no
se habla más del asunto, usted puede quedarse aquí el tiempo que quiera. Se
nota de lejos que usted es una buena persona y las buenas personas son
bienvenidas en todos lados” En ese mismo momento comenzaron a caer los primeros
goterones de lo que sería una generosa lluvia.
En
casa de Ismael, éste preparaba un lecho para él en el cuarto de su hijo, la
cama de Úrsula estaba destrozada y su dormitorio aún con vestigios desagradables en
los muros y en los recuerdos de la muchacha, por lo que ésta dormiría junto a
su madre. Comenzó la lluvia a anunciarse y la ropa de Úrsula que se había
lavado durante el día con agua hirviendo, terminó colgando en su cuarto vacío
en improvisados tendederos. Una hora después y poco antes de que el día se
terminara, se desató el aguacero, el doctor Cifuentes leía los papeles que le
había dado el cura sentado en el mismo escritorio donde Ballesteros los había
escrito tiempo atrás, la misma lámpara lo iluminaba, y también a los fetos, que
a ratos parecían moverse dentro de sus frascos y cobrar vida, con el efecto de
sombras que provocaba la trémula llama que los iluminaba. El caso de Isabel
Vásquez le pareció particularmente interesante, los sucesos que describía eran
increíbles, sobre todo los inexplicables síntomas padecidos por el paciente que,
el doctor Ballesteros describió como pertenecientes a una enfermedad rara y sin precedentes. La
narración de la autopsia realizada al cadáver, carecía de toda credibilidad, un
bebé engendrado bajo tierra, era una locura, pero había algo que, estaba ahí, y
que no podía ignorar: el feto sin rastros de su cordón umbilical; era real,
tangible, pero al mismo tiempo imposible de que existiera. El doctor Cifuentes se
restregó los ojos por debajo de las gafas, estaba cansado, tenía hambre y afuera
la lluvia caía como si se hubiese roto el cielo.
Fin
de la Segunda parte.
León Faras.
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