lunes, 1 de octubre de 2018

Autopsia. Segunda parte.


XVII.

Elena, luego de lavarse la cara y las manos, estaba sentada a la mesa frente al viejo Tata y al lado de Lina para aclarar un poco lo que había sucedido: ese señor que había aparecido en su casa, hace un rato, no era ningún agente de la justicia, era un hombre claramente acaudalado, de buena familia y situación, que actuaba por sus propios medios “…y que andaba buscando a su hermana, una señorita de nombre Elena, ¿Es usted, verdad?” preguntó Tata, Elena asintió, el viejo continuó, rascándose detrás de la oreja, “Mire, no es que queramos que usted se vaya, ¿Verdad Lina?...” Lina asintió con la cabeza y le tomó las manos a la muchacha, el viejo continuó, “…más bien, todo lo contrario, estamos muy contentos de que usted y Clarita nos acompañen, pero, si usted es la hermana de ese señor, entonces usted también tiene una buena situación económica, ¿No estaría mejor, más cómoda y segura, junto a su familia?” Elena, explicó que cuando llegó a vivir junto a su padre, lo hizo con la idea de alejarse de su círculo familiar y de la vida que llevaban, una vida de lujos ridículos y vacíos, de costumbres monótonas e innecesarias y dónde ella, como mujer, era una completa inútil que apenas, y si se esforzaba mucho, podría encontrar algún día, un marido rico que le diera “la vida que se merecía”, y si tenía mucha suerte, joven y apuesto también, para que ella pudiera seguir manteniendo su nivel de vida y sus amistades, “…pues todo eso, no digo que esté mal…” continuó Elena, aún tomada de la mano con Lina, “…sólo digo que para mí no estaba bien. Sí, vengo de una familia con buena situación económica, pero yo no tengo dinero, ni tampoco me prepararon de ninguna manera para obtener algo de dinero, la vida que llevaba era como estar dentro de una jaula, y salirse de esa jaula estaba prohibido. Yo quería una vida junto a la gente de pueblo, donde las costumbres son sencillas y donde es casi imposible sentirse un inútil. Yo quería ayudar, servir, incluso alguna vez pensé en ser monja, pero mi padre se escandalizó y se negó rotundamente, no quería nada que tuviera que ver con la iglesia…” Lina se atrevió a preguntar, algo que hace rato le daba vueltas sin decidirse, “¿Su padre es el que era doctor, verdad? lo digo porque no hay muchos Ballesteros por aquí” Elena miró a la vieja que preguntaba con toda ternura y asintió sin decir palabra. La noticia de que el médico se había ido preso, no había pasado inadvertida para nadie en el pueblo y en todos sus alrededores, tanto el médico, como el cura, eran personas importantes y reconocidos, sin embargo, la razón por la que se lo llevó la justicia, se multiplicó en media docena de versiones distintas, pero a los viejos, aquello no les interesaba, “¿Y su mamá, no estará preocupada por usted?” preguntó Lina con toda la humildad del mundo, Elena negó con la cabeza, “Ella murió hace muchos años…” No era necesario dar más detalles, pero lo cierto, era que su madre había enloquecido, le habían diagnosticado personalidades múltiples, a veces, recuerda Elena, era como si otras personas completamente distintas y opuestas, se apropiaran de su mente. Al final había terminado suicidándose. “Bien…” dijo Tata, poniéndose de pie, “…no se habla más del asunto, usted puede quedarse aquí el tiempo que quiera. Se nota de lejos que usted es una buena persona y las buenas personas son bienvenidas en todos lados” En ese mismo momento comenzaron a caer los primeros goterones de lo que sería una generosa lluvia. 

En casa de Ismael, éste preparaba un lecho para él en el cuarto de su hijo, la cama de Úrsula estaba destrozada y su dormitorio aún con vestigios desagradables en los muros y en los recuerdos de la muchacha, por lo que ésta dormiría junto a su madre. Comenzó la lluvia a anunciarse y la ropa de Úrsula que se había lavado durante el día con agua hirviendo, terminó colgando en su cuarto vacío en improvisados tendederos. Una hora después y poco antes de que el día se terminara, se desató el aguacero, el doctor Cifuentes leía los papeles que le había dado el cura sentado en el mismo escritorio donde Ballesteros los había escrito tiempo atrás, la misma lámpara lo iluminaba, y también a los fetos, que a ratos parecían moverse dentro de sus frascos y cobrar vida, con el efecto de sombras que provocaba la trémula llama que los iluminaba. El caso de Isabel Vásquez le pareció particularmente interesante, los sucesos que describía eran increíbles, sobre todo los inexplicables síntomas padecidos por el paciente que, el doctor Ballesteros describió como pertenecientes a una enfermedad rara y sin precedentes. La narración de la autopsia realizada al cadáver, carecía de toda credibilidad, un bebé engendrado bajo tierra, era una locura, pero había algo que, estaba ahí, y que no podía ignorar: el feto sin rastros de su cordón umbilical; era real, tangible, pero al mismo tiempo imposible de que existiera. El doctor Cifuentes se restregó los ojos por debajo de las gafas, estaba cansado, tenía hambre y afuera la lluvia caía como si se hubiese roto el cielo.

Fin de la Segunda parte.



León Faras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario