miércoles, 26 de septiembre de 2018

Autopsia. Segunda parte.


XVI.

Gracia no apareció, sino, hasta pasado el mediodía. Clarita estaba muy intranquila, como quien ha perdido algo muy valioso, nunca su hermana la dejaba sola tantas horas y ahora no la había vuelto a ver desde que se durmió por la noche. Hasta temía que le hubiese pasado algo, temor que nadie parecía tomarse en serio. El desayuno había estado, fabuloso, sobre todo para Elena, quien, en toda su vida, nunca había probado una leche tan fresca, que aún viniera tibia del cuerpo del animal, acompañada de un trozo de queso derretido en el fuego antes de esparcirse y pegotearse en una hogaza de pan, grande y gorda que no cabía en la boca. Aprendió de la vieja Lina como era que la harina, ese polvo pálido e insípido, se convertía en una crujiente y apetitosa hogaza de pan caliente, cosa que de niña, ya había visto hacer a las empleadas de su casa, pero a lo que jamás le permitieron acercarse, pues era una labor que, supuestamente, jamás necesitaría aprender en toda su vida. Aprendió de Clarita, a ordeñar las cabras y del viejo Tata, los misteriosos secretos para convertir las horrorosamente amargas aceitunas del árbol, en los deliciosos frutos que luego llegaban a la mesa usando, principalmente, ceniza y agua caliente; Elena se preguntaba, a quién se le hubiese ocurrido semejante idea. Recorrieron, junto con Clarita, los bellos parajes cercanos, acompañadas de Nube y Satanás, quienes no dejaban de mordisquearse y perseguirse ni un minuto del día. Allí estaban, junto al arrollo inagotable que descendía de la montaña, cuando Gracia apareció. Clarita, saltó de alegría, pero luego se puso muy seria y la regañó, como una madre preocupada por un hijo que la ha hecho pasar un buen susto, por desaparecerse tantas horas sin avisarle nada. Elena estaba tomando agua con una mano, miró a Clarita cómo peleaba con su hermana invisible, sonrió y siguió en lo suyo, ya se comenzaba a acostumbrar al extraño comportamiento de la niña. En ese momento, Clarita aspiró una bocanada de aire, abrió bien los ojos y la miró con cara de espanto. A Elena se le caía el agua que tenía acunada en la mano esperando una explicación, “No oíste nada de lo que dijo Gracia, ¿verdad?” dijo la niña, con complicidad, Elena negó con la cabeza, “Dice que en nuestra casa…” refiriéndose a la casucha destartalada en el campo de olivos, “…hubieron hombres montados a caballo buscándote esta mañana” Elena se puso de pie despacio, oteando los alrededores, “¿Estás segura?” Clarita asintió mordiéndose los labios, “Sí, dice que se fueron, pero que luego regresaron con perros…” Elena estaba asustada, de seguro la habían denunciado por la puñalada al cura y ahora la justicia estaba tras sus pasos, ahora además, era una delincuente prófuga, ¿O una asesina? ¿Cómo estaría el padre Benigno? ¿Estaría muerto? De un minuto a otro, toda su tranquilidad se desmoronaba, “Ajá, y si los perros son buenos, puede que lleguen hasta aquí” Concluyó la niña, repitiendo lo que su hermana decía. Elena, estaba angustiada, “¡Ay Dios mío, y qué voy a hacer yo ahora?” dijo la muchacha llevándose una mano a la frente, como si se estuviera revisando la temperatura, Clarita la tomó por la otra mano y se la llevó de vuelta a la casa, “Ven, vamos a contarle todo a Lina, ella sabrá qué hacer”

La vieja Lina bordaba una tela a menos de diez centímetros de distancia de sus ojos, cuando Clarita entró corriendo trayendo casi a la rastra a Elena que, más que angustiada, ahora se veía agotada. Lina escuchó la atropellada historia de Clarita, y comprendió poco más que lo esencial, “¿Y tú necesitas que no te encuentren, verdad?” Elena, respondió que sólo quería un par de cosas, que echaría a correr hacia la montaña y que allí buscaría un lugar donde esconderse, pero la vieja desechó su idea como si se tratara de la cosa más estúpida del mundo “Nada de eso, niña. La montaña es tan hermosa como peligrosa, además, Dios te ampare si te pierdes y se te oscurece ahí arriba, te perderías, y las noches allá arriba son las más largas del mundo” “Además, los perros pueden seguirte hasta allá arriba, ¿verdad, Lina?” agregó Clarita levantando las cejas. Llamaron al viejo Tata y este dio su veredicto, “Bueno, podemos cavar un hoyo y meterla dentro, si quieren…” Las tres, de la más vieja a la más pequeña, se quedaron con la boca abierta y una ceja un poco más arriba que la otra, hasta que el viejo rió y agregó, “…es decir, puedes meterte bajo una cama o subirte arriba hasta el tejado, no importa, ningún escondite es completamente seguro, pero en mi experiencia, el mejor escondite de todos, es a plena vista…” las tres se miraron, ¿Qué clase de escondite era ese? Tata continuó “…como aquel hombre que se disfrazaba de mendigo y borracho; galante y zalamero, se paseaba por delante de los hombres más poderosos, y estos incluso le daban limosnas. Solo que, aquellos hombres poderosos, pagaban una fortuna por la cabeza de aquel hombre, y éste, al final le devolvió todas las monedas que le habían dado, para mostrarles todas las veces que lo tuvieron en frente y nunca lo reconocieron para capturarlo” “Pero es que yo no puedo disfrazarme de borracho…” protestó Elena, el viejo la miró de arriba abajo, la muchacha todavía estaba vestida de hombre, “Mírate, sólo necesitas cortarte un poco el cabello, yo te prestaré un sombrero y necesitarás un poco de tierra en la cara y en las manos. El resto sólo será mantener la boca cerrada y la cabeza gacha” Elena casi prefería meterse bajo una cama, pero al final aceptó, “Pero ¿Y los perros?” insistió Clarita, el viejo Tata le acarició la cabeza, “Por eso, no te preocupes, las cabras se encargarán de eso…” y luego agregó mientras se iba, “…las condenadas tienen un olor más fuerte que el orgullo”

Efectivamente, aquel día por la tarde, se acercó Ignacio Ballesteros, acompañado de uno de sus hombres, a la casa del viejo Tata. El resto del grupo, estaba desperdigado por la zona, tratando de cubrir el mayor terreno posible antes de que cayera la noche. Los perros habían encontrado un rastro, pero ese rastro iba y venía, y el problema eran precisamente las cabras, su olor, sobre todo el de sus orines, era de constante dominio, y no se necesitaba ser un sabueso para notarlo. Bruno ya había alertado de su presencia a lo lejos, y Satanás junto a Nube, no esperaron para acercarse lo más posible a los caballos para ladrarles con toda elocuencia, a las patas de éstos. La vieja Lina y Clarita estaban dentro de la casa, junto a la ventana, desgranando habas. La niña se asomó a la puerta. El hombre que acompañaba a Ignacio se bajó de su caballo, “Clarita, aquí estabas ¿Cómo has estado?” Ante la nula respuesta de la niña, el hombre se volteó hacia Ignacio, “Esta es la niña que vive en la casucha que encontramos…” Ignacio también bajó de su caballo, saludó a la vieja Lina que también se había parado en la puerta de su casa, y se presentó como el acongojado hermano de la tristemente desaparecida Elena Ballesteros. Clarita miró a la vieja Lina y la vieja Lina miró a Clarita, “Ni yo ni mi hermana, hemos visto a nadie por aquí” Ignacio la miró como si hubiese sido insultado “¡Dices que esta señora es tu hermana?” Clarita lo miró como si se tratara de un idiota, “¡Ésta, es mi hermana!” dijo, apuntando un espacio vacío a su lado. El hombre, con una mirada, le recordó a Ignacio que ya le habían advertido que esa niña estaba un poco mal de la cabeza, “¿Y el viejo Tata, dónde está?” preguntó el hombre sonriendo amistoso.

Elena se había cortado el pelo como un chico, se había puesto un viejo sombrero de Tata y había cogido una horqueta para apilar el forraje que se almacenaba para dar de comer a las cabras en el invierno, dentro de un pequeño granero tras la casa. El viejo le había aconsejado mantener la cabeza gacha, el ceño apretado y que usara el dorso de la mano para limpiarse la nariz o secarse la frente. Que se amarrara un pañuelo en el cuello, como lo hacían los hombres en el campo y que se ensuciara un poco las manos y las uñas, pues un chico que trabajara, jamás tenía las uñas limpias. De esa manera Elena pasó a llamarse Joaquín, un nombre que eligió Tata por ser el nombre de su hermano menor, muerto hace años. El hombre llegó hasta allí saludando a Tata como a un viejo amigo, Tata esperaba a agentes de la justicia y le pareció inesperado ver al hombre, pero éste le explicó que un forastero les pagaba bien por buscar a una muchacha desaparecida “…Y tú sabes bien, que para mí, que me paguen por pasear a caballo, es como que me paguen por comer…” explicó, sonriendo complacido, “Oye, ¿Y quién es el muchacho ese, es pariente tuyo?” preguntó, refiriéndose a Elena, Tata respondió que no, que no era ningún pariente, pero la costumbre lo obligaba a nombrar la procedencia del muchacho, el viejo dijo lo primero que se le vino a la mente, “Es Joaquín. Él es el hijo de Rubén…” El hombre miró a Elena, curioso. Elena se limpió la nariz con el dorso de la mano y siguió trabajando, “¿Del finado? Éste no lo conocía, y eso que yo he ido a esa casa varias veces a comprar y vender animales…” dijo el hombre, asumiendo de quién se hablaba. Tata, inteligente, simplemente le siguió la corriente, se le acercó al oído para hablarle muy despacio “con otra mujer… o por lo menos, eso es lo que se dice…” El hombre asintió con un “Ah…” bastante largo, y la cosa quedó ahí. Entonces llegó Ignacio Ballesteros “¿Alguna novedad sobre mi hermana?” preguntó desde las alturas de su caballo, Elena lo reconoció enseguida, y su primer impulso fue acercarse, aliviada de que no fuera la justicia quien la buscaba, pero se detuvo, bajó la cabeza y siguió trabajando, Tata notó aquello, la muchacha sabía que su hermano, no se encargaría de ella por mucho tiempo, que más temprano que tarde, la dejaría en casa de sus refinadas y alarmistas tías, o de su quejosa madrina con toda su prole de vagos, y se desentendería de ella como se desentiende de uno de sus acaudalados e hipocondriacos pacientes, a los que suele atender, para continuar con su vida, una vida en la que su hermana, definitivamente, no encajaba. “¿Hermana?” repitió Tata. El hombre lo cogió por el brazo, “La señorita de la que te hablé que está desaparecida, es la hermana del señor” explicó, y luego se dirigió a Ballesteros, “No jefe, acá los caballeros, no han visto a ninguna señorita perdida…” Ignacio miró a Elena, pero no vio ni rastro de su hermana en el desaliñado y mugriento muchacho que trabajaba, “Bien…” dijo Ignacio, con algo de irritación en las fosas nasales, “…vamos a continuar antes de que se acabe el día” El hombre se despidió de Tata con unas amigables palmadas en la espalda y siguió a su jefe “Vamos, tengo el presentimiento de que estamos cerca” dijo, no sin algo de sarcasmo en su tono.

León Faras.

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