sábado, 15 de septiembre de 2018

Autopsia. Segunda parte.


XV.

Ya era pasado el mediodía, cuando llegaron con Úrsula a su casa; las labores de limpieza aún estaban muy lejos de terminarse. Lucila preparaba el almuerzo, mientras Ismael y su hijo hervían fondos de agua con ropa  y raspaban polvo negro de las paredes y el cielo. La muchacha fue recibida por su madre, quien la abrazó con cariño a penas bajó del coche y por los perros, que también le dieron su aprobación, definitivamente, Úrsula se veía más recuperada, con ánimo y más tranquila. Mucho más recuperada sin la agobiante y absorbente presencia de ese niño, del que, a propósito, no se tenía ninguna noticia aún. Luego, Rupano los llevó a ambos de vuelta a la casa del médico, ya que el sacerdote quería evitar la presencia de su indiscreta ama de llaves y sobre todo la de Berta. El doctor sirvió dos tazas de té y se sentaron a conversar. Hace algún tiempo, contaba el cura, un hombre llegó a la iglesia a verme, un hombre muy conocido por todos en el pueblo. Venía muy sucio y oliendo mal, como si no se hubiese aseado ni lo más mínimo en varios días. Estaba muy alterado, angustiado, incluso asustado. Hablaba con insistencia que necesitaba ser perdonado por algo muy malo que había hecho y algo muy malo que estaba a punto de hacer. El hombre, entre llantos y balbuceos, repetía que no sabía cómo ni por qué lo había hecho, pero que no había tenido más alternativa, que lo que había hecho y lo que haría, era por pura desesperación. Dios nos ha abandonado, es lo que repetía una y otra vez. Había perdido la paz y la cordura completamente y prácticamente de un día para otro. Me fue imposible que se tranquilizara y aunque le repetí que sólo podía ayudarlo si se calmaba y me explicaba paso a paso qué era aquello que lo atormentaba, no lo conseguí. Es justo admitir que yo tampoco fui el sacerdote acogedor y tolerante que ese hombre necesitaba en ese momento. Se fue del templo tan angustiado como llegó y cumplió lo que había dicho, sí había algo muy malo que estaba a punto de hacer: esa misma noche se colgó de un árbol. Ese hombre se llamaba Rubén Hurieta y era el hombre que hace algunos días, se había ofrecido gustoso para llevarse a María Cruces, la hermana de Berta y antigua ama de llaves del doctor Ballesteros, a casa de su familia, cuando ésta se quedó sin trabajo momentáneamente. El suceso pasó como el caso de un pobre hombre que se había vuelto loco de una forma que nadie, ni siquiera su familia, se podía explicar sin recurrir a supersticiones o falsas creencias, por supuesto, y que había acabado de la peor manera. Sí, ahora sabemos que María nunca llegó a casa de su hermana y que, lo que fuera que sucedió en ese viaje, hizo desaparecer a la mujer y enloqueció a Rubén. Varios días después, apareció la tumba de la Sin nombre, aunque, es imposible saber exactamente cuándo, porque tenía una cruz puesta que pertenecía a otro difunto y nadie lo había notado. Lo que había ahí, podía ser cualquier cosa, pero según mis registros, nada que tuviera las exequias eclesiásticas de mi parte, “¿Y qué había ahí, o mejor dicho… quién?” preguntó el doctor, quien aún no había bebido ni un sorbo de su té. El sacerdote continuó: decidimos excavar la tumba, pensamos que habría un animal, tal vez un objeto o mejor aún, esperábamos que estuviera vacía, que no era más que una tonta broma de alguien, pero había un cuerpo metido dentro de un saco, que llevaba varios días ahí, muy maltratado, con varios huesos… evidentemente rotos, quebrados a la mitad y que pertenecía a una mujer, sólo eso pudimos averiguar. El doctor le dio un sorbo a su té, uno muy pequeño, casi un beso, “¿No había algo que la pudiera identificar, la ropa, algún objeto, alguna característica de su rostro?” El cura se llevó el puño a la boca con la vista fija en el suelo, aunque no miraba nada en específico. No era nada agradable la imagen que se le venía a la mente en ese momento “Era un cuerpo deteriorado por la muerte, desnudo y…” El padre Benigno tomó aire “…decapitado. La cabeza nunca la encontramos” El doctor, se puso de pie para procesar la historia con un pequeño paseo por la habitación, “¿Está sugiriendo que esa mujer, la sin nombre, pudo ser María?” “Puede ser… o puede que no ¿Cómo saberlo? Tiene casi un año sepultada. En estos momentos es sumamente irresponsable asegurarlo o desmentirlo” respondió el cura con un cierto aire indefenso en la voz. Cifuentes continuo, “Y la historia de ese hombre… ¿Cómo se llamaba… Rubén? ¿Es porque usted piensa que él pudo ser el responsable?” El cura asintió pensativo, pero luego se apresuró a negar con la cabeza, “Sólo Dios lo sabe. Pero, ahora que sabemos que María nunca llegó donde su hermana… no lo sé, parece obvio, ¿no? Pero déjeme decirle una cosa, doctor, el Rubén que todos conocimos y el que llegó a la iglesia aquel día, eran dos hombres completamente diferentes. Créame, de no ser por esa última visita a la iglesia, dudaría incluso que hubiese sido capaz de colgarse él mismo. Por lo mismo, es que accedí a darle cristiana sepultura, a pesar de su execrable decisión final” el sacerdote le dirigió una mirada al médico como si fuera su propia inocencia la que estaba siendo puesta en duda, Cifuentes, sin embargo, se guardó para sí sus pensamientos. “Bueno, doctor, acompáñeme, quiero mostrarle algo, pero será después de comer, Guillermina debe tener lista la comida” dijo Benigno, poniéndose de pie y llevándose al médico a su casa.

Benigno, comía tres veces al día, y por lo general, lo hacía solo en su despacho, rara vez tenía alguna visita  para comer y nunca se sentaba a la misma mesa junto con Guillermina, para él, el acto de comer, era un momento de mesura, de silencio, de austeridad; para ella, por el contrario, las comidas eran momento de reunión, de compartir, de disfrutar. Ella, no soportaba comer sola, eso le apretaba el estómago, le robaba el apetito, le extinguía toda motivación por alimentarse, a él le pasaba exactamente lo mismo con las multitudes, los banquetes, las mesas atiborradas de comida. Su estómago se asustaba, se empequeñecía, se cerraba hasta no dejar pasar nada más que café o algún que otro bocadillo. Esa gravedad para comer, Cifuentes la comprendió rápido y bien, su padre, era muy similar: la hora de la comida era el único momento del día en el que, los cinco hermanos, los cinco, varones, se quedaban quietos y guardaban silencio en un mismo lugar y al mismo tiempo, gracias a la disciplina del padre. Guillermina, por su lado, estaba más que conforme, pues tenía a Berta y Rupano para acompañar su almuerzo. Después de comer, les sirvió café y les anunció que ella saldría por unos momentos, pues ella y Rupano iban a dejar a Berta a la estación. Parada en la puerta estaba esta última para despedirse del cura, “Muchas gracias por todo, Padre, no me voy muy tranquila, pero al menos sé, que cualquier cosa que sepan sobre mi hermana, me la harán saber…” Guillermina, a su lado, asentía circunspecta. Berta, continuó, “…rece por mi hermana Padre, se lo ruego, donde quiera que esté, para que Diosito la proteja y podamos encontrarnos pronto. Hasta luego Padre, y muchas gracias por todo” Benigno despidió a las mujeres con prudente amabilidad, esa amabilidad incómoda de quien no está acostumbrado a las muestras de afecto, y se quedó solo con el doctor, lo que le acomodaba mucho para mostrarle lo que le quería mostrar. De su gabinete sacó dos frascos y los puso sobre el escritorio, “¿Qué ve aquí, doctor?” Cifuentes dejó su café sobre la mesa y se acercó, “Dos fetos humanos, de unos cuatro meses, aproximadamente, uno gravemente dañado por… fuego, me parece. ¿Por qué los tiene aquí, Padre?” Benigno estaba de pie junto a él, recto y con las manos atrás, como un maestro que espera que, su alumno aventajado, conozca las respuestas sin necesidad de que él se las diga, “¿Nota algo especial en ellos?” Cifuentes se acomodó los anteojos y observó de cerca el feto mejor conservado. Y sí, lo notó en seguida, “Esto no es posible… no hay rastros de ombligo ni de cordón umbilical ¿De dónde los sacó?” Benigno cogió el frasco y lo dejó sobre el escritorio, luego se dejó caer en la silla tras éste, “Los tenía su antecesor, Horacio Ballesteros. Su historia para explicar de dónde los sacó, es sencillamente inverosímil…” “Ah sí, lo conocí esta mañana en la prisión. El jefe de los guardias me advirtió que estaría ahí. Un hombre impertinente, me pareció a mí, aunque supongo que la prisión tiene mucho que ver en eso” respondió Cifuentes con honestidad, Benigno se complació de que, el doctor, no compatibilizara con Ballesteros. “Tengo una cosa más para usted…” dijo el cura poniéndose de pie y hurgando la parte baja de otro de sus muebles. Sacó de ahí una gruesa porción de papeles atados con un cordón, que levantaron polvo al caer sobre el escritorio “… ¿algo de literatura para antes de dormir, doctor?” agregó el sacerdote. Era imposible asegurar si aquello pretendía ser gracioso o era completamente en serio. Aquellos papeles eran las anotaciones del doctor Ballesteros, en ellos, el médico había anotado paso a paso el extraño caso de Isabel Vásquez y muchos otros detalles e ideas que consideró dignas de reseñar, como en una especie de bitácora o diario personal. El cura, continuó “…yo sólo lo hojeé, pero no leí nada de eso, no lo consideré pertinente en su momento, además, me temo que mucho de ese lenguaje no lo hubiese comprendido debidamente. Pero usted sí, quién sabe, tal vez descubra algo interesante.” Concluyó el sacerdote.



León Faras.

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