XV.
Ya era pasado el mediodía, cuando
llegaron con Úrsula a su casa; las labores de limpieza aún estaban muy lejos de
terminarse. Lucila preparaba el almuerzo, mientras Ismael y su hijo hervían fondos
de agua con ropa y raspaban polvo negro
de las paredes y el cielo. La muchacha fue recibida por su madre, quien la
abrazó con cariño a penas bajó del coche y por los perros, que también le dieron
su aprobación, definitivamente, Úrsula se veía más recuperada, con ánimo y más
tranquila. Mucho más recuperada sin la agobiante y absorbente presencia de ese
niño, del que, a propósito, no se tenía ninguna noticia aún. Luego, Rupano los
llevó a ambos de vuelta a la casa del médico, ya que el sacerdote quería evitar
la presencia de su indiscreta ama de llaves y sobre todo la de Berta. El doctor
sirvió dos tazas de té y se sentaron a conversar. Hace algún tiempo, contaba el
cura, un hombre llegó a la iglesia a verme, un hombre muy conocido por todos en
el pueblo. Venía muy sucio y oliendo mal, como si no se hubiese aseado ni lo
más mínimo en varios días. Estaba muy alterado, angustiado, incluso asustado.
Hablaba con insistencia que necesitaba ser perdonado por algo muy malo que
había hecho y algo muy malo que estaba a punto de hacer. El hombre, entre
llantos y balbuceos, repetía que no sabía cómo ni por qué lo había hecho, pero
que no había tenido más alternativa, que lo que había hecho y lo que haría, era
por pura desesperación. Dios nos ha abandonado, es lo que repetía una y otra
vez. Había perdido la paz y la cordura completamente y prácticamente de un día
para otro. Me fue imposible que se tranquilizara y aunque le repetí que sólo
podía ayudarlo si se calmaba y me explicaba paso a paso qué era aquello que lo
atormentaba, no lo conseguí. Es justo admitir que yo tampoco fui el sacerdote acogedor
y tolerante que ese hombre necesitaba en ese momento. Se fue del templo tan
angustiado como llegó y cumplió lo que había dicho, sí había algo muy malo que
estaba a punto de hacer: esa misma noche se colgó de un árbol. Ese hombre se
llamaba Rubén Hurieta y era el hombre que hace algunos días, se había ofrecido gustoso
para llevarse a María Cruces, la hermana de Berta y antigua ama de llaves del
doctor Ballesteros, a casa de su familia, cuando ésta se quedó sin trabajo
momentáneamente. El suceso pasó como el caso de un pobre hombre que se había
vuelto loco de una forma que nadie, ni siquiera su familia, se podía explicar
sin recurrir a supersticiones o falsas creencias, por supuesto, y que había
acabado de la peor manera. Sí, ahora sabemos que María nunca llegó a casa de su
hermana y que, lo que fuera que sucedió en ese viaje, hizo desaparecer a la
mujer y enloqueció a Rubén. Varios días después, apareció la tumba de la Sin
nombre, aunque, es imposible saber exactamente cuándo, porque tenía una cruz
puesta que pertenecía a otro difunto y nadie lo había notado. Lo que había ahí,
podía ser cualquier cosa, pero según mis registros, nada que tuviera las
exequias eclesiásticas de mi parte, “¿Y qué había ahí, o mejor dicho… quién?”
preguntó el doctor, quien aún no había bebido ni un sorbo de su té. El
sacerdote continuó: decidimos excavar la tumba, pensamos que habría un animal,
tal vez un objeto o mejor aún, esperábamos que estuviera vacía, que no era más
que una tonta broma de alguien, pero había un cuerpo metido dentro de un saco,
que llevaba varios días ahí, muy maltratado, con varios huesos… evidentemente
rotos, quebrados a la mitad y que pertenecía a una mujer, sólo eso pudimos
averiguar. El doctor le dio un sorbo a su té, uno muy pequeño, casi un beso,
“¿No había algo que la pudiera identificar, la ropa, algún objeto, alguna
característica de su rostro?” El cura se llevó el puño a la boca con la vista
fija en el suelo, aunque no miraba nada en específico. No era nada agradable la
imagen que se le venía a la mente en ese momento “Era un cuerpo deteriorado por
la muerte, desnudo y…” El padre Benigno tomó aire “…decapitado. La cabeza nunca
la encontramos” El doctor, se puso de pie para procesar la historia con un
pequeño paseo por la habitación, “¿Está sugiriendo que esa mujer, la sin
nombre, pudo ser María?” “Puede ser… o puede que no ¿Cómo saberlo? Tiene casi
un año sepultada. En estos momentos es sumamente irresponsable asegurarlo o desmentirlo”
respondió el cura con un cierto aire indefenso en la voz. Cifuentes continuo,
“Y la historia de ese hombre… ¿Cómo se llamaba… Rubén? ¿Es porque usted piensa
que él pudo ser el responsable?” El cura asintió pensativo, pero luego se
apresuró a negar con la cabeza, “Sólo Dios lo sabe. Pero, ahora que sabemos que
María nunca llegó donde su hermana… no lo sé, parece obvio, ¿no? Pero déjeme
decirle una cosa, doctor, el Rubén que todos conocimos y el que llegó a la
iglesia aquel día, eran dos hombres completamente diferentes. Créame, de no ser
por esa última visita a la iglesia, dudaría incluso que hubiese sido capaz de
colgarse él mismo. Por lo mismo, es que accedí a darle cristiana sepultura, a
pesar de su execrable decisión final” el sacerdote le dirigió una mirada al
médico como si fuera su propia inocencia la que estaba siendo puesta en duda, Cifuentes,
sin embargo, se guardó para sí sus pensamientos. “Bueno, doctor, acompáñeme, quiero
mostrarle algo, pero será después de comer, Guillermina debe tener lista la
comida” dijo Benigno, poniéndose de pie y llevándose al médico a su casa.
Benigno,
comía tres veces al día, y por lo general, lo hacía solo en su despacho, rara
vez tenía alguna visita para comer y
nunca se sentaba a la misma mesa junto con Guillermina, para él, el acto de
comer, era un momento de mesura, de silencio, de austeridad; para ella, por el
contrario, las comidas eran momento de reunión, de compartir, de disfrutar.
Ella, no soportaba comer sola, eso le apretaba el estómago, le robaba el
apetito, le extinguía toda motivación por alimentarse, a él le pasaba
exactamente lo mismo con las multitudes, los banquetes, las mesas atiborradas
de comida. Su estómago se asustaba, se empequeñecía, se cerraba hasta no dejar
pasar nada más que café o algún que otro bocadillo. Esa gravedad para comer,
Cifuentes la comprendió rápido y bien, su padre, era muy similar: la hora de la
comida era el único momento del día en el que, los cinco hermanos, los cinco, varones,
se quedaban quietos y guardaban silencio en un mismo lugar y al mismo tiempo,
gracias a la disciplina del padre. Guillermina, por su lado, estaba más que
conforme, pues tenía a Berta y Rupano para acompañar su almuerzo. Después de comer,
les sirvió café y les anunció que ella saldría por unos momentos, pues ella y
Rupano iban a dejar a Berta a la estación. Parada en la puerta estaba esta
última para despedirse del cura, “Muchas gracias por todo, Padre, no me voy muy
tranquila, pero al menos sé, que cualquier cosa que sepan sobre mi hermana, me
la harán saber…” Guillermina, a su lado, asentía circunspecta. Berta, continuó,
“…rece por mi hermana Padre, se lo ruego, donde quiera que esté, para que
Diosito la proteja y podamos encontrarnos pronto. Hasta luego Padre, y muchas
gracias por todo” Benigno despidió a las mujeres con prudente amabilidad, esa
amabilidad incómoda de quien no está acostumbrado a las muestras de afecto, y
se quedó solo con el doctor, lo que le acomodaba mucho para mostrarle lo que le
quería mostrar. De su gabinete sacó dos frascos y los puso sobre el escritorio,
“¿Qué ve aquí, doctor?” Cifuentes dejó su café sobre la mesa y se acercó, “Dos
fetos humanos, de unos cuatro meses, aproximadamente, uno gravemente dañado
por… fuego, me parece. ¿Por qué los tiene aquí, Padre?” Benigno estaba de pie
junto a él, recto y con las manos atrás, como un maestro que espera que, su
alumno aventajado, conozca las respuestas sin necesidad de que él se las diga,
“¿Nota algo especial en ellos?” Cifuentes se acomodó los anteojos y observó de
cerca el feto mejor conservado. Y sí, lo notó en seguida, “Esto no es posible…
no hay rastros de ombligo ni de cordón umbilical ¿De dónde los sacó?” Benigno
cogió el frasco y lo dejó sobre el escritorio, luego se dejó caer en la silla tras
éste, “Los tenía su antecesor, Horacio Ballesteros. Su historia para explicar
de dónde los sacó, es sencillamente inverosímil…” “Ah sí, lo conocí esta mañana
en la prisión. El jefe de los guardias me advirtió que estaría ahí. Un hombre
impertinente, me pareció a mí, aunque supongo que la prisión tiene mucho que
ver en eso” respondió Cifuentes con honestidad, Benigno se complació de que, el
doctor, no compatibilizara con Ballesteros. “Tengo una cosa más para usted…”
dijo el cura poniéndose de pie y hurgando la parte baja de otro de sus muebles.
Sacó de ahí una gruesa porción de papeles atados con un cordón, que levantaron
polvo al caer sobre el escritorio “… ¿algo de literatura para antes de dormir,
doctor?” agregó el sacerdote. Era imposible asegurar si aquello pretendía ser
gracioso o era completamente en serio. Aquellos papeles eran las anotaciones
del doctor Ballesteros, en ellos, el médico había anotado paso a paso el extraño
caso de Isabel Vásquez y muchos otros detalles e ideas que consideró dignas de reseñar,
como en una especie de bitácora o diario personal. El cura, continuó “…yo sólo lo
hojeé, pero no leí nada de eso, no lo consideré pertinente en su momento, además,
me temo que mucho de ese lenguaje no lo hubiese comprendido debidamente. Pero usted
sí, quién sabe, tal vez descubra algo interesante.” Concluyó el sacerdote.
León Faras.
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