XII.
Ismael,
con el rostro tapado con un pañuelo, al mejor estilo de los asaltantes en las
películas de vaqueros, pasaba el dedo una y otra vez por los bordes del muro de la habitación
de Úrsula, donde estaba empotrada la cruz de madera, y no
lograba entender cómo podía haber sucedido una cosa así. Al retirar el dedo,
éste estaba negro, se lo miró con curiosidad, su hijo le señaló el cielo de la
habitación, parecía el cielo del túnel, por el que todos los días de los
últimos diez años, iba y venía la locomotora, es más, era como si hubiesen
encerrado una locomotora dentro del cuarto de Úrsula y le hubiesen encendido
las calderas con los fuegos del infierno: estaba completamente cubierto de
hollín, “Esto está más tiznado que la sartén de unos cuatreros…” comentó el
muchacho mientras cargaba un velador desvencijado. Ismael se tiró la punta del
pañuelo para descubrirse el rostro, y poder sobajearse la cara, contrariado. Su
hijo tal vez no lo había notado pero, no había rastros de fuego por ningún
lado: ni en la ropa, ni en los muebles, ni en el suelo o el cielo que eran de
madera, y ahora que lo pensaba, Úrsula tampoco había sufrido ninguna quemadura,
sin embargo, había más hollín ahí, que en la chimenea de un buque. Del niño, ni
rastros. Pensaron que luego de sacar y limpiar todo, encontrarían algo, con un
poco de suerte, tal vez el cuerpo sin vida de aquella terrible criatura, pero
nada, ni una luz y la incertidumbre, siempre es de lo peor. Sin embargo, algo
positivo sucedió: los perros volvieron a entrar a la casa, incluso a la
habitación de Úrsula, con la nariz pegada al suelo, interesadísimos en captar
los desagradables olores que impregnaban las tablas del piso y parte de las
paredes. Interesados, pero ya no asustados, eso, dentro de todo, era alentador.
Un
grupo de hombres montados a caballo, pagados y acompañados por Ignacio
Ballesteros, llegaron hasta la vieja y destartalada casucha en medio del huerto
de olivos, allí, el joven Ignacio se emocionó, había rastros seguros de que
alguien habitaba ese lugar: una vasija con algo de agua, un par de platos
lavados y apilados, unas flores puestas en un vaso roto. Incluso el lecho, que
parecía más el lecho de unos animales, evidenciaba que había sido acomodado por
una persona para pernoctar allí. Los hombres, por otro lado, no le dieron mayor
importancia: “…este lugar es usado por una chiquilla huérfana y un poco mal de
la cabeza que, por lo general, habita por estos alrededores. Clara, creo que la
llaman. Algunas personas le dan algo de ropa o alguna cosa para comer, pero
ella prefiere vivir sola y salvaje como los animalitos. Como ya le dije, está
un poco mal de la cabeza.” Ignacio miró al viejo que había hablado y se secó la
frente con el pañuelo, “Hay que encontrar a esa niña, tal vez sabe algo, tal
vez haya visto pasar a mi hermana o sabe hacia dónde se dirigía…” Uno de los
hombres le echó un vistazo a sus compañeros y luego sonrió con complicidad, bajando
la mirada y acariciando el cuello de su caballo. A Ignacio le pareció que se
burlaba de él, “Si tiene algo que decirme, dígalo” el hombre mordía una astilla
de madera. Se la quitó de la boca y escupió a un costado antes de hablar,
“Escuche jefe, no se disguste, pero todos aquí sabemos que hablar con esa
chiquilla, es como preguntarle por su señorita hermana, a los pájaros…” se dio
varios golpecitos en la sien con la punta de su dedo medio, y continuó “…no
está bien de la cabeza: habla con su perro y con los demás bichos y asegura que
tiene una hermana que nadie más ve, ¿Entiende? No importa si la encontramos o
no, ni tampoco lo que ella le diga. Le puede decir cualquier cosa y tenernos
buscando fantasmas todo el día. Por mí, no hay problema, pero es su dinero, y
seguro que quiere sacarle mejor provecho” Ignacio sorbió por la nariz
sonoramente y carraspeó. Tomaba una decisión, “¿Tú qué propones?””Perros…”
respondió el hombre y volvió a escupir en el suelo, luego agregó, “…puedo
conseguir un par de buenos perros que sigan un rastro” “Eso nos retrasaría
todavía más” alegó Ignacio impulsivamente. El hombre levantó las cejas y miró a
otro lado tomando una bocanada de aire, en un gesto de tener paciencia con el
testarudo, como cuando debes convencer a un borracho de que ha bebido más de lo
que quiere pagar, “Mire, ¿Alguna vez ha intentado botar un árbol con una sierra
mala o un hacha sin filo?” El hombre esperó dos segundos, pero no esperaba
respuesta, era obvio que el doctor jamás había intentado hacer nada parecido a
eso, luego continuó “…pues, puede romperse los brazos y trabajar todo un día,
completo, pero para nada. Es lo que estamos haciendo, jefe. Sin un rastro,
necesitará un ejército y varios días para cubrir todos los lugares posibles
donde buscar. Puede estar en cualquier parte” Ignacio estaba acostumbrado a
tener siempre la voz más autorizada para opinar y la razón más documentada para
imponer su voluntad, pero en este caso, estaba claro que debía escuchar a los
hombres que había contratado, “Bien, me parece bien, pero… los perros con los
que he salido a cazar, conocen la presa que deben perseguir, como los perros de
los guardias, recuerdan muy bien el olor de cada uno de los prisioneros que
custodian ¿Cómo harán para que sus perros sepan a quién deben buscar?” El
hombre sonrió ampliamente sin soltar la astilla de entre los dientes, estaba
realmente orgulloso de sus perros, “Son perros muy inteligentes, jefe, sólo
necesitan conocer el olor y no se detendrán hasta encontrar lo que buscan.
Hable con las monjas, seguro que ellas guardan alguna prenda de vestir de su
señorita hermana… y si es una prenda íntima, mejor…” Ignacio le echó la mano al
revólver que cargaba al cinto, indignado, el hombre, en cambio, mostró las
palmas de sus manos con inocencia y tranquilidad, y agregó “…no se ofenda,
jefe, pero la ropa de afuera siempre está pasada a otros olores: al humo de las
cocinas, a la grasa de las comidas, incluso a las plantas, flores o a otros
animales. Yo sólo le digo que la ropa de adentro, es mejor para esto. Allá
usted, si quiere o no” Ignacio se tragó la explicación, de mala gana, pero se
la tragó, “Nos reuniremos en el convento” gritó, y azotó su caballo para que
éste lo sacara de allí lo más rápido posible, luego de eso, el hombre miró a
sus compañeros con una sonrisa maliciosa que pronto se convirtió en carcajadas
generalizadas de burla.
Rogelio
Vargas, era un guardia en la prisión con el que nadie se metía, más que todo,
porque era un hombre extraño. Le faltaban dos dedos de su mano derecha, lo que
lo hacía un poco inhábil con el uso de ciertas armas, pero que compensaba con una
masa muscular difícil de desafiar y una brutalidad de carácter casi primitiva;
hosco y silencioso, rara vez intercambiaba más de dos palabras con alguien, cualidad
que se remarcaba cuando se emborrachaba: aunque la taberna estuviera abarrotada
de gente, él bebía solo, huraño, como el perro que, rabioso, cuida su plato de
comida aunque esté ya vacío y nadie esté interesado en quitárselo. Aquella mañana
Rogelio amaneció muerto. Sentado en el suelo sobre un charco de su propia
sangre ya reseca, exhibía ambos antebrazos cubiertos de profundos cortes,
especialmente en las muñecas. El arma utilizada, era un bonito puñal que
conservaba desde su juventud; yacía éste tirado en el piso junto a él, sobre la
sangre, desprendido de sus dedos ya sin fuerzas, luego de perder demasiado
fluido vital y de rebanarse varios tendones. Su rostro, de facciones toscas y severas,
había quedado congelado en una expresión de inocencia animal, surcado por suaves
marcas que bajaban de sus ojos y que, por extraño que pareciera, inequívocamente
habían sido dejadas por lágrimas. Sus ojos permanecían abiertos, fijos en el último
objetivo que tenían en frente antes de apagarse: la celda del doctor Horacio Ballesteros.
Éste había dado la alarma a gritos al despertarse por la mañana. Él, al igual que
el otro preso que estaba en una celda cercana, aseguró que había pasado la noche,
como era natural, durmiendo, y que nada había visto ni oído hasta despertarse por
la mañana, “…lamentablemente, ya era tarde para hacer algo por ese hombre” concluyó
el doctor, su testimonio. Por otro lado, ya habían enviado a alguien en busca del
médico del pueblo para que confirmara lo obvio: la muerte del sujeto y la causa.
León Faras.
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