jueves, 6 de julio de 2023

Lágrimas de Rimos. Tercera parte.

 

LI.



Yurba creía que tendría tiempo, aún era media tarde, el sol no se pondría hasta dentro de algunas horas y el ejército cizariano no llegaría hasta el ocaso, o eso creía él, porque cuando se metió en la ciudad, lo hizo por una calle lateral; un estrecho callejón que cruzó al galope buscando a alguien que le diera indicaciones sobre aquella dichosa bruja Gilda, pero no había nadie y la razón casi se estrella contra él al salir de la callejuela: el enorme Demirel y su no menos imponente espada Gindri estaban ahí, al mando de todo el ejército cizariano y del destacamento de Tronadores, que ahora contaba con siete cañones de los grandes y casi una veintena de los pequeños y que según su comandante, Furio, podían barrer con la mitad de la ciudad en menos de una hora si era necesario. Su puntería, también la de los pequeños, seguía siendo un completo asco, pero eso era lo de menos comparado con la impresión y el pánico que causaban en sus enemigos, una sensación embriagadora. Por cierto, en ese mismo momento, su creador, el viejo Larzo, después de muchos años de vida, vivía sus últimas horas en este mundo, su sangre se había debilitado por la avanzada edad y con ella todo su cuerpo. Se sentía cansado, casi no comía y respiraba con dificultad. Se había vuelto más benevolente su expresión en el rostro y hasta era más amable con quienes le rodeaban, que ya no eran muchos porque hace tiempo que se había alejado de lo que le quedaba de familia, solo una viuda y su hija que lo cuidaban y acompañaban en sus últimos días a cambio de unas monedas que él les daba mes a mes. Se sabía que el viejo había amasado una pequeña fortuna con su invento y que en alguna parte debía de estar oculta pero Larzo lo negaba con la resignación natural de los ancianos, como si la hubiese perdido toda en un mal negocio o en una desastrosa noche de apuestas hace muchos años, pero nadie estaba seguro de nada.



El comandante Demirel tenía fama de ser un hombre duro de temperamento difícil, pero leal y justo con sus hombres. Era sumamente sobrio y templado para todo, incluso para beber o para visitar prostitutas. Jamás reía ni hablaba sin una buena razón y aún conservaba la costumbre de llevar su espada a todas partes, a la que respetaba y veneraba como a una amante, pues estaba convencido de que Gindri lo seguiría protegiendo en la batalla mientras él no la deshonrara. Demirel era el comandante que todos querían tener en una batalla, porque luchaba en primera fila como uno más, con furor, inspirando y exaltando a todos con su ejemplo y no dejando a nadie atrás, pero la verdad es que el resto del tiempo nadie quería tenerlo demasiado rato cerca, porque era un amargado insoportable que podía ser tan introvertido y serio que parecía estar mal de la cabeza, como si algo muy grave estuviera sucediendo en su mente todo el tiempo, o algo muy malo. Como fuera, nadie le decía nada al respecto, por respeto a su considerable tamaño y sobre todo a Gindri, que no le dejaba solo ni a sol ni a sombra, nadie excepto Yurba, cuyo carácter lo impulsaba a tentar al peligro con desparpajo y una sonrisa casi seductora: “¿Quiere contarnos por qué esa cara larga, señor?” O “¿Acaso se le murió el perro otra vez?” Y comentarios por el estilo que a Demirel no le agradaban nada, pero que soportaba porque en el fondo admiraba a ese enano calvo y bocón. El pequeño tenía un coraje exagerado para su altura y no solo para burlarse de su superior, sino también en el combate, cuando había que plantarle cara a tipos más grandes o incluso a grupos de ellos, él no huía, no cerraba la boca ni agachaba las orejas sino que permanecía altanero y burlesco hasta el final. Sí, no lo demostraría en absoluto, nunca, pero en el fondo le caía bien Yurba, sin embargo, ahora Demirel no le prestó ninguna atención a su incómoda irrupción. Había un hombre de mediana edad parado frente a él en la multitud que los recibía en la entrada de Bosgos, cuya cara se le hacía lejana pero intensamente familiar, pero a la que se le estaba dificultando mucho localizar en sus recuerdos, y lo más curioso era que el hombre también lo miraba a él como si lo reconociera de alguna parte. La mente se lo estaba gritando pero él no conseguía escucharla, hasta que en ese momento, Furio, montado en su caballo junto al suyo, soltó una detonación al aire con su Tronador tamaño pequeño, un prototipo especial, efectivo a corta distancia que se podía sostener y disparar con una sola mano, para llamar la atención de esa gente y que guardaran silencio y respeto, pero que al mismo tiempo activó algo en los recuerdos de Demirel y también del hombre que le miraba: Emmer. Ambos recordaron el día que vieron por primera vez esa arma funcionando en las manos del viejo Larzo, en ese momento ninguno de los dos comprendía qué estaba pasando y aun ahora no lo tenían muy claro, pero a pesar de los años, podían verse claramente uno al otro como si nada hubiese cambiado, solo que aquel niño gordo ahora había sustituido su enorme espadón de madera por uno de verdad que cargaba al hombro porque era imposible transportar de otra forma. Emmer jamás había visto una espada tan ridículamente grande y no se explicaba para qué alguien construiría una así, pero ahí estaba y ese niño ahora era todo un hombre.



Falena cogió a su madre por los hombros tan asustada como confundida por verla allí, tal y como Yurba se lo había dicho, un hombre en el que se podía confiar, pero al que no se le podía tomar en serio en nada de lo que decía. Confuso, pero así era Yurba. Rubi le explicó la situación, porque Teté no paraba de gimotear, pero no supo explicar por qué el amuleto mágico estaba en el cuello de su mamá y no en el de ella. “El destino de los hombres es una madeja en la que todo está conectado con todos. Cualquier decisión, no solo nos afecta a nosotros, sino también a quienes nos rodean.” Sentenció Brelio, tratando de justificar lo que acababa de hacer con algo que sonara convincente, pero ante las miradas de duda de las mujeres que le rodeaban, debió admitir: “Bueno, eso dice mamá.” Y según eso, entonces, el amuleto no solo cambiaba el destino de quien lo portaba, sino también de quienes rodeaban a este, porque así era el destino, Darlén podía verlo en algunos de sus sueños, como una gran telaraña cuyas infinitas y frágiles cuerdas corrían en todas direcciones hasta donde alcanzaba la vista, entrelazadas unas con otras hasta el fin. Teté se quitó el amuleto, lo colgó del cuello de su hija menor y suspiró con alivio, al fin parecía que había alejado la vista del Recolector de almas de sus dos hijas y también del joven que las había ayudado. Brelio también respiró aliviado y orgulloso. Tal como decía su madre: la pantomima, el ritual, la actuación, podían ser tanto o más poderosos que cualquier hechizo mágico, porque en realidad, lo que colgaba de su cuello no era más que un remedio para la alergia.


León Faras.

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