jueves, 11 de julio de 2019

El Circo de Rarezas de Cornelio Morris.


XXIV.

Apenas Von Hagen colgó el teléfono, luego de dar a Vicente Corona su escueto mensaje sobre el nombre del pueblo donde estaban, información que le tuvo que otorgar Marta, la secretaria, salió de la consulta del doctor una mujer flaca como un espárrago, envuelta en un pomposo abrigo de piel, las manos enguantadas y varias joyas a la vista: la esposa del médico. Se brindaron con Marta un saludo forzado y cínicamente amable para despedirse, y se retiró. Por la puerta de su despacho asomó la cabeza el doctor Parragorda, era un hombre mayor, calvo, de lentecitos diminutos, con una mandíbula lamentable, casi inexistente y una barriga que contrastaba con el resto de su cuerpo flaco y lánguido, pero con una innegable vocación de servicio, que no dudó un segundo en coger su maletín y acompañar a aquel hombre peludo al circo, no sin antes señalar lo interesante que le parecía la hipertricosis de Horacio, éste no entendió a qué se refería y sólo se limitó a aclarar que él estaba bien y que el enfermo era otro.

Generalmente lo echaban a la suerte pero esta vez Damián Corona no había querido discutir y le había cedido la cama a su hermano y él se había acomodado en el sofá, de todas formas había consumido el hastío del día durmiendo y bebiendo coñac allí y pensaba continuar la noche de la misma forma y en el mismo lugar. Cuando le golpearon la puerta por la mañana, dormía en el sofá, sentado, aún vestido, con el cenicero lleno y la botella casi vacía. Se despertó de un salto, se restregó con furia los ojos y el resto de la cara y se rascó gustoso la axila izquierda. Luego de un bostezo, ya comenzaba a dormirse otra vez, pero volvió a oír los golpes. El impulso esta vez, le alcanzó para ponerse de pie, medio desorientado, se dirigió a la puerta, allí había un muchacho con una pequeña nota de papel en una mano y la otra estirada esperando su recompensa, la nota decía “San Antonio de Sotosierra” Damián tardó varios segundos en enterarse de lo que estaba pasando, al final, el muchacho optó por explicarle que un hombre había llamado a la tienda para decir que el circo de Cornelio Morris se había trasladado a un pueblo llamado así, “San Antonio de Sotosierra” Entonces el hombre reaccionó, su cerebro, aturdido aún por el coñac y el mal dormir, logró unir los puntos y todo su ser se iluminó. Le dio una generosa propina al muchacho, despertó a su hermano y se metió a la ducha. Un par de horas después, cuando la emoción del momento pasó y la resaca volvió, viajaba arrellanado en su asiento mientras su hermano Vicente conducía.

El doctor Parragorda se puso el tapaboca, tomó el pulso y escuchó los pulmones del enfermo, fue extremadamente dramático al indicar que, según su experiencia, lo que Eugenio Monje presentaba, podía ser tisis, aquello era lo más probable. Se notaba en un estado bastante agravado, lo que no era raro, debido a las condiciones en las que vivía y su avanzada edad. Él no podía hacer mucho, necesitaba de un sanatorio, de cuidados rigurosos y aun así, una recuperación no era nada segura ni probable, había visto y atendido a muchos tísicos en su vida como para estar seguro de que era una enfermedad dura de vencer y con la que muchos simplemente morían, sobre todo las personas con las defensas bajas, mal alimentadas o viejas. Todo esto lo mencionó en privado a un Cornelio que endurecía el rostro cada vez más fastidiado, hasta que finalmente sólo se limitó a despachar al médico de forma cortés pero ruda. El médico se espantó un poco, pero finalmente se retiró digno, sin que nadie lo acompañara a la salida. Sólo obligado por su integridad profesional, se atrevió a advertir de lo contagiosa que podía ser la enfermedad, advertencia que no debía ser tomada a la ligera, pues se trataba de un circo itinerante que podía esparcir una enfermedad por todo el país como un reguero de pólvora. Entonces Eusebio exigió traer al Curandero y al no encontrar objeción, él mismo lo fue a buscar.

Era una caja de madera de mediano tamaño, suficiente como para que fuera transportada por un solo hombre, pero demasiado pequeña como para contener uno en su interior. Era de una construcción fina y sólida, bien pulida, con bordes redondeados y una elegante y ornamentada cerradura de metal, aunque sin espacio para introducir una llave, al menos no por el exterior. Cornelio ordenó dejar completamente a oscuras la tienda del enfermo, una sola vela, sin palmatoria, sujetada por la mano del asistente, debía ser la única luz en el interior, luego, le ordenó a Horacio que fuera en busca del enano, de Román Ibáñez, Horacio intuyó de inmediato lo que su jefe pretendía y se negó, Cornelio no lo podía creer, lo miró como si de alguna manera, algo o alguien hubiese cambiado al Horacio Von Hagen que todos conocían, incrédulo, hizo algo que odiaba hacer, repetir la orden, pero Von Hagen volvió a negarse. Eso era insólito, Horacio nunca había hecho algo así, ni él mismo se hubiese creído capaz nunca, pero ahí estaba, tan firme como puede estar una ramita delgada y seca frente a una tormenta, “No. Morirá. Está débil, no resistirá… va a morir si le quitan la sangre…” Cornelio lo miraba ahora como a ese perro al que, no sólo se le ha perdonado la vida, sino que además se le ha alimentado y cuidado y de pronto muestra los dientes “Pero qué rayos…” Encima, Horacio lo interrumpía arremangándose la camisa, “Yo lo haré, yo le daré la sangre que quiera el curandero…” Eusebio gritó desde la tienda que todo estaba preparado y Horacio entró sin esperar el consentimiento de su jefe. Éste se quedó allí, apretando el puño y los dientes, molesto, más que molesto, iracundo. Su autoridad era incuestionable, nunca antes había pasado algo así y no podía volver a suceder. Por su parte, pasaría un tiempo antes de que Horacio comprendiera lo que acababa de hacer, en ese momento sólo estaba concentrado en abrirse las venas. Una pequeña herida en las venas de la muñeca, suficiente para arrojar un constante hilo de sangre sobre un plato tallado en la tapa de la caja de madera, con un pequeño agujero en medio por el que la sangre se colaba. Largos minutos de espera y una más que prudente cantidad de sangre derramada hicieron su efecto, la cerradura comenzó a girar despacio, dramáticamente, chillando al roce del metal, hasta que un golpecillo metálico anunció que el seguro estaba abierto. El silencio era tal, que incluso esos sonidos eran perfectamente audibles. Horacio pudo detener la pérdida de sangre con un pañuelo, justo antes de que comenzara a desvanecerse. Del interior de la caja se asomaron unos dedos sujetos al borde, dedos de la mano de un hombre adulto, aunque muy delgado, luego emergió de la oscuridad del interior, la cabeza, calva y demacrada, con los párpados, las orejas y los labios cosidos, de su cuello colgaba una pequeña llave de hierro. Se trataba de un hombre maduro, aunque no anciano, con un cuerpo disminuido, del tamaño del de un niño muy delgado, de no más de siete u ocho años, salvo por las manos, pies y cabeza, cuyo tamaño era desproporcionado con el resto del cuerpo. Se estiró fuera de la caja, hasta alcanzar con los dedos el cuerpo de Eugenio, tenía las uñas largas y rotas, como si se la pasara rasguñando algo duro y áspero. Con las yemas de los dedos comenzó a acariciar muy tenuemente el vientre del enfermo, Beatriz a su lado, aún le sujetaba la mano a éste último, Eusebio iluminaba todos los movimientos del Curandero, cuidando, aunque infructuosamente, de no quemarse ni quemar a nadie con las gotas hirientes de vela derretida. El Curandero de pronto se detuvo, cuando pareció atrapar algo entre los dedos pulgar e índice, algo como un cabello prácticamente invisible ubicado entre las costillas, debajo del pezón izquierdo. Comenzó a jalar de él con delicadeza, el pelo no se veía, pero la piel acusaba que estaba ahí, levantándose. Un pequeño agujero se asomó y éste empezó a ancharse, cuando algo comenzó a salir de allí, algo como un gusano de cuerpo irregular, de color verde, piel transparente e interior acuoso que parecía luchar para no ser extraído, el rostro de todos los que presenciaban la curación, era de asco y horror, excepto por el Curandero, que realizaba su labor imperturbable y con toda precaución, pues si tiraba del cuerpo del gusano en una dirección incorrecta o demasiado fuerte, podía romperlo, perdiendo parte de la criatura en el interior del enfermo, donde correría a esconderse a un lugar, del que no podrían volver a sacarlo, y por lo tanto, la enfermedad no desaparecería. El cuerpo del gusano se estiraba peligrosamente amenazando en todo momento con cortarse a la mitad, sin embargo, la pericia del Curandero lograba extraerlo milímetro a milímetro, hasta que de repente: ¡Pop! salió, dejando un limpio, pero desagradable agujero en la piel, del ancho de un bolígrafo, que tardaría meses en cerrarse. El Curandero, por su parte, volvió a meterse en su caja, llevándose al gusano apresado entre las manos donde tardaría un buen tiempo en digerirlo hasta hacerlo desaparecer, tiempo en el que no podría volver a ser despertado.



León Faras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario