XXIV.
Apenas
Von Hagen colgó el teléfono, luego de dar a Vicente Corona su escueto mensaje
sobre el nombre del pueblo donde estaban, información que le tuvo que otorgar
Marta, la secretaria, salió de la consulta del doctor una mujer flaca como un
espárrago, envuelta en un pomposo abrigo de piel, las manos enguantadas y
varias joyas a la vista: la esposa del médico. Se brindaron con Marta un saludo
forzado y cínicamente amable para despedirse, y se retiró. Por la puerta de su
despacho asomó la cabeza el doctor Parragorda, era un hombre mayor, calvo, de
lentecitos diminutos, con una mandíbula lamentable, casi inexistente y una
barriga que contrastaba con el resto de su cuerpo flaco y lánguido, pero con
una innegable vocación de servicio, que no dudó un segundo en coger su maletín
y acompañar a aquel hombre peludo al circo, no sin antes señalar lo interesante
que le parecía la hipertricosis de Horacio, éste no entendió a qué se refería y
sólo se limitó a aclarar que él estaba bien y que el enfermo era otro.
Generalmente
lo echaban a la suerte pero esta vez Damián Corona no había querido discutir y
le había cedido la cama a su hermano y él se había acomodado en el sofá, de
todas formas había consumido el hastío del día durmiendo y bebiendo coñac allí
y pensaba continuar la noche de la misma forma y en el mismo lugar. Cuando le
golpearon la puerta por la mañana, dormía en el sofá, sentado, aún vestido, con
el cenicero lleno y la botella casi vacía. Se despertó de un salto, se restregó
con furia los ojos y el resto de la cara y se rascó gustoso la axila izquierda.
Luego de un bostezo, ya comenzaba a dormirse otra vez, pero volvió a oír los
golpes. El impulso esta vez, le alcanzó para ponerse de pie, medio
desorientado, se dirigió a la puerta, allí había un muchacho con una pequeña
nota de papel en una mano y la otra estirada esperando su recompensa, la nota
decía “San Antonio de Sotosierra” Damián tardó varios segundos en enterarse de
lo que estaba pasando, al final, el muchacho optó por explicarle que un hombre
había llamado a la tienda para decir que el circo de Cornelio Morris se había
trasladado a un pueblo llamado así, “San Antonio de Sotosierra” Entonces el
hombre reaccionó, su cerebro, aturdido aún por el coñac y el mal dormir, logró
unir los puntos y todo su ser se iluminó. Le dio una generosa propina al
muchacho, despertó a su hermano y se metió a la ducha. Un par de horas después,
cuando la emoción del momento pasó y la resaca volvió, viajaba arrellanado en
su asiento mientras su hermano Vicente conducía.
El
doctor Parragorda se puso el tapaboca, tomó el pulso y escuchó los pulmones del
enfermo, fue extremadamente dramático al indicar que, según su experiencia, lo
que Eugenio Monje presentaba, podía ser tisis, aquello era lo más probable. Se
notaba en un estado bastante agravado, lo que no era raro, debido a las condiciones
en las que vivía y su avanzada edad. Él no podía hacer mucho, necesitaba de un
sanatorio, de cuidados rigurosos y aun así, una recuperación no era nada segura
ni probable, había visto y atendido a muchos tísicos en su vida como para estar
seguro de que era una enfermedad dura de vencer y con la que muchos simplemente
morían, sobre todo las personas con las defensas bajas, mal alimentadas o
viejas. Todo esto lo mencionó en privado a un Cornelio que endurecía el rostro
cada vez más fastidiado, hasta que finalmente sólo se limitó a despachar al
médico de forma cortés pero ruda. El médico se espantó un poco, pero finalmente
se retiró digno, sin que nadie lo acompañara a la salida. Sólo obligado por su
integridad profesional, se atrevió a advertir de lo contagiosa que podía ser la
enfermedad, advertencia que no debía ser tomada a la ligera, pues se trataba de
un circo itinerante que podía esparcir una enfermedad por todo el país como un
reguero de pólvora. Entonces Eusebio exigió traer al Curandero y al no
encontrar objeción, él mismo lo fue a buscar.
Era
una caja de madera de mediano tamaño, suficiente como para que fuera
transportada por un solo hombre, pero demasiado pequeña como para contener uno
en su interior. Era de una construcción fina y sólida, bien pulida, con bordes
redondeados y una elegante y ornamentada cerradura de metal, aunque sin espacio
para introducir una llave, al menos no por el exterior. Cornelio ordenó dejar
completamente a oscuras la tienda del enfermo, una sola vela, sin palmatoria,
sujetada por la mano del asistente, debía ser la única luz en el interior, luego,
le ordenó a Horacio que fuera en busca del enano, de Román Ibáñez, Horacio
intuyó de inmediato lo que su jefe pretendía y se negó, Cornelio no lo podía creer,
lo miró como si de alguna manera, algo o alguien hubiese cambiado al Horacio
Von Hagen que todos conocían, incrédulo, hizo algo que odiaba hacer, repetir la
orden, pero Von Hagen volvió a negarse. Eso era insólito, Horacio nunca había
hecho algo así, ni él mismo se hubiese creído capaz nunca, pero ahí estaba, tan
firme como puede estar una ramita delgada y seca frente a una tormenta, “No.
Morirá. Está débil, no resistirá… va a morir si le quitan la sangre…” Cornelio
lo miraba ahora como a ese perro al que, no sólo se le ha perdonado la vida,
sino que además se le ha alimentado y cuidado y de pronto muestra los dientes
“Pero qué rayos…” Encima, Horacio lo interrumpía arremangándose la camisa, “Yo
lo haré, yo le daré la sangre que quiera el curandero…” Eusebio gritó desde la
tienda que todo estaba preparado y Horacio entró sin esperar el consentimiento
de su jefe. Éste se quedó allí, apretando el puño y los dientes, molesto, más
que molesto, iracundo. Su autoridad era incuestionable, nunca antes había pasado
algo así y no podía volver a suceder. Por su parte, pasaría un tiempo antes de
que Horacio comprendiera lo que acababa de hacer, en ese momento sólo estaba
concentrado en abrirse las venas. Una pequeña herida en las venas de la muñeca,
suficiente para arrojar un constante hilo de sangre sobre un plato tallado en
la tapa de la caja de madera, con un pequeño agujero en medio por el que la
sangre se colaba. Largos minutos de espera y una más que prudente cantidad de
sangre derramada hicieron su efecto, la cerradura comenzó a girar despacio,
dramáticamente, chillando al roce del metal, hasta que un golpecillo metálico
anunció que el seguro estaba abierto. El silencio era tal, que incluso esos
sonidos eran perfectamente audibles. Horacio pudo detener la pérdida de sangre
con un pañuelo, justo antes de que comenzara a desvanecerse. Del interior de la
caja se asomaron unos dedos sujetos al borde, dedos de la mano de un hombre
adulto, aunque muy delgado, luego emergió de la oscuridad del interior, la
cabeza, calva y demacrada, con los párpados, las orejas y los labios cosidos,
de su cuello colgaba una pequeña llave de hierro. Se trataba de un hombre
maduro, aunque no anciano, con un cuerpo disminuido, del tamaño del de un niño
muy delgado, de no más de siete u ocho años, salvo por las manos, pies y
cabeza, cuyo tamaño era desproporcionado con el resto del cuerpo. Se estiró
fuera de la caja, hasta alcanzar con los dedos el cuerpo de Eugenio, tenía las
uñas largas y rotas, como si se la pasara rasguñando algo duro y áspero. Con
las yemas de los dedos comenzó a acariciar muy tenuemente el vientre del
enfermo, Beatriz a su lado, aún le sujetaba la mano a éste último, Eusebio
iluminaba todos los movimientos del Curandero, cuidando, aunque infructuosamente,
de no quemarse ni quemar a nadie con las gotas hirientes de vela derretida. El
Curandero de pronto se detuvo, cuando pareció atrapar algo entre los dedos
pulgar e índice, algo como un cabello prácticamente invisible ubicado entre las
costillas, debajo del pezón izquierdo. Comenzó a jalar de él con delicadeza, el
pelo no se veía, pero la piel acusaba que estaba ahí, levantándose. Un pequeño
agujero se asomó y éste empezó a ancharse, cuando algo comenzó a salir de allí,
algo como un gusano de cuerpo irregular, de color verde, piel transparente e
interior acuoso que parecía luchar para no ser extraído, el rostro de todos los
que presenciaban la curación, era de asco y horror, excepto por el Curandero,
que realizaba su labor imperturbable y con toda precaución, pues si tiraba del
cuerpo del gusano en una dirección incorrecta o demasiado fuerte, podía
romperlo, perdiendo parte de la criatura en el interior del enfermo, donde
correría a esconderse a un lugar, del que no podrían volver a sacarlo, y por lo
tanto, la enfermedad no desaparecería. El cuerpo del gusano se estiraba peligrosamente
amenazando en todo momento con cortarse a la mitad, sin embargo, la pericia del
Curandero lograba extraerlo milímetro a milímetro, hasta que de repente: ¡Pop!
salió, dejando un limpio, pero desagradable agujero en la piel, del ancho de un
bolígrafo, que tardaría meses en cerrarse. El Curandero, por su parte, volvió a
meterse en su caja, llevándose al gusano apresado entre las manos donde tardaría
un buen tiempo en digerirlo hasta hacerlo desaparecer, tiempo en el que no
podría volver a ser despertado.
León Faras.
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