IV.
A
la mañana siguiente, apenas el padre Benigno tomó su desayuno, salió de su casa
diciéndole a Guillermina que tenía un asunto pendiente y que volvería en una
hora. La mujer no se atrevió a preguntar dónde iba, pero no se había llevado a
Abel, por lo que no podía ir muy lejos, y no iba a la iglesia, porque eso
siempre se lo decía antes de salir. Ya se enteraría más tarde.
Aurelio
se tomaba su primer café de la mañana con un chorrito de aguardiente, sentado tras
su burdo escritorio, “Padre Benigno, ¿Qué negocios lo traen por aquí tan
temprano?” El sacerdote se paró frene a él, “Buenos días, Aurelio. Uno de sus
presos solicitó mi presencia y es mi deber atender a su llamado” Aurelio ojeó
sus papeles, “Bien, el día que se acaben las almas pecadoras, ambos nos
quedaremos sin trabajo ¿A quién viene a ver?” “A Horacio Ballesteros” El
guardia lo miró forzando los ojos hacia arriba y arrugando la frente, “No sé
por qué, pero me lo imaginaba. Ese hombre no está bien” “¿A qué se refiere?”
preguntó el cura apretando el ceño, “Nada, es sólo que es evidente que la
prisión no le sentó nada bien” respondió Aurelio, volviendo a ojear sus
papeles. Luego llamó de un grito a uno de sus guardias y éste acompañó al cura
hasta la celda del doctor Ballesteros. Allí estaba el doctor, con su aspecto de
náufrago y su mirada derrotada, “¿Cómo está, Padre?” Eso desarmó al sacerdote,
era la primera vez que oía que él le llamaba “padre” Tomó un taburete y se
sentó frente a él, “Bien Horacio, estoy aquí para ayudarlo en lo que pueda,
¿Usted me mandó llamar?” El doctor asintió, se veía humilde, y cansado, “Padre,
volvió a suceder, y no soy yo, le juro por Dios que no soy yo…” Horacio
llamándole padre y jurando por Dios, le sonaba al cura como un hombre embaucador,
o uno sospechosamente demasiado cambiado por el encierro, pero se guardó sus
sospechas, “¿De qué habla, Horacio?” el doctor Ballesteros tomó una bocanada de
aire, “Nunca he creído mucho en Dios, padre, usted lo sabe, siempre he pensado
que la ciencia busca las respuestas mientras que la religión sólo se las
inventa, pero ahora tengo miedo, y no sé qué hacer…” Benigno no oía nada nuevo,
y nada nuevo podía decir “Bueno, el arrepentimiento sincero es el primer paso
hacia el perdón de Dios y la salvación de su alma…” “No padre, yo no temo por
mi alma…” Horacio se restregó la barba, “…yo temo por lo que no puedo
controlar…” El cura quiso decir algo, pero Ballesteros continuó, “…Escuche
padre, cuando mi mujer enfermó, ella decía que otros seres tomaban posesión de
su cuerpo y hablaban y actuaban a través de ella, que no podía controlarlo, le
diagnosticaron un raro tipo de locura, personalidades múltiples, le llamaron.
No tenía cura conocida, sólo empeoraba, tan sólo había unos tratamientos
experimentales que yo me negué a aceptar, porque me parecieron peores que la
enfermedad misma. Finalmente ella se quitó la vida. Usted lo supo, padre. Ahora
creo que me está pasando a mí, y no hablamos de una enfermedad que se pueda
contagiar, por eso tengo miedo. Al principio no lo creía, pero se está haciendo
cada vez más evidente, y sólo puede empeorar, padre” El sacerdote lo miraba a
los ojos buscando confirmar que Horacio era sincero, no que le decía la verdad,
sólo que era sincero. Nada le pareció decir lo contrario, “Usted me está
diciendo que ahora hay seres que hablan y actúan a través suyo como lo hacían
con su mujer, ¿Es eso?” Horacio Ballesteros se estudiaba minuciosamente las
manos, como si en ellas pudiera encontrar la forma correcta y precisa de decir
lo que tenía que decir, “Hace unos días, un hombre se quitó la vida durante la
noche, aquí afuera, frente a mi celda, un guardia. Seguramente lo supo. Yo
dormía, se lo juro, pero recuerdo, como si lo hubiese soñado, que yo le dije
cosas a ese hombre que lo llevaron al suicidio, cosas que yo no podía saber,
cosas que yo jamás le diría a nadie. Fui yo, padre, pero no era yo, algo
actuaba a través de mí, yo desperté a la mañana siguiente y lo vi ahí sentado
en el suelo, sobre un charco de su propia sangre y avisé a los guardias. Sé que
no me cree, yo tampoco lo haría, pero aun así le pido que me ayude, padre” El
cura se puso de pie, pero no para irse. Horacio tenía razón, no le creía, “Y me
va decir que la violación a su hija, ¿También fue algo actuando a través de
usted?” Horacio se estiró la cara con las manos, desde la frente hasta el final
de su barba, “También pensé al principio que había sido un desagradable sueño,
luego, cuando todo se confirmó, culpé al alcohol, pero ahora que el doctor
Cifuentes me mostró mi propio diario y leí lo que había escrito en él, me doy
cuenta de que no era yo, es imposible que ese fuera yo. Sé lo que piensa, padre,
pero no me intento justificar, ¿De qué me serviría? Sólo quiero que alguien me
ayude, y no sé a quién más pedírselo” El cura volvió a sentarse, “¿Y cómo
quiere que lo ayude, Horacio?” Horacio lo miró a los ojos e inmediatamente bajó
la vista al suelo, “No lo sé, Padre” El cura lo escudriño largos segundos,
luego respiró hondo y se puso de pie, no podía negarle la ayuda espiritual a ningún
hombre que se la pidiera, “Bien, Horacio, volveré, se confesará y oraremos para
que el Dios padre le brinde la paz que necesita su mente y sobre todo su alma”
“Gracias, Padre” Antes de irse, el cura se detuvo, “Escuche, su hija ya no está
en el convento en el que la dejé, huyó. Ahora hace poco vino a verme, no quería
hablar conmigo, no me dijo dónde estaba, sólo me dijo que estaba bien y que no
quería irse con su hermano. Se veía bien” Gritó al guardia. Le abrieron la
celda. Horacio se puso de pie, el cura lo pensó unos segundos, luego se decidió
“No pensaba decírselo, Horacio, pero creo que usted tenía razón con esos fetos
que tenía en su consulta: no eran hijos de Dios. Tal vez ya lo había notado,
pero, no tienen ombligo ni cordón umbilical” Entonces, sin esperar respuesta,
se fue. Ballesteros se dejó caer en su litera, luego se recostó en ella, el
cura, contrario a lo que él esperaba, no le había dejado más tranquilo, sino mucho
en qué pensar. Su hija, si no estaba ni en el convento ni con su hermano,
entonces dónde estaba y con quién, y lo más curioso, por qué había huido. Por
otro lado, estaba aquello de los fetos, sin cordón umbilical, cómo era que él
no lo había notado, pensó, el primero había sido incinerado junto con el cuerpo
de la madre, no tenía mucho que se le pudiera ver, y el segundo, el segundo
nunca lo sacó del cuerpo de Domingo, estaba aún ahí cuando él fue llevado preso.
No lo extrajo, no alcanzó a hacerlo. Alguien más lo hizo.
León Faras.
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