jueves, 14 de noviembre de 2019

Zaida.



XII.

Por la madrugada, antes del alba, dos monjes adultos, cuatro novicios, una joven, una niña pequeña y un asno estaban listos para partir. Con sus canastos sujetos a la espalda donde llevaban sus pocas pertenencias además de provisiones y sus bastones de viaje en la mano, los monjes, incluyendo los dos mayores, atendían a la despedida de Missa Budara quien les deseaba un buen viaje, les aconsejaba precaución, debido al estado de conflicto que vivía el país y les daba bendiciones a uno por uno para restablecer el equilibrio en sus existencias y que lo malo no tuviera cabida en sus presentes ni en su destino próximo, ya que para los monjes, era posible tomar el desequilibrio de los demás como propio para restablecerlo. También estaban Missa Poquelín y Driba allí, sus bultos eran más pequeños, sólo un morral con provisiones y una calabaza hueca para el agua. El asno llevaba los bultos de la pequeña Zadí y la princesa y algunos otros utensilios de uso común, también podía llevar a una de las dos chicas si era necesario, aunque ambas estaban acostumbradas y más que dispuestas a caminar como los demás. Se trataba de un viaje de tres días por rutas tan milenarias como los monasterios que estas rutas unían, los chicos lo sospechaban, pero no lo sabían a ciencia cierta, el que más informado estaba era Girú, éste, a pesar de tener más o menos la edad de Driba, no había hecho su entrenamiento en Masdra-Sucur hace dos años cuando debía, debido a una torcedura de tobillo que le impidió hacer el viaje, por lo que ahora le tocaba ser compañero de Ribo, Paqui y Gunta, éstos, no lo tomaban como miembros de su reducido clan, tampoco a la princesa Viserina y veían a la pequeña Zadí poco menos que como una mascota, pero en Masdra, no les quedaría más remedio que afianzarse como un solo equipo. Missa Nemir, quien encabezaba la marcha, ordenó a Gunta posicionarse detrás de él y delante de las chicas, lo que lo separaba de su grupo de amigos, que quedaban detrás del asno, guiado por Girú y delante de Missa Badú, quien cerraba la marcha. Esto, Gunta se lo tomó muy mal, como un castigo anticipado por algo malo que aún no había hecho, lo que resultó muy obvio para Missa Nemir, “¿Crees que el viento castiga a los árboles o el agua castiga a la roca? No, se forman y se transforman mutuamente, es el camino de la armonía buscando el punto en el que ambos conviven en paz y comunión, como individuos y como parte de un todo…” Gunta lo miraba con desconfianza, como si lo estuvieran intentando timar, “…Aquí no hay castigo Gunta, este viaje, este cambio que comienza ahora mismo, es para sacarte a ti y a tus compañeros, de la falsa comodidad que se han creado ustedes mismos, y transformarlos como individuos, como monjes y como hombres parte de una sociedad, pues no hay camino hacia la armonía, sin cambios. Y si tú estás dispuesto, tú que eres más que una roca o un árbol, te aseguro que esta experiencia sacará lo mejor de ti, más allá de lo que jamás hayas imaginado” Gunta ahora lo escuchaba absorto, era muy extraño, pero por primera vez veía en Missa Nemir algo muy parecido a un padre, “¿Estás dispuesto?” preguntó éste, y el chico asintió con forzada gravedad, Nemir le hizo una reverencia y agregó, “Entonces nos despedimos del Gunta que hoy parte de Missa Pandur, pues el que regrese no será el mismo, sino cien veces mejor” Gunta respondió la reverencia y se puso a caminar, pero lejos de sentirse ilusionado, se había comenzado a arrepentir de haber asentido, a sentir agobio, como si ahora llevara un nuevo peso sobre su espalda además de su mochila y no entendía bien de dónde había salido.

Los senderos de la montaña, eran en su gran mayoría, poco más que simples huellas dejadas por animales que con el paso del tiempo se habían ido transformando en rutas para el uso relativamente cómodo y seguro de seres humanos, que viajaban a pie o como mucho usaban algún animal de carga como medio de transporte. Los muchachos no se lo habían preguntado siquiera, pero era muy difícil de imaginar, cuánto había costado construir esos edificios, sólidos e inmensos, en lugares tan remotos y de tan difícil acceso, y encima, según la leyenda, con sólo dos materiales. Tampoco se habían preguntado cuáles eran esos materiales, muy abundantes y poderosos, por cierto: tiempo y voluntad.

La reciente lluvia llenaba de vida y belleza las montañas, lavaba el polvo de las rocas y de los árboles, enverdecía los valles y decoraba todo con cascadas que resbalaban por las paredes de roca viva como ríos verticales, en algunos casos, o saltaban al vacío desde gran altura, en otros casos. La nieve aún se mantenía alta, en las cumbres, en algún tiempo más alcanzaría los valles. Al llegar a la saliente de la Luna, un extremo dominado por una gran roca, cuya forma y rugosidad recordaba a la cara visible de la luna, un sitio energético poderoso para los monjes, donde se podía percibir con claridad que los sentimientos fluían con mayor intensidad y claridad al cabo de un tiempo, pudieron observar con alivio que el puente de la Hiedra Tozuda, varios metros más abajo, aún permanecía en pie a pesar de la guerra, no se llamaba así sólo porque sí, y eso era bueno, porque de lo contrario, el viaje podía alargarse por lo menos un día más. Su nombre estaba lejos de ser imaginativo, pero sí muy apropiado: el puente estaba colonizado por una enredadera que ascendía el risco en busca del sol aferrándose a lo que encontraba en su camino, incluyendo el puente colgante, los hombres habían intentado limpiarlo muchas veces, pensando que el peso de la hiedra acumulada, terminaría por colapsarlo, pero se convirtió en una tarea de nunca acabar, pues la hiedra siempre volvía y al parecer, cada vez con más ímpetu, lo que acabó por desmoralizar a los hombres quienes finalmente se rindieron y la hiedra ganó. Lo que sucedió fue que el puente nunca cayó, se robusteció. La hiedra aferrada al puente, también se aferró a los bordes que lo sostenían, volviéndose un puente en sí misma cada vez con más conexiones. Incluso en el crudo invierno los tallos desnudos de la hiedra se endurecían sin desprenderse de sus asideros, brotando de nuevo en primavera. Sin duda una prueba de lo mucho que nos podemos equivocar a veces, acerca de las reales intenciones de la naturaleza. Missa Nemir comprobó su estado y animó a cruzar a los demás, fue una grata sorpresa ver a Gunta cargar sobre su espalda, sujeta con un manto atado y cruzado sobre su hombro, a la pequeña Zadí, quien se había detenido frente al puente de hiedra, renuente, con la misma cara de un perro cuando se entera de que lo van a bañar, mientras la princesa ayudaba al muchacho con su bulto. Aunque comenzaban a sentirse hambrientos, no podían detenerse para comer, pues debían alcanzar el refugio antes del final del día, por lo que todos recurrían a sus inagotables bolsas con semillas y a la vigorizante agua de la montaña, abundante por todas partes luego de las lluvias, para mantener las energías de su cuerpo, incluso la pequeña Zadí, aunque ésta, por decisión de Badú, terminó el último trayecto del viaje, montada sobre el asno que guiaba Girú.

Paqui, aunque jadeaba y sudaba por todos, mantenía el paso con bastante dignidad. Era el único que se veía obligado a enjugarse la frente y los ojos constantemente, pues éstos le ardían, le lagrimeaban y le dificultaban aún más su deficiente visión, “Mira eso, ¿Quién crees que viva ahí?” le comentó Ribo, siempre insensible a su condición, señalándole una dirección hacía la que el muchacho sólo veía una mancha rectangular, mayoritariamente blanca o de un color claro que contrastaba con el fondo gris azulado de la montaña, que de ser una vivienda, era bastante grande para una familia pero pequeña para una comunidad, de todas maneras no tenía oxígeno suficiente para responder, por lo que derivó la pregunta con la mirada a Missa Badú que venía más atrás, “Ese es nuestro refugio muchachos, hemos llegado…” Efectivamente, aquello, más que un refugio, como el que se esperaban los muchachos, era una construcción sólida, un edificio hecho de roca y arcilla de dos plantas, con la de abajo destinada a animales y la de arriba a personas. Era casi como un monasterio en miniatura. Pronto caería el sol y tendrían una vista privilegiada, podrían prender fuego y descansar y comer en un sitio caliente y seguro. Para continuar la marcha temprano por la mañana.

León Faras.

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