XII.
Por la madrugada, antes del alba,
dos monjes adultos, cuatro novicios, una joven, una niña pequeña y un asno
estaban listos para partir. Con sus canastos sujetos a la espalda donde
llevaban sus pocas pertenencias además de provisiones y sus bastones de viaje
en la mano, los monjes, incluyendo los dos mayores, atendían a la despedida de
Missa Budara quien les deseaba un buen viaje, les aconsejaba precaución, debido
al estado de conflicto que vivía el país y les daba bendiciones a uno por uno
para restablecer el equilibrio en sus existencias y que lo malo no tuviera
cabida en sus presentes ni en su destino próximo, ya que para los monjes, era
posible tomar el desequilibrio de los demás como propio para restablecerlo.
También estaban Missa Poquelín y Driba allí, sus bultos eran más pequeños, sólo
un morral con provisiones y una calabaza hueca para el agua. El asno llevaba
los bultos de la pequeña Zadí y la princesa y algunos otros utensilios de uso
común, también podía llevar a una de las dos chicas si era necesario, aunque
ambas estaban acostumbradas y más que dispuestas a caminar como los demás. Se
trataba de un viaje de tres días por rutas tan milenarias como los monasterios
que estas rutas unían, los chicos lo sospechaban, pero no lo sabían a ciencia
cierta, el que más informado estaba era Girú, éste, a pesar de tener más o
menos la edad de Driba, no había hecho su entrenamiento en Masdra-Sucur hace
dos años cuando debía, debido a una torcedura de tobillo que le impidió hacer
el viaje, por lo que ahora le tocaba ser compañero de Ribo, Paqui y Gunta,
éstos, no lo tomaban como miembros de su reducido clan, tampoco a la princesa
Viserina y veían a la pequeña Zadí poco menos que como una mascota, pero en
Masdra, no les quedaría más remedio que afianzarse como un solo equipo. Missa
Nemir, quien encabezaba la marcha, ordenó a Gunta posicionarse detrás de él y
delante de las chicas, lo que lo separaba de su grupo de amigos, que quedaban
detrás del asno, guiado por Girú y delante de Missa Badú, quien cerraba la
marcha. Esto, Gunta se lo tomó muy mal, como un castigo anticipado por algo
malo que aún no había hecho, lo que resultó muy obvio para Missa Nemir, “¿Crees
que el viento castiga a los árboles o el agua castiga a la roca? No, se forman
y se transforman mutuamente, es el camino de la armonía buscando el punto en el
que ambos conviven en paz y comunión, como individuos y como parte de un todo…”
Gunta lo miraba con desconfianza, como si lo estuvieran intentando timar, “…Aquí
no hay castigo Gunta, este viaje, este cambio que comienza ahora mismo, es para
sacarte a ti y a tus compañeros, de la falsa comodidad que se han creado
ustedes mismos, y transformarlos como individuos, como monjes y como hombres
parte de una sociedad, pues no hay camino hacia la armonía, sin cambios. Y si
tú estás dispuesto, tú que eres más que una roca o un árbol, te aseguro que
esta experiencia sacará lo mejor de ti, más allá de lo que jamás hayas imaginado”
Gunta ahora lo escuchaba absorto, era muy extraño, pero por primera vez veía en
Missa Nemir algo muy parecido a un padre, “¿Estás dispuesto?” preguntó éste, y
el chico asintió con forzada gravedad, Nemir le hizo una reverencia y agregó, “Entonces
nos despedimos del Gunta que hoy parte de Missa Pandur, pues el que regrese no
será el mismo, sino cien veces mejor” Gunta respondió la reverencia y se puso a
caminar, pero lejos de sentirse ilusionado, se había comenzado a arrepentir de
haber asentido, a sentir agobio, como si ahora llevara un nuevo peso sobre su
espalda además de su mochila y no entendía bien de dónde había salido.
Los senderos de la montaña, eran
en su gran mayoría, poco más que simples huellas dejadas por animales que con
el paso del tiempo se habían ido transformando en rutas para el uso
relativamente cómodo y seguro de seres humanos, que viajaban a pie o como mucho
usaban algún animal de carga como medio de transporte. Los muchachos no se lo
habían preguntado siquiera, pero era muy difícil de imaginar, cuánto había
costado construir esos edificios, sólidos e inmensos, en lugares tan remotos y
de tan difícil acceso, y encima, según la leyenda, con sólo dos materiales.
Tampoco se habían preguntado cuáles eran esos materiales, muy abundantes y
poderosos, por cierto: tiempo y voluntad.
La reciente lluvia llenaba de
vida y belleza las montañas, lavaba el polvo de las rocas y de los árboles,
enverdecía los valles y decoraba todo con cascadas que resbalaban por las
paredes de roca viva como ríos verticales, en algunos casos, o saltaban al
vacío desde gran altura, en otros casos. La nieve aún se mantenía alta, en las
cumbres, en algún tiempo más alcanzaría los valles. Al llegar a la saliente de
la Luna, un extremo dominado por una gran roca, cuya forma y rugosidad
recordaba a la cara visible de la luna, un sitio energético poderoso para los
monjes, donde se podía percibir con claridad que los sentimientos fluían con
mayor intensidad y claridad al cabo de un tiempo, pudieron observar con alivio
que el puente de la Hiedra Tozuda, varios metros más abajo, aún permanecía en
pie a pesar de la guerra, no se llamaba así sólo porque sí, y eso era bueno,
porque de lo contrario, el viaje podía alargarse por lo menos un día más. Su
nombre estaba lejos de ser imaginativo, pero sí muy apropiado: el puente estaba
colonizado por una enredadera que ascendía el risco en busca del sol
aferrándose a lo que encontraba en su camino, incluyendo el puente colgante,
los hombres habían intentado limpiarlo muchas veces, pensando que el peso de la
hiedra acumulada, terminaría por colapsarlo, pero se convirtió en una tarea de
nunca acabar, pues la hiedra siempre volvía y al parecer, cada vez con más ímpetu,
lo que acabó por desmoralizar a los hombres quienes finalmente se rindieron y
la hiedra ganó. Lo que sucedió fue que el puente nunca cayó, se robusteció. La
hiedra aferrada al puente, también se aferró a los bordes que lo sostenían,
volviéndose un puente en sí misma cada vez con más conexiones. Incluso en el
crudo invierno los tallos desnudos de la hiedra se endurecían sin desprenderse
de sus asideros, brotando de nuevo en primavera. Sin duda una prueba de lo
mucho que nos podemos equivocar a veces, acerca de las reales intenciones de la
naturaleza. Missa Nemir comprobó su estado y animó a cruzar a los demás, fue
una grata sorpresa ver a Gunta cargar sobre su espalda, sujeta con un manto
atado y cruzado sobre su hombro, a la pequeña Zadí, quien se había detenido
frente al puente de hiedra, renuente, con la misma cara de un perro cuando se
entera de que lo van a bañar, mientras la princesa ayudaba al muchacho con su
bulto. Aunque comenzaban a sentirse hambrientos, no podían detenerse para comer,
pues debían alcanzar el refugio antes del final del día, por lo que todos
recurrían a sus inagotables bolsas con semillas y a la vigorizante agua de la
montaña, abundante por todas partes luego de las lluvias, para mantener las
energías de su cuerpo, incluso la pequeña Zadí, aunque ésta, por decisión de
Badú, terminó el último trayecto del viaje, montada sobre el asno que guiaba
Girú.
Paqui, aunque jadeaba y sudaba
por todos, mantenía el paso con bastante dignidad. Era el único que se veía
obligado a enjugarse la frente y los ojos constantemente, pues éstos le ardían,
le lagrimeaban y le dificultaban aún más su deficiente visión, “Mira eso,
¿Quién crees que viva ahí?” le comentó Ribo, siempre insensible a su condición,
señalándole una dirección hacía la que el muchacho sólo veía una mancha
rectangular, mayoritariamente blanca o de un color claro que contrastaba con el
fondo gris azulado de la montaña, que de ser una vivienda, era bastante grande
para una familia pero pequeña para una comunidad, de todas maneras no tenía
oxígeno suficiente para responder, por lo que derivó la pregunta con la mirada
a Missa Badú que venía más atrás, “Ese es nuestro refugio muchachos, hemos
llegado…” Efectivamente, aquello, más que un refugio, como el que se esperaban
los muchachos, era una construcción sólida, un edificio hecho de roca y arcilla
de dos plantas, con la de abajo destinada a animales y la de arriba a personas.
Era casi como un monasterio en miniatura. Pronto caería el sol y tendrían una
vista privilegiada, podrían prender fuego y descansar y comer en un sitio
caliente y seguro. Para continuar la marcha temprano por la mañana.
León Faras.
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