sábado, 30 de noviembre de 2019

Autopsia. Tercera parte.


XII.

A la mañana siguiente de que el doctor Ballesteros fuera conducido a la prisión, y su hija Elena llevada al convento de las Hermanas de la Resignación, María Cruces puso una carta en el correo para su hermana Berta, a la que iría a visitar en los próximos días, en ese mismo lugar se encontró con Rubén Hurieta, un hombre conocido por su humor y su galantería genuina e inagotable. No se trataba de un hombre mujeriego o de malas intenciones, Rubén era viudo hace varios años y con tres hijos, sus inocuas intenciones no eran más que el constante halago y las excesivas atenciones hacia todo el género femenino, siempre había sido igual y todo el que lo conocía, lo sabía. Apenas supo lo del viaje de María, Rubén se ofreció en el acto a llevarla personalmente a su destino, como si se tratara de llevarla a su casa luego de una reunión, la mujer dijo que no era necesario, que podía tomar el tren y que seguramente él tenía cosas más importantes que hacer, pero el hombre insistió en que no había ningún problema, que en carreta podían hacer el viaje más corto por el monte y terminó haciéndose el ofendido porque la mujer no aceptaba su compañía. A María no le quedó más remedio que aceptar el ofrecimiento de Rubén, muy complacida. Partieron al día siguiente, muy temprano, en su carreta tirada por dos caballos, si todo salía bien, el hombre podía estar de regreso esa misma noche, pero nada salió bien. Atravesaron Casas Viejas al medio día y continuaron, varios pobladores les vieron pasar, incluyendo al hijo de Ismael que volvía a casa a esa hora para el almuerzo. Él no recuerda haber visto nada extraño. Los cultivos se extendían varios kilómetros fuera del poblado para luego convertirse en monte agreste sin apenas dar aviso y así continuar por algunas horas hasta el siguiente poblado. En ese punto María, por espacio de medio segundo, vio un personaje oscuro sentado sobre una roca a orillas del camino, vestía capa y sombrero, en ese breve tiempo le pareció que no tenía rostro y que se encontraba muy abrigado para la hora del día, sin embargo al segundo vistazo, cuando quiso enseñárselo a su compañero, la roca estaba vacía y no había ni rastros de nadie cerca. Rubén no alcanzó a volver la vista al frente, porque en ese momento, mientras uno de sus caballos iniciaba una carrera despavorida, como si algo lo hubiese asustado terriblemente, el otro, precisamente el que iba frente a él, se hundió con un grito de dolor, o miedo, como si se lo hubiese tragado la tierra, aunque en realidad el animal no se había ido a ninguna parte, estaba tirado en el suelo, vivo, pero incapaz de ponerse de pie y era arrastrado por su compañero que parecía llevar a un esbirro del Diablo en su grupa. Sólo fue cuestión de segundos para que el animal caído se interpusiera a las ruedas de la carreta y ésta se volcara, lanzando a tierra a sus ocupantes. El caballo que aún tiraba logró liberarse y huyó a perderse, abandonando a su compañero tirado en el suelo y a sus amos que también rodaron por la tierra. Aunque ambos se golpearon duramente, no resultaron heridos de gravedad, sin embargo, el caballo tenía ambas patas delanteras con los huesos rotos, y en lugares similares. Una, ya era muy malo, pero dos era el colmo del infortunio y de lo improbable. Había que volver a Casas Viejas en busca de ayuda, pero antes Rubén cogió su escopeta y se acercó al animal para sacrificarlo, y así que dejara de sufrir, pero en el preciso momento en el que apretó el gatillo, el día se hizo noche, y lo inundó la oscuridad como si de pronto se hubiese quedado ciego, pero no estaba ciego, porque la luz volvió a sus ojos paulatinamente, como cuando las pupilas se acostumbran a la oscuridad, “¡Pero qué demonios ocurre! María, ¿Está usted bien?” La mujer no respondió. Un extrañó ruido comenzó a llegarle desde algún punto a sus espaldas, un sonido de fauces, de jugos y de desgarros, “¡María, ¿Dónde está? María!” Se esforzaba por mirar pero le era imposible distinguir algo, cogió su encendedor del bolsillo de su chalequillo y lo encendió, alejó la llama tanto como su brazo se lo permitía de sus ojos y la acercó al sonido. Tres perros horribles devoraban un cuerpo, parecían perros callejeros, flacos y maltratados que comían con ansias de un cuerpo. Rubén se espantó, pero tenía su escopeta preparada en la otra mano, al observar con cuidado, notó enormes costillas blancas y patas desgarradas de animal. Lo que estaban engullendo esos perros era un caballo, y aunque era evidente que por las condiciones del animal, ya llevaban un buen rato en su faena, podía decir con mediana seguridad que aquel era su caballo, el que se había quebrado las patas. El hombre retrocedió un paso, si aquel era su caballo, entonces a qué le había disparado antes. Giró su encendedor hacia sus espaldas, vio las piernas de una mujer tirada en el suelo, era María, su acompañante. Rubén tuvo un pequeño segundo de alivio seguido de una gran angustia, dos zancadas después, se horrorizó: la mujer tenía las extremidades quebradas y la mitad de la cara destrozada de un tiro, tomó una bocanada de aire que se le atascó en la garganta en un nuevo sobresalto, una risotada sonó allí donde antes los perros comían, la risotada de un hombre. Rubén se giró de un salto, su propia luz lo cegaba, gritó para saber quién andaba ahí, ya no habían perros, amenazó con su escopeta y soltó el tiro al aire para demostrar que no estaba jugando, el último tiro albergado en su arma. Una bandada de pájaros emprendió el vuelo tras él, asustados por la detonación, aves carroñeras que habían dejado carcomido el cuerpo de la mujer. Aquello era una pesadilla, “No me deje, Rubén, ayúdeme…” no era lógico que hablara, pero, aunque débil, sin ninguna duda había oído la voz de María. Rubén se acercó a ella, su cuerpo tenía leves espasmos que le daban la falsa ilusión de albergar vida, pero más que suficiente para el hombre que, desesperado y asustado, la cogió en brazos. Aún estaba oscuro, pero ya no le interesaba preguntarse por qué demonios se había vuelto de noche precipitadamente. Estaba perdido, en medio de la nada y en una noche sin luna ni estrellas, apenas iluminada por su mechero que permanecía en la tierra sin recordar cómo había llegado ahí. Gritó por ayuda y una luz apareció en la oscuridad, un candil cuya luz ocultaba a su portador, un hombre oscuro y sin rostro, vestido adecuadamente para esa hora de la noche, “Venga amigo, por aquí…” Rubén lo siguió sin cuestionamientos, seguía oyendo a la mujer que le rogaba por ayuda, a pesar de que su cabeza se derretía en trozos licuados de carne, sangre y sesos que chorreaban por el camino. Siguió el candil por el terreno agreste, sin saber a dónde ni por cuánto tiempo, y sin llegar a ver ni un rastro de civilización, ni un sembradío, ni un establo, ni una casucha siquiera, con la mujer en brazos con sus miembros rotos colgando y balanceándose con cada paso. Cuando por fin llegaron a un sitio, aquel era el cementerio, la tumba estaba excavada, la pala sobre el montículo de tierra y el hombre del candil parado al lado. ¿Cómo habían llegado allí sin atravesar ningún poblado? “Ayúdeme Rubén, no me deje…”  La mujer aún le hablaba. Rubén se negó a su situación, alterado, espantado, él no quería un cementerio, él quería llevar a María a un lugar donde pudieran ayudarla, “Ya la has ayudado suficiente” dijo el hombre dando un paso hacia él y acercándole la luz. La mujer estaba casi desnuda, su carne carcomida en varias partes, tal vez por los pájaros y su cabeza ya no era humana, en su lugar colgaba el cráneo limpio de un caballo que acabó por descuajarse en ese momento. Rubén dejó caer el cuerpo al suelo casi al borde de la histeria, el hombre con el rostro oculto tras el candil le lanzó un saco de arpillera a los pies, era como enterrar a un perro, pero peor era enterrarla sin nada, “¿A qué esperas? debes inhumarla para que las alimañas de la noche no la profanen. La madre ya está preñada y su trabajo terminó… ¡Hazlo!” Rubén obedeció, su voluntad y su convicción estaban por los suelos, obedeció sin dejar de invocar a Dios, aunque éste no parecía prestarle atención. La confusión hace que los hombres obedezcan sin saber a quién ni por qué. Mientras apaleaba la tierra, podía oír a los perros acosándole desde las sombras. Cuando acabó, el hombre posó su candil en el suelo, “Tu trabajo también ha terminado, puedes irte, si así lo deseas…” el hombre se alejó y Rubén se puso de pie, había un fuego, tardó varios segundos en notar que era una persona crucificada que se quemaba, con un poco de atención pudo ver que el mundo entero era un gran incendio de condenados quemándose . No había dónde ir, sin embargo Rubén sólo pudo correr.



León Faras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario